Alan
Woods
Shakespeare: un revolucionario en Literatura
I
Shakespeare transformó la literatura
inglesa, elevándola a alturas inauditas, y que no han sido alcanzadas
posteriormente. Como un flameante meteorito a través del firmamento, arrojó una
luz asombrosa sobre todo un período de nuestra historia. Su impacto en la
literatura universal fue, sin duda, mayor que el de cualquier otro escritor.
Sus obras han sido traducidas a todos los idiomas. Lejos de apagarse, su
estrella brilla tanto como el primer día desde hace siglos.
«Él no era de una época, sino de todos los
tiempos» (Ben
Jonson sobre Shakespeare)
En Literatura y Revolución (1924),
Trotsky escribió lo siguiente: «Una nueva clase no empieza a crear toda la
cultura desde el principio, sino que se apodera de la antigua, la clasifica, la
reorganiza y construye sobre ella». Si bien Aristóteles y Goethe representaban
para Trotsky la cúspide del alcance humano, Edipo Rey, de
Sófocles, le pareció una obra que «expresa la conciencia de todo un pueblo”. Lo
mismo podría decirse de William Shakespeare, el más célebre escritor de habla
inglesa.
Sorprende, sin embargo, lo poco que se
conoce de la vida del autor, que muchos consideran el más grande escritor de
todos los tiempos. De Shakespeare sabemos cuándo murió, pero no se tiene
constancia exacta de su nacimiento. Los registros muestran que fue bautizado el
26 de abril de 1564, en Stratford-upon-Avon, una pequeña ciudad a 100 millas al
noroeste de Londres, muy lejos del centro cultural y comercial de Inglaterra.
Puesto que los bebés eran bautizados tres días después de su nacimiento, pudo
haber nacido el 23 de abril, el mismo día en que murió, a los 52 años, pero
esto también se discute.
Gran parte de su vida está envuelta en un
velo de misterio. Lo poco que sabemos de su vida se puede resumir brevemente.
No nació en el seno de una familia noble ni en el de una especialmente rica. No
fue a la universidad. Sin embargo, se convirtió en el escritor más famoso del
mundo.
A primera vista, William Shakespeare no
parecía destinado a la grandeza. Su padre, John Shakespeare, comenzó como
aprendiz de guantero y curtidor de pieles y, más tarde, se hizo comerciante de
lana y productos agrícolas. Fue un hombre hecho a sí mismo, se casó con Mary Arden,
la hija de un acaudalado granjero local, dueño de una granja de sesenta acres.
William fue el tercero de ocho hijos.
Parece que ni John ni Mary sabían
escribir. El padre de Shakespeare utilizaba un compás de guantero para firmar.
Pero esto no impidió que se convirtieran en miembros importantes de la
comunidad. Entre otros cargos cívicos, John Shakespeare fue elegido catador del
municipio de Stratford – un cargo bastante importante si tenemos en cuenta que
en aquellos días la gente bebía cerveza, que era más seguro que beber agua. Más
tarde, en 1565, se convirtió en tesorero de la ciudad y concejal, (un puesto
que incluía educación gratuita para sus hijos en la escuela secundaria de
Stratford) y alcalde, en 1568 y 1571.
Orgulloso de su éxito, John Shakespeare
quiso aspirar al título de caballero y solicitó un escudo de armas. Pero por
razones desconocidas, la solicitud fue retirada y, en los siguientes años, por
razones también misteriosas, la fortuna de John Shakespeare entró en declive.
En 1570, fue acusado de usura por prestar dinero a una tasa del 20% y 25% de
interés. En 1578, se demoró en el pago de sus impuestos y no pudo pagar la
suscripción obligatoria de edil para socorro a los pobres. En 1579, tuvo que
hipotecar la propiedad de Mary Shakespeare para pagar a sus acreedores.
En 1580, recibió una multa de 40 libras
por faltar a una cita judicial. Se convirtió en un deudor y se ausentó
frecuentemente de las reuniones municipales. En 1586, la ciudad lo retiró del
consejo de ediles debido a la falta de asistencia. Hacia 1590, John Shakespeare
sólo poseía su casa en la calle Henley. Lo peor estaba por venir. En 1592, fue
multado por no asistir a la iglesia. Ese era un asunto serio.
La religión era esencial en la sociedad
para la que escribió Shakespeare. La reina Isabel I hizo obligatoria la
asistencia a la iglesia de Inglaterra, a pesar de que para muchos suponía
recorrer largas distancias. Las personas que no asistían a la iglesia –por
cualquier motivo salvo por enfermedad– eran sancionadas con multas. Algunos han
llegado a la conclusión de que el padre de Shakespeare –y, posiblemente, el
propio Shakespeare– eran católicos convertidos. Pero esto es una suposición
arbitraria. Su incapacidad para asistir a la iglesia pudo haberse debido a
razones más mundanas, a saber, la falta de pago de las deudas.
Así que, aunque Shakespeare nació en un
hogar de clase media con relativa holgura, debió de haber pasado la mayor parte
de su infancia bajo la sombra de las dificultades financieras de su padre. Esta
experiencia debió de haber influido poderosamente en su psicología durante su
juventud. La experiencia de una relativa pobreza y la desgracia que la
acompaña, le agudizó un sentido para los negocios, que se reflejó en los
últimos años.
Posteriormente, la fortuna de la familia
pareció mejorar. En 1599, John Shakespeare se reincorporó a la alcaldía de la
ciudad, pero murió poco tiempo después, en 1601. Tenía probablemente cerca de
setenta años y había estado casado durante cuarenta y cuatro años. Mary
Shakespeare murió en 1608.
En resumen, Shakespeare nació en una
familia de clase media bastante típica para la época; época que Karl Marx
describió como el período de acumulación originaria del capital. El sistema
feudal había caído en decadencia y surgía una nueva clase media en ascenso con
su propia agenda y ambiciones. John Shakespeare, ese hombre hecho a sí mismo,
que levantó un negocio, se emparentó con el dinero y lo perdió de nuevo, bien
podía ser la personificación de un nuevo período en la historia de Inglaterra y
del mundo.
El joven William asistió a la escuela
primaria local, la Escuela Nueva del Rey, donde, posiblemente, su formación
debió de haberse basado en retórica, gramática, latín y griego, principalmente.
No sabemos nada acerca de sus años escolares, pero un famoso pasaje de Como
gustéis, nos puede proporcionar una pista, que sugiere que no estaba muy
entusiasmado con la escuela:
«El chiquillo quejumbroso que, a desgano,
con su cartera y radiante cara matinal,
cual caracol se arrastra hacia la escuela»
¿Reflejan estos versos sus propios
recuerdos de la escuela? Su historia posterior sugiere que ése podría ser el
caso.
En la escuela, entró en contacto con la
mitología griega, la comedia romana y la historia antigua, todo lo cual resurge
en sus obras, que se basan con frecuencia en modelos griegos, latinos,
franceses e italianos. El resultado es una combinación única y rica de
elementos ingleses y otros no ingleses. En sus obras se pueden encontrar
frecuentes citas de autores romanos, como Plutarco, y material de la mitología
clásica.
Shakespeare, a diferencia de su compañero
dramaturgo, Christopher Marlowe, no fue a la universidad. Ben Jonson, otro
famoso contemporáneo, escribió de él que tenía «poco latín y menos griego».
Shakespeare aprendió más de su experiencia práctica como actor que de sus
estudios formales. Al no haber ido nunca a la universidad, su conocimiento de
las personas y las situaciones se derivaba de la vida misma. Shakespeare
escribió para las masas – los «espectadores».
Parece que comenzó sus actividades
literarias como actor ambulante, como miembro de la compañía de Los hombres de
la Reina, y esto tuvo un impacto en su forma de escribir las obras de teatro. A
diferencia de otros escritores, escribió desde el punto de vista del actor. Sus
obras incluyen a menudo lo que es, en realidad, la dirección de escena.
A los 18 años, se casó con Anne Hathaway,
una mujer ocho años mayor que él y con tres meses de embarazo. En algún
momento, Shakespeare se traslada a Londres, dejando a su familia en Stratford,
y se establece como dramaturgo y actor. Se dice que trabajó como maestro,
aprendiz de carnicero y empleado de un abogado. Su primer biógrafo dice que
huyó a Londres para escapar del castigo de la caza furtiva de ciervos. Sin embargo,
no existe evidencia real de sus actividades en este periodo de su vida, que se
conoce como «los años perdidos».
Debido a la escasez de información precisa
sobre la vida de Shakespeare, la única forma de poder arrojar alguna luz sobre
su vida, y obras de teatro, es colocarlas en su contexto histórico real –del
que existe abundante documentación. En 1558, seis años antes del nacimiento de
Shakespeare, Isabel I fue coronada reina de Inglaterra. En los siguientes 45
años Londres se convertiría en una próspera urbe comercial.
Para conocer mejor al poeta de Avon, hay
que colocarlo en el contexto del mundo en el que nació –una emocionante nueva
era de cambio, agitación y transición en la frontera entre dos mundos– el viejo
mundo feudal, con sus inamovibles certezas y rígidas jerarquías sociales y
religiosas, y un nuevo mundo que estaba luchando por nacer: la edad de la
Revolución burguesa.
«El descubrimiento de América y la
circunnavegación de África ofrecieron a la burguesía en ascenso un nuevo campo
de actividad. Los mercados de la India y de China, la colonización de América,
el intercambio de las colonias, la multiplicación de los medios de cambio y de
las mercancías en general imprimieron al comercio, a la navegación y a la
industria un impulso hasta entonces desconocido y aceleraron, con ello, el
desarrollo del elemento revolucionario de la sociedad feudal en
descomposición». (Karl Marx, El Manifiesto Comunista)
De nuevo, se podría decir lo mismo de
Shakespeare. El propio Shakespeare fue el producto de la edad en la que vivió
y, probablemente, no podría haber florecido de la misma manera en ningún otro
ambiente. Fue una época de cuestionamiento de las viejas ideas, tradiciones y
creencias, de transformación en la vida de hombres y mujeres y derrumbamiento
del viejo sistema. Fue una época de transición, una ruptura decisiva con el
pasado medieval y el comienzo de un nuevo período histórico, en una palabra,
fue una época de revolución.
En las obras de Shakespeare, tenemos la
esencia destilada de un pueblo en un período de transición de un período
histórico a otro. Fue un período notable de la historia inglesa. Después de un
siglo de agitación sangrienta, conocida como la Guerra de las Rosas, ésta fue
una época de relativa estabilidad política bajo la nueva dinastía reinante de
los Tudor.
La derrota de la Armada Española en 1588
colocó a Inglaterra como la potencia militar y comercial más importante en el
escenario mundial. Reinaba un espíritu de aventura y cambio. Francis Drake se
convirtió en el primer capitán de barco en completar la circunnavegación del
globo; la reina Isabel I financió la exploración del Nuevo Mundo a cargo de Sir
Walter Raleigh. Él trajo el tabaco y oro de las Américas, aportando así nueva
riqueza a su país y monarca.
El siglo XVI fue la época del Renacimiento
en Inglaterra. Fue una época de investigación y experimentación. La vieja y
estéril Escolástica de la Edad Media fue desafiada por un movimiento
científico-filosófico revolucionario, estrechamente asociado con el nombre de
Francis Bacon (1561-1626). Para Marx, fue el primer creador del materialismo
inglés, y está considerado como el padre de una nueva forma de aprendizaje
secular y una nueva filosofía científica.
Además de floreciente centro comercial,
Londres fue también un importante centro cultural, donde prosperaron el
aprendizaje y la literatura. El crecimiento económico creó una clase media
próspera ávida de nuevas obras. Shakespeare nació en el seno de esa nueva clase
media, la clase que se enorgullecía de las libertades y derechos que otras
personas carecían de manera visible.
Esta época fue testigo del florecimiento
del teatro en Inglaterra. A finales del siglo, Inglaterra contaba con todo un
grupo de dramaturgos: Marlowe, Dekker, Lyly, Kidd, Greene, Heywood, seguido más
tarde por Beaumont, Fletcher y Ben Jonson. El florecimiento de la literatura
fue de la mano con las innovaciones tecnológicas, en particular, la invención
de la imprenta. Caxton estableció su primera imprenta en 1476, y muy pronto,
libros, que anteriormente habían sido monopolio de unos pocos ricos, se
hicieron accesibles a un público de masas entre la nueva clase media.
El ascenso de la clase media burguesa fue
un desarrollo revolucionario. El individualismo burgués penetró en el arte en
forma de retratos y autorretratos –una forma de arte prácticamente desconocida
en el arte de la Edad Media. Y se hizo sentir en las obras de Shakespeare en
forma de soliloquio. La novela en sí fue un producto de la misma tendencia –un
nuevo interés en la psicología individual, como se refleja en Hamlet, Macbeth, Otelo o El rey Lear. Esto
fue algo nuevo en el teatro –penetrar en la mente del sujeto y dejar al
descubierto sus motivaciones secretas, obsesiones y deseos.
«La burguesía […] dondequiera que ha
conquistado el poder, ha destruido las relaciones feudales, patriarcales,
idílicas. Las abigarradas ligaduras feudales que ataban al hombre a sus
«superiores naturales» las ha desgarrado sin piedad para no dejar subsistir
otro vínculo entre los hombres que el frío interés, el cruel «pago al contado».
Ha ahogado el sagrado éxtasis del fervor religioso, el entusiasmo caballeresco
y el sentimentalismo del pequeño burgués en las aguas heladas del cálculo
egoísta. Ha hecho de la dignidad personal un simple valor de cambio. Ha
sustituido las numerosas libertades escrituradas y adquiridas por la única y
desalmada libertad de comercio. En una palabra, en lugar de la explotación
velada por ilusiones religiosas y políticas, ha establecido una explotación
abierta, descarada, directa y brutal». (El Manifiesto Comunista)
“Al dinero si va delante, todos los caminos se
abren» (W.
Shakespeare, Las alegres comadres de Windsor,
Acto II, Escena II)
Esta explosión de arte, ciencia y
literatura fueron la expresión de cambios fundamentales en la vida económica y
social de la sociedad: la decadencia de la vieja sociedad feudal y el ascenso
de la burguesía; el surgimiento de una economía basada en el dinero y el
comercio, en lugar del sistema feudal basado en la posesión de la tierra.
El siglo XVI vio el surgimiento de un
nuevo tipo de economía basada en el comercio y el dinero. En la Edad Media, la
riqueza se basaba en la propiedad de la tierra. La usura era consideraba por la
Iglesia pecado capital y a los cristianos se les prohibía prestar dinero a
interés. Este papel fue generalmente desarrollado por los judíos, lo que
explica el aumento del antisemitismo en aquel momento.
En El mercader de Venecia,
Shakespeare hace un retrato en términos negativos de Shylock, un usurero judío
que, como es bien conocido, acepta prestar el dinero a un cristiano con la
condición de que, si la suma no es devuelta en la fecha fijada, tendrá que
darle una libra de su propia carne. Aquí vemos expresada en una forma extrema
la verdadera relación entre acreedores y deudores, que ha existido de una forma
u otra desde viejas épocas. La conducta de los banqueros de la Unión Europea en
relación a Grecia es sólo la continuación de esta antigua y venerable
tradición.
También expresa gráficamente la
importancia de la reciente creación del dinero como elemento vital del comercio
y base de toda la vida económica. No es casualidad que en sus Manuscritos
filosóficos, de 1844, Marx citara la obra de Shakespeare, Timón de Atenas, para subrayar el poder del dinero en
la sociedad burguesa:
“¿Oro? ¿Oro amarillo, brillante, precioso?
