Ben Curry
La revolución científica y la filosofía materialista
[En este artículo, Ben Curry
explica el desarrollo del pensamiento científico desde una perspectiva
marxista. Ben introduce la perspectiva del materialismo dialéctico; explica
cómo se aplica al mundo natural y demuestra cómo los antiguos filósofos de
Grecia y Roma sentaron las bases de la ciencia moderna. La ciencia está siempre
arraigada en la sociedad de clases, y la falta de la perspectiva del
materialismo dialéctico ha llevado a algunos científicos modernos de vuelta a
un idealismo y misticismo del que huyó la burguesía en su fase revolucionaria.]
A lo largo de los cientos de miles de años de existencia del ser
humano anatómicamente moderno, el desarrollo de la sociedad ha seguido una inconfundible
curva ascendente. De la más sencilla hacha de piedra al descubrimiento del
fuego; del desarrollo del riego, al inicio de las ciudades, la escritura, las
matemáticas, la filosofía, la ciencia y de la industria moderna: la tendencia
es inconfundible. Los seres humanos han puesto bajo su control una fuerza de la
naturaleza tras otra. Fenómenos que antes formaban un misterio y aterrorizaban
a los adultos, hoy constituyen temas mundanos de los libros de texto escolares.
Sin embargo, lo que no está registrado en los libros de hoy es
el carácter intermitente y a menudo violento que a menudo tomó la lucha por el
conocimiento científico. El resultado puede ser una actitud arrogante hacia la
ciencia -«nosotros» sabemos más y no podríamos repetir los errores de las no
ilustradas generaciones pasadas. Sin embargo, aunque la curva general del
desarrollo humano es ascendente, es una curva interrumpida por períodos de
estancamiento y colapso; da saltos hacia delante, retrocesos y nuevos avances.
Lo que los libros tampoco transmiten es la ininterrumpida lucha
filosófica que ha acompañado al desarrollo de la ciencia desde sus inicios.
Esta lucha se dio, principalmente, entre lo que Engels describió como los «dos
grandes campos» de la filosofía: el idealismo y el materialismo. Por un lado
están «aquellos que defendían la preminencia del espíritu sobre la naturaleza
y, por lo tanto, en última instancia asumían la creación del mundo de una forma
u otra», lo que denominamos idealismo. Por otro lado, están «los que consideraban
lo material como primario, [perteneciendo] a las diversas escuelas del
materialismo». [1]
Debería estar claro a partir de la sucinta definición de Engels,
que una perspectiva materialista es una premisa básica que subyace a toda
ciencia genuina.
Al final, estas luchas en el ámbito de la filosofía que han
acompañado a la civilización desde sus inicios, han reflejado las luchas reales
que se dan en el mundo físico, principalmente entre las clases sociales. En su
apogeo, la burguesía luchó contra el feudalismo bajo la bandera de un
materialismo militante. En esta batalla, las ciencias naturales fueron (como
veremos) un componente clave de la visión materialista y un arma esgrimida por
la clase revolucionaria en su ascenso.
Hace dos siglos y medio, el sistema capitalista seguía estando
en pleno apogeo y los intelectuales burgueses sometían todo (incluido su propio
sistema) a la investigación científica. La perspectiva de un día en que el
capitalismo pudiera entrar en decadencia y comenzar a desintegrarse se veía
como algo lejano, o incluso no existía. Hoy en día la situación es muy
diferente: el sistema capitalista está en completa decadencia y una nueva clase
desafía a la burguesía por la supremacía: el proletariado moderno. Hoy en día
la burguesía apoya todas las manifestaciones religiosas y místicas, buscando
desviar la atención de las masas hacia arriba, lejos de sus problemas
terrenales, hacia el cielo. Citando las palabras del filósofo Joseph Dietzgen,
muy respetado por Lenin: los filósofos modernos son poco más que «lacayos
graduados del clericalismo».
En su lucha, el proletariado moderno tiene aún más necesidad que
la burguesía en su momento de una filosofía. En efecto, es imposible imaginar
que la clase obrera comprenda claramente su papel histórico y se proponga la
tarea de tomar el poder, sin antes haberse liberado de los prejuicios, la
ignorancia y el misticismo propagados por la clase capitalista, y haber
adquirido una posición filosófica independiente.
Esta filosofía, como veremos, no puede ser el viejo materialismo
«mecánico» del siglo XVII-XVIII, que acompañó a la Revolución Científica y bajo
cuya bandera la burguesía en ascenso luchó contra el feudalismo y la Iglesia.
En la época moderna, el único materialismo consistente que se ajusta plenamente
a los últimos avances de la ciencia, es más bien el materialismo dialéctico,
cuya defensa debe interesar tanto a los revolucionarios como a los científicos
por igual.
Antes de que podamos explorar realmente la relación entre el
materialismo dialéctico, la filosofía, en general y las ciencias naturales, en
particular, debemos, sobre todo, comenzar explicando qué entendemos por
dialéctica. Un maravilloso aforismo del antiguo filósofo griego, Heráclito,
resume la esencia de la dialéctica: «todo es y no es; porque todo fluye».
A primera vista, esta declaración parece completamente absurda.
Por ejemplo, un mueble como la mesa de madera en la que descansa mi ordenador
mientras tecleo estas palabras, en gran medida «es»; y difícilmente puede
decirse que «fluye». La dialéctica no niega la existencia de la estasis y el
equilibrio en la naturaleza -si lo hiciera, sería algo trivial refutar la
dialéctica. Por el contrario, simplemente afirma que toda estasis y equilibrio
es relativo y tiene sus límites; y que tal «estasis» oculta el movimiento real.
El papel de la ciencia es descubrir los límites y la relatividad de tales
equilibrios, así como revelar el movimiento que se esconde bajo la superficie.
Heráclito ilustró este punto (de cómo el movimiento es inherente a la
naturaleza) con el ejemplo de las cuerdas de una lira, en estado de tensión.
