Simon Singh
Galileo: ver es creer
El
8 de enero de 1642 moría Galileo Galilei. Calificado como el padre de la
ciencia, autor emblemático de la revolución copernicana, fue perseguido,
juzgado y condenado por la Iglesia católica a pasar el resto de su vida bajo
arresto domiciliario.
Nacido
en Pisa el 15 de febrero de 1564, Galileo Galilei ha sido calificado a menudo
como el padre de la ciencia, y efectivamente su derecho a reclamar este título
se basa en una trayectoria realmente impresionante. Tal vez no fue el primero
en desarrollar una teoría científica, ni el primero en llevar a cabo un
experimento, ni el primero en observar la naturaleza, ni tan siquiera el
primero el demostrar el poder que puede tener un invento, pero fue
probablemente el primero que destacó en todos estos campos, siendo un brillante
teórico, un experto experimentalista, un meticuloso observador y un ingenioso
inventor.
Demostró
sus múltiples talentos durante sus años de estudiante, cuando su mente vagaba
erráticamente durante un servicio religioso en la catedral y se fijó en una
lámpara que oscilaba. Utilizó su propio pulso para calcular el tiempo que
duraba cada oscilación y observó que el período del ciclo de ida y vuelta que
seguía la lámpara permanecía constante, a pesar de que el arco de la oscilación
al empezar el servicio había ido disminuyendo hasta ser una ligera oscilación
al final. De vuelta en su casa, pasó del modo observacional al experimental y
se puso a juguetear con varios péndulos de diferentes longitudes y pesos.
Utilizó a continuación los datos experimentales que había obtenido para
desarrollar una teoría que explicaba cómo el período de oscilación es
independiente del ángulo de oscilación y del peso del objeto que oscila, y
depende solamente de la longitud del péndulo. Después de este período de
investigación pura, Galileo pasó al modo inventor y colaboró en el desarrollo
de la pulsilogia, un péndulo sencillo cuya oscilación regular le permitía
actuar como un cronómetro.
En
particular, ese cronómetro podía utilizarse para medir el pulso de un paciente,
con lo que invertía los roles de su observación original, cuando había
utilizado su propio pulso para calcular el período de oscilación de la lámpara.
Por aquel entonces estaba estudiando para ser médico, pero esta fue la única
contribución que hizo a la medicina. Posteriormente convenció a su padre de que
le permitiese abandonar la medicina para seguir una carrera como científico.
Además
de su indudable inteligencia, el éxito de Galileo como científico se basó en su
tremenda curiosidad por el mundo y todo lo que contenía. Era muy consciente de
su naturaleza inquisitiva, y en cierta ocasión exclamó: “¿Cuándo dejaré de
asombrarme por las cosas?”.
Su
curiosidad iba de la mano con un talante rebelde. No tenía respeto por la
autoridad, entendiendo por ello que no aceptaba que algo fuera verdad
simplemente porque lo dijeran los maestros, los teólogos o los antiguos
griegos. Por ejemplo, Aristóteles utilizaba la filosofía para deducir que los
objetos pesados caen más deprisa que los objetos livianos, pero Galileo llevó a
cabo un experimento para demostrar que Aristóteles estaba equivocado. Fue
incluso lo bastante atrevido como para decir que Aristóteles, que por aquel entonces
era el intelectual más aclamado de la historia, “había escrito lo contrario de
la verdad”.
Cuando
Kepler oyó hablar por primera vez del uso que Galileo había hecho del
telescopio para explorar el firmamento, probablemente dio por supuesto que
Galileo era el inventor de aquel artilugio. De hecho, mucha gente sigue
haciendo la misma suposición hoy en día. Pero fue Hans Lippershey, un
fabricante de lentes flamenco, quien patentó el telescopio en octubre de 1608.
A los pocos meses del descubrimiento de Lippershey, Galileo escribió que “ha
llegado a mis oídos el rumor de que un holandés ha fabricado un extraordinario
catalejo”, e inmediatamente se dispuso a construir sus propios telescopios.
El
gran logro de Galileo fue transformar el rudimentario diseño de Lippershey en
un instrumento realmente portentoso. En agosto de 1609, Galileo le presentó al
Dux de Venecia el que por entonces era el más poderoso telescopio del mundo.
