GORDON CHILDE
LOS ORÍGENES DE LA CIVILIZACIÓN
Evolución Orgánica y Progreso Cultural
Hemos
sugerido que la prehistoria es una continuación de la historia natural, y que
existe una analogía entre la evolución orgánica y el progreso de la cultura. La
historia universal indaga la aparición de nuevas especies, cada vez mejor
adaptadas para sobrevivir, más aptas para conseguir alimento y abrigo, y para
mulltiplicarse. La historia humana muestra al hombre creando nuevas industrias
y nuevas economías que han promovido el incremento de su especie y, con esto,
ha vindicado el mejoramiento de su aptitud.
El carnero montaraz es apto
para sobrevivir en el clima frío de la montaña, por su grueso abrigo de pelo y
lana. El hombre puede adaptarse a vivir en el mismo medio ambiente,
fabricándose abrigos de piel o de lana de carnero. Con sus patas y su hocico,
los conejos pueden excavarse madrigueras, procurándose abrigo contra el frío y
contra sus enemigos. Con picos y palas, el hombre puede construirse refugios
semejantes y aun mejores, empleando tabiques, piedra y madera. Los leones
tienen garras y dientes, los cuales les aseguran la comida que necesitan. El
hombre hace flechas y lanzas, para matar animales de caza. Un instinto innato,
una adaptación heredada de su sistema nervioso rudimentario, permite, hasta a
la más humilde medusa, apoderarse de su presa cuando ésta se encuentra
realmente a su alcance. El hombre aprende métodos más eficaces y más
diferenciados para obtener su alimento, a través de las enseñanzas y del
ejemplo de sus mayores.
En la historia humana, los
vestidos, herramientas, armas y tradiciones, toman el lugar de las pieles,
garras, colmillos e instintos, para la búsqueda de alimento y abrigo. Las
costumbres y prohibiciones, condensando siglos de experiencia acumulada y
transmitida por la tradición social, ocupan el lugar de los instintos
heredados, facilitando la supervivencia de nuestra especie.
Se trata, ciertamente, de una
analogía. Pero es esencial no perder de vista las importantes diferencias que
existen entre el proceso histórico y la evolución orgánica, entre la cultura
humana y el apresto corpóreo del animal, entre la herencia social y la herencia
biológica. El lenguaje figurado, que se basa en la admisión de analogías,
expone al incauto a llegar a conclusiones erróneas. Así, por ejemplo, podemos
leer: "En la época jurásica, la lucha por la vida debe de haber sido muy
rigurosa... el Triceratops tenía cubierta su cabeza y su pescuezo con
una especie de casquete óseo, con dos cuernos sobre los ojos". El pasaje
sugiere esas cosas que se ven en tiempo de guerra. Entre 1915 y 1918, cuando
los beligerantes se encontraron amenazados desde el aire, inventaron los cascos
blindados, los cañones antiaéreos, los refugios contra bombardeos y otros
artificios protectores. Ahora que, este proceso de invención no es, en modo
alguno, semejante a la evolución del Triceratops, tal como la conciben
los biólogos. Su casquete óseo formaba parte de su cuerpo; lo había heredado de
sus antecesores; y se había ido desarrollando en forma muy lenta, como
resultado de pequeñas modificaciones espontáneas en la envoltura corpórea de
los reptiles, acumuladas durante centenares de generaciones. La razón de que el
Triceratops sobreviviera no se encuentra en su voluntad, sino en el
hecho de que sus antecesores provistos de tal apresto corpóreo, en su forma
rudimentaria, obtuvieron mejores resultados en la adquisición de alimentos y
pudieron eludir mejor los peligros, que aquellos que carecían de él. Los
aprestos y las defensas del hombre son externos a su cuerpo, pudiendo
ponérselos o introducirse en ellos a voluntad. Su empleo no es heredado, sino
aprendido, más bien con lentitud, del grupo social al cual pertenece cada
individuo. La herencia social del hombre es una tradición que él empieza a
adquirir sólo después de que ha surgido del seno de su madre. Las
modificaciones a la cultura y a la tradición pueden ser iniciadas, controladas
o retardadas por la opción consciente y deliberada de sus autores y ejecutores
humanos. La invención no es una mutación accidental del plasma germinativo,
sino una nueva síntesis de la experiencia acumulada, de la cual es heredero el
inventor únicamente por la tradición. Es bueno esclarecer, tanto como sea
posible, las diferencias que subsisten entre los procesos que venimos
comparando.