No, dioses. No soy hombre que haga plegarias inconsecuentes: !Dadme raíces,
cielos sin nubes! Mucho de esto convertirá lo blanco en negro; lo feo en
hermoso; lo falso en verdadero; lo bajo en noble; lo viejo en joven; lo cobarde
en valiente. ¡Oh dioses! ¿Por qué? Esto va a sobornar a vuestros sacerdotes y a
vuestros sirvientes y a alejarlos de vosotros; va a retirar la almohada de
debajo de la cabeza del hombre más robusto; este amarillo esclavo va a
fortalecer y disolver religiones, bendecir a los malditos, hacer adorar la
lepra blanca, dar plaza a los ladrones y hacerlos sentar entre los senadores.
Él es quien hace que se vuelva a casar la viuda marchita y quien perfuma y
embalsama como un día de abril a aquella gente ante la cual entregarían la
garganta, el hospital y las ulceras en persona. ¡Vamos, fango condenado, puta
de la humanidad, que siembras la disensión entre la multitud de las naciones,
vuelve a la tierra en donde te puso la Naturaleza!” (Timón de Atenas, Acto IV, Escena III)
Y Marx explica su significado interno:
«Shakespeare pone de manifiesto dos propiedades del dinero en particular: (1)
Es la divinidad visible, la transformación de todas las cualidades humanas y
naturales en su contrario, la confusión universal y de inversión de las cosas;
que reúne a las imposibilidades. (2) Es la puta universal, el proxeneta
universal de los hombres y de los pueblos».
Esta profunda observación apunta al
corazón de la naturaleza del capitalismo, y es aún más cierto hoy que cuando
fue escrito. El verdadero Dios de la sociedad moderna no es Jehová, Mahoma o
Buda, sino Mammón [el espíritu que opera detrás de las cosas materiales –las
riquezas- en la Biblia, NdT]. Los templos reales no son ni las catedrales ni
las mezquitas, sino los bancos y las bolsas de valores. Sus altos sacerdotes
son los banqueros, corredores de bolsa y los tenedores de bonos. Y todavía
exigen su libra de carne. El verdadero espíritu del capital se resume en la
persona de Shylock.
La suya es la voz del capitalismo en su
forma más cruda y, por tanto, más sincera. El capital debe permitirse la
expansión sin ningún tipo de restricción o impedimento. La relación entre los
seres humanos se reduce a un abierto nexo monetario. Las consideraciones
sentimentales, de amistad, la moral o la religión no entran en juego. Por eso
es preferible no prestar dinero a un amigo, sino más bien a un enemigo que debe
sufrir las consecuencias en caso de impago.
Ésta es la verdadera naturaleza del
capitalismo despojado de toda pretensión de humanidad o moral. La imagen no es
favorecedora, pero es totalmente fiel a la realidad. Shylock es la
personificación del capital –su esencia destilada. Su antipatía hacia Antonio
[el mercader cristiano] no se basa tanto en la religión, sino en el hecho de
que viola el principio más fundamental del capitalismo –la inviolabilidad del
afán de lucro. Antonio representa una vieja moralidad, un vestigio de la época
en que se suponía que los límites de la amistad y el honor eran la regla
suprema:
“Me dan ganas de llamarte otra vez lo
mismo, de escupirte de nuevo y de darte también de puntapiés. Si quieres
prestar ese dinero, préstalo, no como a tus amigos, pues ¿se ha visto alguna
vez que la amistad haya exigido de un amigo sacrificios de un estéril pedazo de
metal?, sino préstalo como a tus enemigos, de quienes podrás obtener más
fácilmente castigo si faltan a su palabra». (Antonio en El mercader de Venecia, Acto I, Escena III)
Por el contrario, Shylock representa la
nueva moral capitalista, que sitúa la búsqueda del beneficio antes que
cualquier otra consideración. El crimen más atroz de Antonio, desde el punto de
vista de Shylock, no es que adore a la Santa Trinidad, sino que preste dinero
sin exigir interés, violando con ello el sacrosanto mandamiento del
capitalismo:
“¡Qué fisonomía semejante a un hipócrita
publicano! Le odio porque es cristiano, pero mucho más todavía porque en su
baja simplicidad presta dinero gratis y hace así descender la tasa de la
usura en Venecia. Si alguna vez puedo sentarle la mano en los riñones,
satisfaré por completo el antiguo rencor que siento hacia él. Odia a nuestra
santa nación, y hasta en el lugar en donde se reúnen los mercaderes se mofa de
mí, de mis negocios y de mi ganancia legítimamente adquirida”. (El mercader de Venecia, Acto I Escena III)
Algunas personas han tratado de encontrar
el antisemitismo en este juego y cierto es que Shakespeare no era totalmente
libre de los prejuicios de su tiempo. Sin embargo, como Marx comprendió, la
esencia de Shylock no es su raza, nacionalidad o religión, sino su vocación
como prestamista de dinero, la personificación del capitalismo en su etapa de
formación de la acumulación originaria, es decir, en su estado más puro de
esencia químicamente destilada.
Como para refutar de antemano la acusación
de antisemitismo, Shakespeare pone en boca de Shylock el discurso más elocuente
en su defensa:
“Soy judío. ¿Es que un judío no tiene
ojos? ¿Es que un judío no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos,
afectos, pasiones? ¿Es que no está nutrido de los mismos alimentos, herido por
las mismas armas, sujeto a las mismas enfermedades, curado por los mismos
medios, calentado y enfriado por el mismo verano y por el mismo invierno que un
cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos cosquilleáis, ¿no reímos? Si
nos envenenáis, ¿no morimos? Y si nos ultrajáis, ¿no nos vengaremos?” (El mercader de Venecia, Acto III Escena I)
El capital no conoce ni raza ni religión.
No tiene patria y no conoce fronteras. No tiene ni alma ni corazón, no conoce
ni bueno ni malo. Sin embargo, este dios ciego, más implacable que cualquier
ídolo pagano, subyuga a toda la raza humana y la obliga a hacer su voluntad.
Ese es el verdadero mensaje de la obra de Shakespeare y sigue siendo un mensaje
válido para nuestra propia época.
«Mientras sea un mendigo, despotricaré y
diré que no hay otro pecado sino el ser rico; y cuando sea rico, mi virtud
consistirá en decir que el único vicio es la pobreza». (El bastardo en Vida y muerte del rey Juan, Acto II escena III)
El capitalismo se desarrolló en Inglaterra
algo más tarde que en las ciudades del norte de Italia, pero una vez que se
afianzó su desarrollo fue muy rápido. Este fue el período llamado por Marx como
el período de acumulación originaria. La monarquía Tudor actuó como una agencia
de la clase emergente de los capitalistas ingleses. Isabel I prestó su apoyo a
la nueva clase de fabricantes y comerciantes, quienes proporcionaron la riqueza
que sustentaba a la dinastía gobernante y aseguraba su supervivencia en un
mundo amenazador. Pero este progreso económico se pagó a un alto costo social.
Los trastornos sociales surgidos de estos
grandes cambios significaron terribles dificultades para las masas. Marx describe
esto en El Capital, en la sección sobre la acumulación
originaria:
«En la historia de la acumulación
originaria hacen época todas las transformaciones que sirven de punto de apoyo
a la naciente clase capitalista, y sobre todo los momentos en que grandes masas
de hombres son despojadas repentina y violentamente de sus medios de
subsistencia y lanzadas al mercado de trabajo como proletarios libres y
desheredados. Sirve de base a todo este proceso la expropiación que priva de su
tierra al productor rural, al campesino». (Karl Marx, El Capital, volumen I, capítulo XXIV)
La industria principal fue la manufactura
lanera, que constituía tres cuartas partes de las exportaciones de Inglaterra.
El aumento constante de la demanda de lana promovió el crecimiento de la cría
de ovejas. Pero como esto requería menos trabajadores, un gran número de la
población rural se vio desocupada. Las granjas que producían alimentos
anteriormente se convirtieron en tierras de pastoreo para el ganado ovino. Como
Tomás Moro describiera amargamente en su famosa obra Utopía, las ovejas se estaban comiendo a la gente.
Este fue un período de leyes brutales
contra los «mendigos» y «vagabundos», es decir, contra la gran cantidad de
campesinos que habían sido despojados de la tierra, desplazados por los nuevos
métodos de la agricultura capitalista. En este período, como Marx observó, un
gran sector de la población inglesa fue criminalizada, procesada, azotada y
condenada a muerte por el delito de ser pobres. Durante el reinado de Enrique VIII,
no menos de 72.000 «ladrones» fueron condenados a muerte. Los salarios estaban
limitados por ley. Los problemas a los que se enfrentaban las masas
empobrecidas se exacerbaron con la disolución de los monasterios, que arrojaron
a miles de monjes y monjas a las filas de los desocupados, y con la disolución
de las mesnadas feudales de la nobleza.
Así describe Marx las leyes brutales
promulgadas contra los pobres en el reinado de Isabel I: «a los mendigos sin
licencia, mayores de 14 años, se los azotará con todo rigor y serán marcados
con hierro candente en la oreja izquierda en caso de que nadie quiera tomarlos
a su servicio por el término de dos años; en caso de reincidencia, si son
mayores de 18 años, deben ser… ajusticiados, salvo que alguien los quiera tomar
por dos años a su servicio; a la segunda reincidencia, se los ejecutará sin
merced, como reos de alta traición. Leyes similares: 18 Isabel c. 13 y otro de
1597». (El Capital, vol. I, cap. XXIV)
Sin embargo, ésta es sólo una cara de la
moneda. A pesar de su carácter opresivo y explotador, el sistema capitalista
naciente también dio lugar a un explosivo desarrollo de las fuerzas
productivas. A pesar de la pobreza y las dificultades que sufrieron muchas
personas, y las terribles enfermedades que asolaron Inglaterra durante los
siglos XVI y XVII, la población aumentó.
Londres era ahora un animado centro
comercial, en el que se concentraba el 85% de todas las exportaciones. Cada año
alrededor de 10.000 ciudadanos emigraban a Londres, creyendo que las calles
estaban pavimentadas de oro como en el cuento. Las calles no eran de oro, pero
los salarios en Londres eran un 50% superiores que en otras partes del país.
Los ricos terratenientes y comerciantes construyeron casas palaciegas con
jardines y huertos. La clase media prosperó e, incluso, algunos de las clases
más bajas tuvieron suficiente dinero para ir al teatro.
Caravaggio y Monteverdi trabajaban para
clientes ricos que pagaban las facturas. Shakespeare dependió sólo en parte de
dichos clientes. El ascenso de la burguesía había creado una nueva audiencia de
la clase media que iba al teatro y pagaba sus asientos. Shakespeare empezó a
escribir de manera creciente para este público.
II
La Inglaterra de
Shakespeare, como la España de Cervantes, protagonizó una gran revolución
social y económica. Fue una época de cambio muy turbulenta y dolorosa, que
arrojó a un gran número de personas a la pobreza y creó en las ciudades un
vasto grupo de desposeídos y elementos del lumpen-proletariado: mendigos,
ladrones, prostitutas, desertores, entre otros. La misma suerte corrieron los
descendientes de la empobrecida aristocracia y los expulsados del clero; todos
ellos formaron una reserva interminable de personajes para las obras de
Shakespeare.
Religión
La revolución protestante
que se inició con la revuelta de Lutero sumergió al conjunto de Europa en un
sangriento conflicto, en el cual la burguesía emergente consiguió aunar fuerzas
bajo la bandera de la nueva religión. Uno de los puntos centrales del credo
protestante postulaba que la Biblia, la Palabra de Dios, debía penetrar en cada
hombre y mujer sin la necesidad de ninguna mediación por parte de sacerdotes.
La traducción de la Biblia a las lenguas vernáculas, por tanto, se convirtió en
la punta de lanza del nuevo movimiento.
Incluso antes de que Lutero desafiara
abiertamente la autoridad del Vaticano, el reformador inglés, John Wycliffe,
había traducido la Biblia al inglés. Sus seguidores, los lolardos, habían
participado en los movimientos revolucionarios que culminaron en la revuelta de
los campesinos de 1381. Esa revuelta terminó en derrota, pero en el siglo XVI,
la revolución protestante en Inglaterra produjo una nueva y brillante
traducción de la Biblia a manos de William Tyndale. Por el delito de traducir
la Biblia al inglés, se le condenó por herejía y traición y fue ejecutado por
estrangulamiento y luego quemado en la hoguera por Enrique VIII, el padre de
Isabel I.
Inglaterra siguió siendo un país católico
hasta el reinado de Enrique VIII. El papel de la religión entonces era muy
diferente de lo que es hoy. La gente era muy religiosa y la Iglesia tenía un
poder colosal en sus manos. Los hombres y las mujeres estaban dispuestos a
morir por sus creencias. El reinado de los Tudor ofreció muchas oportunidades
para hacerlo.
Enrique VIII fue originalmente un firme
defensor del catolicismo y un enemigo de la nueva tendencia religiosa. Por sus
servicios a la antigua religión, el Papa le permitió usar el título de Defensor Fidei (defensor de la Fe), que apareció
en la moneda del reino durante siglos después de que perdiera su significado
original: defensor de la fe católica.
Enrique VIII, por razones dinásticas,
rompió con Roma y se declaró jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra, (El Acta
de Supremacía), dando comienzo a siglos de agitaciones religiosas en Gran
Bretaña. El monarca necesitaba romper con el poder de la Iglesia en Inglaterra
y pronto descubriría que sería una excelente manera de ganar dinero.
En 1535, Enrique VIII ordenó el cierre de
los conventos, abadías y monasterios católicos romanos de Inglaterra, Gales e
Irlanda. Con la disolución de los monasterios se convirtió de facto en el dueño
de las inmensas riquezas que habían pertenecido a la Iglesia: inmuebles,
terrenos, dinero y demás. Con la venta de sus ganancias a los nobles ricos y a
la creciente burguesía, obtuvo el dinero que necesitaba para financiar sus
inútiles y costosas guerras contra Francia y Escocia y, al mismo tiempo, dio un
poderoso impulso al proceso de acumulación primitiva de capital.
La ruptura con Roma fue un importante
punto de inflexión histórico. Pero, desde un punto de vista doctrinal, no
representó la clase de cambio radical que supuso la revolución protestante en
el continente europeo. Enrique VIII, al igual que su hija Isabel I, no era
amigo del puritanismo, ya que lo veía como una amenaza para el orden
establecido. Por lo tanto, dejó gran parte de los antiguos rituales de la
Iglesia intactos.
Eso cambió radicalmente bajo el breve
gobierno de su hijo Eduardo VI (1547-1553), un devoto protestante. Por primera
vez, Inglaterra se convirtió en una nación verdaderamente protestante. Eduardo
VI introdujo un nuevo libro de oraciones y todas las misas se llevaron a cabo
en Inglés. Los católicos fueron reprimidos y a los obispos que se negaron a
cumplir se los encerró. Pero Eduardo VI murió joven y fue reemplazado por su
hermana mayor María, una ferviente católica.
