Federico Engels
Introducción a
La Dialéctica de la Naturaleza (1)
Las
modernas Ciencias Naturales, las únicas, han alcanzado un desarrollo
científico, sistemático y completo, en contraste con las geniales intuiciones
filosóficas que los antiguos aventuraran acerca de la naturaleza, y con los
descubrimientos de los árabes, muy importantes pero esporádicos y en la mayoría
de los casos perdidos sin resultado; las modernas Ciencias Naturales, como casi
toda la nueva historia, datan de la gran época que nosotros, los alemanes,
llamamos la Reforma —según la desgracia nacional que entonces nos aconteciera—,
los franceses Renaissance y los italianos Cinquencento (*), si bien ninguna de
estas denominaciones refleja con toda plenitud su contenido. Es ésta la época que
comienza con la segunda mitad del siglo XV. El poder real, apoyándose en los
habitantes de las ciudades, quebrantó el poderío de la nobleza feudal y
estableció grandes monarquías, basadas esencialmente en el principio nacional y
en cuyo seno se desarrollaron las naciones europeas modernas y la moderna
sociedad burguesa. Mientras los habitantes de las ciudades y los nobles
hallábanse aún enzarzados en su lucha, la guerra campesina en Alemania(2)
apuntó proféticamente las futuras batallas de clase: en ella no sólo salieron a
la arena los campesinos insurrecionados —esto no era nada nuevo—, sino que tras
ellos aparecieron los antecesores del proletariado moderno, enarbolando la
bandera roja y con la reivindicación de la propiedad común de los bienes en sus
labios. En los manuscritos salvados en la caída de Bizancio, en las estatuas
antiguas excavadas en las ruinas de Roma, un nuevo mundo —la Grecia antigua— se
ofreció a los ojos atónitos de Occidente. Los espectros del medioevo se
desvanecieron ante aquellas formas luminosas; en Italia se produjo un inusitado
florecimiento del arte, que vino a ser como un reflejo de la antigüedad clásica
y que jamás volvió a repetirse. En Italia, Francia y Alemania nació una
Literatura nueva, la primera literatura moderna. Poco después llegaron las
épocas clásicas de la literatura en Inglaterra y en España. Los límites del
viejo «orbis terrarum»(**) fueron rotos; sólo entonces fue descubierto
el mundo, en el sentido propio de la palabra, y se sentaron las bases para el
subsecuente comercio mundial y para el paso del artesanado a la manufactura,
que a su vez sirvió de punto de partida a la gran industria moderna. Fue
abatida la dictadura espiritual de la Iglesia; la mayoría de los pueblos
germanos se sacudió su yugo y abrazó la religión protestante, mientras que
entre los pueblos románicos iba echando raíces cada vez más profundas y
desbrozando el camino al materialismo del siglo XVIII una serena libertad de
pensamiento heredada de los árabes y nutrida por la filosofía griega, de nuevo
descubierta.
Fue
ésta la mayor revolución progresiva que la humanidad había conocido hasta
entonces; fue una época que requería titanes y que engendró titanes por la
fuerza del pensamiento, por la pasión y el carácter, por la universalidad y la
erudición. De los hombres que echaron los cimientos del actual dominio de la
burguesía podrá decirse lo que se quiera, pero, en ningún modo, que pecasen de
limitación burguesa. Por el contrario: todos ellos se hallaban dominados, en
mayor o menor medida, por el espíritu de aventuras inherente a la época.
Entonces casi no había ni un solo gran hombre que no hubiera realizado lejanos
viajes, no hablara cuatro o cinco idiomas y no brillase en varios dominios de
la ciencia y de la técnica. Leonardo de Vinci no sólo fue un gran pintor, sino
un eximio matemático, mecánico e ingeniero, al que debemos importantes
descubrimientos en las más distintas ramas de la física. Alberto Durero fue
pintor, grabador, escultor, arquitecto y, además, ideó un sistema de
fortificación que encerraba pensamientos desarrollados mucho después por
Montalembert y la moderna ciencia alemana de la fortificación. Maquiavelo fue
hombre de Estado, historiador, poeta y, por añadidura, el primer escritor
militar digno de mención de los tiempos modernos. Lutero no sólo limpió los
establos de Augías de la Iglesia, sino también los del idioma alemán, fue el
padre de la prosa alemana contemporánea y compuso la letra y la música del
himno triunfal que llegó a ser "La Marsellesa" del siglo XVI(3). Los
héroes de aquellos tiempos aún no eran esclavos de la división del trabajo,
cuya influencia comunica a la actividad de los hombres, como podemos observarlo
en muchos de sus sucesores, un carácter limitado y unilateral. Lo que más
caracterizaba a dichos héroes era que casi todos ellos vivían plenamente los
intereses de su tiempo, participaban de manera activa en la lucha práctica, se
sumaban a un partido u otro y luchaban, unos con la palabra y la pluma, otros
con la espada y otros con ambas cosas a la vez. De aquí la plenitud y la fuerza
de carácter que les daba tanta entereza. Los sabios de gabinete eran en el
entonces una excepción; eran hombres de segunda o tercera fila o prudentes
filisteos que no deseaban pillarse los dedos.
En
aquellos tiempos también las Ciencias Naturales se desarrollaban en medio de la
revolución general y eran revolucionarias hasta lo más hondo, pues aún debían
conquistar el derecho a la existencia. Al lado de los grandes
italianos que dieron nacimiento a la nueva filosofía, las Ciencias Naturales
dieron sus mártires a las hogueras y las prisiones de la Inquisición. Es de
notar que los protestantes aventajaron a los católicos en sus persecuciones
contra la investigación libre de la naturaleza. Calvino quemó a Servet cuando
éste se hallaba ya en el umbral del descubrimiento de la circulación de la
sangre y lo tuvo dos horas asándose vivo; la Inquisición, por lo menos, se dio
por satisfecha con quemar simplemente a Giordano Bruno.
El acto revolucionario con que las Ciencias Naturales declararon su
independencia y parecieron repetir la acción de Lutero cuando éste quemó la
bula del papa, fue la publicación de la obra inmortal en que Copérnico, si bien
tímidamente, y, por decirlo así, en su lecho de muerte, arrojó el guante a la
autoridad de la Iglesia en las cuestiones de la naturaleza(4). De aquí data la
emancipación de las Ciencias Naturales respecto a la teología, aunque la lucha
por algunas reclamaciones recíprocas se ha prolongado hasta nuestros días y en
ciertas mentes aún hoy dista mucho de haber terminado. Pero a partir de
entonces se operó, a pasos agigantados, el desarrollo de la ciencia, y puede
decirse que este desarrollo se ha intensificado proporcionalmente al cuadrado
de la distancia (en el tiempo) que lo separa de su punto de partida. Pareció
como si huhiera sido necesario demostrar al mundo que a partir de entonces para
el producto supremo de la materia orgánica, para el espíritu humano, regía una
ley del movimiento que era inversa a la ley del movimiento que regía para la materia
inorgánica.