No es necesario describir en
sus detalles el mecanismo de la evolución, tal como lo conciben los biólogos.
Por otra parte, ya ha sido esbozado por los expertos, en libros accesibles y
legibles. El punto de vista más generalizado parece ser, en breves palabras, el
que sigue a continuación. Se supone que la evolución de nuevas formas de vida y
de nuevas especies de animales es el resultado de la acumulación de cambios
hereditarios en el plasma germinativo. (La naturaleza exacta de estos cambios
es algo que se encuentra tan obscuro para los científicos, como pueden serlo
las palabras plasma germinativo para el lector ordinario). Tales cambios, en
tanto faciliten la vida y la reproducción de la criatura, estarán fundados en
lo que se llama la "selección natural". Las criaturas que no resultan
afectadas por los cambios en cuestión, sencillamente mueren o quedan confinadas
en algún rincón, dejando a las nuevas especies en posesión del campo. Un
ejemplo concreto, y parcialmente ficticio, ilustrará su significado mejor que
varias páginas más de términos abstractos.
Hace aproximadamente medio
millón de años, Europa y Asia fueron azotadas por períodos de intenso frío -las
llamadas Edades de Hielo- que duraron millares de años. En ese tiempo existían
varias especies de elefantes, antecesores de los modernos elefantes africanos e
hindúes. Al sufrir los rigores de la Edad de Hielo, en algunos elefantes se
desarrolló un abrigo de pelos lanudos convirtiéndose por último en lo que
llamamos mamuts. Esto no significa que un elefante ordinario se hubiera dicho
un buen día: "siento un frío terrible, me pondré un abrigo de lana",
ni tampoco que le hubieran brotado misteriosamente pelos para cubrirse, a fuerza
de desearlo continuamente. Lo que se supone que ocurrió, sería más bien esto:
El plasma germinativo está
expuesto a cambios, y cambia constantemente. Entre los elefantes nacidos sin
pelo, y en la medida en que la Edad de Hielo se fue haciendo más rigurosa y
como resultado de ciertos cambios en el plasma germinativo, empezaron a nacer
algunos con la tendencia a tener la piel velluda y que, cuando crecieron, se
volvieron realmente peludos. En las latitudes frías, los elefantes peludos
prosperaron más que los del tipo común y engendraron familias mayores, también
provistas de pelo. Por lo tanto, aumentaron a costa de los otros. A más de
esto, en algunos de sus descendientes, el plasma germinativo pudo sufrir
cambios misteriosos análogos a los anteriores, de tal modo que se hicieran aun
más peludos que sus antecesores y que sus contemporáneos. Los cuales, a su vez,
siendo los más aptos para soportar el frío, prosperaron mejor y se
multiplicaron aun más que los otros. De esta manera, después de muchas
generaciones se debe de haber formado una raza de elefantes peludos, o mamuts.,
como resultado de la acumulación de las variaciones hereditarias sucesivas que
hemos descrito. Y únicamente esta raza fue capaz de resistir las condiciones
glaciales de las regiones septentrionales de Europa y Asia. Así adquirió el
mamut su abrigo de lana permanente, como resultado de un proceso que abarcó
muchas generaciones y millares de años, porque los elefantes de todas las
especies se reproducen lentamente.
Durante las Edades de Hielo, ya
existían varias especies de hombres, contemporáneos del mamut; ellos cazaron
estas bestias y dibujaron sus imágenes en las cavernas. Pero no heredaron
abrigos de pieles, ni desarrollaron cosa alguna semejante para hacer frente a
la crisis; algunos de los pobladores humanos de Europa, durante la Edad de
Hielo, pasarían actualmente inadvertidos dentro de una muchedumbre. En lugar de
someterse a los lentos cambios físicos que acabaron por hacer capaces a los
mamuts de resistir el frío, nuestros ancestros descubrieron la manera de
controlar el fuego y el modo de hacerse abrigos de pieles. Así fueron capaces
de enfrentarse al frío con tan buenos resultados como los mamuts. (Aquí hay una
ilustración que dice: Fig. 3 Mamut grabado por un artista contemporáneo suyo en
una cueva de Francia.)