Inglaterra volvió a ser una vez más una
nación católica. El Papa volvió a ser el jefe de la Iglesia y las misas en
latín. La represión se dirigió entonces contra los protestantes. Unos 300
miembros protestantes destacados, que se negaron a acatar las creencias
católicas, fueron quemados en la hoguera. Entre ellos se encontraban los
obispos Latimer y Ridley. Se dice que cuando comenzó a prender la hoguera,
Latimer le dijo a Ridley las famosas palabras: “Sed de buen ánimo maestro
Ridley. Sed hombre. Por la gracia de Dios encenderemos en este día tal luz en Inglaterra,
que confío nunca se apagará”.
Para empeorar las cosas, la reina María I
se había casado con el rey Felipe II de España. Todo esto le valió a la reina
el apodo de «Bloody Mary» (María la sangrienta), aunque a decir verdad ella
mató a muchos menos por año que su asesino padre. Sin embargo, estas acciones
produjeron una violenta reacción contra ella.
Después de su muerte, Inglaterra giró
bruscamente en la dirección del protestantismo, exacerbado por el odio a
España, que se convirtió en el principal enemigo de la nación. El ascenso
de Isabel I, el 17 de noviembre de 1558, tras la reacción católica bajo
María I, fue recibido con general regocijo. Sonaron campanas y las hogueras
iluminaron el cielo. Ahora les llegaba el turno a los sacerdotes católicos ir a
la cárcel o pasar a la clandestinidad. Se cerraron muchas iglesias.
Isabel I trató de equilibrar la oposición
de fuerzas, dando concesiones a protestantes y católicos. En la Inglaterra
isabelina era ilegal para los católicos oficiar o asistir a misa. Sin embargo,
los ricos y poderosos solían escapar al castigo por sus prácticas religiosas.
Las familias católicas ricas mantenían capellanes privados en sus hogares, algo
con lo que se hacía la vista gorda, siempre y cuando quedara en la intimidad de
sus propios hogares y no se involucraran en actividades subversivas contra la
Corona.
Pero este incómodo ejercicio de equilibrio
estaba condenado al fracaso. Las tensiones continuaron aumentando y fueron
enardeciéndose por las noticias de las masacres en el continente europeo. En
1572, el día de San Bartolomé, hubo un asesinato en masa de hugonotes
(calvinistas franceses) en París. Esta noticia causó indignación en Inglaterra
y una gran reacción violenta contra los católicos. El asesinato del líder
protestante holandés, Guillermo de Orange, agregó combustible a las llamas. En
1580, el Papa afirmó que no sería pecado mortal asesinar a la reina de
Inglaterra. Este anuncio puso automáticamente a todos los católicos bajo
sospecha de traición.
Un ejército de jesuitas fue enviado a
Inglaterra para conspirar clandestinamente, con la colaboración de los nobles
católicos, y preparar el terreno para un levantamiento católico. Durante 18
años, la reina María I de Escocia estuvo prisionera de su prima Isabel, quien
la utilizó como moneda de cambio útil para sus relaciones con Francia y España.
Hubo una sospecha fundada de que María era un punto focal para la subversión
católica. Los consejeros de Isabel I, miembros del partido protestante,
decidieron deshacerse de esta amenaza potencial.
La red de espías de la Reina estaba
controlada por Francis Walsingham. Su red se extendía por todas partes.
Walsingham acusó a María de estar involucrada en un complot de asesinato
dirigido al derrocamiento de Isabel, para que fuera sustituida por la propia
María. Afirmó haber descubierto cartas comprometedoras que demostraban su
culpabilidad. Nunca sabremos si estas cartas fueron auténticas o inventadas por
él. En cualquier caso, tuvieron el efecto deseado. En febrero de 1587, Isabel
firmó la orden de ejecución y María fue decapitada.
La religión en las obras de
Shakespeare
La revolución religiosa que se extendió
como la pólvora por Europa afectó a la literatura del momento de una manera muy
directa. Hasta entonces, el único teatro existente permanecía estrechamente
vinculado a la Iglesia. Con la prohibición, bajo el gobierno protestante de
Isabel I, de los misterios (drama teatral medieval), se abrió la puerta al
surgimiento de un nuevo teatro secular. Esto hizo posible el éxito de
Shakespeare.
El elemento religioso aflora en sus obras.
En el prólogo y acto I, escena I, del Enrique V de Shakespeare, los arzobispos
de Canterbury y de Ely, dos poderosos clérigos ingleses (católicos), se
consultan el uno al otro. Son personajes ridiculizados para la diversión de la
audiencia. Se les describe como avaros y codiciosos conspiradores.
Los obispos están preocupados por un
proyecto de ley promulgado por el rey Enrique V. Temen que el rey apruebe una
ley por la que el gobierno se haría con las propiedades y dinero de la Iglesia,
que se utilizarían para mantener el ejército, apoyar a los pobres, y aumentar
el tesoro del rey. Los clérigos, que se han hecho ricos y poderosos con dichas
tierras y dinero, están decididos a quedarse con sus bienes.
Con este fin, el arzobispo de Canterbury
convence al joven rey Enrique para reclamar el trono de Francia. Una pequeña
guerra en Francia podría distraer al rey del proyecto de ley para confiscar las
propiedades de la Iglesia. Para animar al rey, Canterbury le promete: conseguir
una generosa donación de la Iglesia para financiar el esfuerzo de guerra.
La escena va dirigida claramente contra el
catolicismo romano, muy impopular entre el pueblo de Inglaterra, ya que se lo
asociaba especialmente con una potencia extranjera hostil y perjudicial. En
esta obra, el país en cuestión es Francia, enemigo tradicional de Inglaterra.
Sin embargo, para el público isabelino, el enemigo principal era la España
católica.
La hostilidad hacia España era en parte
religiosa. El ascenso de la burguesía fue acompañado de convulsiones sociales,
económicas y políticas; revolución y guerra. Las primeras batallas decisivas
entre la naciente burguesía y el orden feudal en descomposición se libraron a
cabo por motivos de religión. La Iglesia Católica había dominado la sociedad
durante generaciones, ejerciendo una dictadura absoluta sobre las mentes y las
almas de los hombres y mujeres. En las obras de Shakespeare, encontramos
numerosas referencias hostiles a España y a los métodos de la Inquisición
española.
El ascenso de Inglaterra representaba una
amenaza directa a la hegemonía española. Ésta era en ese momento la nación más
rica y poderosa de la tierra. Isabel I actuó con cínico oportunismo y sin
principios en materia de religión, como en todos los demás asuntos. Coqueteó
ora con el rey Felipe de España, ora con su enemigo, el rey de Francia,
tentando con la perspectiva de matrimonio, que en ese momento era otra forma de
establecer alianzas políticas, al tiempo que los mantenía a distancia y
sistemáticamente fortalecía el poder de Inglaterra.
Cuando Felipe II se dio cuenta de la imposibilidad
de conseguir el control de Inglaterra a través del santo matrimonio, decidió
utilizar otros medios, menos sutiles. En 1588, la España católica se preparaba
para invadir Inglaterra. Sin embargo, las cosas no salieron como se esperaba.
La Armada Española fue acosada por los buques de guerra ingleses y, finalmente,
fue destruida por las tormentas del mar. Un dicho común a propósito de la
Armada española decía: «Jehová sopló y los dispersó».
El viento soplaba ahora con fuerza en las
velas del partido protestante en Inglaterra. La reina, sin embargo, no estaba
satisfecha con el rápido crecimiento de su poder e influencia. En privado,
prefería la pompa y el rigor de la antigua misa y las estructuras jerárquicas
de la antigua religión. Sin embargo, se vio obligada a apoyar a los
protestantes, ya que las principales amenazas a su poder y a su vida procedían
de los católicos y de Roma.
Se vio obligada a inclinarse en la
dirección del partido protestante en la corte, representado por Burleigh,
Walsingham y el conde de Leicester. Sin embargo, la Reina miraba al partido
protestante (los Puritanos) con sospecha y odio. La sociedad se hizo presa de
la fiebre religiosa que estaba produciendo un giro político inquietante. Un
observador horrorizado se quejaba así: «Muchos son los que no han oído un
sermón en siete años, yo podría decir que incluso en diecisiete años». En
palabras de Sir Francis Drake, la Reforma «fue tan lejos como para acabar casi
con la religión».
Esta misma antipatía se refleja en Noche de Reyes, de Shakespeare, donde leemos lo
siguiente:
“Ese diablo de puritano, o cualquier cosa
que sea distinta a un oportunista, es un asno afectado que cree saberlo todo
sin haber visto un libro y se expresa de la manera más ampulosa. Está tan
pagado de sí mismo, inflado según él de cualidades, que tiene por artículo de
fe que todos los que lo miran lo aman. Y es en ese defecto suyo donde mi
venganza encontrará notable apoyo para actuar.” (Noche de Reyes,
Acto II Escena III)
La demanda de la democratización de la
Iglesia alarmaba incluso a aquellos, entre los poderosos, que eran enteramente
favorables a las nuevas doctrinas. Isabel I consideraba a los Puritanos como
peligrosos extremistas y un potencial desafío al poder monárquico. Los
Presbiterianos exigían terminar con los obispos. Pero a la monarquía no le
sería tan fácil controlar una iglesia reformada, y vio esto como una amenaza.
Edmund Grindal, el arzobispo de
Canterbury, uno de los partidarios más significativos de los Presbiterianos,
fue suspendido del ejercicio de su cargo, quedándose en el limbo durante el
resto de su vida. El presbiterianismo fue la rama constituida por la capa
superior adinerada de la burguesía y sus aliados en la nobleza. Cuanto más baja
la escala social, más radicales se convirtieron las nuevas ideas religiosas.
En el ala extrema izquierda del
protestantismo, las tendencias más radicales comenzaban a cristalizar.
Tendencias como los Anabaptistas se estaban moviendo en una dirección
revolucionaria. ¿No podría llevar todo esto directamente a la demanda de la
democratización del sistema político? Esa pregunta recibió su respuesta en el
siglo siguiente, con el estallido de la guerra civil y la revolución burguesa.
El desarrollo de la conciencia
nacional
Éste fue el período de la formación de los
estados-nación de Europa; en Shakespeare, el espíritu nacional inglés rezuma en
cada línea de sus obras. La conciencia nacional inglesa se desarrolló en el
transcurso de la Guerra de los Cien Años contra Francia, como se refleja en las
obras históricas de Shakespeare, especialmente Enrique V.
Los franceses aparecen aquí representados como los enemigos nacionales de
Inglaterra y el patriotismo inglés está más o menos definido como oposición a
Francia. Sin embargo, en la periodo isabelino, el ascenso del poder español
creó un nuevo enemigo para la nación.
La posición geográfica de Inglaterra como
isla jugó un papel inmenso en su destino. El mar proporcionó una frontera
natural y una línea de defensa de la que carecían otras naciones europeas.
También proporcionó un estímulo para el comercio y, por tanto, para la
acumulación de capital. Si bien gran parte de la Europa continental se vio
inmersa en guerras civiles y guerras sangrientas de religión, entre
protestantes y católicos, el reino de Inglaterra disfrutó de paz y prosperidad
tras finalizar el período de guerra civil conocido como la Guerra de las Rosas.
La reforma parcial llevada a cabo por
Enrique VII proporcionó un nuevo impulso al desarrollo del capitalismo en
Inglaterra, cuyos inicios se vislumbraban desde el siglo XIV. El comercio de la
lana inglesa se benefició de la industria textil en los Países Bajos y de los
combates en el continente, ya que creaba posibilidades para el comercio
lucrativo con cada una de las partes beligerantes.
El período de los Tudor fue, por tanto, un
punto de inflexión decisivo en la aparición de Inglaterra como nación. La
popularidad de las obras históricas de Shakespeare y Marlowe son testigos del
creciente sentimiento de conciencia nacional. La derrota de la Armada Española
en 1588 marcó un cambio cualitativo en el destino nacional de Inglaterra. A
partir de entonces, el poder inglés debía consolidar su fuerza desplazando a
España de su posición predominante como primera potencia en Europa y en el
mundo. Un nuevo espíritu –de confianza y optimismo en el futuro- crecía por
todos lados. Los ingleses comenzaron a sentirse un pueblo distinto con un
destino especial.
El orgullo nacional inglés queda reflejado
en el famoso discurso que Shakespeare pone en boca de Juan de Gante en Ricardo II:
“Este trono real de reyes, esta isla
sometida a su cetro, esta tierra de majestad, esta sede de Marte, este otro
Edén, este semi-paraiso, esta fortaleza que la Naturaleza ha construido para
defenderse contra la invasión y el brazo armado de la guerra, este florido
plantel de hombres, este pequeño universo, esta piedra preciosa engastada en el
mar de plata que le sirve de muro o de foso de defensa alrededor de un castillo
contra la envidia de naciones menos venturosas; este trozo bendito, esta
tierra, este reino, esta Inglaterra, esta matriz fecunda en grandes reyes,
temibles por su valentía, famosos por su nacimiento, renombrados por sus
hazañas, que en servicio de la fe cristiana y de la verdadera Judea se levanta
el sepulcro, rescate del mundo, del Hijo de la bienaventurada María; el país de
estas queridas almas; este caro, caro país (…)”.
El apogeo del teatro
En el período isabelino, el teatro
experimentó una transformación completa. Fue en este periodo en el que apareció
por primera vez el establecimiento de teatros en Inglaterra y disfrutó de un
enorme éxito. Hasta ese momento, la única forma similar de entretenimiento la
habían constituido los juglares, quienes ofrecían su espectáculo callejero en
las ferias, patios de las posadas y plazas públicas durante los días de
mercado. Las únicas obras que se llevaban a cabo en las ciudades de Inglaterra
eran los «autos sacramentales», sobre temas religiosos. Pero la reforma
protestante asestó un golpe mortal a este tipo de entretenimiento.
El teatro se liberó de este modo de la
influencia de la Iglesia y abrió el camino a un nuevo teatro secular. Se
formaron compañías de actores para entretenimiento del público bajo el
patrocinio de los nobles. Esta nueva forma de arte muy pronto se hizo muy popular.
Los nuevos teatros profesionales atraían a unos 15.000 espectadores semanales
en Londres, una ciudad de entre 150.000 a 250.000 habitantes.
Durante la vida de Shakespeare, por
primera vez, se erigieron teatros permanentes, especialmente en Londres.
El Red Lion y The Theatre (El Teatro), de
James Burbage, fueron los primeros teatros públicos en Inglaterra. La zona
londinense de Bankside fue el lugar natural para teatros como The Rose y The Globe.
Por aquellos días no se consideraba del
todo respetable. Las turbas rebeldes de espectadores no olían a rosas. Las
condiciones sanitarias de Inglaterra bajo los Tudor eran primitivas en
cualquier caso y el deslucido vulgo que frecuentaba los espectáculos rara vez
se lavaba. La atmósfera estaba cargada de sudor, cerveza y grosería. También
representaba una amenaza potencial para el orden público.
Desde la Edad Media, la zona de Londres
conocida como Southwark, había sido un área de tabernas, fosa de osos y
burdeles. El obispo de Winchester poseía algunos de los muy rentables
prostíbulos de esa zona; las prostitutas locales eran conocidas popularmente
como las “gansas de Winchester». Es aquí donde Falstaff y sus amigos
[personajes shakespearianos] pasaban el tiempo bebiendo y de juerga.
En la época isabelina, Southbank comenzó a
atraer a un nuevo público y algo más respetable. Sin embargo, a los temerosos
de Dios los teatros les parecían lugares impíos («dominio de Satanás»). A
algunos Puritanos, como William Prynne, les hubiera gustado ver las salas
cerradas por completo. Sin embargo, los teatros disfrutaron del respaldo de
poderosos representantes y no sólo sobrevivieron, sino que prosperaron,
especialmente con el advenimiento de un público burgués nuevo y más respetable.