La tarea principal en el primer período de las Ciencias Naturales, período
que acababa de empezar, consistía en dominar el material que se tenía a mano.
En la mayor parte de las ramas hubo que empezar por lo más elemental. Todo lo
que la antigüedad había dejado en herencia eran Euclides y el sistema solar de
Ptolomeo, y los árabes, la numeración decimal, los rudimentos del álgebra, los
numerales modernos y la alquimia; el medioevo cristiano no había dejado nada.
En tal situación era inevitable que el primer puesto lo ocuparan las Ciencias
Naturales más elementales: la mecánica de los cuerpos terrenos y celestes y, al
mismo tiempo, como auxiliar de ella, el descubrimiento y el perfeccionamiento
de los métodos matemáticos. En este dominio se consiguieron grandes
realizaciones. A fines de este período, caracterizado por Newton y Linneo,
vemos que estas ramas de la ciencia han llegado a cierto tope. En lo
fundamental fueron establecidos los métodos matemáticos más importantes: la
geometría analítica, principalmente por Descartes, los logaritmos, por Napier,
y los cálculos diferencial e integral, por Leibniz y, quizá, por Newton. Lo
mismo puede decirse de la mecánica de los cuerpos sólidos, cuyas leyes
principales fueron halladas de una vez y para siempre. Finalmente, en la
astronomía del sistema solar, Kepler descubrió las leyes del movimiento
planetario, y Newton las formuló desde el punto de vista de las leyes generales
del movimiento de la materia. Las demás ramas de las Ciencias
Naturales estaban muy lejos de haber alcanzado incluso este tope preliminar. La
mecánica de los cuerpos líquidos y gaseosos sólo fue elaborada con mayor
amplitud a fines del período indicado. [Torricelli en conexión con la
regulación de los torrentes de los Alpes](***). La física propiamente dicha se
hallaba aún en pañales, excepción hecha de la óptica, que alcanzó realizaciones
extraordinarias, impulsada por las necesidades prácticas de la astronomía. La química
acababa de liberarse de la alquimia merced a la teoría del flogisto(5). La
geología aún no había salido del estado embrionario que representaba la
mineralogía, y por ello la paleontología no podía existir aún. Finalmente, en
el dominio de la biología la preocupación principal era todavía la acumulación
y clasificación elemental de un inmenso acervo de datos no sólo botánicos y
zoológicos, sino también anatómicos y fisiológicos en el sentido propio de la
palabra. Casi no podía hablarse aún de la comparación de las distintas formas
de vida ni del estudio de su distribución geográfica, condiciones
climatológicas y demás condiciones de existencia. Aquí
únicamente la botánica y la zoología, gracias a Linneo, alcanzaron una
estructuración relativamente acabada.
Pero lo que caracteriza mejor que nada este período es la elaboración de
una peculiar concepción general del mundo, en la que el punto de vista más
importante es la idea de la inmutabilidad absoluta de la naturaleza.
Según esta idea, la naturaleza, independientemente de la forma en que hubiese
nacido, una vez presente permanecía siempre inmutable, mientras existiera. Los
planetas y sus satélites, una vez puestos en movimiento por el misterioso
«primer impulso», seguían eternamente, o por lo menos hasta el fin de todas las
cosas, sus elipses prescritas. Las estrellas permanecían eternamente fijas e
inmóviles en sus sitios, manteniéndose unas a otras en ellos en virtud de la
«gravitación universal». La Tierra permanecía inmutable desde que apareciera o
—según el punto de vista— desde su creación. Las «cinco partes del mundo»
habían existido siempre, y siempre habían tenido los mismos montes, valles y
ríos, el mismo clima, la misma flora y la misma fauna, excepción hecha de lo
cambiado o transplantado por el hombre. Las especies vegetales y animales
habían sido establecidas de una vez para siempre al aparecer, cada individuo
siempre producía otros iguales a él, y Linneo hizo ya una gran concesión al
admitir que en algunos lugares, gracias al cruce, podían haber surgido nuevas
especies. En oposición a la historia de la humanidad, que se desarrolla en el
tiempo, a la historia natural se le atribuía exclusivamente el desarrollo en el
espacio. Se negaba todo cambio, todo desarrollo en la naturaleza. Las Ciencias
Naturales, tan revolucionarias al principio, se vieron frente a una naturaleza
conservadora hasta la médula, en la que todo seguía siendo como había sido en
el principio y en la que todo debía continuar, hasta el fin del mundo o
eternamente, tal y como fuera desde el principio mismo de las cosas.
Las
Ciencias Naturales de la primera mitad del siglo XVIII se hallaban tan por
encima de la antigüedad griega en cuanto al volumen de sus conocimientos e
incluso en cuanto a la sistematización de los datos, como por debajo en cuanto
a la interpretación de los mismos, en cuanto a la concepción general de la
naturaleza. Para los filósofos griegos el mundo era, en esencia algo surgido
del caos, algo que se había desarrollado, que había llegado a ser. Para todos
los naturalistas del período que estamos estudiando el mundo era algo osificado,
inmutable, y para la mayoría de ellos algo creado de golpe. La ciencia estaba
aún profundamente empantanada en la teología. En todas partes buscaba y
encontraba como causa primera un impulso exterior, que no se debía a la propia
naturaleza. Si la atracción, llamada pomposamente por Newton gravitación
universal, se concibe como una propiedad esencial de la materia, ¿de dónde
proviene la incomprensible fuerza tangencial que dio origen a las órbitas de
los planetas? ¿Cómo surgieron las innumerables especies vegetales y
animales? ¿Y cómo, en particular, surgió el hombre, respecto al cual se está de
acuerdo en que no existe de toda la eternidad? Al responder a estas preguntas,
las Ciencias Naturales se limitaban con harta frecuencia a hacer responsable de
todo al creador. Al comienzo de este período, Copérnico expulsó de la ciencia
la teología; Newton cierra esta época con el postulado del primer impulso
divino. La idea general más elevada alcanzada por las Ciencias Naturales del
período considerado es la de la congruencia del orden establecido en la
naturaleza, la teleología vulgar de Wolff, según la cual los gatos fueron
creados para devorar a los ratones, los ratones para ser devorados por los
gatos y toda la naturaleza para demostrar la sabiduría del creador. Hay que
señalar los grandes méritos de la filosofía de la época que, a pesar de la
limitación de las Ciencias Naturales contemporáneas, no se desorientó y
—comenzando por Spinoza y acabando por los grandes materialistas franceses—
esforzóse tenazmente para explicar el mundo partiendo del mundo mismo y dejando
la justificación detallada de esta idea a las Ciencias Naturales del futuro.