Desde luego, mientras las crías
de mamut nacían con la tendencia a tener un abrigo de pelo, y éste crecía
ineludiblemente al mismo tiempo que la cría, las crías del hombre no nacían ya
afectas al fuego o a la hechura de abrigos. Los mamuts transmitían sus abrigos
a su progenie, por herencia. Cada generación de hombres, en cambio, tenía que
aprender por entero el arte de mantener el fuego, lo mismo que el de hacer
abrigos, desde sus rudimentos mismos. El arte era transmitido de padres a hijos
sólo por medio de la enseñanza y del ejemplo. Se trataba de una
"característica adquirida"; y, de acuerdo con los zoólogos, las
características adquiridas no son hereditarias. Un niño, por sí solo, el día de
su nacimiento es tan afecto al fuego como lo era el hombre hace medio millón de
años, cuando comenzó a alimentar las llamas, en vez de huir de ellas como lo
hacían las otras bestias.
El relato anterior puede ser expuesto en términos técnicos, como sigue: algunos
miembros del género Elephas se adaptaron al medio ambiente de las Edades
de Hielo, y evolucionaron a la especie Elephas primigenios. La especie Homo
sapiens fue capaz de sobrevivir en el mismo medio ambiente, mejorando su
cultura material. Tanto la evolución como el cambio cultural, pueden ser
considerados como adaptaciones al medio ambiente. Desde luego, el medio
ambiente significa el conjunto de la situación en la cual tiene que vivir una
criatura: no abarca únicamente del clima (calor, frío, humedad, vientos) y las
características fisiográficas, como las montañas, mares, ríos y pantanos, sino
también factores tales como la provisión de alimentos, enemigos animales y, en
el caso del hombre, aun las tradiciones, costumbres y leyes sociales, la posición
económica y las creencias religiosas.
Tanto el hombre como el mamut
se adaptaron con éxito al medio ambiente de las Edades de Hielo. Ambos
florecieron y se multiplicaron en esas condiciones climáticas peculiares. No
obstante, su historia diverge al final. La última Edad de Hielo pasó y, con
ella, se extinguió al mamut. El hombre ha sobrevivido. El mamut se había
adaptado demasiado bien a su conjunto de condiciones en particular, estaba
especializado en exceso. Cuando, con la aparición de condiciones más benignas,
los bosques cubrieron las extensas tundras en las cuales había vagado el mamut,
y la vegetación templada substituyó a la desmedrada vegetación ártica por la
cual ramoneaba el mamut, entonces la bestia se encontró desvalida. Todos los
caracteres corpóreos que lo habían capacitado para prosperar en las Edades de
Hielo -el abrigo de pelo, el aparato digestivo adoptado para alimentarse con
musgo y sauces enanos, las pezuñas y la trompa constituidas para hozar en la
nieve-, se convirtieron en otras tantas desventajas, dentro de los climas
templados. El hombre, por su parte, se encontraba en libertad de abandonar su
abrigo, si sentía demasiado calor, de inventar otras herramientas y de optar
por la carne de vaca, en lugar de la de mamut.
El párrafo anterior nos conduce
a extraer una lección que ya habíamos apuntado. A la larga, la adaptación
exclusiva a un medio ambiente peculiar no resulta provechosa. Ella impone
restricciones rigurosas y, en último término, tal vez fatales, a las posibilidades
de vivir y de multiplicarse. Dentro de una perspectiva amplia, lo que es
ventajoso es la capacidad de adaptarse a las circunstancias cambiantes. Tal
adaptabilidad obliga al desarrollo de un sistema nervioso y, por último, de un
cerebro.
