Alan
Woods
En defensa del materialismo
[Introducción a la edición inglesa de Materialismo y empiriocriticismo de Lenin]
¿Cómo
adquirimos el conocimiento? ¿Existe un mundo real más allá de nuestros
sentidos? Y si es así, ¿Cuál es nuestra relación con él? En esta importante
contribución teórica, que es una introducción a la edición inglesa de
Materialismo y empiriocriticismo de Lenin, Alan Woods plantea una defensa del
materialismo contra el idealismo y el subjetivismo oscurantista y posmoderno,
tan popular en las universidades de hoy.
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Joseph Dietzgen dijo en una ocasión que la filosofía
oficial no era una ciencia, sino una salvaguardia contra el socialismo. Y
cuánta razón tenía. Aunque lo nieguen efusivamente, los filósofos profesionales
han sido reclutados por los defensores del status quo como aliados en la lucha
contra el marxismo. Esta manipulación fue especialmente descarada en los años
de la Guerra Fría, cuando la CIA utilizó la filosofía y el arte como armas
contra el comunismo, pero sigue siendo el caso hoy en día.
Desde que el marxismo surgió como una fuerza importante y
planteó su desafío al orden establecido, la clase dominante y sus secuaces han
librado una guerra perpetua contra todos los aspectos de la ideología marxista,
empezando por el materialismo dialéctico. Cualquier mención del marxismo
provoca un exabrupto inmediato entre esta gente. “Fuera de moda”,
“anticientífico”, “refutado hace tiempo”, “metafísico” y toda la trillada
letanía de la reacción.
No sólo son Marx y Engels personas non grata en las
magnificentes aulas de los departamentos de filosofía, sino que el propio
Hegel, que antaño era aclamado como el filósofo de filósofos por excelencia, es
sometido a una vergonzosa conspiración de silencio, en el mejor de los casos.
Esta situación no sólo es consecuencia de la ignorancia y
del prejuicio (aunque hay mucho de ambos también). Poderosos intereses
materiales entran en juego, que enseguida convencen hasta a los más valientes
de que no es sensato ofender a aquellos que financian las becas y controlan las
carreras académicas.
También es evidente que a la pandilla posmoderna no le
gusta que le recuerden que hubo un tiempo en el que los filósofos tenían cosas
profundas e importantes que decir sobre el mundo real.
La importancia de la teoría
Ya en su ¿Qué hacer? Lenin explicó:
Sin teoría revolucionaria tampoco puede haber movimiento
revolucionario. Jamás se insistirá bastante sobre esta idea en unos momentos en
que a la prédica de moda del oportunismo se une la afición a las formas más
estrechas de la actividad práctica.
Añadió que “el papel de combatiente de vanguardia sólo
puede ser llevado a cabo por un partido guiado por la teoría más avanzada.”
E indudablemente una de las contribuciones más
importantes a la teoría marxista es su libro Materialismo y empiriocriticismo.
Lenin empezó a escribir este clásico en febrero de 1908,
en el punto álgido de la ofensiva reaccionaria desatada tras la derrota de la
insurrección de Moscú de diciembre de 1905. La clase obrera estaba agotada. La revuelta
campesina en la que Lenin había cifrado sus esperanzas para el renacer
revolucionario llegó demasiado tarde. La iniciativa pasó a manos del régimen
zarista, que se lanzó al ataque.
Se cernió sobre Rusia una oleada de reacción negra que
duró varios años. Las detenciones masivas, las ejecuciones extrajudiciales y el
aplastamiento despiadado de cualquier tipo de oposición diezmaron al
movimiento. Los marxistas (conocidos entonces como socialdemócratas) fueron
perseguidos sin tregua. Sus dirigentes eran apresados, enviados a Siberia o
ahorcados. Miles fueron ejecutados de manera sumaria.
La derrota tuvo un efecto deprimente en el movimiento,
especialmente entre los intelectuales que habían apoyado la revolución en su
etapa de ascenso pero que empezaron a desertar cuando la reacción contraatacó.
Un estado de ánimo pesimista se apoderó de la pequeña burguesía.
El abatimiento condujo a la desesperanza, a una tendencia
a abandonar la lucha de clases y dedicarse a la introspección, a la búsqueda de
nuevas ideas y panaceas, incluyendo las ideas místicas y semirreligiosas (los
“constructores de Dios”). Es en este contexto en el que Lenin libra su
importante batalla contra el revisionismo filosófico.
Fue por ese tiempo cuando el idealismo subjetivo de
Richard Avenarius y Ernst Mach se popularizó entre un sector de la
intelectualidad en Rusia. Estas posturas empalmaban con el desánimo, pesimismo
y misticismo preponderantes.
El movimiento socialista no fue inmune a este desarrollo,
y en su seno surgió una corriente cercana a las ideas de Mach. Esta era la
proyección del proceso contrarrevolucionario en el mundo de las ideas.
La pequeña burguesía y la revolución
Podemos observar el mismo patrón repetirse cada vez que
una revolución es derrotada. En cuanto el movimiento revolucionario se topa con
dificultades, presenciamos una desbandada de intelectuales deprimidos que se
apresuran desvergonzadamente a abandonar el movimiento y a retraerse a la
seguridad de sus estudios.
La intelectualidad es un termómetro bastante preciso del
estado de ánimo cambiante de la pequeña burguesía. En su condición de capa
intermedia entre el proletariado y la burguesía, son un grupo social
orgánicamente inestable, que oscila constantemente entre los dos grandes polos
que existen en la sociedad.
En la medida en que la intelectualidad es capaz de
aproximarse a la clase obrera y al socialismo revolucionario, siempre revela
ser un aliado inestable, vacilante y poco fiable. Cuando la clase obrera avanza
en una dirección revolucionaria, un sector de la intelectualidad
pequeñoburguesa puede mostrarse entusiasta, pero estos estados de ánimo pueden
convertirse en su contrario muy pronto.
Perdiendo su fe en la clase obrera, la intelectualidad
cede ante la presión de la reacción y se escora hacia la derecha. Los ideales
de la lucha colectiva dan paso a la búsqueda de soluciones individuales. El
subjetivismo, el relativismo y el agnosticismo, en otras palabras, el idealismo
filosófico, empiezan a ganar terreno.
Estos intelectuales inventan toda clase de ideas
fantásticas para explicar la derrota. Siempre culpan a la clase obrera de sus
propios fracasos. E inevitablemente empiezan a cotorrear sobre la necesidad de
“nuevas ideas” y de la “libertad de crítica” para poner fin a la “ortodoxia
sofocante” (el marxismo) que, en su opinión, les ha fallado.
“La libertad de crítica”
En Rusia, entre 1906 y 1908, aparecieron una serie de
libros y artículos escritos por Aleksándr Bogdánov, Anatoli Lunacharski y V. A.
Bazárov, así como otros intelectuales de izquierdas como el menchevique Pavel
Yushkévich y el principal teórico del partido Social Revolucionario, Víktor
Chernov. El hilo conductor de estas obras era que el marxismo estaba
“anticuado” y que necesitaba ser rejuvenecido a través de los “nuevos” descubrimientos
de Mach y Avenarius.
Pero el marxismo es una cosmovisión unificada y
armoniosa. No es una suma de buenas ideas que puedan trocarse según le plazca a
uno. Los llamados “pequeños ajustes”, en la práctica, suponían una completa
negación del marxismo y de su filosofía materialista.