Incluyo también en este período a los materialistas del siglo XVIII, porque
no disponían de otros datos de las Ciencias Naturales que los descritos más
arriba. La obra de Kant, que posteriormente hiciera época, no llegaron a
conocerla, y Laplace apareció mucho después de ellos(6). No olvidemos que si
bien los progresos de la ciencia abrieron numerosas brechas en esa caduca
concepción de la naturaleza, toda la primera mitad del siglo XIX se encontró,
pese a todo, bajo su influjo [«El carácter osificado de la vieja concepción de
la naturaleza ofreció el terreno para la síntesis y el balance de las Ciencias
Naturales como un todo íntegro: los enciclopedistas franceses, lo hicieron de
un modo mecánico, lo uno al lado del otro; luego aparecen Saint-Simon y la
filosofía alemana de la naturaleza, a la que Hegel dio cima»], en esencia,
incluso hoy continúan enseñándola en todas las escuelas(****)
La
primera brecha en esta concepción fosilizada de la naturaleza no fue abierta
por un naturalista, sino por un filósofo. En 1755 apareció la "Historia
universal de la naturaleza y teoría del cielo" de Kant. La cuestión del
primer impulso fue eliminada; la Tierra y todo el sistema solar aparecieron
como algo que había devenido en el transcurso del tiempo. Si la mayoría
aplastante de los naturalistas no hubiese sentido hacia el pensamiento la
aversión que Newton expresara en la advertencia: «¡Física, ten cuidado de la
metafísica!»(7), el genial descubrimiento de Kant les hubiese permitido hacer
deducciones que habrían puesto fin a su interminable extravío por sinuosos
vericuetos y ahorrado el tiempo y el esfuerzo derrochados copiosamente al
seguir falsas direcciones, porque el descubrimiento de Kant era el punto de
partida para todo progreso ulterior. Si la Tierra era algo que había devenido,
algo que también había devenido eran su estado geológico, geográfico y
climático, así como sus plantas y animales; la Tierra no sólo debía tener su
historia de coexistencia en el espacio, sino también de sucesión en el tiempo.
Si las Ciencias Naturales hubieran continuado sin tardanza y de manera resuelta
las investigaciones en esta dirección, hoy estarían mucho más adelantadas.
Pero, ¿qué podría dar de bueno la filosofía? La obra de Kant no proporcionó
resultados inmediatos, hasta que, muchos años después, Laplace y Herschel no
desarrollaron su contenido y no la fundamentaron con mayor detalle, preparando
así, gradualmente, la admisión de la «hipótesis de las nebulosas».
Descubrimientos posteriores dieron, por fin, la victoria a esta teoría; los más
importantes entre dichos descubrimientos fueron: el del movimiento propio de
las estrellas fijas, la demostración de que en el espacio cósmico existe un
medio resistente y la prueba, suministrada por el análisis espectral, de la
identidad química de la materia cósmica y la existencia —supuesta por Kant— de
masas nebulosas incandescentes. [La influencia retardadora de las mareas en la
rotación de la Tierra, también supuesta por Kant, sólo ahora ha sido
comprendida.]
Sin
embargo, puede dudarse de que la mayoría de los naturalistas hubiera adquirido
pronto conciencia de la contradicción entre la idea de una Tierra sujeta a
cambios y la teoría de la inmutabilidad de los organismos que se encuentran en
ella, si la naciente concepción de que la naturaleza no existe simplemente sino
que se encuentra en un proceso de devenir y de cambio no se hubiera visto
apoyada por otro lado. Nació la geología y no sólo descubrió estratos
geológicos formados unos después de otros y situados unos sobre otros, sino la
presencia en ellos de caparazones, de esqueletos de animales extintos y de
troncos, hojas y frutos de plantas que hoy ya no existen. Se imponía reconocer
que no sólo la Tierra, tomada en su conjunto, tenía su historia en el tiempo,
sino que también la tenían su superficie y los animales y plantas en ella
existentes. Al principio esto se reconocía de bastante mala gana. La teoría de
Cuvier acerca de las revoluciones de la Tierra era revolucionaria de palabra y
reaccionaria de hecho. Sustituía un único acto de creación divina
por una serie de actos de creación, haciendo del milagro una palanca esencial
de la naturaleza. Lyell fue el primero que introdujo el sentido común en la
geología, sustituyendo las revoluciones repentinas, antojo del creador, por el
efecto gradual de una lenta transformación de la Tierra(*****).
La teoría de Lyell era más incompatible que todas las anteriores con la
admisión de la constancia de especies orgánicas. La idea de la
transformación gradual de la corteza terrestre y de las condiciones de vida en
la misma llevaba de modo directo a la teoría de la transformación gradual de
los organismos y de su adaptación al medio cambiante, llevaba a la teoría de la
variabilidad de las especies. Sin embargo, la tradición es una fuerza poderosa,
no sólo en la Iglesia católica, sino también en las Ciencias Naturales. Durante
largos años el mismo Lyell no advirtió esta contradicción, y sus discípulos,
mucho menos. Ello fue debido a la división del trabajo que llegó a dominar por
entonces en las Ciencias Naturales, en virtud de la cual cada investigador se
limitaba, más o menos, a su especialidad, siendo muy contados los que no
perdieron la capacidad de abarcar el todo con su mirada.
Mientras tanto, la física había hecho enormes progresos, cuyos resultados
fueron resumidos casi simultáneamente por tres personas en 1842, año que hizo
época en esta rama de las Ciencias Naturales. Mayer, en Heilbronn, y
Joule, en Mánchoster, demostraron la transformación del calor en fuerza
mecánica y de la fuerza mecánica en calor. La determinación del
equivalente mecánico del calor puso fin a todas las dudas al respecto. Mientras
tanto Grove, que no era un naturalista de profesión, sino un abogado inglés,
demostraba, mediante una simple elaboración de los resultados sueltos ya
obtenidos por la física, que todas las llamadas fuerzas físicas —la fuerza
mecánica, el calor, la luz, la electricidad, el magnetismo, e incluso la
llamada energía química— se transformaban unas en otras en determinadas
condiciones, sin que se produjera la menor pérdida de energía. Grove probó así,
una vez más, con método físico, el principio formulado por Descartes al afirmar
que la cantidad de movimiento existente en el mundo es siempre la misma.
