VENEZUELA. Auge y caída del mito de Leopoldo López

Sábado 11 de mayo de 2019 por Círculo La Puebla

Fuente: Insurgente / Mision Verdad

Si quisiéramos definir brevemente a Leopoldo López, sería suficiente afirmar que es el símbolo más fiel de la oligarquía venezolana. Su salto a la política, en las postrimerías del siglo XXI, sería simplemente un trámite determinado por su abolengo.

Ser primo del empresario Lorenzo Mendoza, descendiente directo de los grandes terratenientes y banqueros que lucharon contra los campesinos pobres durante la guerra federal (1859-1863) y sucesor de los negocios bancarios de la familia Velutini, le darían a López el poder económico necesario para fundar partidos políticos y acceder a la presidencia de la República más adelante.

Este razonamiento era absolutamente lógico. Si el poder político y económico en Venezuela había sido una unidad indivisible en el siglo XX, donde el trinomio López-Mendoza-Velutini concentró una posición de dominio incontestable, era sólo cuestión de tiempo para que Leopoldo, «el heredero», tomara las riendas del Estado venezolano una vez alcanzara la madurez.

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Transcurren tiempos de «antipolítica» y crisis internacional.

El sistema político bipartidista (Acción Democrática y Copei), el modelo con el cual las transnacionales garantizaban su acceso a los recursos naturales de Venezuela, cerraba su ciclo de desgaste con la rebelión militar del teniente coronel Hugo Chávez Frías en 1992.

Pero esta situación de crisis tenía una determinación global. El bloque soviético se desmoronaba, convirtiendo al neoliberalismo en el único horizonte de la sociedad global en el marco de grandes reacomodos del sistema capitalista internacional y de sus instrumentos de poder.

Las consecuencias políticas e históricas de este proceso serían demoledoras, y sobre ello, vale acotar, se ha escrito en abundancia. Una de las más importantes, a lo que a Venezuela concierne en lo estrictamente político, fue la catástrofe de los partidos tradicionales a beneficio de una nueva generación de tecnócratas y gerentes.

Esta metamorfosis de las élites nacionales, a escala global, tomaría el testigo en la dirección de los Estados para su efectiva integración en el nuevo reordenamiento económico mundial, donde las instituciones supranacionales ligadas a los Estados Unidos ostentarían un poder absoluto.

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En Venezuela este proceso no fue tan lineal como a veces se suele analizar.

Con el proyecto de la «antipolítica», las élites dominantes y el capital transnacional habían intentado una transición ordenada para reconfigurar el sistema político y económico venezolano a las nuevas exigencias del orden mundial post guerra fría.

Olfateaban que el bipartidismo y el Estado petrolero representaban un obstáculo, y que la prolongación de la crisis de ese modelo, que imperó ininterrumpidamente en el siglo XX, podría traer consecuencias negativas a su posición como clase dominante.

Esta transición ordenada no culminó como esperaban, mucho tuvo que ver la idea errónea de creer que la democracia liberal y el mercado era una tendencia global irrefutable que sólo requería de tiempo para instalarse.

Un teniente coronel del ejército venezolano, que tenía años conspirando y creando un movimiento político-militar, se adelantó, demostrando tener una idea mejor elaborada de cómo reconducir al país en medio del cataclismo internacional que se desarrollaba.

Era Hugo Chávez, una figura que removió los tormentos más profundos de la élite venezolana: para ellos implicaba el regreso de las turbas de campesinos harapientos del siglo XIX, que enfrentaron a las acomodadas oligarquías de la época.

Para el capital estadounidense, el peligro era bastante concreto, mucho menos personalizado: que uno de los ejes del mercado energético mundial como Venezuela, tomara control de su petróleo y de sus recursos, implicaba un obstáculo en el proyecto global post guerra fría de un capitalismo sin restricciones, sin fronteras, sin Estados y sin políticos.

El viraje venezolano era una demostración, muy peligrosa, de que se podía sacar adelante a un país sin entregarlo al Fondo Monetario Internacional, como dictaba el manual. Había que acabar con el proceso bolivariano.

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Aunque el proyecto de la antipolítica fracasó en el objetivo de asimilar el Estado venezolano a las directrices de las transnacionales, no daría el mismo resultado en lo que concierne al comportamiento de la clase dominante venezolana.

Conviene decir que para una élite tan históricamente desnacionalizada e ignorante como la venezolana, el planteamiento de que ahora no se necesitaban políticos sino tecnócratas, se transfirió automáticamente sin ninguna resistencia.

Por esa razón Leopoldo López no ingresó a las filas de los partidos tradicionales en crisis o tuvo su formación académica y profesional en el país.

En el año 1989, al tiempo que se daban los reacomodos antes comentados, Leopoldo López daba inicio a sus estudios universitarios en la Kennedy School of Government de la Universidad de Harvard, codeándose con una infinidad de operadores financieros y militares de los Estados Unidos.