Estas ideas no sólo eran completamente equivocadas, sino
que además tuvieron un cierto eco entre la militancia bolchevique, e incluso
entre algunos dirigentes. Bogdánov era en aquel momento uno de los miembros más
destacados del comité central bolchevique y pertenecía al consejo editorial del
periódico bolchevique Vperiod. En vísperas de la revolución de 1905, él y los
seguidores de su filosofía habían jugado un papel importante. Se estaba
labrando un nombre como experto en filosofía.
Sin embargo, haber leído mucha filosofía no quiere decir
que uno la entienda. Bogdánov y sus partidarios demostraron en repetidas
ocasiones que su conocimiento de la teoría marxista era estrecho y bastante
superficial, y tendía al esquematismo rígido y a las fórmulas. Revelaron su
total incomprensión de la filosofía marxista: el método dialéctico les era
extraño, un hecho que les llevó a cometer una serie de errores
ultraizquierdistas en el plano de la táctica.
Como fue el caso de otros revisionistas antes y después
de ellos, los seguidores de Mach en el Partido Bolchevique enarbolaron la
bandera de la “libertad de crítica”. Insistían en que no estaban en contra del
marxismo, pero que sencillamente querían “ponerlo al día”, en sintonía con los
“últimos descubrimientos” de la ciencia y la filosofía.
Pero esto no era más que una argucia y una distracción
del hecho de que se estaban alejando del marxismo y que querían arrastrar al
partido con ellos. Lenin fue claro:
“El camarada Sazhin… exige que a todos ‘los militantes
del Partido’ les sea ‘asegurada’ una ‘libertad total para su pensamiento
revolucionario y filosófico.”
“Esta reivindicación es totalmente oportunista. En todos
los países este tipo de consignas ha sido planteado en los partidos socialistas
sólo por oportunistas y en la práctica no ha significado nada más que la
‘libertad’ de corromper a la clase obrera con la ideología burguesa. Nosotros
le exigimos la ‘libertad de pensamiento’ (léase: libertad de prensa, expresión
y conciencia) al Estado (no a un partido), juntamente con la libertad de
organización. El partido del proletariado, sin embargo, es una asociación
libre, constituida para batallar contra los ‘pensamientos’ (léase: ideología)
de la burguesía, para defender y poner en práctica un punto de vista
determinado, a saber, el marxismo. […] Algunos Vperiodistas desean
fervientemente arrastrar al proletariado de vuelta a las ideas de la filosofía
burguesa (la de Mach), mientras que otros se muestran indiferentes a la
filosofía y exigen únicamente ‘la libertad total’ para las ideas de Mach.” (V.
I. Lenin, ‘La facción de Vperiod’, 1910)
La Biblia dice que no hay nada nuevo bajo el sol. Y en
realidad, no había nada nuevo ni en las ideas de Mach y Avenarius, ni en la
afirmación de sus seguidores en Rusia de que habían actualizado el marxismo.
Marx y Engels libraron numerosas batallas contra el revisionismo, la más famosa
sigue siendo la famosa polémica de Engels contra Eugen Dühring.
A lo largo de la historia del movimiento obrero revolucionario,
cada cierto tiempo, aparece algún listillo que proclama su intención de
modernizar el marxismo. Bogdánov y sus correligionarios representaban
precisamente esta clase de personas. En la práctica, estos elementos reflejan
la presión de clases ajenas.
La clase obrera no existe en un vacío; está rodeada de
otras clases y estratos sociales, cuyo punto de vista de clase es proyectado al
movimiento obrero. La lucha de clases por lo tanto no es sólo económica y
política, sino también filosófica, como Lenin siempre recalcó.
La lucha de Lenin contra el revisionismo
Lenin nunca escondió sus diferencias filosóficas con
Bogdánov, pero durante muchos años estuvo dispuesto a colaborar con él y puso
sus habilidades en otros ámbitos al servicio del partido. Ahora bien, en cuanto
Lenin se dio cuenta de los intentos sistemáticos de socavar la base filosófica
del marxismo, le declaró la guerra a los partidarios de Mach. Emprendió una
lucha decidida contra el revisionismo, en defensa de las ideas fundamentales
del marxismo. La expresión más acabada de esta lucha fue la publicación en 1909
de Marxismo y empiriocriticismo. En aquel momento, Lenin escribió a Máximo
Gorki, que era amigo cercano de Bogdánov y también de Lunacharski, y que
simpatizaba con algunas de sus ideas:
“Ahora han aparecido los Ensayos sobre filosofía del
marxismo [una serie de artículos surgidos de un simposio de Bogdánov y sus
correligionarios – AW]. He leído todos los artículos excepto el de Suvorov (lo
estoy leyendo), y cada uno me hizo sentir furiosamente indignado. No, no, ¡esto
no es marxismo! Nuestros empiriocríticos, empiriomonistas, y empiriosimbolistas
se hunden en la charca. Intentar convencer al lector de que la “fe” en la
realidad del mundo exterior es “misticismo” (Bazarov); confundir de la manera
más vergonzosa el materialismo con el kantismo (Bazarov y Bogdánov); predicar
una variedad del agnosticismo (empiriocriticismo) y del idealismo
(empiriomonismo); enseñar a los obreros el “ateísmo religioso” y la “adoración”
de las supremas potencias humanas (Lunacharski); declarar que las enseñanzas de
Engels sobre la dialéctica son misticismo (Berman); beber en las fuentes
hediondas de ciertos “positivistas” franceses, agnósticos o metafísicos, que
los parta un rayo ¡con la “teoría simbólica del conocimiento” (Yushkévich)! No,
realmente esto es demasiado. Ciertamente, nosotros los marxistas de filas no
somos eruditos en filosofía. Pero ¿por qué ofendernos así, ofreciéndonos
semejantes cosas como filosofía del marxismo? Preferiría ser martirizado antes
que colaborar en un órgano o en un Consejo de Redacción que predica tales
cosas.” (V. I. Lenin, “Carta a A. M. Gorki, 1908)
No era este un debate sobre doctrinas filosóficas
arcanas. Era una lucha por el alma del movimiento revolucionario, y Lenin tenía
muy claro el ataque que suponían las ideas de Mach:
“…Tenemos entre nosotros a gente que se considera
marxista, pero que propaga entre las masas una filosofía que se acerca mucho al
fideísmo.” (V. I. Lenin, Materialismo y empiriocriticismo, 1909)
[Nota: la palabra fideísmo viene de fides, fe en latín, y
es una teoría que sostiene que la fe es independiente y superior a la razón a
la hora de alcanzar determinadas verdades.]
Materialismo e idealismo
Las líneas generales de la filosofía marxista
(materialismo dialéctico) fueron explicadas por Frederick Engels en el
Anti-Dühring y en Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana. En
estas obras, Engels escribe que las tendencias filosóficas fundamentales son el
materialismo y el idealismo. Lenin, en su libro, explica la diferencia entre
estas dos tendencias:
“El materialismo considera la naturaleza como lo primario
y el espíritu como lo secundario; pone el ser en el primer plano y el pensar en
el segundo. El idealismo hace precisamente lo contrario. A esta diferencia
radical de los «dos grandes campos» en que se dividen los filósofos de las
«distintas escuelas» del idealismo y del materialismo, Engels le concede una
importancia capital, acusando claramente de «confusionismo» a los que emplean
los términos de idealismo y materialismo en un sentido distinto.” (Ibid.)
En primer lugar, el esfuerzo de Lenin buscaba arrojar luz sobre la distinción
fundamental entre idealismo y materialismo e introducir claridad sobre el
significado real de las ideas de Mach, que en la práctica no eran sino una
forma de idealismo. Atacó despiadadamente a los seguidores rusos de estas teorías
por su “motín pusilánime” y les exigió que salieran al paso a “rendir cuentas
ante las ideas que habían abandonado, de manera abierta manera explícita,
decidida y clara.” (Ibid.)