Hasta el organismo más
elemental está provisto de un sistema nervioso rudimentario, el cual le permite
ejecutar uno o dos movimientos simples, como respuesta a los cambios ocurridos
en el mundo que le rodea. El cambio exterior excita o estimula lo que sirve a la
criatura como "órgano sensorial" y este estímulo impulsa ciertos
movimientos o cambios determinados en el cuerpo de la criatura. La proximidad
de un ave depredatoria -o de cualquier otro objeto- cuando alcanza el órgano
sensorial de una ostra, estimula su nervio de tal manera que produce una
contracción de los músculos que cierran su concha. El sistema nervioso de la
ostra le suministra una especie de recurso automático para su propia
protección; pero carece de capacidad para hacer variar el movimiento de acuerdo
con las diferencias en los cambios externos que lo suscitan. El sistema
nervioso se encuentra adaptado para ejecutar una clase de movimientos
musculares, en todas las ocasiones en que un objeto externo cualquier afecte
sus extremidades sensoriales. Todas las respuestas automáticas, para cuya
ejecución se encuentra adaptado un organismo ante cualquier cambio que ocurre
en su medio ambiente, pueden ser llamadas instintos(1). Desde luego, éstos son
hereditarios, exactamente en la misma manera en que lo es la forma física de la
criatura. Constituyen consecuencias necesarias e inevitables de la estructura
de su sistema nervioso, el cual forma parte de su mecanismo corpóreo.
Mientras más nos elevamos en la
escala evolutiva, encontraremos que se hace más complicado el sistema nervioso.
Los órganos se habilitan y especializan para descubrir diferentes clases de
cambios en el medio ambiente -presiones ejercidas sobre el cuerpo de la
criatura, vibraciones en el aire, rayos de luz, y otros movimientos-. Así
surgen los sentidos diversificados del tacto, del oído, de la vista, y el resto
de órganos corpóreos apropiados para conectarlos con el cuerpo mismo. Al propio
tiempo, se incrementa el número y la variedad de los movimientos que la
criatura puede realizar, por el desarrollo y la especialización de los nervios
motores que controlan músculos o conjuntos de músculos. En los organismos
superiores, se desenvuelve un mecanismo que conecta, con creciente finura, los
nervios sensoriales, afectados por los cambios ocurridos en el medio ambiente,
y los nervios motores que controlan los movimientos de los músculos.
El resultado de tal
desenvolvimiento es el de hacer capaz a la criatura de variar sus movimientos,
su "conducta", de acuerdo con las pequeñas variaciones ocurridas en
los cambios exteriores que afectan a sus nervios. Entonces puede adaptar sus
reacciones. La mayor parte de este mecanismo de adaptación se encuentra
localizado en el cerebro. Los organismos inferiores tienen meros nodos o nudos,
en donde se reúnen los diferentes nervios sensoriales y motores. A partir de
estos rudimentos se inicia el desarrollo de un cerebro, ascendiendo en la
escala evolutiva. Crece y se desarrolla una trama compleja de líneas que
conectan los diversos nervios sensoriales y transmiten los impulsos que los
afectan a los nervios motores apropiados. De esta manera, las sensaciones, que
en un principio pueden haber sido simplemente impresiones efímeras, llegan a
conectarse permanentemente entre sí y con algunos movimientos, y por tanto,
pueden ser "recordadas".
Finalmente, en vez de un par de
movimientos muy simples, ejecutados sin discriminación ante cualquier cambio
ocurrido en el medio que lo rodea, el mamífero puede dar respuestas diferentes,
apropiadas a una amplia variedad de objetos y condiciones exteriores que lo
afecten. Así, es capaz de enfrentarse con éxito a una mayor diversidad de
circunstancias. Puede obtener su alimento con más regularidad y seguridad,
esquivar a sus enemigos con mejores resultados y propagar su especie de manera
más económica. El desenvolvimiento de un sistema nervioso y de un cerebro hace
que la vida sea posible en condiciones más variadas. Y, como tales condiciones
están cambiando constantemente, es obvio que esta adaptabilidad facilita la
supervivencia y la multiplicación.