La clase media isabelina tenía dinero para
gastar; ir al teatro a codearse con la nobleza, que también era asidua
espectadora, se puso muy de moda. De hecho, el entonces Lord Chamberlain [uno de los miembros oficiales
de la Casa Real, NdT] fue el mecenas de la compañía de actores de Shakespeare.
Ir al teatro no se limitó, sin embargo, a los ciudadanos más ricos de la
capital. Los pobres podían pagar un centavo para estar en los puestos de venta
en la parte delantera del escenario. Los clientes más ricos podían llegar a
pagar hasta la mitad de una corona para sentarse debajo de la cubierta, a salvo
de las inclemencias del tiempo londinense.
Éxito temprano
Era un fenómeno nuevo e interesante.
También era un negocio muy rentable para los que sabían cómo explotarlo. El
joven Shakespeare ciertamente supo cómo hacerlo. Lo siguiente que nos llega de
los archivos sobre Shakespeare corresponde al periodo como dramaturgo en
Londres, y miembro de una compañía conocida como “Los Hombres del Lord
Chamberlain”. Sus primeros éxitos despertaron el resentimiento por parte de
otros autores menos exitosos.
Entre 1590 y 1592, Shakespeare irrumpió en
los escenarios de Londres, con sus obras Enrique V, Ricardo III, y La comedia de los enredos.
Fueron un éxito inmediato. Dicho éxito y popularidad le dieron una creciente
confianza. Prueba de ello podría ser la atención que el autor le dedicó al
escudo de armas que le fue otorgado a su padre en 1596 y cómo se involucró para
no perder el título. En 1602, tuvo que defenderlo contra las acusaciones de que
«Shakespeare, el actor» no daba derecho al honor de un escudo de armas.
Su compañero y rival, el dramaturgo Robert
Greene, escribió una nota poco favorecedora describiendo a Shakespeare como
«cuervo recién llegado». Este lenguaje insultante refleja la hostilidad de la
élite de escritores educados en la universidad hacia el nuevo chico “recién
llegado” cuyo éxito veían como una amenaza. Evidentemente, sus temores estaban
bien fundados.
Shakespeare se hizo rico y famoso, y
accionista de Los hombres del Lord Chamberlain.
El grupo tenía su propio teatro llamado The Globe;
Shakespeare, claramente un astuto hombre de negocios, tenía una participación
del 12,5% en el mismo. Tenía el capital suficiente para invertir en propiedades
tanto en Stratford como en Londres. Compró la segunda mayor casa de Stratford,
en 1597, aunque siguió viviendo en Londres.
Cuando los teatros se cerraron en 1593 a
causa de la peste, el dramaturgo escribió dos poemas narrativos, Venus y Adonis y La Violación de Lucrecia y,
probablemente, comenzó a escribir sus sonetos de ricos matices. Ciento
cincuenta y cuatro de sus sonetos han sobrevivido, lo que le dan su reputación
de talentoso poeta. Hacia 1594, también había escrito La fierecilla domada, Los dos
caballeros de Verona y Trabajos de amor perdidos.
En 1598, el autor Francis Meres, lo
calificó como «el más excelente» de los escritores ingleses, tanto en la
comedia como en la tragedia. Su trabajo llamó la atención de la Corte y actuó
en varias obras ante la reina Isabel I. Más tarde se encontraría en graves dificultades
cuando, poco antes de su muerte, el conde de Essex organizó un complot mal
preparado en el que Shakespeare se vio implicado indirectamente.
Un período de transición
Marx señaló que es precisamente este tipo
de períodos de transición social los que producen en abundancia el tipo de
personajes pintorescos que aparecen en las obras de Shakespeare. Pero aparte
del humor disparatado que tanto cautivó al público isabelino, sir John Falstaff
es una caracterización llamativa de un aspecto de la época –del lado plebeyo-
los bajos fondos de la sociedad isabelina que yacen debajo del glamoroso
espectáculo de la vida cortesana, la caballería y el honor. De hecho,
representa su polo opuesto.
En uno de sus discursos más famosos,
Falstaff transmite con precisión el carácter transitorio de una sociedad que
está desechando la parafernalia del feudalismo y la vieja moral feudal, basada
en ideas tales como la lealtad a los superiores, el honor, etc., a favor de
consideraciones más prácticas, en especial de tipo monetario. La diatriba
filosófica de Sir John sobre el honor le proporciona una excusa conveniente
para huir de la batalla:
[…]¿Qué necesidad tengo de salirle al paso
a quien no me llama? Vamos, eso no importa; el honor me aguijonea. Si, ¿pero y
si el honor, empujándome hacia adelante, me empuja al otro mundo? ¿Y luego?
¿Puede el honor reponerme una pierna? No ¿O un brazo? No ¿O suprimir el dolor
de una herida? No ¿El honor no es diestro en cirugía? No ¿Qué es el honor? Un
Soplo ¡Hermosa compensación! ¿Quién lo obtiene? El que se murió el miércoles
pasado ¿Lo siente? No ¿Lo oye? Tampoco ¿Es entonces cosa insensible? Sí, para
los muertos ¿Pero puede vivir con los vivos? No ¿Por qué? La maledicencia no lo
permite. Por consiguiente, no quiero saber nada de él; el honor es un mero
escudo funerario y así concluye mi catecismo”.
Y Sir John abandona el campo de batalla
tan rápido como pueden sus gruesas piernas.
Este discurso representa una crítica
mordaz de una moral anticuada que está muy en línea con la del Don Quijote, de Cervantes. En este período,
España era un hervidero de cambio social, en el que las viejas clases se
disolvían más rápidamente de lo que las nuevas podían tardar en reemplazarlas.
La decadencia del feudalismo, junto con el descubrimiento de América tuvieron
un efecto devastador en la agricultura española. En lugar de un campesinado
productivo ganándose el pan con el sudor de su frente, nos encontramos con un
ejército de mendigos y parásitos, aristócratas y ladrones en ruinas, sirvientes
reales y borrachos, todos luchando por ganarse la vida sin trabajar.
La sociedad española de ese periodo ha
quedado retratada con el mismo rico mosaico de canallas, ladrones y estafadores
que aparecen en las páginas de las obras de Shakespeare. La filosofía de
aquella capa se puede resumir en una palabra: supervivencia. La vida consistía
en una loca carrera por garantizar los medios de existencia a cualquier precio.
Su lema era: “cada uno a lo suyo y al diablo todo lo demás». Esta filosofía del
egoísmo burgués se resume en las palabras de Sancho Panza que, como Falstaff,
personifica los valores y la moral del nuevo mundo, mientras que don Quijote se
aferra a los de un mundo que ha dejado de existir. La contradicción resultante
entre lo que debería ser y lo que es se puede resumir en una palabra: locura.
Es precisamente en esta contradicción y, su evidente absurdo, donde reside el
humor de la obra maestra de Cervantes.
Las escenas subidas de tono en la taberna,
en Don Quijote, dan a la novela vida y color, además de
destacar la contradicción central del período histórico. Un vulgo español vivo
y animado frente a una nobleza muerta y absurda. El tema central del Quijote contiene una verdad histórica fundamental
sobre la España del período de decadencia feudal. Los ideales de la caballería
aparecen ahora como excentricidades ridículas y anticuadas en el contexto de la
naciente economía capitalista, en el que todas las relaciones sociales, la
ética y la moral están dictadas por el dinero contante y sonante.
La Inglaterra de Shakespeare, como la
España de Cervantes, estaban en medio de una gran revolución social y
económica. Éste fue un cambio muy turbulento y doloroso, que sumió a un
gran número de personas en la pobreza y creó en las ciudades un vasto grupo de
desposeídos y elementos del lumpen-proletariado: mendigos, ladrones,
prostitutas, desertores, entre otros, de la misma suerte que los descendientes
de la empobrecida aristocracia y los expulsados del clero; todos los cuales
crearon una reserva interminable de personajes como Sir John Falstaff.
Sir John Falstaff
Sir John Falstaff es probablemente el más
popular de todos los personajes de Shakespeare. Él es el arquetipo del “pícaro
encantador», un borracho, mentiroso, charlatán y ladrón. Su centro de
operaciones se encuentra en Southwark, una zona a las afueras de la ciudad de
Londres, al sur del río Támesis, que era el refugio de criminales y
prostitutas. Aquí es donde la gente de Londres venía a divertirse, en las
tabernas, burdeles y teatros. También fue el escenario del teatro The Globe, de Shakespeare, que ahora ha sido
reconstruido y sigue mostrando sus obras.
Los compañeros de Falstaff son otros
pícaros, borrachos, ladrones y asesinos como él, pero también se incluye al
Príncipe de Gales, el futuro Enrique V, quien participa con entusiasmo en sus
inmorales e ilegales aventuras en las obras de Enrique
IV, I y II parte. Entre sus compañeros en la taberna Cabeza de jabalí se encuentran Pistola, un viejo soldado, un presumido, un cobarde y
«fanfarrón», Poins, y Bardolph (un ladrón, cuya descripción física
–nariz grande y roja y cara cubierta de abscesos- sugiere una fase avanzada de
alcoholismo).
Estos lúmpem-proletarios son ejemplos
bastante típicos de los bajos fondos londinenses, con los que Shakespeare
pareció haberse familiarizado bastante bien. Estos elementos desechados de la
sociedad surgieron como fruto de la desintegración del viejo orden feudal en un
momento en que el capitalismo aún no se había establecido firmemente.
Constituye un fiel reflejo de la composición social de una gran parte de la
población de Londres en tiempos de Shakespeare.
Sir John Falstaff personifica a esa capa
de la sociedad, aunque esté superficialmente modificado por el ingenio y
modales de un caballero isabelino en tiempos difíciles. Todo lo que dice y hace
está exagerado, desde la gula y la embriaguez a la mentira, a la que eleva a
una forma de arte, disimulando su villanía mediante la hipérbole, falseando los
acontecimientos con las más imaginativas y coloristas invenciones.
Como todos los buenos mentirosos, Falstaff
muestra un gran ingenio para ocultar sus mentiras: “Hal, si te digo una
mentira, escúpeme en la cara, llámame caballo». En una de sus mentiras más
escandalosas, Falstaff afirma haber matado al líder rebelde, Hotspur Percy, en
el campo de batalla del que se ha escapado. Cuando el príncipe Enrique le
pregunta, se sucede el siguiente diálogo cómico:
“PRÍNCIPE ENRIQUE.- Pero si yo fui quien
mató a Percy y a ti te vi muerto.
FALSTAFF.- ¿Tú?… ¡Señor, señor! ¡Cómo
impera la mentira en este mundo! Concedo que yo estaba en el suelo y sin
aliento y así estaba él; pero ambos nos levantamos al momento y combatimos una
hora larga por el reloj de Shrewsbury. Si se quiere creerme, perfectamente; si
no, que recaiga sobre los que deben premiar a los hombres de valor tal pecado
de ingratitud. Sostendré con mi cabeza que le he hecho esta herida en el muslo;
si el hombre estuviera vivo y lo negara, le haría comer un pedazo de mi
espada”. (Enrique IV, parte I, Acto V,
Escena IV)
Así como el campo de batalla no es su
mejor elemento, Falstaff se mueve con comodidad en el entorno de la taberna. De
hecho, mientras otros luchan por el honor, él se pasa el tiempo comiendo
y bebiendo durante toda la obra de Enrique IV. El
Príncipe descubre a Falstaff en una borrachera en la taberna Cabeza del Jabalí, en la que ha consumido una cantidad
gigantesca de sack (un vino dulce español
popular en Inglaterra en ese momento). Examina el contenido de la cuenta de
Falstaff, que dice así:
“POINS: (Leyendo) . Item , un capón 2
chelines, 2 peniques. Item , salsa 4 p. Item , vino, 5 ch. 8 p. Item , anchoas
y vino después de cenar, 2 ch. 6 p. Item , pan, medio penique.
PRÍNCIPE ENRIQUE: ¡Oh monstruosidad! ¡Sólo
medio penique de pan para esa intolerable cantidad de vino! (Enrique IV, Parte I, Acto II, Escena IV).
En caso de que no lo supiera el lector,
dos galones de sack son aproximadamente
¡nueve litros! Falstaff es un hombre grande en todos los sentidos de la
palabra. Su enorme corpulencia es descrita maravillosamente en el siguiente
pasaje:
“[…]Falstaff va sudando a chorros y
engrasando la flaca tierra al caminar”. (Enrique IV, Parte
I, Acto II, Escena II)
Falstaff y el Príncipe se enfrascan en un
ridículo duelo de palabras, insultándose a turnos entre sí. Los improperios
logran un alto grado de arte, como cuando el príncipe describe a Falstaff de la
siguiente manera:
“[…] ese baúl de humores, esa tina de
bestialidad, ese hinchado paquete de hidropesia, ese enorme barril de vino, esa
maleta henchida de intestinos, ese buey gordo asado con el relleno en el
vientre, ese vicio reverendo, esa iniquidad gris, ese padre rufián, esa vanidad
vetusta […]” (Enrique IV, Parte I, Acto II,
Escena IV).
A pesar de lo fundado de estos insultos,
no disminuyó en lo más mínimo la popularidad de este personaje ante el público,
en especial entre los llamados groundlings [los
espectadores que compraban la entrada más barata, que exigía estar de pie, en
el teatro isabelino, NdT]. Tan popular fue este simpático pícaro que cuando
Shakespeare retrató su muerte en la obra de Enrique V, la protesta
que se generó por parte del público obligó al autor a escribir otra obra, la
comedia Las alegres comadres de Windsor, con el fin de
reintegrarlo.
Las famosas victorias de Enrique V
pudieron haber apelado a los más nobles sentimientos patrióticos del público de
Shakespeare, pero, definitivamente, los espectadores se sintieron más a gusto
con la vida de los bajos fondos de las tabernas y del pícaro Sir John Falstaff
quien, como ellos, entre risas, alcohol, blasfemias y adulterios, rindieron
homenaje al fin de la aristocrática época caballeresca, mostrándole su
voluminoso trasero.
III
La época de Shakespeare
fue también la época de Maquiavelo. Ese brillante filósofo italiano fue el
primer hombre en explicar que la conquista y el mantenimiento del poder
político no tienen nada que ver con la moral. El propio Estado es violencia
organizada y la toma del poder del Estado sólo puede llevarse a cabo por medios
violentos. Los moralistas han criticado al filósofo italiano muy duramente,
pero la historia ha demostrado la solidez de su análisis.
En las obras de Shakespeare; en
particular, sus obras históricas, tenemos una elocuente descripción literaria
de lo que Maquiavelo expone en su filosofía política. Las obras históricas dan
cuenta de las luchas de poder que culminaron en lo que se conoce como la
“Guerra de las Dos Rosas” (por cierto, gracias a Shakespeare). Una lucha por el
poder –en este caso, el poder monárquico- a través de intrigas, puñaladas por
la espalda, traición y asesinato.
Hablamos de un mundo en el que la
violencia y la traición eran las herramientas normales del comercio de las
políticas monárquicas. El sistema feudal se venía abajo y el capitalismo
comenzaba a echar raíces. La vieja aristocracia se debilitaba y era aniquilada
físicamente por un largo y sangriento conflicto. Dicha guerra fue un conflicto
sin sentido entre dinastías rivales, caracterizado por la extrema violencia y
el vandalismo en la búsqueda del poder. Dos bandos de magnates ladrones
luchando a brazo partido, bajo la estrecha vigilancia de un Richard Warwick,
verdadero poder en la sombra entre ambos rivales. Durante treinta y dos años,
los nobles de Inglaterra se mataron uno a otros sin piedad.