Como suele ser el caso con los revisionistas, Bogdánov y
Lunacharski trataron de disfrazar su ruptura con el marxismo con una serie de
trucos deshonestos y de argucias. Pero Lenin los desenmascaró sin miramientos
para desvelar el contenido idealista reaccionario que escondían.
Paso a paso, capa a capa, este libro expone el idealismo
con todos sus disfraces. De la misma manera que Engels respondió a las ideas de
Dühring, Lenin cita extensamente los escritos de los correligionarios rusos de
Mach y de otros científicos y filósofos.
Hay quien se queja de que este libro de Lenin es una
lectura pesada. Tal vez lo sea. Pero la única forma de responder a ideas falsas
sin ser acusado de distorsión o de malentendidos es precisamente citándolas,
palabra por palabra. Esto es lo que hace Lenin, y nadie lo puede acusar de
tratar injustamente a sus adversarios.
Y justo por este motivo tiene todo el derecho de emitir
un juicio rotundo sobre ellos, y no duda en hacerlo, llamándoles imbéciles y
arrojando otros epítetos que no suelen oírse en los seminarios de las
universidades. Pero como bien sabemos, ahí tampoco escasean los imbéciles
aunque nadie se atreva a decírselo.
El propósito de Lenin era sencillo: poner sobre la mesa
la verdadera diferencia entre el materialismo dialéctico marxista y el
idealismo subjetivo de Mach y los suyos. Y en este cometido su éxito fue
brillante.
Analizando los diferentes matices y expresiones de las
teorías de Mach a escala internacional, Lenin recalcó que “en toda cuestión
filosófica planteada por la nueva física, [rastreamos] la lucha entre el
materialismo y el idealismo.” Y mostró que:
“Siempre, sin excepción, tras el fárrago de artificios de
la nueva terminología, tras la basura de la escolástica erudita, hemos
encontrado dos líneas fundamentales, dos direcciones fundamentales en la manera
de resolver las cuestiones filosóficas: ¿Tomar o no como lo primario la
naturaleza, la materia, lo físico, el mundo exterior, y considerar la
conciencia, el espíritu, la sensación (la experiencia, según la terminología en
boga de nuestros días), lo psíquico, etc., como lo secundario? Tal es la
cuestión capital que de hecho continúa dividiendo a los filósofos en dos
grandes campos.”
Tal era la seriedad con la que Lenin emprendió esta lucha
ideológica que estuvo dispuesto a romper sobre esta cuestión con la dirección
de la facción bolchevique en su conjunto. La escisión tuvo lugar en 1909,
cuando Lenin decidió separarse de Bogdánov y Lunacharski antes de ceder lo más
mínimo ante su filosofía reformista y su formalismo sectario y
ultraizquierdismo político. Esto sucedió tras casi dos años de polémica
interna. Sin embargo, cuando la escisión tuvo lugar Lenin ya había conseguido
ganarse a la mayoría del partido a la postura del materialismo dialéctico, y
sólo quedaban Bogdánov y los partidarios de Mach.
El idealismo y la religión
El materialismo rechaza la noción de que la mente y la
conciencia estén separadas de la materia. El pensamiento es la forma de
existencia del cerebro, que, como la vida misma, es sólo materia organizada de
una manera particular. La mente es lo que podemos llamar la suma de la
actividad del cerebro y del sistema nervioso. Pero, dialécticamente, el todo es
mayor que la suma de las partes. Este punto de vista concuerda notablemente con
los hallazgos de la ciencia, que está descubriendo gradualmente el
funcionamiento del cerebro y revelando sus secretos.
Por otro lado, el idealismo insiste en presentar la
conciencia como un ‘misterio’, algo que no se puede entender. Mistifica el
vínculo físico y causal entre la mente pensante y el cuerpo humano. El llamado
problema mente-cuerpo surge debido a que los fenómenos mentales dan la
impresión de ser cualitativamente diferentes de los cuerpos físicos de los que
parecen depender. El materialismo consistente, sin embargo, sostiene que la
mente y el cuerpo son de una misma sustancia.
La tendencia idealista en la filosofía es tan vieja como
Platón y Pitágoras, que veían el mundo físico como una mala imitación de la
Idea perfecta (Forma), que existía antes de que surgiera el mundo. Este punto
de vista le viene como anillo al dedo a los intereses del lobby religioso en su
afán de defender los prejuicios antediluvianos sobre el alma, la vida después
de la muerte y otras tonterías religiosas acumuladas en el cerebro humano desde
los tiempos más remotos. Escondidos tras la fachada respetable del idealismo
filosófico acechan la religión y la superstición. El alma eterna e inmaculada
debía de estar encerrada en el débil, imperfecto y perecedero cuerpo material,
ansiando ser liberada en el momento de la muerte, cuando ‘dejamos ir al
fantasma’ para que vaya flotando al paraíso (si tenemos suerte).
A lo largo de la historia, la religión ha sido un escollo
para el avance de la ciencia. La Iglesia es hostil al progreso del conocimiento
porque cada paso de la ciencia mina las bases de la superstición religiosa. La
religión se nutre de la fe ciega, no del conocimiento, y se apoya en el miedo a
lo desconocido, y por lo tanto el desconocimiento es su mayor aliado. Por eso
todas las religiones se basan en el misticismo, en el oscurantismo, en los
milagros, etc.
La Iglesia trató de obstruir el camino del progreso y la
ciencia con los fuegos de la Inquisición, pero todo ello fue en vano. En los
siglos XVI y XVII la filosofía conservaba todo su vigor. A diferencia de lo que
ocurre hoy, sus ideas seguían siendo relevantes. La filosofía en realidad era
ciencia, y la ciencia era filosofía, y en este nuevo mundo parecía que no había
lugar para Dios.
Isaac Newton, que era deísta, dejó un lugar para Dios en
su universo-máquina: el papel de haberle dado su primer impulso. Pero tras esta
labor elemental, al Todopoderoso no le quedaba nada por hacer para el resto de
la eternidad. La nueva filosofía preparó las bases para el ateísmo, y los
defensores de la fe eran conscientes de ello.
El adversario más franco del materialismo en aquel momento
era George Berkeley (1685-1753), un inglés que se convirtió en obispo de
Cloyne, en Irlanda. Como mentís definitivo al materialismo, argüía que la
materia como tal no existía, que el mundo sólo cobraba vida cuando era
observado. Atacó el concepto de la materia aduciendo que estaba tan plagada de
contradicciones que se volvía inútil como terreno para el conocimiento.
Lenin claramente muestra la relación entre la filosofía
idealista y el clericalismo, citando extensamente las obras del obispo Berkeley
y de otros representantes de la Iglesia: “Todas las construcciones impías del
ateísmo y de la negación de la religión han sido erigidas sobre la doctrina de
la materia o de la sustancia corpórea. . . No es necesario decir qué gran amiga
han encontrado los ateos de todos los tiempos en la sustancia material. Todos
sus sistemas monstruosos dependen de ella en manera tan evidente y necesaria
que su edificio se hundirá indefectiblemente tan pronto como sea arrancada esta
piedra angular. No vale la pena, por tanto, conceder una atención particular a
las doctrinas absurdas de las diferentes sectas miserables de los ateístas.»
(Ibid.)
Como podemos apreciar, el obispo Berkeley desarrolló su
idealismo subjetivo como respuesta a lo que él veía como el ateísmo materialista
de Newton y de otros científicos de la época. Rechazaba el cálculo
infinitesimal de Newton y Leibniz porque el reconocimiento de la divisibilidad
infinita del ‘espacio real’ contradecía los postulados más básicos de su
filosofía.