El hombre aparece muy tarde en
los registros geológicos. Ningún esqueleto fósil al cual se le pueda dar el
nombre de "hombre" es anterior a la penúltima parte de la historia
terrestre, o sea, a la era del "pleistoceno". Aún entonces, los
fósiles siguen siendo excepcionalmente raros hasta los períodos más recientes,
y pueden contarse con los dedos los "hombres" fósiles de la era
inferior del pleistoceno. En la actualidad, todos los hombres pertenecen a una sola
especie, la del Homo sapiens, y todos se pueden cruzar libremente entre
sí; pero, en cambio, los "hombres" primitivos del pleistoceno
pertenecían a varias especies distintas. Algunos, en realidad, divergían tanto
de nosotros en su estructura corpórea, que los antropólogos se inclinan a
asignarles distintos géneros. Los miembros primitivos de la familia humana a
que nos referimos, los homínidos fósiles que a menudo son llamados
paleantrópicos, no fueron ancestros directos en nuestra evolución; en el árbol
genealógico del Homo sapiens, ellos representan ramas laterales del
tronco principal. Aún más, sus cuerpos se encontraban mejor provistos que los
nuestros para ejecutar ciertas funciones físicos, como el combate. Por ejemplo,
los colmillos de la dentadura del Eoanthropus, u hombre de Piltdown,
deben de haber sido armas formidables. Pero, por el momento, podemos ignorar
las diferencias dentro de nuestra familia.
El hombre no se encuentra, en
la actualidad -y, al parecer, tampoco lo estaba desde su primera aparición en
el pleistoceno-, adecuadamente adaptado para sobrevivir en un medio ambiente
particular cualquiera. Sus defensas corpóreas para enfrentarse a un conjunto
específico de condiciones cualesquiera, son inferiores a las que poseen la mayor
parte de los animales. El hombre no tiene, y posiblemente nunca tuvo, un abrigo
de piel semejante al del oso polar, para conservar el calor de su cuerpo en un
ambiente frío. Su cuerpo no está bien adaptado, particularmente, para la huida,
la defensa propia o la cacería. No tiene, por ejemplo, una excepcional ligereza
de pies, y sería dejado atrás, en una carrera, por una liebre o por un
avestruz. No tiene un color que lo proteja, como el tigre o el leopardo
moteado; ni una armadura corpórea como la tortuga o el cangrejo. Tampoco posee
alas para escapar y contar con ventaja para acechar y atrapar su presa. Carece
del pico y de las garras del halcón, lo mismo que de su vista penetrante. Para
coger su presa y para defenderse, su fuerza muscular, su dentadura y sus uñas
son incomparablemente inferiores a las del tigre.
En su historia evolutiva
relativamente corta, que se encuentra atestiguada por los restos fósiles, el
hombre no ha mejorado sus aprestos hereditarios por cambios corpóreos que
puedan descubrirse en su esqueleto. No obstante lo cual, ha sido capaz de
adaptarse a una variedad de ambientes mayor que casi todas las otras criaturas,
de multiplicarse con más rapidez que cualquier otro de sus parientes entre los
mamíferos superiores, y de vencer al oso polar, a la liebre, al halcón y al
tigre en sus habilidades específicas. Por medio de su control del fuego y de su
habilidad para hacerse vestidos y habitaciones, el hombre puede, y de hecho lo
realiza, vivir y prosperar desde el círculo ártico hasta el ecuador. Con los
trenes y automóviles que construye, el hombre puede aventajar la mayor ligereza
de la liebre o del avestruz. En los aeroplanos el hombre puede subir más alto
que el águila y, con telescopios, puede ver más lejos que el halcón. Con las armas
de fuego, puede abatir animales a los que el tigre no se atreve a atacar.
Con todo, debemos repetir que
el fuego, los vestidos, las casas, los trenes, los aeroplanos, los telescopios
y las armas de fuego no son parte del cuerpo humano. El hombre puede cogerlos y
dejarlos a voluntad. No son hereditarios en el sentido biológico, sino que la
habilidad necesaria para producirlos y utilizarlos forma parte de nuestra
herencia social, siendo resultado de una tradición acumulada por muchas
generaciones y que no se transmite por la sangre, sino a través de la palabra
hablada y escrita.