Aunque aparecen quietas e inmóviles, las apariencias engañan. En realidad, hay
una gran cantidad de «movimiento» (reconocido bajo el término «energía
potencial» en la física moderna) contenida en la tensión de las cuerdas.
Si volvemos al ejemplo de la mesa que tengo ante mí: al
examinarla más de cerca la encontraríamos en un proceso de cambio constante.
Está absorbiendo constantemente la humedad del aire; cada vez que se coloca un
peso sobre ella se generan zonas de presión y fracturas microscópicas; bajo el
microscopio se encontrará que los hongos y otros organismos diminutos la están
descomponiendo. Se encuentra en un constante proceso de cambio, no observable a
simple vista.
A pesar de cualquier decisión de reemplazarla antes de que
alcance los límites de su vida útil como mesa, un día la acumulación de tales
cambios imperceptibles alcanzará un punto de inflexión cualitativo y la mesa
colapsará. Supongamos que dentro de un año una pata se cae de la mesa y es
reemplazada por otra pata de madera. Estaríamos entonces en nuestro derecho de
preguntar: «¿Es ésta la misma mesa?» No hay una respuesta sencilla a esta
pregunta. Como Heráclito descubrió hace milenios: es y, al mismo tiempo, no es
la misma mesa. De la misma manera, soy y no soy la misma persona de hace un
momento, mis células se están reponiendo y descomponiendo constantemente por
procesos biológicos naturales. Eventualmente, cada partícula de mi cuerpo será
reemplazada por otras y aunque en un sentido muy real ya no seré la «misma»
persona, hay, sin embargo, una continuidad.
Más aún, podríamos preguntarnos, ¿qué es la mesa? A primera
vista, la respuesta a esa pregunta parece obvia: está hecha de electrones,
protones y neutrones. Estos forman átomos, que se unen para formar moléculas de
celulosa. En vida, estas moléculas de celulosa habrían formado las paredes de
las células que, sobre muchas células, darían a un árbol sus propiedades de
masa y que en la muerte le dan las propiedades de masa a una mesa capaz de
soportar mis libros, el ordenador y cualquier otra cosa que coloque sobre ella.
De hecho, es una descripción perfectamente precisa de este mueble.
Sin embargo, se podría objetar con razón que esto no es en
absoluto lo que es la mesa. Más bien, fue concebida por primera vez en la mente
de un ingeniero o carpintero, que ocupa una cierta posición en un sistema
socioeconómico, en una sociedad organizada de tal manera que esta persona es
alimentada y vestida y entrenada para fabricar mesas. Él, o ella, se abastece
de madera a lo largo de una cadena de suministro potencialmente muy compleja.
Ahora bien, en este ejemplo, si el árbol que compone esta mesa hubiera muerto
de una infección por hongos en una etapa temprana de su vida; o si el árbol que
está a su lado hubiera sido cortado y pasado a la cadena de suministro, habría
sido (a todos los efectos) una mesa idéntica. Y sin embargo, cada átomo que la
constituye habría sido diferente.
Aquí tenemos una descripción igualmente válida de la misma mesa,
totalmente en contradicción con nuestra primera descripción. ¿Cuál de estas dos
descripciones es entonces correcta? Ambas descripciones son totalmente válidas
y, sin embargo, contradictorias. En un caso, describimos la mesa según una
observación concreta; en el otro, nuestro punto de partida es el concepto
humano de una mesa, y un conocimiento cultural históricamente acumulado de
materiales resistentes que formaron la base para tallar este particular mueble.
La primera trata de la mesa como un todo constituido por muchas partes. La
segunda la considera como una parte de un todo mayor. En la primera
consideramos estos átomos tal y como están dispuestos ante nosotros; en la
segunda consideramos la disposición particular de los átomos como puramente
accidental.
Tales contradicciones son inherentes a la naturaleza: entre lo
concreto y lo abstracto; lo general y lo particular; la parte y el todo; lo
accidental y lo necesario. Sin embargo, hay una clara unidad entre estos
aparentes opuestos. La esencia del materialismo dialéctico es considerar las
cosas no de manera unilateral, sino precisamente en sus contradicciones y
consideradas como procesos en movimiento.
El materialismo dialéctico puede ser considerado entonces como
una forma de lógica, un sistema de ordenamiento y comprensión del mundo. La
lógica «formal», o aristotélica, se aplica a categorías estáticas. Una cosa o
bien «es» o «no es»; o bien está «viva» o «muerta»; o bien es «A» o «no A». La
dialéctica, por otra parte, no niega la realidad de estas categorías pero (para
usar una analogía de Trotsky) las ve como los puntos individuales de una pieza
de tejido. Cada punto parece estar entero e independiente de los puntos a su
lado, pero en realidad forman un tapiz continuo.
Sin embargo, las leyes y categorías que toman su forma en el
reino de la conciencia humana, no son independientes del mundo material y como
tal, las «leyes» del materialismo dialéctico son también inmanentes en la
naturaleza. Como Trotsky explicó en sus cuadernos filosóficos: considerar que
un conjunto de leyes se aplica a la conciencia humana y un conjunto de leyes
completamente diferente existe para la naturaleza (como algunos «marxistas» han
afirmado en el pasado) es considerar el mundo de manera dualista en lugar de
materialista. Como marxistas y, por lo tanto, como materialistas, para
nosotros, todo lo que existe es materia en movimiento. La conciencia es, en sí
misma, sólo uno de los fenómenos emergentes de la naturaleza.
El hecho es que los científicos trabajan a diario en base a la
lógica dialéctica, consciente o inconscientemente. Esto se revela plenamente
cuando desenvolvemos las simples proposiciones de esta perspectiva filosófica.