Utilizó con inteligencia los argumentos del empirismo
para refutar el materialismo y defender la religión. Lo hizo deliberadamente
para combatir al ateísmo que temía, y no sin razón, que estaba ganando terreno
como resultado del progreso de la ciencia.
El obispo Berkeley mostró ingeniosamente que la lógica
del empirismo, cuando se la empuja hasta sus extremos, nos lleva a la
conclusión de que no podemos demostrar la existencia de un mundo físico
independiente de nuestros (o mis) sentidos. Partiendo de la premisa
incuestionable de que ‘interpreto el mundo a través de mis sentidos’, llega a
la conclusión de que no puedo conocer nada más allá de mis sentidos.
En lugar de la afirmación de Locke de que “nihil est in
intellectu quod non sit prius in sensu” (“no hay nada en la mente que no exista
antes en los sentidos”), Berkeley espetó: “esse est percipi”, es decir, “ser es
ser observado”. Las cosas sólo pueden existir en la medida en que son
percibidas. Por lo tanto, es imposible decir con certeza que el mundo exista
fuera de mis sentidos. Esta doctrina filosófica, que afirma que el sujeto
determina al ser, se llama idealismo subjetivo.
Pero hay una falla fatal en la tesis de Berkeley. La
lógica inevitable de su argumento es el solipsismo, es decir, que sólo yo
existo. Puesto que mi percepción sensual determina al ser, no puedo demostrar
la existencia de nada aparte de mí. Pero, si ese es el caso, ¿qué papel queda
para Dios? Ciertamente, él también debe ser fruto de mi imaginación, ¡otro
‘fenómeno sensual’ más!
Berkeley no era ningún tonto. Como veremos, era
consciente de este hecho incómodo, y trató de superar esta contradicción
planteando la existencia de una multiplicidad de sustancias espirituales y
también de una “mente cósmica” (Dios).
Este dilema dio pie a una jocosa quintilla, que dice lo
siguiente:
Había un hombre que dijo “Dios
Debe encontrar sumamente extraño
Pensar que el árbol
Siga estando
Cuando no haya nadie en el patio.”
Respuesta:
“Su sorpresa me extraña, estimado señor;
Yo siempre estoy en el patio.
Y por eso el árbol
Seguirá estando
Ya que es observado por, Su servidor, Dios)
(Ronald Knox, Dios en el patio)
El poema es gracioso e ingenioso, pero sólo es de interés
para los que crean necesario invocar a un Espíritu invisible para demostrar que
el árbol que estamos observando realmente existe. Antes de este acto de fe, sin
embargo, lo que debe ser demostrado no es la realidad del árbol, que podemos
ver todos, sino del Espíritu invisible, cuya existencia, por definición, no
podemos probar.
La teoría del conocimiento
La teoría del conocimiento, llamada también
epistemología, ocupa un lugar central en la historia de la filosofía y es aquí
donde se encuentra la gran discrepancia entre materialismo filosófico e
idealismo.
El llamado problema del sujeto-objeto ha absorbido a los
filósofos durante siglos. Esto se refiere al análisis de la experiencia humana,
y lo que consideramos ‘subjetivo’ y ‘objetivo’.
¿Cómo conocemos el mundo ‘externo’ a nosotros? La
cuestión se plantea como una dicotomía:
1. El sujeto pensante (‘yo’), y
2. El objeto del pensamiento (el mundo ‘externo’).
Este problema ya se perfilaba en los escritos de
Aristóteles, pero surge en su sentido moderno -epistemológico- en el siglo
XVII, cuando fue planteado por pensadores burgueses como René Descartes y John
Locke. Descartes, que era idealista, introdujo la noción del dualismo, que
presenta a la mente y el cuerpo como dos sustancias separadas. De ahí su
carácter dual.
El error es tratar la conciencia como una ‘cosa’, una
entidad independiente, separada y aparte de la actividad sensorial humana. La
dificultad insuperable en el dualismo es la siguiente: si la mente es
totalmente diferente del cuerpo físico, ¿cómo interaccionan?
Ahora sabemos cosas que Descartes ignoraba sobre el
funcionamiento de la naturaleza, el mundo de las moléculas, los átomos y las
partículas subatómicas, de los impulsos eléctricos que rigen la actividad
cerebral. En lugar de un alma misteriosa, estamos empezando a entender cómo
funcionan el cuerpo humano y el cerebro.
Los hallazgos de la ciencia moderna han descartado para
siempre la noción de la conciencia como una ‘cosa’ independiente. Aunque, por
extraño que pueda parecer, estas tonterías místicas siguen contando con
incontables partidarios incluso en el siglo XXI.
Sujeto y objeto, y dialéctica
La primera cuestión es ‘qué’ conocemos. La segunda es
‘cómo’ sabemos lo que conocemos. Esas son las preguntas que en esencia aborda
la epistemología.
Es un postulado elemental que interpreto el mundo a
través de mis sentidos. Esta afirmación, en verdad, es una pura tautología, en
la medida en que no puedo conocer nada sin mis ojos, oídos, manos y cerebro. El
idealismo subjetivo deduce de esto que, en realidad, no puedo conocer nada
fuera de mis propias sensaciones.
En palabras del filósofo de la lógica positivista A. J.
Ayer, lo máximo que puedo aspirar conocer es el “contenido de mis sensaciones”.
El llamado problema del conocimiento sólo surge cuando la
conciencia es interpretada como:
1. algo separado de mi cuerpo físico, y
2. como algo separado del mundo material.
En realidad, el idealismo subjetivo y el dualismo
filosófico son una sencilla idealización de la separación rígida entre trabajo
intelectual y manual. En efecto, la mistificación del pensamiento humano se
lleva hasta el extremo de afirmar que sólo el pensamiento es real. ‘Este lado’
se contrapone a ‘ese lado’, como si ambos estuvieran separados por una barrera
impenetrable.
El materialismo dialéctico parte de la premisa de que el
mundo objetivo existe con independencia del sujeto, pero que ambos forman parte
de una unidad dialéctica. La conciencia no es una ‘muralla’ que separa al
sujeto del objeto, sino un puente conectando a ambos. El sujeto es también un
objeto, en la medida en que los humanos están sometidos a las mismas leyes
objetivas que rigen la naturaleza y la sociedad.
Pero a través de su actividad subjetiva, los humanos
pueden interactuar con el mundo objetivo que les rodea, modificando no sólo la
naturaleza, también la sociedad.
Por lo tanto, el sujeto y el objeto no son una antítesis
fija e inmutable, sino que pueden cambiar de lugar, y lo hacen a menudo. Constantemente
reaccionan uno con otro, como consecuencia de la práctica socioeconómica de la
humanidad. Es la práctica y no la contemplación pasiva lo que ha permitido a
los hombres y las mujeres transformar su entorno, transformándose ellos mismos
en el proceso.
Esto no está relacionado necesariamente con el
pensamiento, ya que la mayoría de los cambios han tenido lugar sin recurrir a
la planificación o al pensamiento consciente en absoluto. Estas
transformaciones son fruto de la actividad sensorial humana: el trabajo humano,
desde la era de las herramientas primitivas de piedra hasta los reactores
nucleares.
El poder de la abstracción
La actividad humana nos permite entender el mundo en el
que vivimos y sus leyes, y por lo tanto en última instancia nos permite dominar
estas leyes, elevarnos sobre ellas y alcanzar la verdadera libertad, que es el
reconocimiento (y la comprensión) de la necesidad.