Juntos subieron a lo alto del campanario de San Marco, instalaron el telescopio
e inspeccionaron la laguna. Una semana más tarde, en una carta a su cuñado,
Galileo le informaba de que el telescopio estaba provocando “el asombro
infinito de todos”. Los instrumentos rivales tenían un aumento de
aproximadamente x10, pero Galileo tenía un conocimiento más perfecto de la
óptica del telescopio y consiguió unos aumentos de x60. El telescopio no
solamente dio a los venecianos una ventaja en el campo de batalla, pues podían
ver al enemigo antes de que el enemigo les viera a ellos, sino que también permitió
a los más astutos mercaderes divisar a mucha distancia la llegada de un barco
cargado de especias o de telas, lo que les permitía liquidar rápidamente sus
existencias antes de que los precios del mercado cayeran en picado.
Galileo
supo sacar provecho de la comercialización del telescopio, pero también se dio
cuenta del enorme valor científico que tenía. Cuando apuntaba su telescopio
hacia el cielo nocturno, podía ver más lejos, con más claridad y con mayor
profundidad en el espacio de lo que nadie había conseguido ver antes que él.
Cuando Herr Wackher le habló a Kepler del telescopio de Galileo, el astrónomo
inmediatamente reconoció su potencial y escribió el siguiente panegírico: “¡Oh,
telescopio, instrumento del conocimiento, más valioso que cualquier cetro!
¿Acaso quien te tiene en sus manos no es el dueño y señor de las obras de
Dios?”. Galileo sería efectivamente este dueño y señor.
Primero
Galileo estudió la Luna y mostró que estaba “llena de protuberancias, cráteres
profundos y sinuosidades”, lo que estaba en directa contradicción con el punto
de vista ptolemaico según el cual los cuerpos celestes eran esferas sin mácula.
La imperfección de los cielos fue más tarde reafirmada cuando Galileo
apuntó su telescopio hacia el Sol y descubrió unas manchas e imperfecciones,
las llamadas manchas solares, que hoy sabemos que son trozos de la superficie
solar de hasta 100.000 km de ancho.
Luego,
en enero de 1610, Galileo hizo una observación aún más trascendental cuando
descubrió lo que inicialmente pensó que eran cuatro estrellas merodeando por
las inmediaciones de Júpiter. Pronto quedó claro que aquellos objetos no eran
estrellas, porque giraban alrededor de Júpiter, lo que significaba que eran
lunas jupiterinas. Nunca antes había visto nadie más lunas que la nuestra.
Ptolomeo había dicho que la Tierra era el centro del universo, pero allí estaba
la prueba indiscutible de que no todo giraba alrededor de la Tierra.
Galileo,
que mantenía correspondencia con Kepler, conocía muy bien la última versión
kepleriana del modelo copernicano, y se dio enseguida cuenta de que su
descubrimiento de las lunas de Júpiter proporcionaba nuevas pruebas a favor del
modelo heliocéntrico del universo. No tenía ninguna duda de que Copérnico y
Kepler tenían razón, pero siguió buscando pruebas a favor de este modelo con la
esperanza de convencer al establishment, que seguía aferrado al punto de vista
tradicional de un universo geocéntrico. La única forma de resolver
definitivamente la cuestión era llevar a cabo una predicción que permitiese
tomar claramente partido por uno de los dos modelos en disputa. Si dicha
predicción podía contrastarse empíricamente, confirmaría uno de los modelos y
refutaría al otro. La ciencia auténtica formula teorías empíricamente
verificables, y es mediante esta verificación como progresa.
De
hecho, Copérnico ya había hecho esta predicción, una predicción que solamente
estaba esperando a que estuvieran disponibles los instrumentos apropiados para
hacer las observaciones pertinentes. En De revolutionibus había afirmado que
Mercurio y Venus tenían que presentar una serie de fases (por ej., Venus llena,
Venus creciente, Venus menguante) similares a las fases de la Luna, y el patrón
exacto que seguirían estas fases dependería de si la Tierra giraba en torno al
Sol o viceversa. En el siglo XV no era posible comprobar cuál era el patrón que
seguían las fases porque el telescopio aún no había sido inventado, pero
Copérnico confiaba en que era una cuestión de tiempo y que pronto se
demostraría que estaba en lo cierto. “Si nuestro sentido de la vista pudiera
ampliarse lo suficiente, veríamos las fases de Mercurio y de Venus”.
Dejando
aparte Mercurio y concentrándonos en Venus, la relevancia de las fases es
evidente en la Figura 17. Venus siempre tiene una cara iluminada por el Sol,
pero desde nuestro punto de vista en la Tierra, esta cara no está siempre
mirando hacia nosotros, por lo que Venus pasa por una serie de fases. En el
modelo geocéntrico de Ptolomeo, la secuencia de fases viene determinada por la
trayectoria que sigue Venus en torno a la Tierra y por su servil obediencia a
su epiciclo. Sin embargo, en el modelo heliocéntrico la secuencia de fases es
diferente porque está determinada por la trayectoria de Venus en torno al Sol
sin necesidad de ningún epiciclo. Si alguien pudiera identificar la secuencia
real de fases crecientes y menguantes de Venus, podría probar más allá de
cualquier duda razonable qué modelo era el correcto.