Gracias a este descubrimiento, las distintas fuerzas físicas, estas «especies»
inmutables, por así decirlo, de la física, se diferenciaron en distintas formas
del movimiento de la materia, que se transformaban unas en otras siguiendo
leyes determinadas. Se desterró de la ciencia la casualidad de la existencia de
tal o cual cantidad de fuerzas físicas, pues quedaron demostradas sus
interconexiones y transiciones. La física, como antes la
astronomía, llegó a un resultado que apuntaba necesariamente el ciclo eterno de
la materia en movimiento como la úItima conclusión de la ciencia.
El desarrollo maravillosamente rápido de la química
desde Lavoisier y, sobre todo, desde Dalton, atacó, por otro costado, las
viejas concepciones de la naturaleza. La obtención por medios inorgánicos de
compuestos que hasta entonces sólo se habían producido en los organismos vivos,
demostró que las leyes de la química tenían la misma validez para los cuerpos
orgánicos que para los inorgánicos y salvó en gran parte el supuesto abismo
entre la naturaleza inorgánica y la orgánica, abismo que ya Kant estimaba
insuperable por los siglos de los siglos.
Finalmente, también en la esfera de las investigaciones
biológicas, sobre todo los viajes y las expediciones científicas organizados de
modo sistemático a partir de mediados del siglo pasado, el estudio más
meticuloso de las colonias europeas en todas las partes del mundo por
especialistas que vivían allí, y, además, las realizaciones de la
paleontología, la anatomía y la fisiología en general, sobre todo desde que
empezó a usarse sistemáticamente el microscopio y se descubrió la célula; todo
esto ha acumulado tantos datos, que se ha hecho posible —y necesaria— la
aplicación del método comparativo. [Embriología.] De una parte, la geografía
física comparada permitió determinar las condiciones de vida de las distintas
floras y faunas; de otra parte, se comparó unos con otros distintos organismos
según sus órganos homólogos, y por cierto no sólo en el estado de madurez, sino
en todas las fases de su desarrollo. Y cuanto más profunda y exacta era esta
investigación, tanto más se esfumaba el rígido sistema que suponía la
naturaleza orgánica inmutable y fija. No sólo se iban haciendo más difusas las
fronteras entre las distintas especies vegetales y animales, sino que se
descubrieron animales, como el anfioxo y la lepidosirena(8)
que parecían mofarse de toda la clasificación existente hasta entonces [Ceratodus.
Ditto
archeopteryx(9), etc.]; finalmente, fueron hallados organismos de los
que ni siquiera se puede decir si pertenecen al mundo animal o al vegetal. Las
lagunas en los anales de la paleontología iban siendo llenadas una tras otra,
lo que obligaba a los más obstinados a reconocer el asombroso paralelismo
existente entre la historia del desarrollo del mundo orgánico en su conjunto y
la historia del desarrollo de cada organismo por separado, ofreciendo el hilo
de Ariadna, que debía indicar la salida del laberinto en que la botánica y la
zoología parecían cada vez más perdidas. Es de notar que casi al mismo tiempo
que Kant atacaba la doctrina de la eternidad del sistema solar, C. F. Wolff
desencadenaba, en 1759, el primer ataque contra la teoría de la constancia de
las especies y proclamaba la teoría de la evolución(10). Pero lo que en él sólo
era una anticipación brillante tomó una forma concreta en manos de Oken,
Lamarck y Baer y fue victoriosamente implantado en la ciencia por Darwin (11),
en 1859, exactamente cien años después. Casi al mismo tiempo quedó establecido
que el protoplasma y la célula, considerados hasta entonces como los últimos
constituyentes morfológicos de todos los organismos, eran también formas
orgánicas inferiores con existencia independiente. Todas estas realizaciones
redujeron al mínimo el abismo entre la naturaleza inorgánica y la orgánica y
eliminaron uno de los principales obstáculos que se alzaban ante la teoría de
la evolución de los organismos. La nueva concepción de la naturaleza hallábase
ya trazada en sus rasgos fundamentales: toda rigidez se disolvió, todo lo
inerte cobró movimiento, toda particularidad considerada como eterna resultó
pasajera, y quedó demostrado que la naturaleza se mueve en un flujo eterno y
cíclico.
* * *
Y así
hemos vuelto a la concepción del mundo que tenían los grandes fundadores de la
filosofía griega, a la concepción de que toda la naturaleza, desde sus
partículas más ínfimas hasta sus cuerpos más gigantescos, desde los granos de
arena hasta los soles, desde los protistas(12) hasta el hombre, se halla en un
estado perenne de nacimiento y muerte, en flujo constante, sujeto a incesantes
cambios y movimientos. Con la sola diferencia esencial de que lo que fuera para
los griegos una intuición genial es en nuestro caso el resultado de una
estricta investigación científica basada en la experiencia y, por ello, tiene
una forma más terminada y más clara. Es cierto que la prueba empírica de este
movimiento cíclico no está exenta de lagunas, pero éstas, insignificantes en
comparación con lo que se ha logrado ya establecer firmemente, son menos cada
año. Además, ¿cómo puede estar dicha prueba exenta de lagunas en algunos
detalles si tomamos en consideración que las ramas más importantes del saber
—la astronomía transplanetaria, la química, la geología— apenas si cuentan un
siglo, que la fisiología comparada apenas si tiene cincuenta años y que la
forma básica de casi todo desarrollo vital, la célula, fue descubierta hace
menos de cuarenta?
* * *
Los
innumerables soles y sistemas solares de nuestra isla cósmica, limitada por los
anillos estelares extremos de la Vía Láctea, se han desarrollado debido a la
contracción y enfriamiento de nebulosas incandescentes, sujetas a un movimiento
en torbellino cuyas leyes quizá sean descubiertas cuando varios siglos de
observación nos proporcionen una idea clara del movimiento propio de las
estrellas. Evidentemente, este desarrollo no se ha operado en todas partes con
la misma rapidez. La astronomía se ve más y más obligada a reconocer que,
además de los planetas, en nuestro sistema estelar existen cuerpos opacos,
soles extintos (Mädler); por otra parte (según Secchi), una parte de las
manchas nebulares gaseosas pertenece a nuestro sistema estelar como soles aún
no formados, lo que no excluye la posibilidad de que otras nebulosas, como
afirma Mädler, sean distantes islas cósmicas independientes, cuyo estadio
relativo de desarrollo debe ser establecido por el espectroscopio.