Trotsky describió la «ley fundamental» del materialismo dialéctico como la
conversión de la cantidad en calidad. Todos los científicos aceptan
implícitamente el principio fundamental de la filosofía materialista en su
actividad diaria: todo lo que existe es materia en movimiento. Todos estarán de
acuerdo en que dicha materia puede describirse, en todas sus características
fundamentales, en términos de sus relaciones materiales cuantitativas: posición
relativa, velocidad relativa, dirección y orientación relativas, inercia y
masa, etc., etc. Mi ubicación física no puede, por ejemplo, expresarse en
términos «absolutos». Estoy a 5 km al noreste del centro de Londres o a 3 m de
la puerta de mi oficina.
Cuando consideramos el mismo fenómeno de la naturaleza
cualitativamente, en términos de color, textura, apariencia, comportamiento,
etc. – estamos, por supuesto, considerando exactamente la misma naturaleza. En
todo momento y en todo lugar la cantidad se expresa a través de la calidad. La
calidad también es enteramente relativa y sólo puede expresar las
interrelaciones de la materia en movimiento; expresando la similitud u
oposición de una cosa a otra. Cualitativamente, la distancia al centro de
Londres se siente muy lejana… en relación con la puerta de mi oficina, por ejemplo.
Sin embargo, como ya hemos explicado, la dialéctica considera
las cosas en su movimiento y a través de sus transformaciones. Si yo hiciera un
viaje en autobús al centro de Londres, varios kilómetros más tarde, el centro
de la ciudad estaría cualitativamente ¡muy cerca! Cuando los marxistas hablan
de la transformación de la cantidad en calidad, lo que se quiere decir no es
más que esto. Una acumulación de cambios cuantitativos, que al principio puede
parecer que no cambian la calidad de una cosa, puede eventualmente
transformarla completamente. Los cambios cuantitativos en la naturaleza
impulsan la transformación de una calidad en otra. Cuando consideramos
que las cualidades se expresan necesariamente en términos de similitudes y
oposiciones, nos referimos a la transformación de las cosas en sus opuestos
cualitativos.
En relación a un mueble o a un viaje en autobús, la dialéctica
se parece al sentido común. Uno podría entonces preguntarse: ¿Qué relevancia
tienen estas ideas tan obvias para los revolucionarios o para la ciencia
moderna? Como dice el refrán: el sentido común no es tan común –todos nos
habremos encontrado con interpretaciones no dialécticas del mundo en nuestra
vida diaria-. Todos los socialistas, por ejemplo, se habrán encontrado con la
más común de las objeciones contra el socialismo: el argumento de la
«naturaleza humana». Este prejuicio social está tan profundamente arraigado en
la sociedad que la forma de este argumento es casi igual en cualquier parte del
mundo: el socialismo puede ser bueno en teoría, pero nunca podrá funcionar en
la práctica debido a la naturaleza humana. ¡Los seres humanos son por
naturaleza codiciosos!
Este argumento se basa en una visión profundamente poco
dialéctica de la «naturaleza humana». Dicha visión rara vez se formula
conscientemente y, casi siempre, es absorbida inconscientemente por la sociedad
que la rodea. El argumento es el siguiente: la codicia, la guerra, la
esclavitud y la opresión existentes a nuestro alrededor en la sociedad (es
decir, en esta sociedad: el capitalismo), se deben a nuestra propia naturaleza
humana innata. Si la naturaleza humana fuera algo estático e inmutable, los
socialistas podrían admitir la derrota. Si la sociedad humana en su conjunto expresa
estos aspectos, no sería más que la expresión mecánica de nuestra propia
codicia, de nuestras predilecciones bélicas y de nuestra tendencia inherente a
esclavizar y oprimir a los que nos rodean.
El todo ya no se considera más que la expresión mecánica de sus
partes; toda consideración histórica de la naturaleza humana se abandona en
favor de una «naturaleza humana» inmutable y estática. Esta visión del mundo
sin dialéctica sirve claramente a un interés de clase: los intereses de la
clase capitalista.
Además, tal prejuicio social no es sólo un comentario sobre la
sociedad, sino también sobre la ciencia, sobre nuestra biología y, de hecho,
tiene sus teóricos científicos. Eminentes científicos, como E. O. Wilson, y
campos enteros, como la «sociobiología» y la «psicología evolutiva», intentan
explicar fenómenos sociales complejos e históricamente desarrollados en
términos de nuestras características biológicas. Según esta visión del mundo,
la avaricia en las relaciones sociales no es más que una expresión de un
fenotipo naturalmente «codicioso», que en sí mismo no es más que una expresión
de genes «egoístas», únicamente preocupados por reproducirse.
Esta visión filosófica fluye naturalmente de los intereses de
clase de la burguesía: se predica desde los periódicos, los púlpitos y las
aulas y, también, encuentra su camino en la ciencia. Como veremos, la ciencia
misma no es más que otro campo de batalla y, no el menos importante, en el que
las ideas filosóficas opuestas se enfrentan entre sí y, detrás de ellas, las
diferentes perspectivas e intereses de clase.
Cuando se mira la relación entre la filosofía y la ciencia, se
puede decir que la historia comienza con los antiguos griegos. ¿Qué queremos
decir con esto? Por supuesto que la filosofía y la ciencia (y de hecho la
dialéctica) tienen una historia que se remonta mucho más allá de la antigua
sociedad griega. Los elementos de la dialéctica se pueden encontrar en la
filosofía taoísta e hindú. De hecho, una tremenda acumulación de cultura humana
y conocimiento científico en todos los campos, desde las matemáticas a la
química, apuntaló la posibilidad misma de la civilización griega. Sin embargo,
en todas las tradiciones anteriores a los antiguos griegos, la filosofía y la
ciencia seguían ligadas a la religión y al misticismo.
No es hasta el momento en que los seres humanos comenzaron a
explicar el mundo sin recurrir a influencias externas o místicas, que podemos
decir que la verdadera filosofía y ciencia, o filosofía natural, tienen su
origen.