No pensamos sólo con el cerebro, sino con todo nuestro
cuerpo. Por lo tanto, un bebé empieza a entender el mundo material metiéndoselo
en la boca y tratando de comérselo. En palabras de Goethe, “en el principio fue
la acción.”
Pero el pensar no debe ser visto como una actividad
aislada (‘el fantasma de la máquina’) sino como parte de la experiencia humana
en su conjunto, de la actividad sensorial humana y la interacción con el mundo
y con las personas. Debe ser visto como parte de un proceso complejo de interacción
constante, no como una actividad aislada contrapuesta al resto de las cosas.
Cuando decimos que todo el conocimiento se basa en la
experiencia, esto no quiere decir en absoluto mi experiencia individual, sino
que implica la experiencia colectiva de toda la humanidad a lo largo de miles
de años.
El mundo existía antes de que los humanos o cualquier ser
vivo estuvieran presentes para presenciarlo. La materia orgánica, la vida,
surgió naturalmente de la materia inorgánica. En un momento dado, criaturas
unicelulares muy sencillas evolucionaron para convertirse en formas de vida más
complejas, los invertebrados devinieron en vertebrados, y demás. El desarrollo
posterior del sistema nervioso central dio lugar al cerebro, y finalmente al
cerebro humano y a la conciencia. Somos materia que se ha vuelto consciente de
sí misma.
Esta explicación está corroborada por todos los hallazgos
de la ciencia. Pero para el idealismo esto sigue siendo un libro cerrado. Todas
las formas de idealismo están inseparablemente ligadas a la religión e
inevitablemente dirigen hacia la religión. En relación con esto, Trotsky
escribió poco antes de ser asesinado:
“’No sabemos nada sobre el mundo excepto lo que
percibimos mediante la experiencia.’ Esto es correcto siempre que no tomemos la
experiencia como el testimonio directo de nuestros cinco sentidos como
individuos. Si reducimos la materia a la experiencia en el sentido
estrechamente empírico, se vuelve imposible llegar a ninguna conclusión sobre
los orígenes de las especies, o, todavía menos, la formación de la superficie
de la tierra. Decir que la base de todo es la experiencia es decir demasiado o
no decir nada en absoluto. La experiencia es la interrelación activa entre el
sujeto y el objeto. Analizar la experiencia fuera de esta categoría, es decir,
fuera del entorno material objetivo del investigador que se contrapone a éste y
quien desde otra perspectiva es también parte de este entorno – hacer esto es
disolver la experiencia en una unidad informe en la que no hay objeto ni sujeto
sino solamente la fórmula mística de la experiencia. El ‘experimentar’ o la
‘experiencia’ de este tipo sólo atañe al feto en el vientre de la madre, pero
por desgracia el feto no tiene la capacidad de compartir las conclusiones científicas
de este experimento.” (León Trotsky, The
Writings of Leon Trotsky, 1939-1940)
Es precisamente esta experiencia colectiva la que nos
permite entender lo que conocemos del mundo, juzgar la información que
percibimos a través de los sentidos de manera precisa y científica e inferir
patrones que nos permiten hacer predicciones correctas sobre el mundo físico y
la sociedad.
El conocimiento, por tanto, no está circunscrito al
estrecho ámbito de la percepción sensual del individuo, ya que, para entender
la información limitada que percibimos a través de la experiencia individual,
debo aprovechar la enorme cantidad de información que se transmite de
generación en generación en la forma de abstracciones teóricas.
La propia palabra abstracción viene del latín y quiere decir
‘sacado de’, lo que muestra claramente cómo se generan las generalizaciones
teóricas (incluyendo las fórmulas matemáticas más abstractas), que son, en
última instancia, extraídas de la observación del mundo físico. Contamos hasta
diez, no porque el sistema decimal sea superior (que no lo es) sino porque
tenemos diez dedos que todavía usamos para los cálculos sencillos.
Una vez se han establecido estas abstracciones, parecen
adoptar una vida propia y suponen una herramienta poderosa para entender el mundo.
Son un instrumento indispensable para la ciencia, que representa la unidad
dialéctica de la deducción y la inducción, de la teoría y la práctica, de la
hipótesis científica y la observación y experimentación. Lo uno es impensable
sin lo otro.
El origen físico de la conciencia
El progreso de la ciencia nos ha dado las respuestas que
muestran el origen físico de la conciencia. Sabemos que la materia orgánica (la
vida) surge de forma natural de la materia inorgánica. Incluso las formas
primigenias de vida tienen un grado de sensibilidad. La irritabilidad está
presente en todas las formas de vida, y esta es precisamente la manera en la
que los seres vivos reaccionan a los estímulos del mundo externo.
Incluso entre las plantas encontramos un fenómeno parecido,
como cuando las flores se orientan hacia el sol. Cuando hacen esto, ¿a qué
están reaccionando? No a los ‘contenidos sensuales’, porque las plantas no
tienen sentidos como tal. Reaccionan a los estímulos externos del mundo físico.
Lo mismo sucede con todos los organismos vivos. En todos los casos reaccionan a
estímulos externos.
Ahora sabemos que la acción de las células nerviosas es
tanto eléctrica como química. En los extremos de cada célula nerviosa hay
zonas, los bulbos sinápticos, que contienen una gran cantidad de vesículas de
membranas que almacenan neurotransmisores químicos. Estas sustancias transmiten
los impulsos nerviosos de una célula a otra. Cuando un impulso nervioso ha
recorrido una neurona, alcanza la terminación nerviosa y estimula la liberación
de neurotransmisores de las vesículas.
Los neurotransmisores atraviesan las sinapsis (los
enlaces entre neuronas adyacentes) y generan una carga eléctrica, que
transporta el impulso hacia delante. Este proceso se repite hasta que el
músculo se mueve o se relaja, o hasta que el cerebro recibe una impresión
sensorial. Estos desarrollos electroquímicos pueden ser considerados el
‘lenguaje’ del sistema nervioso, que permite la transmisión de información de
una parte del cuerpo a otra.
Esta explicación científica barre inmediatamente el punto
de vista idealista y místico sobre el pensamiento y la conciencia como algo
misterioso e inexplicable, algo separado del funcionamiento normal de la
naturaleza y de otros procesos corporales. Éstos, a su vez, están constituidos
y se desarrollan en interacción constante con el medio material a través de la
labor social colectiva.
La evolución ha encontrado diferentes maneras de
reaccionar al medio físico para asegurar la supervivencia del individuo
(alimentación) y de la especie (reproducción). De la misma manera que
compartimos algunos genes hasta con las bacterias más simples, también nos es
común esta capacidad. Pero en los humanos este potencial básico se ha
convertido en algo cualitativamente superior al resto de animales gracias a la
evolución.
Podríamos decir que existe algo parecido a la conciencia
entre los gatos, los perros, los caballos y otros mamíferos superiores.
Ciertamente, los experimentos con chimpancés sugieren que poseen algo que se
asemeja a la autoconciencia. De hecho, se pueden encontrar rasgos parecidos a
la conciencia en formas más sencillas de vida, como las aves o incluso las
hormigas.
Pero cuanto más nos alejamos de los humanos en la escala
evolutiva, los trazos de conciencia se vuelven más tenues. De lo que estamos
hablando aquí es de formas de vida sintientes, no de la conciencia. Por lo
tanto, no se puede equiparar la conciencia humana con la de otros animales.
Estos hechos son bien conocidos por cualquiera que tenga
el más mínimo interés en la ciencia moderna, y sólo un ignorante, o alguien que
quiera a toda costa ignorar los datos y defender los prejuicios religiosos y la
superstición, puede negarlos.