Esa amarga lucha por el trono inglés jugó
un papel importante en el debilitamiento del orden feudal en Inglaterra. Al
final, ambas Casas –York y Lancaster– quedaron exhaustas. Eduardo IV
(1461-1483), de la casa de York, fue sucedido por su hermano Ricardo, lo que
fue descrito con notoriedad por Shakespeare en su obra Ricardo III. En esta
obra, Shakespeare describe cómo el Duque de Clarence fue acuchillado y luego
ahogado en un barril de vino a las órdenes de su hermano, Ricardo, duque de
Gloucester, más tarde Ricardo III. Enrique VI fue asesinado en la cárcel,
probablemente por el propio Ricardo. Estos eran los métodos habituales que la
nobleza de Inglaterra utilizaba en la Época de la Caballería.
Es un ejemplo de «la brutal manifestación
de fuerza de la Edad Media», a la que se refiere Marx en el Manifiesto Comunista. Estas guerras civiles asesinas
terminaron finalmente con la muerte de Ricardo III, el último rey de York, en
Bosworth, en 1485. El resultado fue el surgimiento de una nueva dinastía
fundada por el aventurero galés, Enrique Tudor.
Los Tudor alentaron el desarrollo del
comercio, la industria y la naciente burguesía. Pero la nueva dinastía era
inestable, sus fundamentos jurídicos muy precarios. Tanto Enrique VII como su
hijo, Enrique VIII, protagonizaron conspiraciones y revueltas que, de
nuevo, amenazaban con empujar a Inglaterra a la guerra civil. Por esta
razón, la mayoría de las clases altas y las clases medias se mostraron
fervientemente leales a Isabel I, que parecía interponerse entre ellas y el
retorno al caos que temían.
Fue una época de gran inseguridad, en la
que las conspiraciones, intrigas políticas y la rebelión siempre estuvieron en
el aire. El gran contemporáneo de Shakespeare, Christopher Marlowe, que había
ganado gran popularidad y éxito con obras como El Judio
de Malta y Tamerlán, fue
asesinado en una pelea de bar, al parecer debido a las sospechas de ser un
espía.
La propia Isabel I vivió en un estado
permanente de ansiedad, temiendo ser asesinada a manos de los católicos
descontentos o de los agentes españoles. Su persona era vigilada por una vasta
red de espías e informadores bajo el siempre vigilante Walsingham, uno de sus
ministros más fieles. Hay un retrato de Isabel pintado en su vejez. Su cara
aparece muy maquillada, de blanco, con el fin de ocultar la fea realidad de su
rostro. Está vestida con magníficas sedas y satenes y cubierta de joyas de
incalculable valor.
Sin embargo, una observación más cercana
revela un detalle curioso y bastante macabro. Su vestido está decorado con ojos
y oídos humanos. El significado queda perfectamente claro: «Mis ojos y oídos
están en todas partes. Veo lo que estás haciendo, escucho lo que susurras,
puedo leer tus pensamientos más íntimos y penetrar en los secretos de tu
corazón y de tu alma». En una palabra: La gran hermana te
está mirando.
En ninguna parte se describe mejor este
peculiar mundo de intrigas, conspiraciones y asesinatos como en Julio César. Aquí la psicología que impulsa a los
políticos ambiciosos es diseccionada con la precisión de un cirujano experto.
Julio César es otra historia de intriga maquiavélica y puñaladas por la espalda
(literalmente), que transmite fielmente la esencia de la vida política, no sólo
al final de la República romana, sino en cualquier otro período de la historia,
sobre todo el nuestro.
Mirando a su alrededor en las caras de sus
futuros asesinos, César comenta con un irónico sentido del humor:
«Haz que me rodee
Gente obesa y peinada y que no vele.¡Qué flaco! ¡qué famélica
aparienciaEs la de Casio! Por demás cavila,
Y tales hombres son muy peligrosos».
Antonio intenta tranquilizarlo:
«No es peligroso,
no le temas, César;Es un honrado Romano y bien dispuesto».Pero César no se deja
engañar, respondiendo:
“¡Más grueso lo quisiera! Mas ¡no
importa!”
(Julio César, Acto
I, Escena II)
En Enrique VI, el
Duque de Gloucester (el futuro rey Ricardo III) dice:
«Porque, puedo
sonreír, y asesinar mientras sonrío,Y llorar ‘satisfecho’ por lo que aflige mi
corazón,Y mojar mis mejillas con lágrimas artificiales,
Y cambiar de rostro según la ocasión”.
(Enrique VI, Tercera
Parte, Acto III, Escena I)
En estas breves líneas tenemos la esencia destilada
de lo que ahora llamamos maquiavelismo. Es un eco escalofriante de las palabras
puestas en boca de Donalbain, en Macbeth: «Hay
puñales en las sonrisas de los hombres». En la misma obra, Duncan, meditando
sobre la muerte del conde de Cawdor, pronuncia las siguientes palabras:
«No hay arte que
descubrala condición de la mente en una cara.Él era un caballero en quien fundé
mi plena confianza».
(Macbeth Acto
I, Escena IV)
Todo ello es un fiel reflejo del espíritu
de la época. A pesar de su brillante apariencia externa, el mito de la «feliz
Inglaterra» de la época isabelina fue sólo eso: un mito. Fue una época de
inseguridad extrema, donde las tramas de asesinato siempre estuvieron
presentes, los espías escuchando en cada esquina y en cada taberna, y el aire
cargado de temor y sospecha.
Isabel I se impregnó de los hábitos de una
mente característicamente maquiavélica. Pasó la mayor parte de su vida
consumida por la sospecha y el miedo a ser asesinada. Se mostró completamente
despiadada contra los enemigos reales o imaginarios. Un hombre bien podía
obtener su favor, y encontrarse prisionero después en la Torre de Londres en
espera de su ejecución.
Fue una oportunista, cuyos principios
fundamentales se basaron en la supervivencia personal; sus creencias religiosas
siempre quedaron en segundo lugar. Incluso en sus persecuciones, le faltó la
convicción de su fallecido hermano, Eduardo VI, un fanático protestante, o la
de su católica hermana María I, igualmente fanática. María I quemó en la
hoguera a cientos de personas por considerarlas herejes, con el fin de salvar
sus almas. Isabel I ahorcó o guillotinó, no para salvar almas, sino para
protegerse a sí misma y servir a sus intereses y su trono.
Las obras de Shakespeare nos pueden decir
mucho sobre la vida de finales del sigo XVI y principios del siglo XVII. Como
se ha dicho, fue un momento de gran turbulencia política y social. Una de las
obras de Shakespeare, en particular, jugó un importante papel en los
acontecimientos políticos. La participación política –aunque fuera de forma
indirecta- en la que Shakespeare se vio involucrado pudo haber terminado muy
mal para él. Esto ocurrió hacia el final del reinado de Isabel I, ya anciana,
en un momento en el que las especulaciones sobre su sucesión se agudizaban.
Por regla general, el mensaje de las obras
históricas de Shakespeare es pro-monárquico y, en ese sentido, conformista. Por
razones obvias, deseaba obtener los favores del monarca reinante, tanto de
Isabel I como, más tarde, de Jacobo I. La razón de esto no era puramente
pecuniaria. Shakespeare y su generación tenían todas las razones para temer la
inestabilidad política. Su psicología se basaba en la experiencia de los
últimos acontecimientos. El recuerdo de la “Guerra de las Dos Rosas” todavía
estaba vivo en la mente de la gente.
Sin embargo, en varias de sus obras de
teatro, Shakespeare da rienda suelta a ciertos pensamientos subversivos e,
incluso, revolucionarios. Shakespeare era capaz de ver el mundo desde todos los
ángulos imaginables. A pesar de que provenía de un entorno relativamente
privilegiado, fue capaz de entender la miseria y el sufrimiento humano. Vivió
en la época de inicios del colonialismo. Los europeos tuvieron contacto con personas
de diferente color, religión y costumbres. El violento choque de culturas por
lo general no tuvo un final feliz.
En La tempestad,
la última obra de Shakespeare, nos encontramos con una sorprendente denuncia de
la esclavitud colonial. Calibán es un ser monstruoso que vive en un estado de
salvajismo, esclavizado por el mago Próspero, el personaje principal de esta
obra. Este último está dotado de misteriosos poderes y es también una persona
muy culta. Según algunos críticos, Shakespeare se representa a sí mismo en la
figura de Próspero, en forma de poderoso hombre del Renacimiento. Sin embargo,
Shakespeare pone en boca de Calibán un discurso que expresa de manera elocuente
la revuelta del esclavo contra su amo:
«Me enseñaste a
hablar, y mi provechoes que sé maldecir ¡La peste roja te lleve
por enseñarme tu lengua!».
(La tempestad, Acto
I Escena II)
El propio Londres era un lugar muy
violento en esos días. Había frecuentes disturbios, principalmente de los
aprendices pobres, que expresaban sus frustraciones en los ataques a los
criados de los nobles, extranjeros y prostitutas. Tales perturbaciones eran
consideradas por las autoridades de la ciudad como algo habitual de la vida
cotidiana. Mucho más graves fueron los estallidos rebeldes en las zonas
rurales. Estos fueron provocados por los cercamientos de las tierras comunales,
zonas baldías y bosques, por parte de los codiciosos terratenientes y agentes
de la Corona.
Dichas protestas populares contra los
cercamientos fueron bastante comunes en la época de Shakespeare, sobre todo, en
el período comprendido entre 1590-1610. Por lo general, consistieron en desgarrar
setos y rellenar zanjas. Las mujeres y los niños participaron en estas
acciones. Los disturbios en las pequeñas aldeas, que se hicieron muy
frecuentes, se consideraron un delito menor. Pero en una escala más grande
fueron castigados como traición. La revuelta más grande, conocida como la
“Rebelión de Kett”, involucró a 16.000 campesinos. Kett murió en la cárcel.
Tuvo suerte de no haber sufrido un destino peor.
Hay un desafío a la autoridad en Hamlet, Julio César y Ricardo II. Sin embargo, Shakespeare no era un
revolucionario social. El mensaje de las grandes obras históricas de
Shakespeare es precisamente éste: una advertencia contra el caos de la lucha
civil –y la revolución. La única representación explícita de la revolución social
en Shakespeare está contenida en la obra Enrique VI, Segunda
parte.
Los hechos en los que se basa la obra son
los siguientes. Durante el caótico reinado de Enrique VI, se produce una
rebelión del campesinado, indignado por la cada vez más pesada carga de
impuestos y otras medidas de opresión. En junio de 1450, un ejército de 20.000
rebeldes avanza desde el condado de Kent hacia Londres, bajo la dirección de un
hombre que se hace llamar, John Cade, Este hombre, supuestamente un irlandés,
derrotó a las fuerzas enviadas por el rey contra los rebeldes y mató a su
comandante, Sir Humphrey Stafford.
En Enrique VI, Lord
Say describe Kent de esta forma:
«El lugar
mas civilizado de toda esta isla:Dulce país, porque lleno de riquezas;
Su gente liberal, valiente, activa, rica».
Sin embargo, en la misma obra, los hombres
de Kent se representan en términos negativos, como rebeldes sin sentido,
desenfrenados, rebeldes contra la autoridad. Pero este juicio parece ser
unilateral a la vez que injusto. Como era habitual en todos estos
levantamientos durante la Edad Media, los rebeldes afirmaban estar luchando, no
contra el rey, sino contra sus ministros, en concreto contra el tesorero real,
Lord Say. Estas demandas fueron bien recibidas por la gente de Londres, así
como por los soldados del ejército del rey. Éste terminó huyendo a la relativa
seguridad de Kenilworth, desalentado de obtener una victoria.
Los temores de Enrique VI estaban bien
fundados. A medida que los rebeldes se acercaban a la capital, el ejército del
rey se desvanecía; sus soldados se negaban a luchar contra los rebeldes,
quienes mantenían un nivel admirable de disciplina. Los rebeldes entraron en
Londres sin resistencia, capturaron a Lord Say y Cromer, que fueron
decapitados. A partir de entonces, el movimiento pareció perder su dirección y
degeneró en meros disturbios. Cade había dado órdenes para que no se realizaran
saqueos o robos. Sin embargo, algunos de los rebeldes comenzaron a saquear las
casas de los ricos, provocando una reacción en contra de ellos. Los rebeldes se
vieron obligados a abandonar Londres y Jack Cade huyó a Kent, donde fue
asesinado por un sheriff, presuntamente mientras se escondía en un jardín.
La impresión que se tiene al leer la
versión presentada por Shakespeare, en su obra Enrique
VI, es desfavorable. Refleja los temores de las clases altas
isabelinas hacia la masa de oprimidos, que representaban una amenaza constante
a su situación privilegiada. La pequeña nobleza isabelina debió de haberse
sentido sentada al borde de un gran y peligroso volcán, a punto de estallar con
estrepitosa violencia. Estos temores tiñeron claramente el retrato de
Shakespeare sobre Jack Cade y su ejército rebelde. Cade dice así:
“No
dejaremos vivo a un solo Lord, a un solo caballero:No perdono sino a los que
van con botas,Porque son hombres honestos ahorrativos, y
No se atreverían a llevarse lo
nuestro”.
«Estaremos en orden cuando lleguemos al mayor desorden»,
Supuestamente, Cade
también dijo:
«Muchas
gracias, buena gente: no habrá dinero; todos comerán y beberán a mi
cuenta.»Siete panes de medio penique (3 1/2 centavos) se venderán por un
centavo.»Todo el reino será propiedad común – no propiedad privada; simplemente
toma lo que necesites.
«Todos deberán llevar el mismo uniforme, que deben aceptar como hermanos, y
adorarme como su señor.»
En este punto, Dick el
carnicero grita la famosa frase:
«La primera cosa que
haremos, será matar a todos los abogados».
En ese momento, entra un
secretario. Alguien lo acusa de saber escribir y leer. Cade ordena:
«Colgadlo con su pluma y
tintero al cuello»
Al final, la cabeza de Cade fue exhibida
en todo Londres y su cuerpo se convirtió en «alimento de cuervos». Las clases
medias isabelinas pudieron dormir tranquilas de nuevo.
Nunca sabremos lo que Jack Cade dijo en
realidad, pero los versos anteriores se parecen sospechosamente a lo que los
defensores del capitalismo repiten constantemente hoy en día: que la idea del
socialismo es una utopía, que estamos prometiendo a la gente cosas que no se
pueden lograr, engañando a las «masas ignorantes» con la promesa de un paraíso
de tontos.
Una cosa está clara: William Shakespeare
no era un revolucionario. Apoyó el orden existente de la Inglaterra isabelina,
en la que basó su éxito. Apoyó la monarquía y consideró los movimientos de las
clases oprimidas, equivocados cuanto menos, y una receta para el caos y la
anarquía cuanto más. A pesar de este hecho, hay muchos elementos en las obras
de Shakespeare que muestran un profundo conocimiento del sufrimiento de los
oprimidos, así como lo que podríamos llamar «el sentido común». No es
casualidad que sus obras tuvieran éxito, no sólo entre la próspera clase media
de donde procedía, sino entre las capas más pobres de la sociedad.