En
otoño de 1610, Galileo se convirtió en la primera persona que observó y que
trazó el mapa de las fases de Venus. Como esperaba, sus observaciones encajaban
perfectamente con las predicciones del modelo heliocéntrico y aportaban nuevos
argumentos en favor de la revolución copernicana. Registró sus resultados en
una críptica nota en latín que decía Haec immatura a me iam frustra leguntur oy
(“En este momento son demasiado jóvenes para que las pueda leer”). Más tarde
reveló que se trataba de un anagrama en clave que, una vez descifrado, decía
Cynthiae figuras oemulatur Mater Amorum (“Las figuras de Cynthia son imitadas
por la Madre del Amor”). Cynthia era una referencia a la Luna, cuyas fases eran
ya muy conocidas, y la Madre del Amor era una alusión a Venus, cuyas fases
había descubierto Galileo.
Las
pruebas a favor del universo heliocéntrico se fueron haciendo más convincentes
con cada nuevo descubrimiento. La Tabla 2 (pp. 42-3) comparaba los modelos
geocéntrico y heliocéntrico basándose en las observaciones precopernicanas, y
mostraba por qué el modelo geocéntrico parecía más lógico durante la Edad
Media. La Tabla 3 (al dorso) muestra por qué las observaciones de Galileo
hicieron más persuasivo al modelo heliocéntrico. El punto débil restante en el
modelo heliocéntrico sería eliminado más tarde, una vez que los científicos
comprendieran mejor el fenómeno de la gravedad y pudieran entender por qué no
notamos el movimiento de la Tierra alrededor del Sol. Y aunque el modelo
heliocéntrico no estaba en sintonía con el sentido común, uno de los criterios
de la tabla, esto no era realmente una debilidad porque el sentido común tiene
poco que ver con la ciencia, como ya hemos dicho antes.
En
este punto de la historia, todos los astrónomos deberían de haber cambiado de
lealtad y haberse pasado al modelo heliocéntrico, pero este cambio no tuvo
lugar. La mayoría de astrónomos se habían pasado la vida convencidos de que el
universo giraba alrededor de una Tierra estática y eran incapaces de dar el
salto emocional o intelectual a un universo heliocéntrico. Cuando el astrónomo
Francesco Sizi tuvo noticia de las observaciones de las lunas de Júpiter por
parte de Galileo, que parecían sugerir que la Tierra no era el centro de todo,
propuso un estrafalario contraargumento: “Las lunas son invisibles a simple
vista y por consiguiente no pueden tener ninguna influencia sobre la Tierra, o
sea que no sirven para nada, es decir, no existen”. El filósofo Giulio Libri
adoptó un punto de vista igualmente ilógico e incluso se negó a mirar por el
telescopio por una cuestión de principios. Cuando Libri murió, Galileo comentó
que al menos podría ver las manchas solares, las lunas de Júpiter y las fases
de Venus en su camino hacia el cielo.
La
Iglesia católica tampoco estaba dispuesta a abandonar su doctrina de que la
Tierra permanecía fija en el centro del universo, a pesar de que los
matemáticos jesuitas habían confirmado la superior precisión del nuevo modelo
heliocéntrico. A partir de entonces, los teólogos aceptaron que el modelo
heliocéntrico podía efectuar unas predicciones excelentes de las órbitas
planetarias, pero al mismo tiempo se negaron a aceptar que ello fuera una
representación válida de la realidad. En otras palabras, el Vaticano
consideraba el modelo heliocéntrico del mismo modo que nosotros consideramos
una frase como “Oh, cómo necesito una copa después de asistir a una pesada
clase de mecánica cuántica”. Esta frase en inglés [“How I need a drink,
alcoholic of course, after the heavy lectures involving quantum mechanics”] es
una ayuda mnemotécnica para el número. Contando el número de letras que tiene
cada palabra, obtenemos 3,14159265358979, que es el valor del número ð hasta el
catorceavo decimal. La frase es efectivamente un artilugio muy preciso para
representar el valor de π, aunque sabemos perfectamente que p no tiene nada que
ver con el alcohol. La Iglesia sostenía que el modelo heliocéntrico del
universo tenía un estatus similar –preciso y útil, pero no real.