Laplace
demostró con todo detalle, y con maestría insuperada hasta la fecha, cómo un
sistema solar se desarrolla a partir de una masa nebular independiente;
realizaciones posteriores de la ciencia han ido probando su razón cada vez con
mayor fuerza.
En
los cuerpos independientes formados así —tanto en los soles como en los
planetas y en sus satélites— prevalece al principio la forma de movimiento de
la materia a la que hemos denominado calor. No
se puede hablar de compuestos de elementos químicos ni siquiera a la
temperatura que tiene actualmente el Sol; observaciones posteriores sobre éste
nos demostrarán hasta que punto el calor se transforma en estas condiciones en
electricidad o en magnetismo; ya está casi probado que los movimientos
mecánicos que se operan en el Sol se deben exclusivamente al conflicto entre el
calor y la gravedad.
Los
cuerpos desgajados de las nebulosas se enfrían más rápidamente cuanto más
pequeños son. Primero se enfrían los satélites, los asteroides y los
meteoritos, del mismo modo que nuestra Luna ha enfriado hace mucho. En los
planetas este proceso se opera más despacio, y en el astro central, aún con la
máxima lentitud.
Paralelamente
al enfriamiento progresivo empieza a manifestarse con fuerza creciente la
interacción de las formas físicas de movimiento que se transforman unas en
otras, hasta que, al fin, se llega a un punto en que la afinidad química
empieza a dejarse sentir, en que los elementos químicos antes indiferentes se
diferencian químicamente, adquieren propiedades químicas y se combinan unos con
otros. Estas combinaciones cambian de continuo
con la disminución de la temperatura —que influye de un modo distinto no ya
sólo en cada elemento, sino en cada combinación de elementos—; cambian con el
consecuente paso de una parte de la materia gaseosa primero al estado líquido y
después al sólido y con las nuevas condiciones así creadas.
El período en que el planeta adquiere su corteza
sólida y aparecen acumulaciones de agua en su superficie coincide con el
período en que la importancia de su calor intrínseco disminuye más y más en
comparación con el que recibe del astro central. Su atmósfera se convierte en
teatro de fenómenos meteorológicos en el sentido que damos hoy a esta palabra,
y su superficie, en teatro de cambios geológicos, en los que los depósitos,
resultado de las precipitaciones atmosféricas, van ganando cada vez mayor
preponderancia sobre los efectos, lentamente menguantes, del fluido
incandescente que constituye su núcleo interior.
Finalmente, cuando la temperatura ha descendido hasta
tal punto —por lo menos en una parte importante de la superficie— que ya no
rebasa los límites en que la albúmina es capaz de vivir, se forma, si se dan
otras condiciones químicas favorables, el protoplasma vivo. Hoy aún no sabemos
qué condiciones son ésas, cosa que no debe extrañarnos, ya que hasta la fecha
no se ha logrado establecer la fórmula química de la albúmina, ni siquiera
conocemos cuántos albuminoides químicamente diferentes existen, y sólo hace
unos diez años que sabemos que la albúmina completamente desprovista de
estructura cumple todas las funciones esenciales de la vida: la digestión, la
excreción, el movimiento, la contracción, la reacción a los estímulos y la
reproducción.
Pasaron
seguramente miles de años antes de que se dieran las condiciones para el
siguiente paso adelante y de la albúmina informe surgiera la primera célula,
merced a la formación del núcleo y de la membrana. Pero con la primera célula
se obtuvo la base para el desarrollo morfológico de todo el mundo orgánico; lo
primero que se desarrolló, según podemos colegir tomando en consideración los
datos que suministran los archivos de la paleontología, fueron innumerables
especies de protistas acelulares y celulares —de ellas sólo ha llegado hasta
nosotros el Eozoon canadense(13)— que fueron diferenciándose hasta
formar las primeras plantas y los primeros animales. Y
de los primeros animales se desarrollaron, esencialmente gracias a la
diferenciación, incontables clases, órdenes, familias, géneros y especies,
hasta llegar a la forma en la que el sistema nervioso alcanza su más pleno
desarrollo, a los vertebrados, y finalmente, entre éstos, a un vertebrado, en
que la naturaleza adquiere conciencia de sí misma, el hombre.
También el hombre surge por la diferenciación, y no
sólo como individuo —desarrollándose a partir de un simple óvulo hasta formar
el organismo más complejo que produce la naturaleza—, sino también en el
sentido histórico. Cuando después de una lucha de milenios la mano se
diferenció por fin de los pies y se llegó a la actitud erecta, el hombre se
hizo distinto del mono y quedó sentada la base para el desarrollo del lenguaje
articulado y para el poderoso desarrollo del cerebro, que desde entonces ha
abierto un abismo infranqueable entre el hombre y el mono. La especialización
de la mano implica la aparición de la herramienta, y ésta implica la
actividad específicamente humana, la acción recíproca transformadora del hombre
sobre la naturaleza, la producción. También los animales tienen herramientas en
el sentido más estrecho de la palabra, pero sólo como miembros de su cuerpo: la
hormiga, la abeja, el castor; los animales también producen, pero el efecto de
su producción sobre la naturaleza que les rodea es en relación a esta última
igual a cero. Unicamente el hombre ha logrado imprimir su sello a la naturaleza,
y no sólo llevando plantas y animales de un lugar a otro, sino modificando
también el aspecto y el clima de su lugar de habitación y hasta las propias
plantas y los animales hasta tal punto, que los resultados de su actividad sólo
pueden desaparecer con la extinción general del globo terrestre. Y esto lo ha
conseguido el hombre, ante todo y sobre todo, valiéndose de la mano. Hasta la máquina
de vapor, que es hoy por hoy su herramienta más poderosa para la transformación
de la naturaleza, depende en fin de cuentas, como herramienta, de la actividad
de las manos. Sin embargo, paralelamente a la mano fue desarrollándose, paso a
paso, la cabeza; iba apareciendo la conciencia, primero de las condiciones
necesarias para obtener ciertos resultados prácticos útiles; después, sobre la
base de esto, nació entre los pueblos que se hallaban en una situación más
ventajosa la comprensión de las leyes de la naturaleza que determinan dichos
resultados útiles. Al mismo tiempo que se desarrollaba rápidamente el
conocimiento de las leyes de la naturaleza, aumentaban los medios de acción
recíproca sobre ella; la mano sola nunca hubiera logrado crear la máquina de
vapor si, paralelamente, y en parte gracias a la mano, no se hubiera
desarrollado correlativamente el cerebro del hombre.