Actualmente el sicario financiero Ricardo Hausmann es director de esa escuela.

Allí aprendería el know how de la tecnocracia global. Comenzó a darse a conocer en los pasillos de los centros financieros de poder, toda vez que se cultivaba en las artes de transferir la lógica gerencial de la empresa privada al manejo del Estado.

Ya inserto a profundidad en ese ecosistema, la relación de confianza tejida con los operadores del gran capital transnacional para ejecutar, finalmente, el proyecto frenado por Chávez, sería una consecuencia automática.

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A partir de allí Leopoldo López reforzaría su posición de «heredero», ya no sólo por su abolengo, sino por elección del Estado profundo que rige la política estadounidense.

La historia posterior a este proceso la conocemos. López se convierte en alcalde del municipio Chacao, el más rico de Venezuela. Participa en el golpe de Estado de 2002 y tiempo después funda su propia organización, el partido Voluntad Popular.

Comienza a forjarse un mito tan excéntrico como peligroso.

López no sólo se había decantado por la ruta de la violencia, trasladando sus excesos de niño rico a la vida política, sino que en el imaginario se comenzaba a imponer como un tipo buen mozo, deportista, toda vez que sus cualidades de gerente, supuestamente, habían hecho de Chacao un microcosmos de lo que sería Venezuela con su mandato.

Con su partido Voluntad Popular comenzó a recorrer barrios y urbanizaciones populares tratando de disputarle a Chávez su base electoral orgánica. Lo hacía con un discurso de emprendimiento individual y de corte empresarial, tratando de convencer a la gente que votó siempre por el chavismo que serían ricos si se esforzaban lo suficiente.

Porque tú sabes, «tú eres dueño de tu destino y todo lo que se quiere se puede», solo hace falta sacar al chavismo del poder para que tú puedes ser «tu propia empresa», sin un Estado que «oprima» tu iniciativa privada y tu posibilidad de hacerte millonario.

Este discurso gerencial mezclado con retórica de autoayuda y libros de Osho, absolutamente difuso y bobo, con el que prometía que una inversión extranjera intensiva y la privatización de recursos estratégicos del Estado se traduciría en oportunidades de empleo basura para todas y todos.

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Llegaría entonces febrero de 2014 y el plan «La Salida». No fue Henrique Capriles Radonski ni las nuevas generaciones de los partidos tradicionales, quienes encabezarían ese intento insurreccional para derrocar al chavismo del poder mediante tácticas violentas calcadas del manual de Gene Sharp.

Que haya sido Leopoldo la figura central de ese proceso, y no otro, u otros, confirma la elección de Washington una vez que ingresó a la escuela de sicarios financieros de Harvard.

Aunque Leopoldo López se entregó a pocos días de iniciado este ciclo insurreccional, bajo amenazas de ser asesinado por sus partidarios, quedó en el imaginario que más allá de la base de masas de la clase media y alta que lo apoya por razones obvias, su arrastre era masivo y policlasista. Era una especie de presidente sentimental.

Esa idea permaneció durante los cinco años de su arresto, y lo medios locales y extranjeros, afiliados a la estrategia golpista de ayer y hoy, hicieron creer que con Leopoldo fuera de la cárcel, Venezuela daría un giro brutal.

Ese mito, insuflado con fuerza por operadores mediáticos e intelectuales, chocó aparatosamente con la realidad, cuando el 30 de abril del presente año, en el marco de una operación de golpe de Estado, Leopoldo fue liberado de su arresto domiciliario.

Una vez en la calle se convirtió en la figura más mediatizada de la jornada. Convocó insistentemente a la población a las calles para acompañar el golpe y sacar a la fuerza a Maduro de Miraflores, pensando que su coronación era cuestión de horas.

Nada de esto ocurrió, y el fiasco, más allá de lo que implica para las posibilidades de cambio de régimen en sí, ofrece tres lecciones importantes para la historia política del país:

La falta de apoyo social alrededor de la figura de Leopoldo López no sólo implica el derrumbamiento de un mito político, sino la ausencia de una figura sólida dentro de la élite dominante para que los Estados Unidos gestione el reordenamiento político y económico de Venezuela, estableciendo un consenso social perdurable. Esto trae como consecuencia que la injerencia sea mucho más directa y, en consecuencia, cargada de desventajas como la que hemos visto en los últimos años.
Que el viraje generado por Chávez fue profundo, a tal punto que amplios sectores de la población venezolana resiste a la seducción de una figura icónica de la clase dominante, que es proyectada como el modelo a seguir. Visto a escala regional, esto significa que el país político marcha en dirección contraria a las tendencias supremacistas, donde la palabra de la élite blanca y millonaria decide el destino político. Mire a Brasil o Argentina.
Que los medios mienten, siempre.

(Misión Verdad)


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