Con los antiguos griegos, los avances en la ciencia y la
filosofía alcanzaron un florecimiento sin precedentes. Entre los
descubrimientos más notables se encuentran las teorías atomísticas
desarrolladas por Demócrito y Epicuro. Sin acceso a los modernos aceleradores
de partículas o cámaras de nubes, estos gigantes del pensamiento científico
temprano se vieron obligados a basarse en los más escasos indicios del
funcionamiento real del mundo, y en no pocas conjeturas. El científico moderno
no puede evitar leer los escritos de gente como Lucrecio, el poeta atomista de
la antigua Roma, sin admirar su ingenuidad y simplicidad infantil. Sin embargo,
a pesar de la ingenuidad de Lucrecio y de otros, estos escritos contienen un
destello de pura brillantez.
Anaximandro, otra figura notable, desarrolló una teoría de la
evolución biológica miles de años antes del viaje de Darwin en el Beagle. Sin
acceso a la plétora de especímenes que tal viaje permitía; sólo tenía a mano
fetos en varias etapas de desarrollo y algunas conjeturas muy creativas. De
esta escasa evidencia concluyó correctamente que los seres humanos no siempre
habían tenido la forma que tienen actualmente y que sus orígenes probablemente
podrían retrotraerse a peces o criaturas similares a los anfibios.
Aunque a menudo invalidados en sus detalles, muchos de los
descubrimientos de los antiguos griegos no fueron, al menos en sus conclusiones
generales, superados hasta el Renacimiento, si es que lo fueron. Sin embargo,
lo que es notable en todos estos casos, es lo poco que esos descubrimientos
pudieron beneficiarse de los avances a nivel técnico de la sociedad, tal y como
los modernos avances en la técnica nos proporcionan hoy en día cada vez más
poderosos telescopios, microscopios y otros aparatos. Más aún, los
descubrimientos de estos pensadores hicieron poco a su vez para desarrollar las
fuerzas productivas de la sociedad.
Evidentemente, los desarrollos de la filosofía y la ciencia de
la Antigua Grecia estaban totalmente ligados, en última instancia al sistema
socio-económico sobre el que descansaba la sociedad de la Antigua Grecia: el
sistema de esclavitud. De hecho, sin el trabajo de los esclavos para
alimentarlos, vestirlos y alojarlos, no habría habido ningún Epicuro, ningún
Aristóteles ni ningún Lucrecio. La ciencia, la filosofía y mucho del
pensamiento teórico era, para los antiguos griegos y romanos y, en gran medida
sigue siendo, propiedad de una pequeña y privilegiada clase dirigente. Esta
clase se inclina a elevar su propio papel en la sociedad, a denigrar y
despreciar el trabajo manual y a olvidar su propia dependencia de este último.
Sin embargo, reconocer el hecho evidente de que el desarrollo de
la ciencia depende, en última instancia, de la evolución de la sociedad en
general y de las relaciones económicas entre los hombres y las mujeres, no
significa negar que pueda desarrollarse con límites siguiendo su propia
dialéctica independiente.
Con el tiempo, la dependencia del pensamiento antiguo del
sistema esclavista hizo sentir que, en una cierta etapa, la esclavitud se había
convertido en un grillete para el desarrollo de la sociedad. Sólo una
revolución en las condiciones sociales y económicas podría eliminar las cadenas
que limitaban el desarrollo de la sociedad. En ausencia de una clase
revolucionaria capaz de hacer avanzar la sociedad, la antigua civilización
grecorromana estaba condenada al colapso.
Entre el colapso de la antigua civilización y el Renacimiento,
existió un período de oscuridad e ignorancia que duró siglos y pareció envolver
a Europa. Mientras que el conocimiento de la antigua filosofía se conservó en
el Al-Andalús islámico y en el mundo árabe, a través de la cristiandad reinó un
período de oscuridad durante toda una época. ¿Cómo puede explicarse esto? La
filosofía antigua no fue olvidada, una cierta influencia de Aristóteles y
Platón recorrió todo el dogma de la Iglesia Católica. Los clérigos
alfabetizados estaban lo suficientemente versados en las tendencias
materialistas de la filosofía griega, como para inventar montones de calumnias
contra sus mejores representantes.
¿Por qué entonces la Edad Media le dio tan poco a la ciencia y
la filosofía? Un partidario de la concepción del papel de los «Grandes Hombres»
en la historia, quizás sostendría que había simplemente una escasez de genios
entre el mundo de los antiguos griegos y el del Renacimiento. No es éste el
caso. De hecho, la Edad Media aportó algunos genios destacados.
Por ejemplo, en el siglo XIV, un clérigo y polímata francés
llamado Nicole d’Oresme, mientras estudiaba la física de Aristóteles, llegó a
conclusiones con respecto a la masa y la inercia muy similares a las
conclusiones de Isaac Newton, 300 años antes que éste. Y sin embargo, no
hablamos de las Leyes del Movimiento de d’Oresme; hablamos de las Leyes de
Newton. ¿Por qué?
La explicación debe buscarse en los 300 años de desarrollo
histórico que separan a estos dos hombres. No fue la falta de genios lo que
frenó el desarrollo de la ciencia, sino la organización social y económica de
la sociedad. La Francia de la época de d’Oresme se fundó sobre las relaciones
de propiedad feudal. En efecto, el propio d’Oresme, como clérigo, pertenecía a
un estado feudal privilegiado, que reclamaba para sí el derecho exclusivo de
pensar por la sociedad. En todas las épocas, las ideas dominantes son las ideas
de la clase dominante. En la época de Nicole D’Oresme, reinaba la aristocracia
feudal y la Iglesia Católica, cuya dictadura espiritual proporcionaba la
justificación ideológica del status quo.
Citando a Santo Tomás de Aquino, la filosofía (y, por lo tanto,
también la filosofía natural) simplemente sirvieron como «sierva de la
teología». En los claustros del monasterio medieval era la física de
Aristóteles la que reinaba. Según el gran pensador de la Antigua Grecia, todo
tendía hacia el centro de la Tierra, todo movimiento que se desviaba del
descenso vertical era considerado antinatural y requería un constante impulso
externo. Para la iglesia, este impulso era Dios, que era el manantial constante
de la vida y el movimiento. Poner un signo de interrogación sobre la física de
Aristóteles era poner un signo de interrogación sobre la inmanencia de Dios
mismo.