La acumulación primitiva no sólo significó
el saqueo y el despojo del campesinado inglés, sino también el despojo aún más
brutal de las tierras del pueblo irlandés. El período de los Tudor, y en
particular el isabelino, se caracterizó por la opresión más feroz de los
irlandeses. En este caso, la opresión de clase se fundó, una y otra vez, en las
diferencias nacionales, religiosas y lingüísticas.
Irlanda fue la primera colonia de
Inglaterra; la cara real y cruel de la clase dominante inglesa queda patente en
el tratamiento infligido a los irlandeses. Éstos fueron tratados como esclavos
y criminales, extranjeros en su propia tierra. Los soldados ingleses masacraron
hombres, mujeres y niños sin piedad, exterminaron comunidades enteras. Para los
señores ingleses, los irlandeses no eran seres humanos, sino poco menos que
animales sin ningún tipo de derechos, incluido el derecho a la vida.
Como resultado, se dieron toda una serie
de levantamientos y rebeliones sangrientas, implacablemente reprimidas por las
fuerzas de la corona inglesa. El más serio de ellos fue la rebelión del jefe
irlandés, Hugh O’Neill (Aodh Mor O Neill), conde de Tyrone en el Ulster, que
derrotó en varias ocasiones a las fuerzas inglesas y ofreció la corona de
Irlanda a España, invitando a la intervención militar en la búsqueda de su
común causa católica.
La corona inglesa había invertido mucho
dinero y perdido un número creciente de hombres en este conflicto sangriento.
La hora más oscura para Inglaterra, en Irlanda, llegó el 14 de agosto de 1598;
las fuerzas inglesas fueron destruidas en la batalla de Yellow Ford, en el
condado de Armagh. En ella fallecieron 2.000 hombres, entre ellos su
comandante, el mariscal de Irlanda Sir Henry Bagenal. Una vez controlados
Ulster y Connacht, el ejército de O’Neill pudo avanzar rápidamente a
continuación a Leinster, y luego a Munster.
Ante esta situación desesperada, Isabel I
envió a Irlanda a uno de sus «favoritos», Robert Devereux, II conde de Essex,
con una enorme fuerza de 17.000 soldados de infantería y 1.500 jinetes, entre
los que se encontraban 2.000 veteranos transferidos desde los Países Bajos, y
la promesa de 2.000 hombres más por venir. Dos años antes, Devereux se había
convertido en un héroe nacional cuando compartió el mando de la expedición que
capturó Cádiz a los españoles.
Con una fuerza tan grande como ésta, sería
difícil que «el héroe de Cádiz» fallara en el intento de aplastar a los
rebeldes irlandeses. Pero fracasó. Devereux debió de haber sido un aristócrata
niño malcriado con fuertes tendencias narcisistas. La excesiva preocupación por
su apariencia personal (llevaba el pelo largo) y su delicada autoestima no se
tradujeron en coraje y previsión en el campo de batalla. Su campaña militar
fracasó rotundamente. Se comportó como un cobarde, y sus únicos éxitos
consistieron en perpetrar las habituales matanzas de hombres, mujeres y niños irlandeses.
Al final, cayó en una trampa
cuidadosamente preparada para él por O’Neill. Este último le ofreció una
tregua, que aceptó con presteza. Después mantuvo conversaciones privadas con el
rebelde irlandés sobre los términos de la tregua. Fue un grave error. Se dice
que Isabel I montó en cólera cuando se enteró, sospechando traición. Para
empeorar las cosas, parece que Devereux viajó a Londres para justificarse ante
su antigua amante, irrumpiendo en su dormitorio con las botas de montar y la
capa salpicada de barro para mayor efecto.
Efecto, sin duda, tuvo su espectacular
entrada. Isabel I, que necesitaba varias horas cada mañana para que su servicio
de criadas le blanquearan su rostro, la vistieran con sus mejores galas e
hicieran todo lo posible para ocultar los estragos de la vejez, no estaba en
absoluto acostumbrada a que los hombres –incluso los antiguos amantes–
aparecieran sin previo aviso en su dormitorio en tal estado de desnudez.
Devereux cometió la torpeza más imperdonable, y lo pagaría caro.
Uno de los aspectos más entrañables del
conde de Essex fue su devoción sin límites y apoyo a las artes. Se hizo amigo
de Shakespeare y asistió a sus obras de teatro, su favorita parece que era la
tragedia de Ricardo II. La obra cuenta la
historia de los dos últimos años del reinado de Ricardo II y la forma en que
fue depuesto por Bolingbroke –el futuro Enrique IV – encarcelado y asesinado.
El sábado 7 de febrero de 1601, sólo dos
años antes de la muerte de la reina, se le pidió a la compañía de Shakespeare que
llevara a cabo la obra de Ricardo II en
el Teatro Globe. Iba a jugar un papel fatal en el complot tramado por el conde
de Essex, tras sufrir la desgracia y el destierro de la corte.
Shakespeare escribió y publicó Ricardo II alrededor de 1595. Los paralelismos
entre la anciana reina y Ricardo II eran demasiado incómodos. Está claro que
Isabel I estaba al tanto de dichos paralelismos políticos entre ella y Ricardo
II, y de las posibles ramificaciones.
La “Reina Virgen”, como así quiso ser
recordada, no tuvo hijos. La siguiente en la línea de sucesión era la reina
María de Escocia, a la que había ejecutado y cínicamente culpado de ello a
otras personas. El candidato más probable era pues el hijo de María, el rey
Jacobo VI de Escocia. A pesar de que éste, sin duda, se inclinaba hacia el
catolicismo, fue más pragmático que su madre, cuya obsesión con el catolicismo
la condujo directamente a la muerte.
Dado que Jacobo era partidario de un
acuerdo con el partido protestante de Londres si llegaba al trono, una facción
de la nobleza inglesa lo vio como un posible candidato y entró en contacto con
él. Entre éstos estaba casi probablemente Robert Devereux. Éste fue el
turbulento contexto político y social de las obras de Shakespeare entre 1590 y
1613. La obra muestra la caída de Ricardo II por un grupo de nobles rebeldes.
La caída del rey se representa en la siguiente escena:
NORTHUMBERLAND.- Milord, os espera en la baja corte para hablar
con vos. ¿Os dignáis bajar?”
REY RICARDO.- Abajo, abajo voy. Semejante a un faetón en el
mentido resplandor que no tiene poder para conducir sus corceles sublevados.
¿En la baja corte? Bajas cortes, en efecto, aquellas en que los reyes son lo
bastante bajos para descender al llamamiento de los traidores y concederles su
perdón. ¿En la baja corte? ¿Descender? ¡Abajo, corte! ¡Abajo, rey! Pues los
búhos nocturnos lanzan sus chillidos allí donde las alondras debieran cantar
sobre las alturas”.
(Ricardo II, Acto
III, Escena III)
En el contexto dado, la obra resultaba
provocadora, políticamente subversiva e, incluso, traidora. Los partidarios de
Robert Devereux pagaron cuarenta chelines a la compañía de Shakespeare –suma
muy por encima de la tarifa habitual– como un soborno para llevar a cabo la
obra de teatro en el día y hora señalados. La obra fue utilizada como
propaganda para convencer al público de la justicia de la causa rebelde.
Al día siguiente, 8 de febrero, Devereux
entró en Londres a la cabeza de 300 hombres armados con la esperanza de
apoderarse de la corona. Pero sus esperanzas se desvanecieron pronto. La gente
no se sublevó y la rebelión terminó en una farsa. El conde fue capturado y
decapitado por traición el 25 de febrero de 1601. Se dice que Isabel I lloró
amargamente por la suerte de su antiguo amante. Pero también se dice de ella
que lloró por la suerte de María, reina de Escocia, y otras de sus víctimas. La
sinceridad de estas lágrimas quedó en la incógnita, pero no sirvieron para
detener la caída del hacha sobre su víctima.
¿Fueron Shakespeare y su compañía
conscientes de la importancia real de la obra que se les pidió llevar a cabo?
¿O se dejaron atraer por el dinero extra que se les ofreció? De cualquier manera,
se salvaron fácilmente. Algunos miembros del público fueron detenidos y
ejecutados por traición, pero no hubo cargos contra Shakespeare o sus actores.
¿Se dio cuenta la propia Isabel del
significado de la obra? En los escritos de William Lambarde se nos dice que en
agosto de 1601 él mantuvo una conversación con la Reina en la que ésta dijo:
«Soy Ricardo II, ¿no lo sabe?». La autenticidad de esta afirmación ha sido
cuestionada, al igual que muchas otras cosas. Pero me gustaría pensar que fue
cierto. En un acto de suprema ironía histórica, a la compañía de Shakespeare se
le ordenó realizar Ricardo II en
Whitehall, en presencia de la propia reina, el martes de Carnaval de 1601 –el
día antes de que le cortaran la cabeza al conde de Essex. Tal vez la anciana
reina estuviera disfrutando de una broma privada a su costa.
Si el conde de Essex hubiera tenido un
poco más de paciencia, podría haber conseguido su objetivo y mantenido su
cabeza. En 1603, Jacobo VI de Escocia se convirtió en el rey Jacobo I de
Inglaterra. Inglaterra, Escocia y Gales estaban ahora unidas bajo una sola
corona. Dotado de una inteligencia aguda y de un instinto aún más marcado por
la auto-preservación, Jacobo se convirtió en un experto en las oscuras artes de
la manipulación y la intriga. Durante años estuvo conspirando para hacerse con
el trono inglés (que le correspondía, aunque no tan directamente, por derecho
de descendencia) una vez que Isabel pasó a mejor vida. No hay muchas dudas de
que estaba involucrado en la trama de Essex. Jacobo liberó de inmediato de la
prisión a los supervivientes de la facción de Essex.
Como rey de Escocia, un país relativamente
pobre, Jacobo no podía entregarse a sí mismo a la clase de extravagancias a las
que aspiraba. Pero teniendo a su disposición el erario inglés, rebosante del
oro robado a los españoles, el rey podía permitirse el lujo de ser generoso con
el dinero. Su corte fue conocida por su suntuosidad y extravagancia, aunque
también fue un nido de intrigas y luchas por el poder. Jacobo tuvo sus
cortesanos favoritos –por lo general apuestos jóvenes- que recibieron regalos
exquisitos. Sus relaciones románticas no debieron de dejar de ser, por
supuesto, una expresión de «amor físico y espiritual apasionado». Pero eso no
impidió que la gente dejara de especular con la idea de que estas relaciones
iban más allá del amor platónico.
Bajo el reinado de Jacobo los teatros
florecieron como nunca antes. Shakespeare fue el beneficiario inmediato de su
lujosa generosidad. Su empresa se adjudicó una patente real. Con la invitación
del rey, la compañía de teatro de Shakespeare, Lord Chamberlain’s Men, se hizo
conocida como los “Hombres del Rey”, y produjo nuevas obras bajo su patrocinio.
Fue durante este reinado cuando Shakespeare escribió muchas de sus más célebres
obras de teatro, cuyo argumento se basa en las luchas por el poder político.
Entre ellas se encuentran El Rey Lear, Antonio y Cleopatra y, por supuesto, Macbeth.
Después de haber estado tan cerca del
desastre en relación con la difunta reina Isabel, Shakespeare estaba ansioso
por obtener los favores del nuevo monarca desde el principio. Con este fin,
compuso una de sus grandes obras. Macbeth («la
obra escocesa») se publicó a principios del reinado de Jacobo y claramente fue
compuesta como un medio para impresionar al nuevo monarca. La obra rinde
homenaje a la ascendencia escocesa del rey, exaltando la figura de un
hipotético ancestro del rey, Banquo; la presencia de las tres brujas fue
diseñada para complacer a un hombre que estaba obsesionado con la brujería.
Ya cuando ocupaba el trono de Escocia,
Jacobo se veía a sí mismo como algo sagrado. También pensaba que tenía una
percepción especial hacia los agentes de Satanás. Tenía un miedo morboso a una
muerte violenta y veía la brujería como un mal que amenazaba su orden divino.
Antes de su reinado, las persecuciones por brujería habían sido raras en Gran
Bretaña. Si bien miles de supuestas brujas se hacían quemar en el continente
europeo, sólo un número relativamente pequeño sufrió ese destino durante el
reinado de Isabel. El reinado de Jacobo cambió todo eso. En 1590, supervisó
personalmente el proceso contra las brujas de North Berwick. En este juicio,
más de setenta personas fueron acusadas de enviar una tormenta que casi hundió
el barco del rey que transportaba a Jacobo y a su nueva esposa, Ana de
Dinamarca, cuando navegaban hacia su casa desde Noruega.
Se desconoce el número exacto de personas
quemadas en la hoguera como resultado de ese juicio. Sin embargo, miles de
mujeres y, algunos hombres, escoceses, fueron acusados de brujería, torturados
y asesinados, especialmente después de 1597, año en el que Jacobo escribió
una Demonología. Cuando se convirtió en rey de Inglaterra,
Jacobo promulgó su visión sobre la brujería al sur de la frontera, donde las
leyes en contra de ella eran bastante menos duras que en Escocia. Sólo un año
después de que el rey ascendiera al trono inglés, se aprobó una nueva ley sobre
brujería, que convirtió «la convocación de los espíritus» en un crimen
castigado con la ejecución.
A Jacobo le gustaba celebrar fiestas de
lujo y máscaras para la nobleza cortesana. Los servicios de un escritor tan
consumado como Shakespeare eran muy bienvenidos. Y estaba dispuesto a pagar por
ello. Macbeth fue el primer drama inglés de
representación de brujas y de sus reuniones secretas para llevar a cabo sus
ritos diabólicos. Realizado para la corte de Jacobo en 1606, la obra
supuestamente contó con su aprobación más entusiasta. Uno duda de que este
entusiasmo fuera compartido por los pobres desgraciados que pagaron con sus
vidas las fantasías mórbidas de Su Majestad.
El lujoso estilo de vida de la corte de
Jacobo I condujo inevitablemente a deudas igualmente lujosas. Los súbditos del
rey presentaban de forma natural las facturas. Las disputas parlamentarias sobre
las deudas del rey, sin duda, quitaron algo de brillo a las alegrías de la vida
de la corte. Pero esto no impidió que prosiguiera su feliz derroche. Al final,
las deudas que le dejó a su hijo y sucesor, Carlos I, condujeron a un conflicto
entre el rey y el Parlamento que condujo directamente a la guerra civil y a la
revolución. Pero esa es otra historia.
IV
El inglés cuenta con por
lo menos 250.000 vocablos – aunque algunas estimaciones sugieren un número
mucho mayor – un millón o más (según el estudio elaborado por Global Language Monitor, en enero de 2014 y el estudio
más reciente realizado por Google y Harvard). Sea cual sea la cifra real, está
claro que el inglés tiene más palabras que cualquier otra lengua europea. Este
es el resultado de su peculiar evolución histórica.
En los últimos mil años,
el inglés ha cambiado más que cualquier otra lengua europea. El anglosajón, del
que deriva el inglés, pertenecía a las lenguas germánicas, relacionadas con el
holandés, el alemán y las lenguas habladas en los países escandinavos. Si
retrocedemos unos siglos atrás, al inglés hablado antes de 1066, leer el poema
épico anglosajón Beowulf resultaría tan incomprensible para la mayoría de
hablantes del inglés moderno como el griego homérico, como dejan ver estas
primeras líneas:
“Hwaet!