Visto desde esta perspectiva, no hay nada místico en la
mente humana. Aun así, los filósofos han promovido esta confusión,
distorsionando, malinterpretando e ignorando los hechos, a veces de manera
consciente, en un intento de dar cancha a las ideas religiosas y místicas.
Empirismo
El origen de esta confusión en la epistemología se encuentra
en el siglo XVII, cuando la humanidad luchaba por zafarse del oscurantismo
religioso de la Edad Media. Un paso adelante importante fue el desarrollo del
empirismo en Inglaterra.
En sus primeros días el empirismo jugó un papel sumamente
progresista, cuando estaba dirigido contra la Iglesia y reclamaba la libertad
para la ciencia y la superioridad de la observación y la experimentación por
encima de los dogmas. Los primeros empiristas (Bacon, Locke y Hobbes) eran
materialistas. Como ya dijimos, su grito de guerra era “nihil est in intellectu
quod non sit prius in sensu” (“no hay nada en la mente que no exista antes en
los sentidos”).
Su insistencia en la percepción sensorial como la base de
todo el conocimiento representó en su día un gigantesco paso adelante con
relación a la especulación vacía de los escolásticos medievales. Preparó el
terreno para la rápida expansión de la ciencia, basada en la investigación
empírica, la observación y la experimentación.
Sin embargo, a pesar de su carácter tremendamente
revolucionario, esta forma temprana de materialismo era sesgada, limitada y por
lo tanto incompleta.
La afirmación de que no hay nada en el intelecto que no
venga de los sentidos alberga la semilla de una idea profundamente correcta.
Esto es el materialismo. Pero la unilateralidad del empirismo deja la puerta
abierta al idealismo subjetivo, que niega la existencia de una realidad
material independiente del observador.
Presentada de esa manera confusa, esta idea tuvo
consecuencias enormemente perniciosas para el desarrollo posterior de la
filosofía. Los grandes avances realizados por los primeros materialistas
ingleses, Hobbes y Locke, fueron sucedidos por la obra de un epígono
superficial, David Hume, que más tarde ejerció una influencia negativa sobre la
filosofía de Kant. El obispo George Berkeley devino el defensor más consistente
de esta forma de idealismo subjetivo.
Este empirismo unilateral, es decir, este idealismo
subjetivo, ha ejercido su influencia en numerosas ocasiones sobre la filosofía
burguesa moderna y sobre la ciencia bajo diferentes disfraces. Una de las más
perniciosas era el llamado positivismo lógico. Bajo la influencia de estas
ideas, el científico austríaco Ernst Mach, sobre el que Lenin se explaya en
este libro, negó la existencia de los átomos, ya que no podían ser vistos, ni
sentidos ni escuchados.
El idealismo subjetivo: una estafa filosófica
Los argumentos del idealismo subjetivo parecen poseer en
un primer momento una lógica incontestable, y es que, efectivamente, si uno
acepta su punto de partida se vuelve imposible rebatirlos. Pero no podemos
aceptar esta premisa sin caer en las contradicciones más absurdas, como
descubrió el propio obispo Berkeley.
En realidad, se basan en una estafa intelectual, el
equivalente filosófico de la prestidigitación de los hechiceros. El argumento
parte del siguiente postulado: “conozco el mundo a través de mis sentidos.”
Esta afirmación es cierta e innegable, dentro de lo que cabe. Sólo puedo
conocer el mundo a través de mis sentidos. Pero como ya hemos señalado, hay que
agregar otra premisa: el mundo existe independientemente de mis sentidos. De
otra manera, caeríamos en las contradicciones y los absurdos más grotescos.
Toda la ciencia se basa precisamente en el hecho que
a) el mundo existe fuera de nuestro ser, y
b) en principio, podemos comprenderlo.
La prueba de estas afirmaciones, si es que hiciera falta
tal prueba, nos la ofrecen 2.000 años de avances de la ciencia, es decir, el
progreso paulatino del conocimiento sobre la ignorancia.
La propia palabra ciencia viene del latín “conocer”,
mientras la palabra ignorancia viene de la palabra latina para el desconocimiento.
Hay, por supuesto, muchas cosas que no sabemos sobre el universo, pero toda la
historia de la ciencia muestra que lo que no sabemos hoy lo sabremos mañana.
Esta búsqueda constante de la verdad es la fuerza motriz de todo el progreso en
el ámbito del pensamiento y las ideas.
Como dice Lenin:
“…en la teoría del conocimiento, como en todos los otros
dominios de la ciencia, hay que razonar dialécticamente, o sea, no suponer
jamás a nuestro conocimiento acabado e invariable, sino analizar el proceso
gracias al cual el conocimiento nace de la ignorancia o gracias al cual el
conocimiento incompleto e inexacto llega a ser más completo y más exacto.” (V.
I. Lenin, Materialismo y
empiriocriticismo, 1909)
El positivismo lógico
El resurgimiento de ideas viejas bajo un nuevo disfraz
refleja, por un lado, la crisis de la ideología capitalista, pero, por otro
lado, refleja también el vacío filosófico dejado por el marxismo con su
retroceso histórico durante la etapa que sigue a la Segunda Guerra Mundial.
En 1909, el libro de Lenin derribó el idealismo subjetivo
de Mach y Avenarius, pero el idealismo subjetivo sigue en boga hoy en día.
Expulsada por la puerta de delante con una patada en el trasero, esta filosofía
se coló taimadamente por la ventana trasera.
El idealismo subjetivo fue recuperado en la filosofía del
siglo XX por la escuela de Ernst Mach y, más tarde, por el círculo de Viena (O.
Neurath, Carnap, Schlick, Frank y otros) y por el positivismo lógico. En Gran
Bretaña, fue defendido por el profesor A. J. Ayer, cuyo libro, Language, Truth
and Logic, fue influyente en las universidades en los años 60.
La tesis principal del libro de Ayer es que el único
conocimiento certero que tenemos es lo que él llama “contenido sensorial”. En
los primeros capítulos del libro, esta tesis es desarrollada y repetida bajo
diferentes formas, dando la impresión de una cadena lógica irresistible. Sin
embargo, toda su argumentación colapsa en cuanto intenta explicar en qué
consisten específicamente estos contenidos sensoriales.
Podemos plantear la pregunta de una manera tan sencilla
que hasta un profesor universitario la podría entender:
¿Puede haber contenidos sensoriales sin ojos, oídos y un
cerebro material? ¿Puede haber un cerebro material sin un sistema nervioso
central y un cuerpo material? ¿Y puede haber un cuerpo material sin un medio
ambiente físico que le provea de los medios de subsistencia necesarios para su
existencia?
Huelga decir que ninguna de estas preguntas es
respondida, ni siquiera planteada, por Ayer. Como suele suceder, el autor asume
de antemano lo que tiene que ser demostrado, y a continuación ¡concluye que lo
ha demostrado! Aunque parezca ‘inteligente’ y sofisticado, es una forma de
pensar que es infantil en el sentido más literal de la palabra, igual que
cuando un bebé llora cuando su madre sale de la habitación porque, para él, ha
dejado de existir.
Estas ideas falsas y perniciosas representan el punto de
vista de la intelectualidad pequeñoburguesa, para la cual todo empieza y acaba
con ‘lo mío’. ‘Mi negocio, mi carrera, mi individualidad, mis sentimientos, mi
opresión, mi experiencia, mi lucha contra un mundo injusto que no me entiende,
y demás. Si el mundo no se ajusta a mí, algo va mal con este mundo.’
Esto resume el punto de vista de la intelectualidad
pequeñoburguesa y determina toda su psicología. Por lo tanto, no resulta
sorprendente que el idealismo subjetivo sea su hábitat natural filosófico.