Con
el hombre entramos en la historia. También los animales tienen una
historia, la de su origen y desarrollo gradual hasta su estado presente. Pero,
los animales son objetos pasivos de la historia, y en cuanto toman parte en
ella, esto ocurre sin su conocimiento o voluntad. Los
hombres, por el contrario, a medida que se alejan más de los animales en el
sentido estrecho de la palabra, en mayor grado hacen su historia ellos mismos,
conscientemente, y tanto menor es la influencia que ejercen sobre esta historia
las circunstancias imprevistas y las fuerzas incontroladas, y tanto más
exactamente se corresponde el resultado histórico con los fines establecidos de
antemano. Pero si aplicamos este rasero a la historia humana, incluso a la
historia de los pueblos más desarrollados de nuestro siglo, veremos que incluso
aquí existe todavía una colosal discrepancia entre los objetivos propuestos y
los resultados obtenidos, veremos que continúan prevaleciendo las influencias
imprevistas, que las fuerzas incontroladas son mucho más poderosas que las
puestas en movimiento de acuerdo a un plan. Y esto no será de otro modo
mientras la actividad histórica más esencial de los hombres, la que los ha
elevado desde el estado animal al humano y forma la base material de todas sus
demás actividades —me refiero a la producción de sus medios de subsistencia, es
decir, a lo que hoy llamamos producción social— se vea particularmente
subordinada a la acción imprevista de fuerzas incontroladas y mientras el
objetivo deseado se alcance sólo como una excepción y mucho más frecuentemente
se obtengan resultados diametralmente opuestos. En los países industriales más
adelantados hemos sometido a las fuerzas de la naturaleza, poniéndolas al
servicio del hombre; gracias a ello hemos aumentado inconmensurablemente la
producción, de modo que hoy un niño produce más que antes cien adultos. Pero,
¿cuáles han sido las consecuencias de este acrecentamiento de la producción? El
aumento del trabajo agotador, una miseria creciente de las masas y un crac
inmenso cada diez años. Darwin no sospechaba qué sátira tan amarga escribía de
los hombres, y en particular de sus compatriotas, cuando demostró que la libre
concurrencia, la lucha por la existencia celebrada por los economistas como la
mayor realización histórica, era el estado normal del mundo animal.
Unicamente una organización consciente de la producción social, en la que la
producción y la distribución obedezcan a un plan, puede elevar socialmente a
los hombres sobre el resto del mundo animal, del mismo modo que la producción
en general les elevó como especie. El desarrollo histórico hace esta
organización más necesaria y más posible cada día. A partir de ella datará la
nueva época histórica en la que los propios hombres, y con ellos todas las ramas
de su actividad, especialmente las Ciencias Naturales, alcanzarán éxitos que
eclipsarán todo lo conseguido hasta entonces.
Pero «todo lo que nace es digno de morir»(******).
Quizá antes pasen millones de años, nazcan y bajen a la tumba centenares de
miles de generaciones, pero se acerca inexorablemente el tiempo en que el calor
decreciente del Sol no podrá ya derretir el hielo procedente de los polos; la
humanidad, más y más hacinada en torno al ecuador, no encontrará ni siquiera
allí el calor necesario para la vida; irá desapareciendo paulatinamente toda
huella de vida orgánica, y la Tierra, muerta, convertida en una esfera fría,
como la Luna, girará en las tinieblas más profundas, siguiendo órbitas más y
más reducidas, en torno al Sol, también muerto, sobre el que, a fin de cuentas,
terminará por caer. Unos planetas correrán esa suerte antes y otros después que
la Tierra; y en lugar del luminoso y cálido sistema solar, con la armónica
disposición de sus componentes, quedará tan sólo una esfera fría y muerta, que
aún seguirá su solitario camino por el espacio cósmico. El mismo destino que
aguarda a nuestro sistema solar espera antes o después a todos los demás
sistemas de nuestra isla cósmica, incluso a aquellos cuya luz jamás alcanzará
la Tierra mientras quede un ser humano capaz de percibirla.
¿Pero qué ocurrirá cuando este sistema solar haya
terminado su existencia, cuando haya sufrido la suerte de todo lo finito, la
muerte? ¿Continuará el cadáver del Sol rodando eternamente por el espacio
infinito, y todas las fuerzas de la naturaleza, antes infinitamente
diferenciadas, se convertirán en una única forma del movimiento, en la
atracción?
«¿O —como pregunta Secchi (pág. 810)— hay en la
naturaleza fuerzas capaces de hacer que el sistema muerto vuelva a su estado
original de nebulosa incandescente, capaces de despertarlo a una nueva vida? No
lo sabemos».
Sin duda, no lo sabemos en el sentido que sabemos que
2 X 2 = 4 o que la atracción de la materia aumenta y disminuye en razón del
cuadrado de la distancia. Pero en las Ciencias Naturales teóricas —que en lo
posible unen su concepción de la naturaleza en un todo armónico y sin las
cuales en nuestros días no puede hacer nada el empírico más limitado—, tenemos
que operar a menudo con magnitudes imperfectamente conocidas; y la consecuencia
lógica del pensamiento ha tenido que suplir, en todos los tiempos, la
insuficiencia de nuestros conocimientos. Las Ciencias Naturales contemporáneas
se han visto constreñidas a tomar de la filosofía el principio de la indestructibilidad
del movimiento; sin este principio las Ciencias Naturales ya no pueden existir.
Pero el movimiento de la materia no es únicamente tosco movimiento mecánico,
mero cambio de lugar; es calor y luz, tensión eléctrica y magnética,
combinación química y disociación, vida y, finalmente, conciencia. Decir que la
materia durante toda su existencia ilimitada en el tiempo sólo una vez —y ello
por un período infinitamente corto, en comparación con su eternidad— ha podido
diferenciar su movimiento y, con ello, desplegar toda la riqueza del mismo, y
que antes y después de ello se ha visto limitada eternamente a simples cambios
de lugar; decir esto equivale a afirmar que la materia es perecedera y el
movimiento pasajero. La indestructibilidad del movimiento debe ser comprendida
no sólo en el sentido cuantitativo, sino también en el cualitativo. La materia
cuyo mero cambio mecánico de lugar incluye la posibilidad de transformación, si
se dan condiciones favorables, en calor, electricidad, acción química, vida,
pero que es incapaz de producir esas condiciones por sí misma, esa materia ha
sufrido determinado perjuicio en su movimiento. El movimiento que ha
perdido la capacidad de verse transformado en las distintas formas que le son
propias, si bien posee aún dynamis(*******), no tiene ya energeia(********),
y por ello se halla parcialmente destruido. Pero lo uno y lo otro es
inconcebible.