Wé Gardena en géardagum
þéodcyninga Thrym gefrúnon
hú dA æþelingas Ellen fremedon”
“¡Oíd! Yo
conozco la fama gloriosa
que antaño lograron los reyes
daneses, los hechos heroicos de
nobles señores”.
Después de la conquista normanda, en 1066,
el francés normando se convirtió en la lengua de la clase dominante, siendo el
latín la lengua culta y de la Iglesia. Pero la población continuó hablando el
dialecto anglosajón del alemán. Una característica curiosa del inglés es que
utilizamos una palabra para un tipo particular de carne y otra completamente
diferente para el animal de donde procede. En todos los casos, la palabra para
la carne es francesa, mientras que la que designa al animal es alemana, como en
los siguientes ejemplos:
Animal (Alemán) o [IA*] | Carne
(Francés)
—————————————————
Vaca (Cow /
Kuh)
| de vacuno
(Beef / Boeuf)
Becerro (Calf / Kalb)
| de ternara (Veal / Veau)
Cerdo (Swine / Schweine)
| de cerdo (Pork / Porc)
Oveja (Sheep / Schaf)
| de cordero (Mutton / Mouton)
Gallina (Hen / Huhn)
| aves de corral (Poultry / Poulet)
[*Inglés Antiguo, se refiere a la forma del inglés hablado alrededor de
500-1100 dC]
Este es un claro ejemplo de la base de
clase del inglés, ya que los campesinos que hablaban anglosajón conocían a los
animales muy bien, pero casi nunca comían carne, mientras que los señores
normandos, que hablaban francés, estaban familiarizados con el animal solamente
cuando venía servido en un plato. A día de hoy, el inglés hablado por los
trabajadores contiene una mayor proporción de palabras de origen germánico,
mientras que las «clases cultas» utilizan una mayor proporción de palabras de
origen francés o latino.
Hay en el inglés moderno incluso una
especie de «acento de clase alta» que, si bien no es muy singular, es sin duda
mucho más pronunciado en inglés que en otras lenguas. El idioma de los que
«hablan refinado» o de los que «hablan con canicas en la boca» ofende a los
oídos de la mayoría de las personas, produciendo más o menos el mismo efecto
desagradable que el del zumbido de un torno de dentista. Aunque no se comprenda
el por qué, a la gente común le suena completamente ajeno – de hecho lo es. Es
un eco lejano de los tiempos en que la clase alta hablaba un idioma diferente,
extranjero.
Durante un largo período, gran número de
palabras procedentes del francés y del latín entraron en la lengua. Esto
explica que el inglés posea un vocabulario mucho mayor que cualquiera de las
lenguas germánicas o románicas, como el francés, español o italiano. La fusión
del inglés (anglosajón) con el francés (normando), que se produjo a finales del
siglo XIV, hizo del inglés no sólo un idioma singular y rico, sino también un
animal híbrido bastante extraño que desafía toda lógica.
La naturaleza compleja y francamente
ilógica de la ortografía inglesa, que ha llevado a generaciones de estudiantes
extranjeros (y también a nativos de habla inglesa) a la confusión, es la
consecuencia inevitable de la fusión de dos lenguajes completamente diferentes.
Pero el resultado es un vocabulario maravillosamente rico, que permite
numerosos matices y juegos de palabras difíciles, cuando no imposibles, de
lograr en otros idiomas.
Esta metamorfosis alcanzó su expresión más
perfecta en Los cuentos de Canterbury, de
Geoffrey Chaucer – la primera verdadera obra maestra de la literatura inglesa.
Pero el lenguaje de Chaucer era una etapa de transición. Todavía no era inglés
moderno.
Incluso las personas cultas tendrían
problemas para entender las primeras líneas de esta obra:
“Whan that Aprille with
his shoures soote
The droghte of Marche hath perced to the roote,
And bathed every veyne in swich licour,
Of which vertu engendred is the flour […]”.
Aunque se acerca mucho más al inglés
moderno que la lengua del poema Beowulf, muy pocas personas de habla inglesa
serían capaces de leer hoy las obras de Chaucer en el idioma original.
El periodo en el que vivió Shakespeare fue
un período de cambio fundamental en la evolución de la lengua inglesa, que aún
estaba en su etapa de formación. El inglés, como se ha dicho, era una lengua
muy reciente entonces. No hacía mucho tiempo atrás todavía era la lengua de las
clases bajas; las clases altas hablaban francés, mientras que la lengua común
de los hombres que atesoraban el conocimiento no era el inglés, sino el latín.
Fue en el transcurso del siglo XVI cuando
el inglés alcanzó realmente la mayoría de edad. Fue un momento de florecimiento
de la literatura y la poesía en Inglaterra sin parangón y, posiblemente, la
lengua inglesa no haya vuelto a experimentar tal esplendor desde entonces. Fue
como si el inglés hubiera sido arrojado de repente a un crisol gigantesco en el
que se mezclaron palabras de muchos otros idiomas, y se transformaron mediante
una extraña alquimia.
En ese momento, el inglés era un idioma
muy flexible y maleable, como la lava que fluye libremente después de una
erupción volcánica. El propio Shakespeare jugó un papel importante en el
desarrollo del inglés en esta etapa formativa. Dr. Jonathan Hope, uno de los
críticos de Shakespeare, comenta lo siguiente: «[Shakespeare] escribió durante
un período transitorio para la gramática inglesa cuando había una gama de
opciones gramaticales abiertas para los escritores”.
Al igual que un alfarero habilidoso moldea
la arcilla fresca en su torno, Shakespeare transformó esta materia prima
maravillosa en algo nuevo y especial. Esto se refleja en la enorme riqueza del
inglés de Shakespeare, una riqueza que nunca ha sido igualada, con la posible
excepción de la Biblia del Rey Jacobo, que fue escrita casi al mismo tiempo.
Shakespeare creó nuevas palabras y usó las viejas de una manera novedosa; según
algunas estimaciones, inventó más de 1.700 de nuestras palabras comunes,
transformando sustantivos en verbos y verbos en adjetivos, uniendo palabras
para producir palabras nunca oídas anteriormente.
Entre las muchas palabras que inventó se
encuentran las siguientes: ‘propicio’ (“auspicious”), ‘sin fundamento’
(“baseless”), ‘descarado’ (“barefaced”), ‘castigar’ (“castigate”), ‘estrépito’
(“clangour”), ‘con destreza’ (“dexterously”), ‘disminuir’ (“dwindle”),
‘santurrón’ (“sanctimonious”) y ‘perro guardián’ (“watchdog”). Además de estas
nuevas palabras, Shakespeare fue también el autor de un gran número de
expresiones y frases comunes, algunas de las cuales se han convertido en
refranes. Éstos son sólo algunos de ellos:
All that glitters isn’t gold: “No es oro todo lo que reluce” (El mercader de Venecia): puede que las cosas que no
sean tan buenas como parecen.
Break the ice: “Romper el hielo” (La fierecilla domada): iniciar una conversación con
diplomacia.
Wear one’s heart on one’s sleeve: “Llevar el corazón
en la manga” (Otelo): para expresar los propios
sentimientos abiertamente.
A laughing stock: “Un hazmerreír” (Las alegres comadres de Windsor): objeto de risa de
otros.
In a pickle: “Estar en un apuro” (La tempestad):
estar en una situación incómoda de la que no se puede salir fácilmente.
Fair play: “Juego limpio” (La tempestad):
jugar respetando las reglas.
Algunos estudios recientes indican que
algunas de estas frases pudieron haber estado en uso antes de Shakespeare,
aunque el primer uso registrado se encuentra en sus escritos. Estos estudios aceptan
que, de todos modos, Shakespeare creó muchos nuevos términos o dio un
nuevo significado a las palabras antiguas. Nada de esto quita grandeza a la
obra de Shakespeare. Y, en cualquier caso, la anterior lista de palabras y
frases no hace justicia al genio de Shakespeare y a la forma maravillosa en que
utilizó el inglés como vehículo único para su poesía. Es una especie de
alquimia o magia difícil de analizar e imposible de imitar. Tomemos sólo un
ejemplo, la palabra que Shakespeare inventó: “incarnadine” – es decir,
‘enrojecer/carmesí’.
En su obra, Macbeth, encontramos a Macbeth horrorizado por el
asesinato de Duncan que acaba de cometer. La imaginería de Macbeth está
dominada por dos colores – el negro y el rojo: la noche y la sangre. Después de
asesinar a Duncan, su rey y pariente, Macbeth se queda paralizado por la visión
de la sangre en sus manos, se da cuenta de que nunca podrá limpiársela. Más
bien, enrojecerá todo el océano (“incarnadine”):
“[Llaman a la puerta dentro]
Macbeth:
¿Dónde llaman? ¿Qué me ocurre
que todo ruido me espanta? ¿Qué manos
son éstas? ¡Ah, me arrancan los ojos!
¿Me lavará esta sangre de la mano
todo el océano de Neptuno? No, antes esta mano
arrebolará el mar innumerable,
volviendo rojas las aguas.
Macbeth, Acto II, Escena II
Aquí Shakespeare toma una palabra ya
existente con una raíz latina, carn-, en referencia a la carne y, por lo tanto,
a sus derivados, al color carne. A partir de este concepto original inventa un
nuevo verbo, «enrojecer», que significa convertir algo en carmesí. Pero este
tipo de análisis lingüístico – por muy interesante que sea- corre el riesgo de
alejarnos del verdadero Shakespeare y la forma mágica en que utiliza el inglés.
Lo que tenemos aquí es pura magia que desafía todas las definiciones.
El torrente interminable de términos, y
las imágenes sorprendentes que éstos evocan, nos dan la impresión de un hombre
completamente intoxicado con las palabras, las cuales combinó de la manera más
original e inesperada en sus símiles y metáforas. La imagen del océano verde de
Neptuno transformándose en un mar de sangre es tan sorprendente que trasciende
cualquier análisis. Aquí y en toda la obra de Shakespeare, el todo es
infinitamente mayor que la suma de sus partes.
En las obras de Shakespeare vemos la
condición humana abordada desde todos los ángulos imaginables. Estos grandes
temas de la vida, el amor y la muerte se tratan en una profundidad que tienen
un carácter casi filosófico. En sus obras hay una cascada interminable de
imágenes sorprendentes, que transmiten maravillosamente toda la extensión de
las pasiones humanas y contienen en sí mismas la esencia destilada de la
condición humana. Esto es lo que explica su atractivo universal.
Todos los aspectos esenciales de la
experiencia humana están contenidos en las obras de Shakespeare. El rey Lear es una oscura tragedia sobre la
vejez, llena de las más profundas percepciones psicológicas. La tragedia de Otelo es una obra magistral sobre
el tema de los celos y la pasión en las relaciones entre hombres y mujeres. Las
diversas etapas del devenir humano se resumen en uno de sus discursos más
memorables, en Como gustéis:
“El mundo es un gran teatro,
y los hombres y mujeres son actores.
Todos hacen sus entradas y sus mutis
y diversos papeles en su vida.
Los actos, siete edades. Primero, la criatura,
hipando y vomitando en brazos de su ama.
Después, el chiquillo quejicoso que, a desgana,
con cartera y radiante cara matinal,
cual caracol se arrastra hacia la escuela.
Después, el amante, suspirando como un horno
y componiendo baladas dolientes
a la ceja de su amada. Y el soldado,
con bigotes de felino y pasmosos juramentos,
celoso de su honra, vehemente y peleón,
buscando la burbuja de la fama
hasta en la boca del cañón. Y el juez,
que, con su oronda panza llena de capones,
ojos graves y barba recortada,
sabios aforismos y citas consabidas,
hace su papel. La sexta edad nos trae
al viejo enflaquecido en zapatillas,
lentes en las napias y bolsa al costado;
con calzas juveniles bien guardadas, anchísimas
para tan huesudas zancas; y su gran voz
varonil, que vuelve a sonar aniñada,
le pita y silba al hablar. La escena final
de tan singular y variada historia
es la segunda niñez y el olvido total,
sin dientes, sin ojos, sin gusto, sin nada.”
Como gustéis, Acto II, Escena VII
El tema del amor es
tratado de forma muy conmovedora en Romeo y Julieta.
Esta obra tuvo un profundo efecto no sólo en la literatura sino en la música.
Inspiró una ópera en Gounod, un ballet en Prokofiev, una obra sacra en Berlioz
y una famosa obertura en Chaikovsky. Pero Shakespeare expresa su faceta más
lírica en las sencillas canciones de amor, como la cantada por el bufón
en Noche de Reyes:
“Amada mía, ¿adónde vas?
Oye, tu amor se acerca ya
Con su alto y bajo son.
No, vida mía, no andes más,
Que siempre acaba el caminar
Cuando te encuentra el amor
Con el amor no hay un después:
Se goza y ríe a la vez;
Lo que venga, quien sabrá.
De nada sirve posponer;
Ven a besarme, lindo bien:
Siempre joven no serás.”
Noche de Reyes, Acto II, Escena III
Esta es la voz del amor
de juventud en plena floración. Un tratamiento muy diferente recibe el amor
en Antonio y Cleopatra. Aquí el tema de la pasión se
presenta de forma exótica y sensual, completamente diferente al amor inocente
de Romeo y Julieta. Cada línea en esta obra rezuma el
perfume embriagador de Oriente. El discurso en el que Enobarbo describe la
barcaza real de la reina Cleopatra es poesía en su grado más alto:
“Yo te cuento
El bajel que la traía, cual trono relumbrante,
Ardía sobre el agua: la popa, oro batido:
Las velas, púrpura, tan perfumadas que el viento
Se enamoraba de ellas: los remos, de plata,
Golpeando al ritmo de las flautas, hacían
Que las olas los siguieran más veloces,
Prendadas de sus caricias”.
Antonio y Cleopatra, Acto II, Escena II
Esta obra, como Romeo y Julieta, termina en tragedia; en muchas de las
obras de Shakespeare la idea del amor se tiñe con la conciencia de que toda la
existencia humana termina en la muerte. La idea de que todo lo que existe es
perecedero está implícita en todas partes.
La mayor parte de la obra de Shakespeare
se compone de obras de teatro. Sin embargo, también escribió poesía de muy alto
nivel, especialmente los sonetos que forman un apartado propio. Son un conjunto
de 154 sonetos, a través de los cuales se exploran temas como el amor, el sexo
y la belleza, de una manera profunda y fluida. Probablemente fueron escritos en
1592, cuando el fuerte brote de peste bubónica obligó a cerrar los teatros –
algo bastante común en aquellos tiempos.
Los sonetos, que eran ya una forma
literaria tradicional en Italia, se hicieron populares en Inglaterra durante el
período isabelino. Varios de los sonetos de Shakespeare siguen siendo muy
populares hoy en día, sobre todo, el Soneto 18 (“¿A un día de verano
compararte?”). Pero todos ellos son obras de excepcional belleza poética y
profundidad filosófica. El tema principal que vertebra estos poemas es la
fugacidad de la vida y del amor, y el paso del tiempo.
SONETO 60
“Tal cual ruedan las olas a la playa
Discurren hacia el fin nuestros minutos.
Cada cual reemplaza al precedente
Y todos en tropel van progresando.
La criatura en mar de luz nacida
Se arrastra a la adultez, y es coronada
Por pérfidos eclipses que oscurecen
Las dádivas que antaño le dio el Tiempo.
El Tiempo transfigura cuanto ofrece
Y en las frentes más bellas abre grietas
Devora las rarezas de Natura
Y el filo de su hoz lo siega todo”.