Como tal, los escritos de d’Oresme, mientras que inyectaban
material para desarrollos posteriores, no podían por sí mismos derribar el
viejo dogma. En su mayor parte sirvieron como poco más que curiosos comentarios
sobre las obras de Aristóteles.
Por supuesto, la Edad Media no estuvo totalmente desprovista de
ideas originales, investigación científica y desarrollo. Sin embargo, los
involucrados en tal trabajo se toparían en primer lugar con las limitaciones de
la fracturada estructura feudal de la sociedad, que a menudo impedía la
difusión del pensamiento más allá de sus estrechos límites. Más grave aún, la
Iglesia y sus partidarios seculares bloquearon tales procesos con un poder
brutal con el que contaban. Las líneas de pensamiento que desafiaban el status
quo se suprimían, los libros se quemaban y, a veces, sus autores también.
Incluso el pensamiento religioso, si caía en desgracia de las autoridades,
podía enviarte a la hoguera. Las únicas áreas en las que la ciencia prosperó
abiertamente fueron en los campos de la arquitectura, la construcción naval y,
por supuesto, la guerra, áreas en las que predominaban las demandas seculares.
La ciencia y la filosofía fueron profesiones muy peligrosas, al menos hasta el
comienzo del Renacimiento y, en ciertas partes de Europa, durante varios siglos
después.
Antes de que una revolución en la física fuera posible, otra revolución
tenía que tener lugar en la sociedad. Junto con las fuerzas productivas,
limitadas por la vieja superestructura, la ciencia misma tuvo que ser liberada
de su posición servil. Tal tarea no podría tener lugar solo en el ámbito de las
ideas, sino que tendría que comenzar como una lucha física en la sociedad, que
se extendería a la ciencia. Y, de hecho, la lucha por liberar la ciencia
adquirió una forma extremadamente brutal y sangrienta, y proporcionó su cosecha
de mártires bajo las persecuciones de las iglesias católicas y protestantes en
el período de las revoluciones burguesas en Europa.
El astrónomo Nicolás Copérnico fue uno de los primeros
revolucionarios en tomar la ciencia como arma con la que se atacaría la
dominación espiritual e intelectual de la Iglesia cristiana. La Europa feudal
había heredado su cosmología del matemático y astrónomo romano Ptolomeo. Este
punto de vista, que colocaba la tierra en el centro de la Creación, no solo fue
ideológicamente útil para las clases dominantes feudales, sino que también
demostró ser una herramienta explicativa extremadamente poderosa al considerar
los movimientos de los cielos.
Según este punto de vista, en la Tierra, que está en el centro
de la ‘Creación de Dios’, todo es mortal, imperfecto y tiende a descomponerse.
Mientras tanto, por encima de nosotros están los cielos inmortales y perfectos,
la morada literal de Dios, que giran alrededor de la tierra. Estos cielos
estaban formados por esferas concéntricas. En primer lugar, la esfera de la
Luna, luego la del Sol y los planetas, y finalmente, girando a la velocidad más
absurda de todas, la esfera de las estrellas.
Sobre cada una de estas esferas presidía una jerarquía de
ángeles, arcángeles y el propio Dios, en el cielo más alto, que impulsaba las
dramáticas revoluciones diarias de las estrellas. Esta jerarquía, que se
suponía debía proporcionar una justificación divina, reflejaba claramente la
jerarquía terrenal del rey, sus señores y campesinos aquí en la tierra. Quedaba
descartado todo lo que tenía que ver con el antiguo atomismo, así que más que
de átomos y vacío, los cielos estaban hechos de una sustancia cristalina
perfecta y entrelazada, porque Dios es perfecto y los cielos están donde Dios
vive.
Desde el punto de vista moderno, esta cosmovisión parece ser una
invención transparente que sirvió a los propósitos de una clase dominante
feudal. De hecho, fue mucho más que eso: fue la explicación más exitosa de los
movimientos del universo tal como lo vieron los hombres y mujeres feudales.
Después de todo: los cuerpos celestes parecen llevar a cabo un movimiento
circular alrededor de la Tierra. Además, cualquier cosmología en la que la
Tierra no sea estática parece contradecir el «sentido común»: ¿no está la
Tierra bajo nuestros pies completamente quieta? ¿No serían arrancados los mares
y la atmósfera de la Tierra si se moviera?
Sin embargo, el progreso de la astronomía y la acumulación
cuantitativa de datos sobre los movimientos de los cielos comenzaron a socavar
el viejo modelo ptolemaico. Los planetas («estrellas errantes») en particular
no podían adaptarse al simple movimiento circular alrededor de la Tierra que se
esperaba de ellos; un examen más detallado reveló lo que parecía ser un
movimiento extremadamente complejo similar a un espirógrafo.
Sin embargo, la vieja teoría no colapsó simplemente bajo el peso
de sus propias contradicciones. Tuvo que ser derrocada. Hasta que una nueva
teoría llegó a la escena que podría desafiar con éxito la anterior, se
inventaron todo tipo de dispositivos matemáticos para mantener la tierra en su
ubicación central en el universo. Estos ingeniosos dispositivos matemáticos,
los llamados «epiciclos» y «epicentrios», eran infinitamente flexibles. Al
agregar un epiciclo aquí o allá y ajustar estas variables arbitrarias, las
observaciones podrían ajustarse más y más a nuestras observaciones. Así, el
modelo ptolemaico podría salvarse de cualquier nueva observación.