En todo caso, es indudable que hubo un tiempo en que
la materia de nuestra isla cósmica convertía en calor una cantidad tan enorme de
movimiento —hasta hoy no sabemos de qué género—, que de él pudieron
desarrollarse los sistemas solares pertenecientes (según Mädler) por lo menos a
veinte millones de estrellas y cuya extinción gradual es igualmente indudable.
¿Cómo se operó esta transformación? Sabemos tan poco como sabe el padre Secchi
si el futuro caput mortuum(*********) de nuestro sistema solar se
convertirá de nuevo, alguna vez, en materia prima para nuevos sistemas solares.
Pero aquí nos vemos obligados a recurrir a la ayuda del creador o a concluir
que la materia prima incandescente que dio origen a los sistemas solares de
nuestra isla cósmica se produjo de forma natural, por transformaciones del
movimiento que son inherentes por naturaleza a la materia en
movimiento y cuyas condiciones deben, por consiguiente, ser reproducidas por la
materia, aunque sea después de millones y millones de años, más o menos
accidentalmente, pero con la necesidad que es también inherente a la
casualidad.
Ahora
es más y más admitida la posibilidad de semejante transformación. Se llega a la
convicción de que el destino final de los cuerpos celestes es de caer unos en
otros y se calcula incluso la cantidad de calor que debe desarrollarse en tales
colisiones. La aparición repentina de nuevas estrellas y el no menos repentino
aumento del brillo de estrellas hace mucho conocidas —de lo cual nos informa la
astronomía—, pueden ser fácilmente explicados por semejantes colisiones. Además, debe tenerse en cuenta que no sólo nuestros planetas giran
alrededor del Sol y que no sólo nuestro Sol se mueve dentro de nuestra isla
cósmica, sino que toda esta última se mueve en el espacio cósmico, hallándose
en equilibrio temporal relativo con las otras islas cósmicas, pues incluso el
equilibrio relativo de los cuerpos que flotan libremente puede existir
únicamente allí donde el movimiento está recíprocamente condicionado; además,
algunos admiten que la temperatura en el espacio cósmico no es en todas partes
la misma. Finalmente, sabemos que, excepción hecha de una porción infinitesimal,
el calor de los innumerables soles de nuestra isla cósmica desaparece en el
espacio cósmico, tratando en vano de elevar su temperatura aunque nada más sea
que en una millonésima de grado centígrado. ¿Qué sé hace de toda esa
enorme cantidad de calor? ¿Se pierde para siempre en su intento de calentar el
espacio cósmico, cesa de existir prácticamente y continúa existiendo sólo
teóricamente en el hecho de que el espacio cósmico se ha calentado en una
fracción decimal de grado, que comienza con diez o más ceros? Esta suposición niega la indestructibilidad del movimiento; admite la
posibilidad de que por la caída sucesiva de los cuerpos celestes unos sobre
otros, todo el movimiento mecánico existente se convertirá en calor irradiado
al espacio cósmico, merced a lo cual, a despecho de toda la «indestructibilidad
de la fuerza», cesaría, en general, todo movimiento. (Por cierto, aquí se ve
cuán poco acertada es la expresión indestructibilidad de la fuerza en lugar de
indestructibilidad del movimiento.) Llegamos así a la
conclusión de que el calor irradiado al espacio cósmico debe, de un modo u otro
—llegará un tiempo en que las Ciencias Naturales se impongan la tarea de
averiguarlo—, convertirse en otra forma del movimiento en la que tenga la
posibilidad de concentrarse una vez más y funcionar activamente. Con ello
desaparece el principal obstáculo que hoy existe para el reconocimiento de la
reconversión de los soles extintos en nebulosas incandescentes.
Además, la sucesión eternamente reiterada de los mundos
en el tiempo infinito es únicamente un complemento lógico a la coexistencia de
innumerables mundos en el espacio infinito. Este es un principio cuya necesidad
indiscutible se ha visto forzado a reconocer incluso el cerebro antiteórico del
yanqui Draper(**********).
Este es el ciclo eterno en que se mueve la materia, un
ciclo que únicamente cierra su trayectoria en períodos para los que nuestro año
terrestre no puede servir de unidad de medida, un ciclo en el cual el tiempo de
máximo desarrollo, el tiempo de la vida orgánica y, más aún, el tiempo de vida
de los seres conscientes de sí mismos y de la naturaleza, es tan parcamente
medido como el espacio en que la vida y la autoconciencia existen; un ciclo en
el que cada forma finita de existencia de la materia —lo mismo si es un sol que
una nebulosa, un individuo animal o una especie de animales, la combinación o
la disociación química— es igualmente pasajera y en el que no hay nada eterno
do no ser la materia en eterno movimiento y transformación y las leyes según
las cuales se mueve y se transforma. Pero, por más frecuente e
inexorablemente que este ciclo se opere en el tiempo y en el espacio, por más
millones de soles y tierras que nazcan y mueran, por más que puedan tardar en
crearse en un sistema solar e incluso en un solo planeta las condiciones para
la vida orgánica, por más innumerables que sean los seres orgánicos que deban
surgir y perecer antes de que se desarrollen de su medio animales con un
cerebro capaz de pensar y que encuentren por un breve plazo condiciones
favorables para su vida, para ser luego también aniquilados sin piedad, tenemos
la certeza de que la materia será eternamente la misma en todas sus
transformaciones, de que ninguno de sus atributos puede jamás perderse y que
por ello, con la misma necesidad férrea con que ha de exterminar en la Tierra
su creación superior, la mente pensante, ha de volver a crearla en algún otro
sitio y en otro tiempo.
(*)
Literalmente: los años quinientos, es decir, el siglo XVI. (N. de la Edit.)
(**)
Textualmente: círculo de las tierras; así llamaban los antiguos romanos el
mundo, la Tierra. (N. de la Edit.)
(***)
Aquí y en los casos siguientes damos en paréntesis cuadrados las palabras
escritas por Engels en los márgenes del manuscrito. (N. de la Edit.)