No
obstante, los copernicanos continuaron argumentando que el modelo heliocéntrico
predecía mejor la realidad por la simple razón de que el Sol realmente estaba
en el centro del universo. Y lógicamente, ello provocó una dura reacción de la
Iglesia. En febrero de 1616, un comité de asesores de la Inquisición declaró
formalmente que defender el punto de vista heliocéntrico del universo era
herético. A consecuencia de dicho edicto, el De revolutionibus de Copérnico fue
prohibido en marzo de 1616, sesenta y tres años después de haber sido
publicado.
Galileo
no podía aceptar la condena de sus puntos de vista científicos por parte de la
Iglesia. Aunque era un devoto católico, también era un ferviente racionalista y
se creía capaz de conciliar estos dos sistemas de creencias. Había llegado a la
conclusión de que los científicos estaban mejor cualificados para opinar sobre
el mundo material, mientras que los teólogos lo estaban para opinar sobre el
mundo espiritual y sobre cómo había que vivir en el mundo material. Galileo
decía que “la finalidad de las Sagradas Escrituras es enseñar a los hombres
cómo ir al cielo, no decirles cómo es”.
Si
la Iglesia hubiera criticado el modelo heliocéntrico identificando algún punto
débil en la teoría o algún error en los datos, entonces Galileo y sus colegas
habrían estado dispuestos a escucharla, pero sus críticas eran puramente
ideológicas. Galileo optó por ignorar los puntos de vista de los cardenales, y
año tras año siguió abogando por una nueva visión del universo. Finalmente, en
1623, creyó ver una oportunidad de derrotar a las autoridades eclesiásticas
cuando su amigo el cardenal Maffeo Barberini fue elegido para el trono papal
con el nombre de Urbano VIII.
Tanto
Galileo como el nuevo papa habían nacido y se habían criado en Florencia, y
habían asistido a la misma universidad en Pisa, y poco después de su elección
Urbano VIII concedió a Galileo seis largas audiencias. Durante una de ellas,
Galileo mencionó la idea de escribir un libro que comparase los dos puntos de
vista rivales del universo, y cuando abandonó el Vaticano lo hizo con la
impresión de que había obtenido la bendición del papa. Regresó a su estudio y
empezó a escribir el que acabaría siendo uno de los libros más polémicos jamás
publicados en la historia de la ciencia.
En
su Diálogo sobre los dos principales sistemas del mundo, Galileo recurre a tres
personajes para debatir los méritos respectivos de los sistemas geocéntrico y
heliocéntrico. Salviati defiende la opinión preferida de Galileo, la
heliocéntrica, y es claramente un hombre inteligente, culto y elocuente.
Simplicio, el bufón, intenta defender el punto de vista geocéntrico. Y Sagredo
actúa como mediador, guiando la conversación que mantienen los otros dos
personajes, aunque de vez en cuando muestra su parcialidad reprendiendo o
burlándose de Simplicio. Era un texto académico, pero el recurso de usar
personajes para explicar los argumentos y contraargumentos lo hizo accesible a
muchos lectores. Además estaba escrito en italiano, no en latín, por lo que
resultaba evidente que Galileo buscaba un amplio respaldo popular para su
visión heliocéntrica del universo.
El
Diálogo fue finalmente publicado en 1632, casi una década después de que
Galileo hubiese conseguido aparentemente la aprobación del papa. Esta larga
demora entre el comienzo de la obra y su publicación resultó tener severas
consecuencias, porque la Guerra de los Treinta Años, entonces en curso, había
cambiado el paisaje político y religioso, y el papa Urbano VIII estaba ahora
dispuesto a aplastar a Galileo y a sus ideas. La Guerra de los Treinta Años
había empezado en 1618 cuando un grupo de protestantes había entrado por la
fuerza en el Palacio Real de Praga y había arrojado por una ventana a dos de
los consejeros del rey Fernando, un hecho que se conoce en los libros de
historia como la Defenestración de Praga. La población local se había enojado
por la constante persecución a que sometía a los protestantes el rey católico,
y con esta acción provocaron el levantamiento violento de las comunidades
protestantes de Hungría, Transilvania, Bohemia y otras partes de Europa.
En
el momento en que se publicó el Diálogo, hacía ya catorce años que duraba la guerra,
y la Iglesia Católica estaba cada vez más alarmada por la creciente amenaza
protestante. El papa estaba obligado a dar muestras de ser un gran defensor de
la fe católica y decidió que parte de su nueva e implacable estrategia
populista sería dar un hábil giro radical y condenar los blasfemos escritos de
cualquier científico herético que se atreviese a cuestionar la tradicional
visión geocéntrica del universo.