Ejerce la misma fascinación sobre el ‘pensador’ pequeñoburgués como un tarro de
miel sobre una mosca.
Ahora bien, incluso desde la perspectiva de su utilidad,
habría que decir que esta teoría es absolutamente inútil. No permite que avance
nuestro conocimiento ni un solo milímetro. ¿De qué le sirve a un químico en su
laboratorio negar que las sustancias en su pipeta existan objetivamente, o
describirlas como una simple amalgama de contenidos sensoriales?
En última instancia, tiene que seguir realizando sus
experimentos para tratar de determinar en qué consiste la realidad de estos
objetos ‘irreales’. Y tras una larga jornada negando la objetividad de la
materia, el profesor Ayer seguramente no se negaba a comerse su cena debido a
que esta no existía realmente.
No hay duda de que nuestros amigos de la escuela del
positivismo lógico rechazarán nuestros argumentos bajo el epíteto del ‘realismo
ingenuo’, que es como ellos llaman al materialismo. Este término lo usan
abusivamente, con el objetivo de neutralizar cualquier crítica. Por lo que a
nosotros respecta, preferimos valernos del mismo lenguaje sencillo que utilizó
Lenin cuando se refirió a los idealistas subjetivos como imbéciles. Esta es una
caracterización adecuada para aquellos que plantean nociones así de ridículas y
las hacen pasar por argumentos serios.
En Materialismo y empiriocriticismo,
Lenin muestra que el idealismo subjetivo inevitablemente conduce al solipsismo.
La mayoría de los positivistas lógicos intentan escamotear esta acusación, la
niegan con indignación, emborronan la cuestión con su jerga complicada y sibilina
o sencillamente ignoran estas alegaciones jocosamente. Pero todavía siguen sin
darnos una respuesta.
El filósofo británico Bertrand Russell en una ocasión
conoció a una señora en una fiesta que le dijo que ella era solipsista, y se
preguntaba por qué no había más gente como ella. Esta divertida anécdota
muestra de manera palmaria las contradicciones del idealismo subjetivo. Sin
embargo, el chiste de Russell no puede resolver plenamente el problema
filosófico del conocimiento. Éste debe ser respondido filosóficamente, es
decir, teóricamente, como hizo Marx en sus Tesis sobre Feuerbach y Lenin más
exhaustivamente en su Materialismo y empiriocriticismo.
Durante décadas, los defensores del positivismo lógico
presentaban sus ideas como la ‘filosofía de la ciencia’. Esto es muy irónico,
ya que también acusaban al materialismo dialéctico (sin el menor fundamento) de
aspirar a convertirse en la ‘reina de la ciencia’.
Con el desarrollo natural de la ciencia, el apoyo abierto
al idealismo subjetivo, al igual que a la religión anteriormente, se vuelve
cada vez más insostenible. Aunque, paradójicamente, las ideas (o más bien, los
prejuicios) del idealismo subjetivo todavía ejercen una influencia poderosa
sobre las mentes de los científicos que estuvieron expuestos a las tonterías
del positivismo lógico en sus años de estudiante y nunca se recuperaron de esta
experiencia.
Cómo plantearon Marx y Engels la cuestión
En Ludwig Feuerbach, Engels afirma que la gran pregunta
que se han hecho los filósofos, sobre todo en la época moderna, concierne a la
relación entre “el pensar y el ser”, entre “espíritu y naturaleza”. A
continuación, se zambulle en una de las cuestiones más importantes en la
filosofía: la teoría del conocimiento.
Él se pregunta:
‘¿Qué relación guardan nuestros pensamientos acerca del
mundo que nos rodea con este mismo mundo? ¿Es nuestro pensamiento capaz de
conocer el mundo real? ¿Podemos nosotros, en nuestras ideas y conceptos acerca
del mundo real, formarnos una imagen refleja exacta de la realidad?’
‘Esta pregunta es contestada afirmativamente por la gran
mayoría de los filósofos’, dice Engels, incluyendo no sólo a los materialistas,
sino también a los idealistas más consistentes, como Hegel, que consideraba el
mundo real como la realización de la mística ‘idea absoluta’. Pero añade:
‘Pero, al lado de éstos, hay otra serie de filósofos que
niegan la posibilidad de conocer el mundo, o por lo menos de conocerlo de un
modo completo. Entre ellos tenemos, de los modernos, a Hume y a Kant, que han
desempeñado un papel considerable en el desarrollo de la filosofía…’
Por lo tanto, vemos que en realidad hay tres tendencias
en la filosofía: dos que son consistentes, o monistas, el materialismo y el
idealismo, y otra inconsistente que vacila entre el materialismo empírico y el
idealismo subjetivo. Ésta última escuela de pensamiento encuentra su mayor
desarrollo en las ideas de Immanuel Kant. Hume y Kant, los verdaderos
progenitores del positivismo lógico, tendían a poner barreras entre ‘la
apariencia’ y lo que aparece, entre la percepción y lo que es percibido, entre
‘la cosa para nosotros’ y la ‘cosa en sí’.
Kant aceptaba la existencia del mundo material, pero intentaba
marcar una frontera entre el mundo de las apariencias y ‘la cosa en sí’, que él
consideraba ser ‘incognoscible’, algo fundamentalmente diferente a la
apariencia, y que pertenece a un ‘más allá’ (Jenseits), inaccesible al
conocimiento pero que se nos revela en la fe.
Aquí, la percepción sensorial aparece como un tercer
término que separa el mundo material del sujeto perceptor (el Ego). Las
sensaciones aparecen como una muralla al verdadero conocimiento, en vez de ser
un puente para entender y, por ende, dominar el mundo real y físico.
El truco kantiano era confundir lo incognoscible con lo
incógnito. En realidad, la ‘cosa en sí’, deviene gradualmente en una ‘cosa para
nosotros’ a través del progreso constante de la conciencia humana, de la
ciencia, la industria y la tecnología. A través de estos avances, lo que ayer
era desconocido se vuelve conocido hoy, o lo será el día de mañana.
Para los marxistas, las ideas humanas y los conceptos no
son más que reflejos del mundo material, en última instancia. La verdad de
estos reflejos ha de ser demostrada, y, de ser necesario, las ideas deben de
ser reajustadas, en base a la actividad humana.
El punto de vista materialista
El materialismo primigenio, mecánico, era incapaz de
resolver este problema y alcanzar una comprensión científica de la relación
real entre sujeto y objeto. Este es el tema que trata Marx en sus Tesis sobre
Feuerbach. Este materialismo temprano se veía limitado por el nivel de la
ciencia de la época, que tenía un carácter rígido y mecánico (Engels habla de
su ‘punto de vista metafísico’, aunque hoy en día utilizamos el término
metafísica de manera diferente).
La mecánica ve la relación entre sujeto y objeto de
manera simplista, estática y unilateral: empujar, tirar, palancas y poleas,
etc. Todo movimiento viene así de fuera. El mundo mecánico de Newton necesitaba
un ser Todopoderoso que le diera su primer impulso para ponerlo en movimiento,
y, una vez hecho esto, todo funcionaba a la perfección, con la precisión de un
reloj, en una relación pasiva y unilateral.
En este universo-reloj, hay poco espacio para la
actividad subjetiva y para la iniciativa creadora, estando todas las acciones
predeterminadas por las Leyes Eternas de la Naturaleza.
Por otro lado, los idealistas exageraban el papel del
sujeto, viéndolo como omnipotente, deduciendo incluso la existencia del objeto
a través del sujeto. La concepción de la actividad del sujeto fue abarcada y
desarrollada por el idealista objetivo Hegel. A eso se refería Marx cuando
decía que el elemento subjetivo era desarrollado por los idealistas, no por los
materialistas. La clave para resolver el problema estaba en ligar los dos
elementos, el concepto de la actividad del sujeto de los idealistas y la noción
de la objetividad del mundo material.