Cualquier persona familiarizada con el estado actual de la
cosmología se sorprenderá por las similitudes que comparte con la cosmología
ptolemaica en sus últimos días. Hoy también, todo tipo de variables arbitrarias
(materia oscura, energía oscura, inflación, constantes cosmológicas, etc.) se
han aferrado a la teoría del Big Bang, sin la más mínima evidencia de
observación que la apoye. Estas variables son infinitamente ajustables. Por lo
tanto, es irónico, pero no sorprendente, que un síntoma principal de la crisis
de nuestra cosmología actual sea el hecho de que las teorías demuestran ser
demasiado precisas en comparación con lo que uno podría esperar en el
desarrollo normal de la ciencia.
En su excelente libro, La revolución copernicana, Thomas Kuhn muestra cómo
estas primeras revoluciones científicas en la época burguesa naciente es un
caso ejemplar de la forma en que se desarrolla el pensamiento científico en
general. La visión ptolemaica proporcionó lo que Kuhn describió como un
«paradigma», en el que podría llevarse a cabo la «ciencia normal»: la
acumulación de nuevos datos astronómicos; observación a mayores niveles de
precisión y la extensión del paradigma a nuevas áreas. Sin embargo, esta
acumulación cuantitativa finalmente entra en conflicto con el viejo paradigma y
hace que la vieja teoría entre en crisis. Solo un tipo diferente de ciencia, la
«ciencia revolucionaria», puede derribar gran parte de la vieja teoría y erigir
en su lugar un nuevo marco teórico.
En 1543, Copérnico presentó una
cosmología completamente nueva en la obra De Revolutionibus («Sobre
las revoluciones»), para dar cuenta del creciente cuerpo de observaciones
contradictorias. Su nueva cosmología, literalmente, adoptó el punto de vista
ptolemaico y «le dio la vuelta». En lugar del sol orbitando alrededor de la
Tierra, ¿qué pasa si la Tierra, junto con los planetas, están hechos para girar
alrededor del sol? De un golpe, se explicaron los movimientos aparentemente
complejos de los planetas a través del cielo.
El desarrollo dialéctico de la ciencia a través de la
transformación de la cantidad en calidad describe la lógica, no solo de la
revolución copernicana, sino de todas las revoluciones genuinas en la ciencia.
Por su poder explicativo, las ideas de Kuhn han logrado una amplia aceptación
en el ámbito académico, hasta el punto de que sus expresiones («cambio de
paradigma», «ciencia revolucionaria», etc.) se han convertido en viejos y
recurrentes clichés . En realidad, lo que descubrió Kuhn (o más exactamente,
redescubrió) es el funcionamiento de la dialéctica en el ámbito de la
investigación científica.
De hecho, el siguiente párrafo del cuaderno filosófico de
Trotsky muestra cuán similares eran las ideas de Kuhn a las de una visión
conscientemente dialéctica de la ciencia:
“Históricamente, la humanidad forma sus ‘concepciones’, los
elementos básicos de su pensamiento, sobre la base de la experiencia, que
siempre es incompleta, parcial, unilateral. Incluye en «el concepto» aquellas
características de un proceso vivo que cambia para siempre, que son importantes
y significativas para él en un momento dado. Su experiencia futura al principio
se enriquece [cuantitativamente] y luego supera el concepto cerrado, es decir,
en la práctica lo niega, en virtud de que esto requiere una negación teórica.
Pero la negación no significa un regreso a la tabula rasa. La razón ya posee:
a) el concepto y b) el reconocimiento de su falta de solidez. Este
reconocimiento es equivalente a la necesidad de construir un nuevo concepto, y
luego se revela inevitablemente que la negación no fue absoluta, que afectó
solamente a ciertas características del primer concepto…”.
Sin embargo, Kuhn no era un dialéctico consciente y sus
descubrimientos necesariamente tenían sus limitaciones. La limitación más
fundamental en el pensamiento de Kuhn fue su consideración del desarrollo de la
ciencia aparte e independientemente del desarrollo social, económico y político
general.
Si volvemos a la revolución llevada a cabo por Copérnico,
podemos ver cómo la antigua cosmología entró en crisis siglos antes de que
Copérnico naciera. No fueron nuevas observaciones o descubrimientos los que
finalmente inclinaron la balanza. De hecho, el descubrimiento del telescopio y
su aplicación a la astronomía por parte de Galileo no se produjo hasta muchos
años después de la muerte de Copérnico. La crisis tampoco trajo automáticamente
la «ciencia revolucionaria».
Más bien, fueron las condiciones sociales y económicas
cambiantes y el surgimiento de una clase revolucionaria, la nueva clase de
pensamiento burgués entre los burgueses, artesanos y comerciantes, lo que
impulsó la revolución en la ciencia. El surgimiento de esta clase, con su
oposición revolucionaria al feudalismo y sus raíces en un modo de producción
que debe revolucionar constantemente la técnica y la ciencia, fue el evento más
importante en la historia de la ciencia hasta el surgimiento del proletariado
revolucionario; marcando el comienzo de la revolución científica.
Con Copérnico se inició una revolución
científica que, a través de Tycho Brahe, Kepler, Galileo y otros, terminó con
una cosmovisión más o menos completa que dio forma a la «ley general de la
gravitación» de Newton. Por primera vez, en sus Principia, Newton unificó la física de la tierra y los
cielos.
Aquí abajo en la tierra es imposible evitar la dialéctica, que nos
enfrenta a cada paso. Todo aquí tiene su historia, es mortal y está en un
estado constante de flujo. Mientras tanto, los cielos parecen ser muy
diferentes. Son inmortales y sus movimientos se repiten eternamente, sin pasado
ni futuro.
La similitud entre este movimiento regular, repetitivo y
predecible de los cielos y los movimientos de un reloj mecánico se conocen
desde hace milenios. Un ingeniero de la Grecia Antigua llegó a producir una
computadora mecánica extraordinaria para calcular los movimientos celestiales.
La revolución en la física llevada a cabo por Newton debería haber expuesto, y
con el tiempo acabaría exponiendo, la debilidad y las limitaciones de ver los
cielos como un reloj inmortal e inmutable. En resumen, eventualmente conduciría
a la introducción de la dialéctica en nuestra comprensión de la astronomía y la
cosmología.