Hay pocos ejemplos
poéticos, que de forma tan trascendente y fluida, describan el proceso de la
vejez como en el soneto 73, comparándola con la llegada del otoño:
SONETO 73
“En mí ves esa época del año
Cuando hojas mustias, pocas o ninguna,
Con el frío tiritan en las ramas,
Capillas derruidas y sin cantos.
En mí ves el crepúsculo del año,
Cuando el sol agoniza en Occidente
Y la noche lo cubre muy despacio,
Segunda muerte, sello de reposo.
En mí ves los fulgores del rescoldo
Que dormita en las jóvenes cenizas
Como en lecho de muerte, consumido
Por lo que antes sirvió para avivarlo.
Esto ves, y tu amor se fortalece
Pues pronto perderás, lo que ahora amas.”
Incluso aquí, en los versos más íntimos,
reconocemos el eco de la época turbulenta en la que vivió Shakespeare. El verso
«capillas derruidas y sin cantos» se refiere a la campaña protestante de
destrucción de conventos y monasterios. Ésta es una imagen llamativa de la
inestabilidad de todas las cosas de la naturaleza y la sociedad, un tema
particularmente recurrente en estos sonetos.
Desconozco si se ha escrito algo parecido
al efecto devastador que produce el oscuro nihilismo del siguiente pasaje
de Macbeth, cuando al ser informado de la muerte por
suicidio de su esposa, reflexiona sobre la inutilidad de la existencia humana:
“Mañana, y mañana, y mañana
se arrastra con paso mezquino día tras día
hasta la sílaba final del tiempo escrito,
y la luz de todo nuestro ayer guió a los bobos
hacia el polvo de la muerte. ¡Apágate, breve llama!
La vida es una sombra que camina, un pobre actor que
en escena se arrebata y contonea
y nunca más se le oye. Es un cuento
que cuenta un idiota, lleno de ruido y de furia,
que no significa nada.”
Macbeth, Acto V, escena V
Durante los diez últimos años de su vida,
Shakespeare escribió Cimbelino, El cuento de invierno y la genial obra, La tempestad, obras de teatro de un tono más serio,
incluso sombrío, que las comedias de la década de 1590. A diferencia de las
tragedias, sin embargo, estas obras terminan con la reconciliación y el perdón.
Esta es la voz de la vejez, cuando las tormentas de la vida se van amainando, y
los hombres y mujeres pueden mirar hacia atrás en su vida, no con ira, sino con
una visión filosófica.
En 1616, Shakespeare cambió su testamento
tras verse deteriorada su salud y sintiendo que el final estaba cerca. Su único
hijo había muerto en 1596, por lo que Shakespeare dejó la mayor parte de sus
bienes a sus dos hijas y una donación de dinero para su hermana, socios,
amigos, y los pobres de Stratford. Un detalle curioso es el hecho de que a su
esposa Anne le legó la «segunda mejor cama» de la familia.
Murió en Stratford-upon-Avon un mes más
tarde, supuestamente el 23 de abril de 1616, en su 52 cumpleaños y, también,
coincidiendo con el día de San Jorge –el santo nacional de Inglaterra. En
realidad, la fecha exacta de la muerte de Shakespeare se desconoce. Se dedujo a
partir de un registro de su entierro dos días después, el 25 de abril de 1616,
en la iglesia de Santa Trinidad. En su tumba se talló una bolsa de grano para
representar la ocupación tradicional de su familia.
No se conoce la causa exacta de su muerte
ya que no hay relatos de la época sobre la misma. Había hecho su testamento un
mes antes de su muerte, en el que decía estar en «perfecto estado de salud.»
Cincuenta años después, el vicario de Stratford-Upon-Avon afirmó que
Shakespeare murió de una fiebre contraída después de un «feliz festejo», en el
que «bebió demasiado».
Un programa reciente de la BBC dedicó su
investigación a la tumba de Shakespeare. Como era de esperar, no reveló
absolutamente nada. Su testamento, lejos de arrojar luz, añade más misterio.
¿Por qué, por ejemplo, dejó a su esposa su «segunda mejor cama»? Nunca lo
sabremos, pero con mucho gusto dejamos estos asuntos a otras personas con
tiempo que perder.
Siete años después de su muerte, se
publicó una selección de textos de Shakespeare. Ésta fue, con mucho, la versión
más completa de su obra. Fue compilada por sus amigos John Heminges y Henry
Condell. Contenía 36 obras de teatro, incluyendo 18 inéditas. Es aquí, no bajo
las losas de piedra de la iglesia de la Santa Trinidad, donde podremos
encontrar la verdad sobre Shakespeare. Representan el verdadero monumento de
Shakespeare: ¡un monumento colosal!
“¡Vaya! Se apoya sobre el mundo estrecho
Cual coloso.”
Julio César, Acto I, Escena II.
Si uno se limita a examinar la trama y el
contenido de Hamlet o Macbeth, no parecen ser diferentes al tipo de dramas
sangrientos que precedieron a las obras de Shakespeare. Pero no estaríamos
entendiendo nada. Lo que insufla tanta vida a estas obras no es el tema, sino
la poesía de su lengua, que crea una especie de magia, difícil o, incluso,
imposible de explicar.
Sorprende pensar que todas sus obras están
escritas en verso, de un nivel poético que ningún otro poeta inglés ha logrado posteriormente.
Casi cada uno de sus versos contiene un tesoro escondido. Como éste de Macbeth (Acto I, Escena II): Ross acaba de venir
del campo de batalla donde Macbeth ha derrotado al ejército vikingo. Cuando se
le pregunta de dónde viene él responde:
“Donde las banderas noruegas se mofan del
cielo y con su soplo escalofrían a nuestra gente.”
En estas pocas palabras, uno puede sentir
el soplo del gélido viento y escuchar el aleteo de las banderas vikingas,
gracias al hábil uso de la aliteración. Pequeños detalles como éstos son el
sello distintivo de un verdadero poeta.
Más adelante en la misma obra, una
enloquecida Lady Macbeth, recuerda con horror la escena del asesinato de
Duncan:
“¡Fuera, maldita mancha! ¡Fuera digo! – La
una, las dos; es el momento de hacerlo. – El infierno es sombrío. ¡Cómo, mi
señor! ¿Un soldado y con miedo? ¿Por qué temer que se conozca si nadie nos
puede pedir cuentas? – Mas, ¿quién iba a pensar que el viejo tendría tanta
sangre?.”
La naturaleza espantosa del asesinato se expresa
en unas simples palabras:
“Mas, ¿quién iba a pensar que el viejo
tendría tanta sangre?”
Este dominio de las palabras se asemeja al
boceto de un gran pintor, quien con unas pocas pinceladas hábiles, es capaz de
transmitir con precisión la esencia de su tema. Aquí vemos un fuerte contraste
entre una fría, calculadora e insensible Lady Macbeth, que asegura a su marido
que «un poco de agua nos lava del hecho» (Acto II, Escena II), y la posterior
Lady Macbeth (Acto V, Escena I), enloquecida por sus pesadillas, que llora de
desesperación:
“Aún queda olor a sangre. Todos los
perfumes de Arabia no darán fragancia a esta mano mía.”
En Enrique IV, primera parte,
Shakespeare describe una conversación imaginaria entre el galés Owen Glendower
y el rebelde inglés Hotspur. Hay un contraste total entre los dos: el galés es
orgulloso, político, místico y supersticioso; el inglés (del norte) es
valiente, tenaz, prosaico, poco imaginativo y completamente impresionado por
las fantasías de Glendower:
“GLENDOWER
Yo puedo evocar los espíritus del fondo del abismo.
HOTSPUR
También lo puedo yo y cualquier hombre puede hacerlo;
Falta saber si vienen, cuando los
llamáis.”
Enrique IV, primera parte, Acto III, Escena I
El contraste total entre el carácter celta
y anglosajón se consigue gracias a un agudo cuidado por el detalle y un irónico
sentido del humor.
«Él no era de una época, sino de todos los
tiempos.» (Ben
Jonson sobre Shakespeare)
Un escritor contemporáneo de Shakespeare,
Robert Greene, criticó a Shakespeare, cuando éste ya era famoso, de ser «un
mero actor que creía que sabía escribir». Greene no fue el único que no tuvo en
cuenta el genio de Shakespeare. Durante mucho tiempo después de su muerte
estuvo subestimado. Marx escribió: «Una singularidad de la tragedia inglesa,
tan repulsiva para con los sentimientos franceses que Voltaire solía llamar a
Shakespeare un borracho salvaje, es su peculiar mezcla de lo sublime y lo
básico, lo terrible y lo ridículo, lo heroico y lo burlesco.»
Para nosotros, hoy en día, estos juicios
parecen simplemente ridículos. El genio de Shakespeare es universalmente
reconocido y ha dejado una marca indeleble en el mundo. Sin embargo, la extrema
escasez de información acerca de su vida, incluso ha dado lugar a la
especulación de que sus obras podrían no haber sido escritas por él en
absoluto, sino por otra persona. Se ha atribuido a Marlow, Bacon e, incluso, a
otros candidatos menos probables, la autoría de las obras de Shakespeare
Las pruebas presentadas para justificar
tales teorías son extremadamente inconsistentes, por lo que no hace falta
tenerlas en cuenta. Sin embargo, los defensores de las teorías conspiratorias
son extremadamente persistentes y recurren a los argumentos más increíblemente
complicados para probar su teoría. Algunos de ellos incluso han intentado
demostrar que hay mensajes secretos ocultos en el texto de las obras, que
supuestamente apuntan a la identidad del autor «real».
El porqué este misterioso autor «real»
tendría que haber llegado a tales extremos para revelar su identidad al
público, en lugar de simplemente revelarse a sí mismo, es difícil de contestar.
La naturaleza ridícula de estas afirmaciones fue expuesta de manera muy eficaz
cuando se señaló que uno de los Salmos de la Biblia comienza con la palabra
«Shake» y termina con la palabra «spear», demostrando con ello ¡que Shakespeare
era el verdadero autor de la Biblia!
Cuatro siglos han pasado desde la muerte
de William Shakespeare y, desde entonces, ningún escritor lo ha superado en
imaginación, poesía y profundidad psicológica. Su contemporáneo y rival, el
dramaturgo Ben Jonson dijo: «Él no era de una época, sino de todos los
tiempos”. Y esa es la verdad.
La influencia de Shakespeare en la
literatura mundial es indiscutible. Pero va mucho más allá del ámbito
literario. El Libro Guinness de los Récords enumera más de 400 adaptaciones
cinematográficas de las obras de Shakespeare, convirtiéndose en el autor más
filmado de todos los tiempos. Ha tenido una gran influencia en una amplia gama
de formas artísticas, desde la pintura hasta la escultura o el cine.
Entre las versiones cinematográficas, se
encuentran las destacadas Enrique V, Hamlet y Ricardo III, de
Laurence Olivier; Trono de sangre, de
Akira Kurosawa; Romeo y Julieta, de Franco
Zeffirelli, y una versión rusa impresionante de Hamlet, traducida magistralmente por Boris Pasternak,
e interpretada por el gran actor soviético, Innokenty Smoktunovsky, como
príncipe Hamlet. Leonard Bernstein también refundió Romeo y Julieta en un contexto sorprendentemente
moderno en su musical West Side Story.
Las palabras del poeta de Avon con
frecuencia hacen acto de presencia en los discursos y escritos de los
políticos. Lenin se refirió a los políticos democráticos burgueses del gobierno
provisional, como «esos cobardes, parlanchines, narcisos presumidos y pequeños
Hamlets [blandiendo] sus espadas de madera». El movimiento de huelga
generalizada que se produjo durante el invierno de 1978 a 1979, en Gran
Bretaña, fue bautizado como «el invierno del descontento», citando (o más bien
citando erróneamente) las primeras famosas palabras de Ricardo III.
Shakespeare fue uno de los autores
favoritos de Marx, junto con Homero, Dante y Cervantes. La hija de Marx,
Eleanor, recordaba así: «En cuanto a Shakespeare, era la Biblia de nuestra
casa, siempre entre nosotros. A los seis años, me sabía cada una de las escenas
de Shakespeare de memoria”. La gran admiración de Marx por Shakespeare no es
sorprendente.
En mi opinión, William Shakespeare es
probablemente el escritor más grande que jamás haya existido. Personalmente,
creo que el único escritor capaz de acercarse a su genio poético, fue Dante
Alighieri, cuya Divina Comedia fue compuesta
en la Baja Edad Media. En esto, por supuesto, hay un gran elemento subjetivo.
Otros grandes escritores pueden merecer el mismo título de grandeza. Sin
embargo, sería difícil encontrar otro escritor en la literatura mundial que
haya tenido un gran impacto en el mundo del arte, la literatura y la música
como Shakespeare.
¿Se podrían alcanzar tales niveles en el
futuro? ¿O deberíamos llegar a la conclusión de que fue un fenómeno único,
irrepetible? Por supuesto, jamás podrá haber otro Shakespeare, al igual que no
puede haber otro Aristóteles o Rembrandt. Cada uno hizo su propia contribución
única a la cultura humana, de acuerdo con el periodo en el que vivieron. Y
puesto que no se repetirán esas condiciones específicas, el tipo de obra
artística y filosófica que surgió de ellas tampoco se podrá repetir exactamente
de la misma manera.
En el curso de la historia humana, en un
período de miles de años, ha habido muy pocos genios como Shakespeare,
Beethoven, Hegel, Marx o Einstein. Pero es imposible no deducir que el
potencial para el genio ha existido en la mente de millones de personas que se
vieron obligadas a una vida de servidumbre, siempre aisladas del mundo de la
cultura, el arte y la ciencia. Trotsky preguntó una vez lo siguiente: «¿Cuántos
Aristóteles están cuidando cerdos? ¿Y cuántos porqueros están sentados en
tronos?».
Shakespeare fue el producto de una época
revolucionaria, una época de transición que abrió nuevas perspectivas para la
raza humana, amplió sus horizontes y elevó su imaginación a nuevas alturas.
Pero las revoluciones también tendrán lugar inevitablemente en el futuro. Y la
mayor revolución de todas consistirá en la emancipación de la raza humana de la
esclavitud capitalista, la opresión y la explotación. En el socialismo, por
primera vez, cada hombre y mujer se verá libre para desarrollar cualquier
talento potencial que lleve dentro.
El socialismo abrirá la puerta al arte, la
ciencia y el gobierno, que ha sido el monopolio de unos pocos privilegiados
desde hace miles de años. La reducción de la jornada laboral a una mínima
expresión permitirá a los hombres y mujeres dedicar tiempo a su propio
desarrollo. Por supuesto, no todo el mundo puede convertirse en un Shakespeare
o un Einstein. Pero podemos estar seguros de que, de entre los miles de
millones de personas a los que se les ha negado el acceso a la cultura y la civilización,
surgirán nuevos genios en muchos campos.
Veremos el surgimiento de nuevos
Shakespeares, Beethovens o Rembrandts, y una explosión de la cultura, el arte y
la música como nunca se ha visto en la historia anterior. Se expresarán con una
nueva voz, que reflejará las nuevas condiciones, y resonará en los corazones y
en las mentes de los hombres y mujeres, al igual que hizo Shakespeare hace
cuatro siglos. Los Shakespeares del futuro aún estar por nacer. Pero tenemos
todas las razones para esperar y creer que los escritores y artistas del futuro
alcanzarán nuevas alturas, que eclipsarán todos los maravillosos logros del
pasado.
Fuente: marxismo.mx