Se puede responder fácilmente a los argumentos del
idealismo subjetivo, así como al problema del sujeto-objeto, si partimos desde
la perspectiva de la práctica y abordamos la teoría del conocimiento desde un
punto de vista histórico concreto, y no desde la abstracción vacía y estática,
como explicó Marx en la segunda de sus Tesis sobre Feuerbach:
‘El problema de si al pensamiento humano se le puede
atribuir una verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema
práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es
decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio
sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica,
es un problema puramente escolástico.’
Al final, la verdad del materialismo la demuestra la
misma historia de la ciencia. La humanidad no se dedica sencillamente a
contemplar la naturaleza, sino que la transforma activamente, y es en esta
actividad productiva incesante donde se demuestra lo correcto o incorrecto de
las ideas, como explica Engels:
‘La refutación más contundente de estas extravagancias,
como de todas las demás extravagancias filosóficas, es la práctica, o sea, el
experimento y la industria. Si podemos demostrar la exactitud de nuestro modo
de concebir un proceso natural reproduciéndolo nosotros mismos, creándolo como
resultado de sus mismas condiciones, y si, además, lo ponemos al servicio de
nuestros propios fines, damos al traste con la “cosa en sí” inaprensible de
Kant. Las sustancias químicas producidas en el mundo vegetal y animal siguieron
siendo “cosas en sí” inaprensibles hasta que la química orgánica comenzó a
producirlas unas tras otras; con ello, la “cosa en sí” se convirtió en una cosa
para nosotros.’ (Friedrich Engels, Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía
clásica alemana, 1886)
Una época de declive
En su etapa de ascenso histórico, la burguesía jugó un
papel sumamente progresista, no sólo a la hora de desarrollar las fuerzas
productivas (y por tanto de aumentar poderosamente el poder de la humanidad
sobre la naturaleza), sino también en el impulso que dio a la ciencia, al
conocimiento y a la cultura.
Lutero, Miguel Ángel, Leonardo, Durero, Kepler, Galileo y
muchos otros pioneros de la civilización conforman hoy una galaxia brillante que
ilumina las amplias alamedas de desarrollo cultural y científico abiertas por
la Reforma y el Renacimiento.
En su juventud, la burguesía fue capaz de producir
grandes pensadores: Locke, Hobbes, Kant, Hegel, Adam Smith y Ricardo. En su
fase de declive, sólo es capaz de generar domadores de pulgas.
La última gran oleada de ideas de esta clase vino en los
años 70, 80 y 90, como reacción a las derrotas de diversas revoluciones a
escala mundial – un proceso cuyo momento culminante fue el colapso de la Unión Soviética.
Esto condujo al auge de la escuela posmoderna, que abarcaba la filosofía
posmoderna, el posestructuralismo, el poscolonialismo, la teoría queer y todo
tipo de teorías basadas en la política de identidad.
Pero mientras que Mach y Avenarius, como Lenin demostró
genialmente, eran copias baratas de Berkeley, Kant y Hume, los sabios
posmodernos de nuestro día son copias baratas de una copia barata. Desesperados
por parecer originales, y esforzándose por esconder su incompetencia, embuten
sus obras con un lenguaje incomprensible, confuso y deliberadamente
ambiguo.
Dicen que no hay nada nuevo bajo el sol. Esta afirmación
se ve corroborada por toda la historia de la filosofía burguesa de nuestra
época. Todas las escuelas filosóficas de los últimos 150 años son básicamente
un refrito, de una manera u otra, de las ideas irracionales del idealismo
subjetivo – la corriente más cruda, más absurda e inútil del idealismo.
La reciente moda posmoderna es sencillamente una variante
de esto. Ha servido para confundir y desorientar a toda una generación de
estudiantes de filosofía en las universidades, que imaginan que han descubierto
algo nuevo, cuando en realidad se dedican a repetir los absurdos de filosofías
anteriores, que fueron desmontadas de arriba abajo por Lenin ya en 1908. Aquí
tenemos la prueba más contundente de la verdad de la famosa afirmación de Marx
de que “el ser social determina la conciencia”.
La degeneración de la filosofía burguesa es un reflejo
del callejón sin salida del propio sistema capitalista. Un sistema que se ha
vuelto irracional debe sostenerse sobre ideas irracionales. En su intento de
mantener su posición, la burguesía se ha tornado en contra de su pasado
revolucionario. Volteándose contra las mejores tradiciones de la Ilustración,
el capitalismo se aferra como un clavo ardiendo a los descendientes modernos
del misticismo feudal y del escolasticismo.
Una persona que está al borde de un precipicio no es
capaz de pensar racionalmente, y, de forma confusa, los ideólogos de la
burguesía sienten que el sistema que defienden está en las últimas. La difusión
de corrientes irracionales, del misticismo y del fanatismo religioso son
reflejos de una misma tendencia.
Hoy en día, los idealistas subjetivos son obligados en
plena retirada a librar una batalla desesperada, que conduce a la liquidación
total de la filosofía, reduciéndola a la semántica (el estudio del significado
de las palabras).
Las discusiones interminables sobre los significados y
sobre la semántica y las peleas sobre minucias del significado se parecen a los
debates interminables de los escolásticos medievales sobre temas tan
apasionantes como si los ángeles tienen sexo y cuántos podrían bailar sobre la
punta de una aguja. El problema es que en su obsesión con las formas, se
olvidaron totalmente de los contenidos. Mientras que se respetaran las formas,
los contenidos podían ser tan absurdos como uno quisiera.
Marx dijo una vez: ‘la filosofía y el estudio del mundo
real tienen la misma relación que el onanismo y el amor sexual.’ (Karl Marx y
Friedrich Engels, La ideología alemana). La filosofía burguesa moderna prefiere
aquél antes que éste último. En su obsesión por combatir el marxismo (y el
materialismo en general), ha arrastrado a la filosofía de vuelta al peor de sus
pasados, al más estéril y manido.
El hecho de que todos estos juegos de palabras puedan ser
motejados como filosofía pone de manifiesto cuánto ha degenerado el pensamiento
burgués moderno. Hegel escribió en La fenomenología del espíritu:
‘Por lo poco con que el espíritu necesita para
contentarse, puede medirse la extensión de su pérdida.’
Eso sería un buen epitafio para la filosofía burguesa
tras la época de Hegel y Marx.
En el periodo actual, el honor de ir a contracorriente,
de combatir el pensamiento místico e irracional, recae sobre los hombros de la
vanguardia de la clase obrera, de los marxistas. Para citar nuevamente a Joseph
Dietzgen: ‘La filosofía no es una ciencia, sino una salvaguarda contra la
socialdemocracia.’ (En aquellos días los marxistas eran conocidos como
socialdemócratas.)
Y agregó: ‘No resulta sorprendente que los
socialdemócratas tengan su propia filosofía.’ Esa filosofía, la filosofía del marxismo,
se llama materialismo dialéctico, y sigue siendo una de las armas más
importantes en nuestro arsenal revolucionario.
Cualquiera que quiera entender cómo utilizar esta arma
correctamente debe considerar su deber no sólo leer, sino estudiar detenidamente,
uno de los textos fundamentales de todo el arsenal del pensamiento marxista,
Materialismo y empiriocriticismo.
Descargar,
leer libro completo, V.I. Lenin: Materialismo
y empiriocriticismo, en:
https://proletarios.org/books/LENIN-Materialismo_y_empiriocriticismo.pdf