De hecho, en su batalla contra la Iglesia Católica, por la cual
pagó un precio personal terrible, Galileo defendió la visión copernicana no a
través de argumentos metafísicos, sino basándose en observaciones de la
cambiabilidad y la naturaleza dialéctica de los cielos. Para Galileo, los
mejores argumentos contra el universo ptolemaico fueron sus observaciones de
las manchas solares y las novas, que demostraron la mortalidad de la esfera
celestial y su interconexión con las «leyes de la naturaleza» tal como las
observamos en la tierra.
Newton, sin embargo, fue un esclavo de las tendencias
filosóficas contemporáneas. De hecho, no se detuvo a estudiar filosofía. Su
desprecio por todas las cosas filosóficas se resumió en su famosa frase,
«Física, cuidado con la metafísica» (es decir, cuidado con la filosofía). Sin
embargo, la naturaleza aborrece el vacío y, en ausencia de una visión del mundo
filosófica clara, todos los hombres y mujeres quedarán bajo la influencia de
las ideas y prejuicios prevalecientes en la sociedad. Para Newton, esta
influencia provino del llamado materialismo «mecánico» o «metafísico».
Esta concepción filosófica se originó en Inglaterra con Francis
Bacon y fue desarrollada por John Locke. Según esta visión, el mundo no se
consideraba como una red de procesos interdependientes y contradictorios como
se vería desde un pensamiento dialéctico. En cambio, concebía el mundo como un
compuesto de entidades aisladas, desconectadas y fundamentalmente
independientes, que siguen leyes simples y mecanicistas, cuyo desarrollo es tan
predecible como las operaciones de un reloj.
El dominio de clase de la burguesía inglesa se erigió antes que
muchas de sus homólogas europeas, sobre la base de un derrocamiento
revolucionario gigantesco, pero sus ansias por eliminar su pasado
revolucionario, la llevaba a adoptar una visión del mundo que adoraba las
generalizaciones teóricas empíricas y resultó ampliamente ùtil. Al contraponer los
«hechos» a los procesos y contradicciones más amplios que solo el pensamiento
teórico puede descubrir, el enfoque estático y reformista de la historia
encontró su base filosófica. A pesar de los desarrollos futuros en la ciencia,
el empirismo inglés ha ejercido y continúa ejerciendo presión sobre la ciencia
y la filosofía, particularmente en la anglosfera.
La historia, la contingencia y la no linealidad desaparecen de
la vista en la visión mecánica del mundo a medida que cada fenómeno se elimina
de su contexto y el desarrollo y el cambio se descartan. Aunque la ley por la
cual cada acción tiene una reacción igual y opuesta es inherentemente
dialéctica, el materialista mecánico concibe el mundo en términos de «fuerzas»
que actúan externamente, arrancadas de la suma de las relaciones naturales, que
perturban los movimientos de las cosas, que de otra manera serían lineales e
inmutables.
Sin embargo, surge la pregunta, si los cielos no tienen futuro
ni pasado y siempre han seguido sus movimientos cíclicos actuales, ¿cómo
lograron su disposición actual? Para el dialéctico, la pregunta tiene una
premisa falsa: los cielos están en un proceso constante de desarrollo y cambio.
Para Newton, sin embargo, la respuesta no se pone en duda: fue Dios quien le
dio a los cielos su configuración actual. Fue el «relojero inteligente» de
William Paley quien puso en marcha este gigantesco reloj.
Lo que era verdad para los cielos era verdad para la tierra. Al
igual que el sistema solar siempre ha tenido la disposición que vemos sobre
nosotros, la Tierra y sus continentes y océanos, y las especies que los
habitan, han permanecido inalterados desde el momento de la creación. Vemos
cómo tal materialismo, que intenta lidiar con el mundo de una manera mecánica
en lugar de dialéctica, solo puede describirse como semi-materialista y, en
realidad, invita a un retorno al idealismo.
Esta visión de toda la naturaleza como un reloj gigante parecía
fluir lógicamente de las condiciones económicas de la época. La creciente importancia
de la fabricación racionalizó y desglosó todo el proceso de producción en una
cadena de simples movimientos mecánicos. Y en cada etapa de esta división del
trabajo, los seres humanos entraron como engranajes de la máquina; como poco
más que máquinas complejas.
Según esta visión mecánica del mundo, incluso los procesos
biológicos y químicos deben encontrar su explicación en términos de movimiento
mecanicista. Así como el corazón actúa como una bomba mecánica y las
extremidades se mueven según el principio de la palanca, se creía que los
movimientos químicos de la célula e incluso los procesos de sensación y del
cerebro son el resultado de la transmisión de movimientos mecánicos similares.
Tal filosofía no tiene cabida para una teoría consistente de la mente
y la subjetividad. De hecho, según Descartes, un destacado defensor de la
visión mecánica del mundo, los animales eran poco más que autómatas que
reaccionaban reflexivamente como máquinas complejas. Como nuestros propios
cuerpos y cerebros también se mueven claramente por los mismos procesos
naturales que los animales, Descartes solo pudo encontrar una explicación
dualista y sobrenatural para el fenómeno de la conciencia. En consecuencia, el
cuerpo se movía por leyes mecánicas mientras la conciencia existía en otro
reino, y los dos estaban mediados por algún «órgano de Dios» que se encuentra
únicamente en el cerebro humano. Vemos una vez más cómo el materialismo
mecanicista deja la puerta entreabierta para el regreso de las concepciones
místicas e idealistas.
Esta visión del ser humano sobre el que la naturaleza actúa de
forma mecánica y pasiva también plantea importantes preguntas sobre la fuente y
la veracidad del conocimiento humano. Tanto el materialista como el idealista
coinciden en que la única fuente de conocimiento que tenemos proviene de
nuestros sentidos. Para el materialista, sin embargo, nuestras sensaciones no
son más que las imágenes e impresiones producidas por un mundo material externo
que existe independientemente de nuestro ser.