(****)
El defecto de las concepciones de Lyell —por lo menos en su forma original—
consiste en que considera las fuerzas que actúan sobre la Tierra como fuerzas
constantes, tanto cualitativa como cuantitativamente. Para él no existe el
enfriamiento de la Tierra y ésta no se desarrolla en una dirección determinada,
sino que cambia solamente de modo casual y sin conexión.
(*****) Cuán firmemente se aferraba en 1861 a estas
concepciones un hombre cuyos trabajos científicos proporcionaron mucho y muy valioso
material para superarlas lo demuestran las siguientes palabras clásicas:
«El mecanismo entero de nuestro sistema solar tiende,
por todo cuanto hemos logrado comprender, a la preservación de lo que existe, a
su existencia prolongada e inmutable. Del mismo modo que ni un solo animal y ni
una sola planta en la Tierra se han hecho más perfectos o, en general,
diferentes desde los tiempos más remotos, del mismo modo que en todos los
organismos observamos únicamente estadios de contigüidad, y no de sucesión,
del mismo modo que nuestro propio género ha permanecido siempre el mismo
corporalmente, la mayor diversidad de los cuerpos celestes coexistentes no nos
da derecho a suponer que estas formas sean meramente distintas fases del
desarrollo; por el contrario, todo lo creado es igualmente perfecto de por sí».
(Mädler,
"Astronomía popular", pág. 316, 5ª edición, Berlín, 1861)
Se
refiere al libro: Mädler J. H., "Der Wunderbau des Weltalls oder populäre
Astronomie", 5 Aufl., Berlin, 1861. (N. de la Edit.).
(******)
Palabras de Mefistófeles en el "Fausto" de Goethe, parte I, escena
III. (N. de la Edit.)
(*******)
Posibilidad. (N. de la Edit.)
(********)
Realidad. (N. de la Edit.)
(*********)
«Caput mortuum»: literalmente, «cabeza muerta»; en el sentido figurado, de
restos mortales, desechos después de la calcinación, reacción química, etc.,
aquí se trata del Sol apagado con los planetas muertos caídos sobre él. (N. de
la Edit.)
(**********)
«La multiplicidad de los mundos en el espacio infinito lleva a la concepción de
una sucesión de mundos en el tiempo infinito». J.
W. Draper, "History of the Intellectual Development of Europe", II,
p. 325 («Historia del desarrollo intelectual de Europa», t. II, pág. 325). (N. de la Edit.)
(1)
La "Dialéctica de la Naturaleza": una de las principales obras de F.
Engels; se da en ella una síntesis dialéctico-materialista de los mayores
adelantos de las Ciencias Naturales de mediados del siglo XIX, se desarrolla la
dialéctica materialista y se hace la crítica de las concepciones metafísicas e
idealistas en las Ciencias Naturales.
En el índice del tercer cuaderno de materiales de "La Dialéctica de la
Naturaleza", redactado por Engels, esta "Introducción" se
denomina "Vieja introducción". Puede ponérsele la fecha de 1875 o de
1876. Es posible que la primera parte de la "Introducción" haya sido
escrita en 1875 y la segunda, en la primera mitad de 1876.
(2)
Se alude a la Gran Guerra campesina en Alemania de 1524 a 1525.
(3)
Engels se refiere al coral de Lutero "Ein feste Burg ist unser Gott"
(«El Señor es nuestro firme baluarte»). E. Heine, en su obra "Historia de
la religión y la filosofía en Alemania", segundo tomo, llama a este canto
"La Marsellesa de la Reforma".
(4)
Copérnico recibió el ejemplar de su libro "De Revolutionibus Orbium
Coelestium" («De las revoluciones de los círculos celestiales») en el que
exponía el sistema heliocéntrico del mundo, el 24 de mayo (calendario juliano)
de 1543, el día de su muerte.
(5)
Según los criterios que reinaban en la química del siglo XVIII, se consideraba
que el proceso de combustión se hallaba condicionado por la existencia de una
substancia especial en los cuerpos, el flogisto, que se segregaba de ellos
durante la combustión. El eminente químico francés A. Lavoisier demostró la
inconsistencia de esta teoría y dio la explicación justa del proceso como
reacción de combinación de un cuerpo combustible con el oxígeno.
(6)
Trátase del libro de Kant "Allgemeine Naturgeschichte und Theorie des
Himmels" («Historia universal de la naturaleza y teoría del cielo»),
publicado anónimo en 1755. En dicha obra se exponía la hipótesis cosmogónica de
Kant, según la cual el sistema solar se habrá desarrollado a partir de una
nebulosa originaria. Laplace expuso por vez primera su hipótesis acerca de la
formación del sistema solar en el último capítulo de su obra "Exposition
du systême du monde", tomos I y II, París, 1796.
(7)
Se alude a la idea expresada por I. Newton en el trabajo "Philosophiae
naturalis principia mathematica" («Principios matemáticos de la filosofía
natural»), libro tercero. Consideraciones
generales. Al referirse a esta expresión de Newton, Hegel, en su
"Enciclopedia de las ciencias filosóficas", § 98, Adición I, hacía
notar: «Newton ...advirtió abiertamente a la física para que no incurriera en
la metafísica...».
(8) Anfioxo: pequeño animal pisciforme; es
una forma transitoria de los invertebrados a los vertebrados; vive en varios
mares y océanos.
Lepidosirena:
pez dipneumónido, es decir, con respiración pulmonar y branquial; vive en Sudamérica.
(9) Ceratodus: pez dipneumónido de Australia.
Archeopteryx:
vertebrado fósil, uno de los más antiguos representantes de la clase de las
aves; presenta, al propio tiempo, ciertos caracteres de los reptiles.
(10)
Trátase de la disertación de K. F. Wolff "Theoria generationis" («La
teoría de la generación»), publicada en 1759.
(11)
En 1859 vio la luz el libro de C. Darwin "El origen de las especies".
(12) Protista:
nombre que propuso Haeckel para designar un extenso grupo de organismos
inferiores (unicelulares y acelulares) que, a la par de los dos reinos de
organismos multicelulares (animales y vegetales), forma un tercer reino
especial de la naturaleza orgánica.
(13) Eozoon
canadense: mineral hallado en el Canadá, que se creyó un fósil de organismos
primitivos. En 1878, el zoólogo alemán K. Möbius mostró que este mineral no era
de origen orgánico.
Esta obra
completa puede leerla en:
http://www.marxists.org/espanol/m-e/1880s/dianatura/index.htm