Una
explicación más personal del espectacular cambio de opinión del papa es que
unos cuantos astrónomos celosos de la fama de Galileo, junto con los cardenales
más conservadores, excitaron los ánimos destacando los paralelismos existentes
entre algunas de las declaraciones astronómicas anteriores y más ingenuas del
propio papa, y las frases que pronuncia el bufón Simplicio en el Diálogo. Por
ejemplo, Urbano había dicho, igual que hace Simplicio, que un Dios omnipotente
había creado el universo sin preocuparse por las leyes de la física, con lo que
el papa tuvo que sentirse humillado por la sarcástica réplica de Salviati a
Simplicio en el Diálogo: “Así que Dios podría haber hecho que los pájaros
volasen teniendo los huesos de oro sólido, las venas llenas de mercurio, la
carne más pesada que el plomo y las alas extremadamente pequeñas. Pero no lo hizo,
y esto debería haceros ver algo. Es solamente para disimular vuestra ignorancia
que sacáis a colación al Señor a cada paso”.
Poco
después de la publicación del Diálogo, la Inquisición ordenó a Galileo
presentarse ante su tribunal bajo la acusación de “vehemente sospecha de
herejía”. Cuando Galileo protestó diciendo que estaba demasiado enfermo para
viajar, la Inquisición le amenazó con arrestarle y llevarle a Roma encadenado,
con lo cual él consintió y se preparó para emprender el viaje. Mientras esperaba
la llegada de Galileo, el papa intentó incautar el Diálogo y ordenó al impresor
que mandase todos los ejemplares del libro a Roma, pero ya era demasiado tarde
–la edición ya se había agotado.
El
juicio a Galileo empezó en abril de 1633. La acusación de herejía se centraba
en el conflicto entre las opiniones de Galileo y la afirmación que se hace en
la Biblia según la cual “Dios fijó la Tierra sobre sus cimientos para que no se
moviese jamás”. La mayoría de los miembros de la Inquisición adoptaron el punto
de vista expresado por el cardenal Bellarmino: “Afirmar que la Tierra gira
alrededor del Sol es tan erróneo como afirmar que Jesús no nació de una
virgen”. Sin embargo, entre los diez cardenales que presidían el juicio, había
una facción racionalista que simpatizaba con Galileo liderada por Francesco
Barberini, el sobrino de Urbano VIII. Durante dos semanas se fueron acumulando
las pruebas en contra de Galileo y hubo incluso amenazas de tortura, pero
Barberini constantemente abogaba por una mayor indulgencia y tolerancia. Hasta
cierto punto se salió con la suya. Después de ser declarado culpable, Galileo
no fue ejecutado ni arrojado a una mazmorra, sino sentenciado en cambio a un
arresto domiciliario indefinido, y el Diálogo pasó a engrosar la lista de libros
prohibidos, el Index librorum prohibitorum. Barberini fue uno de los tres
jueces que no firmaron la sentencia.
El
juicio de Galileo y el castigo subsiguiente fueron uno de los episodios más
oscuros de la historia de la ciencia, un triunfo de la irracionalidad sobre la
lógica. Al final del juicio, Galileo se vio obligado a retractarse y a
negar la verdad de su argumento. Sin embargo, consiguió salvar en parte
su orgullo en nombre de la ciencia. Después de escuchar su sentencia, cuando se
incorporaba de la postura genoflexa en la que la había tenido que escuchar, se
dice que murmuró entre dientes: “Eppur si muove” [“Y sin embargo se mueve”]. En
otras palabras, la verdad la dicta la realidad, no la Inquisición.
Independientemente de lo que dijera la Iglesia, el universo seguía funcionando
de acuerdo con sus propias e inmutables leyes científicas, y la Tierra daba
realmente vueltas en torno al Sol.
Galileo
se sumió en el aislamiento. Confinado en su casa, continuó reflexionando sobre
las leyes que rigen el universo, pero sus investigaciones se vieron severamente
limitadas porque en 1637 se quedó ciego, probablemente debido a un glaucoma
causado por las largas horas que había pasado en su telescopio mirando el Sol.
El gran observador ya no pudo observar más. Galileo murió el 8 de enero de
1642. Como acto final del castigo al que le había sometido, la Iglesia le negó
el derecho a ser enterrado en tierra consagrada.
Epígrafe
del capítulo 1 del libro de Simon Singh: Big Bang. El descubrimiento científico
más importante…
Fuente:
elviejotopo