Sin embargo, el idealista o solipsista se opondría: si todo lo
que poseemos son estas sensaciones, ¿cómo podemos estar seguros de que reflejan
con precisión el mundo que nos rodea? De hecho, ¿no es más bien un salto a la
hipótesis de que estas «percepciones sensoriales» reflejan la existencia de un
mundo material? Sobre estas bases, desde el mismo punto de partida que el
materialista inglés, John Locke (ese conocimiento fluye solo de los sentidos),
David Hume y el obispo Berkeley construyeron su oposición al materialismo.
Para Berkeley, las cosas que consideramos reales no son más que
complejos de sensaciones que se correlacionan y a las que ponemos una etiqueta
en nuestras mentes. La ‘manzana’ es un compuesto de sensaciones redondas,
rojas, crujientes y dulces y nada más. La idea de que la manzana exista como
‘materia’ es un salto filosófico injustificado.
Tal punto de vista suena realmente absurdo y, sin embargo, los
científicos y revolucionarios no han sido inmunes a su atractivo. A finales del
siglo XIX y principios del XX, el físico Ernst Mach revivió la filosofía de que
el mundo no es más que «complejos de sensaciones» bajo el nombre científico de
«empiriocriticismo».
Hoy también vemos revivir esa misma tendencia filosófica bajo varios
atuendos. En la teoría del «universo de la información», propuesta por varios
científicos informáticos y físicos cuánticos, por ejemplo, las «sensaciones»
han sido reemplazadas por la «información», cuyos complejos constituyen nuestra
realidad. En todos los demás aspectos, esta filosofía es una repetición de la
empiriocrítica. El idioma puede haber cambiado, pero los mismos «dos grandes
campos» en filosofía permanecen.
En el período posterior a la derrota de
la Revolución Rusa de 1905, las ideas místicas comenzaron a revivir en Rusia,
como a menudo lo hacen en períodos de desmoralización y agotamiento, incluidas
las capas de los bolcheviques. Lenin consideró que era una cuestión de vida o
muerte para un partido revolucionario tener claridad sobre todo sobre la
cuestión de su filosofía rectora y, en su libro, Materialismo y empiriocrítica, desglosó
meticulosamente los argumentos de los «machistas» rusos.
En su libro, Lenin demostró cómo el materialismo no dialéctico y
mecanicista no puede responder adecuadamente a la objeción de los idealistas y
solipsistas. De hecho, tiende a actuar como un trampolín: ya sea hacia un
materialismo genuinamente dialéctico, el salto hecho por Marx desde Feuerbach,
o hacia atrás, hacia el campo del idealismo. Después de todo, si nosotros y
nuestros órganos sensoriales somos simplemente bombardeados pasivamente por una
naturaleza externa, ¿cómo podemos probar la realidad o no de la materia?
Lenin respondió: por supuesto, no somos simples sujetos pasivos
al bombardeo de nuestros sentidos por naturaleza. Poseemos otra herramienta
además de la contemplación: nosotros mismos interactuamos activamente con el
mundo. El movimiento fluye en ambos sentidos. Si sacamos la conclusión de que
el mundo es de esta u otra manera por nuestros sentidos, entonces confirmamos o
rechazamos la realidad de nuestras conclusiones a través de nuestras acciones
sobre el mundo.
Como Marx explicó en su primera tesis de
las Tesis sobre Feuerbach:
“El defecto fundamental de todo el materialismo anterior,
incluido el de Feuerbach, es que solo concibe las cosas, la realidad, la
sensoriedad, bajo la forma de objeto o de contemplación, pero no como actividad
sensorial humana, no como práctica, no de un modo subjetivo. De aquí que el
lado activo fuese desarrollado por el idealismo, por oposición al materialismo,
pero solo de un modo abstracto, ya que el idealismo, naturalmente, no conoce la
actividad real, sensorial, como tal».
La historia de la revolución científica se destaca por un movimiento,
que comenzó como un desafío revolucionario al viejo orden feudal, y se
convirtió en un dogma osificado y conservador. En palabras de Engels,
“Copérnico, al comienzo del período, escribe una carta renunciando a la
teología; Newton cierra el período con el postulado de un primer impulso
divino”.
No debería sorprendernos que fue a través de la escuela
filosófica del idealismo, a través de Kant y Hegel, como se redescubrió el
conocimiento griego antiguo de la dialéctica. En palabras de Engels:
“El primero que abrió una brecha en esta
concepción petrificada de la naturaleza fue, no un naturalista, sino un
filósofo. En 1755 apreció la Historia general de la
naturaleza y teoría del cielo, de Kant. El problema del impulso
inicial quedaba eliminado; la tierra y todo el sistema solar aparecían como
algo que había ido formándose en el transcurso del tiempo. […] El
descubrimiento de Kant encerraba, en efecto, lo que sería el punto de partida
de todo progreso ulterior. Si la tierra era el resultado de un proceso de
formación, también tenían que serlo necesariamente su actual estado geológico,
geográfico y climático, sus plantas y sus animales”.
El progreso de la ciencia desde entonces ha confirmado la
perspectiva dialéctica en cada uno de sus avances. Fue tarea de Marx colocar la
dialéctica sobre una base materialista e inequívocamente científica. En otras
palabras: dotarla de una base materialista. Sin embargo, tal filosofía saca
inmediatamente a la superficie la naturaleza autocontradictoria y mortal del
capitalismo. La defensa de una perspectiva materialista moderna frente a sus
detractores representa, entonces, no solo el punto de vista de clase de la
clase trabajadora en su lucha contra la burguesía, también es la defensa de la
ciencia contra todos los intentos de retirarse al reino del misticismo y el
idealismo.
[1] Engels, «Ludwig
Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana».
[2] Trotsky, Cuadernos
1933-1935, Columbia University Press, p88
Fuente: luchadeclases.org.ve/