La compensación del hombre por
su cuerpo pobremente dotado, comparado con el de otros animales, ha sido la
posesión de un cerebro grande y complejo, el cual constituye el centro de un
extenso y delicado sistema nervioso. Esto le permite ejecutar una gran variedad
de movimientos controlados con precisión que se adaptan exactamente a los
impulsos recibidos por los afinados órganos sensoriales. Únicamente así es como
el hombre ha sido capaz de hacerse abrigos contra el clima y las vicisitudes
del tiempo, lo mismo que instrumentos y armas ofensivos y defensivos, los
cuales, debido a que se pueden adaptar y ajustar, son realmente superiores a
las corazas corpóreas, a los dientes o a las garras.
En cierto sentido, la
posibilidad de construir substitutos artificiales para las defensas corpóreas
es una consecuencia de su carencia. Por ejemplo, mientras los huesos de la caja
craneana tienen que soportar los poderosos músculos que son necesarios para la
masticación con una fuerte mandíbula, y para esgrimir los dientes en el
combate, como ocurre en el caso del chimpancé, el cerebro dispone de poco
espacio para dilatarse, ya que los huesos de la caja craneana deben ser gruesos
y macizos. Si el peso del cuerpo tiene que ser soportado normalmente por las
patas delanteras y traseras, ya sea para caminar o para trepar, entonces
resultarán imposibles los movimientos finos y delicados de los dedos humanos
para coger y hacer cosas. A la vez, sin manos para asir los alimentos y para
hacer las herramientas y las armas que le permiten asegurarse el alimento y
repeler los ataques, las mandíbulas poderosas y los dientes agresivos, tales
como los poseen nuestros parientes los monos, difícilmente hubieran disminuido
de peso y de tamaño. Así, los cambios evolutivos que han contribuido a la
formación del hombre se encuentran conectados, de una manera muy íntima, tanto
entre sí como con los cambios culturales que el hombre mismo ha producido. Por
lo cual no resulta sorprendente que, en sus intentos primitivos, el hombre haya
progresado en diferentes grados relativos. El hombre de Piltdown (Eoanthropus),
por ejemplo, poseía una caja craneana comparable por sus dimensiones a la
nuestra, pero conservaba la poderosa mandíbula inferior y los colmillos
prominentes que son propios del mono.
El hombre, entonces, está
dotado por la naturaleza con un cerebro grande en comparación con su cuerpo, y
esta dote es la condición que habilita al hombre para hacer su propia cultura.
Otras dotes naturales se asocian luego y contribuyen al mismo resultado. Elliot
Smith ha expuesto brillantemente el significado de la "visión
binocular", heredada de humildes ancestros cuadrumanos muy remotos. Dorothy
Davidson ha hecho una síntesis tan hábil del argumento, que su recapitulación
aquí resulta innecesaria. De un modo general, establece que nosotros, y
nuestros ancestros en el desarrollo evolutivo, vemos con los dos ojos una sola
imagen, cuando otros mamíferos ven dos. Ciertas sensaciones musculares
inadvertidas, indispensables para enfocar y unificar las imágenes recibidas por
los dos ojos, constituyen un factor importante para estimar la distancia y para
ver los objetos como sólidos (estereoscópicamente), en lugar de planos. En el
hombre y en los primates superiores, la asociación de las imágenes
estereoscópicas con las sensaciones táctiles y la actividad muscular, hace
posible la perfecta estimación de las distancias y profundidades. Sin esto, la
finura de las manos y de los dedos no sería suficiente para hacer instrumentos.
Es la cooperación perfectamente ajustada, aunque inconsciente, de la mano desde
el eolito más tosco hasta el sismógrafo de mayor sensibilidad. Tal cooperación
es posible debido a la delicadeza del sistema nervioso y a la complejidad de
las trayectorias de asociación en el cerebro de gran tamaño. Sólo que el
mecanismo nervioso se ha establecido de tal manera que funciona ahora sin
atraer nuestra atención.
El lenguaje se ha hecho posible
por dotes similares -un control delicado y preciso de los nervios motores sobre
los músculos de la lengua y de la laringe, y una correlación exacta de las
sensaciones musculares debidas a los movimientos de esos órganos con las
sensaciones auditivas-. El establecimiento de las conexiones necesarias entre
los diversos nervios sensoriales y motores correspondientes, se efectúa en
regiones bien definidas del cerebro, particularmente en aquellas que se
encuentran inmediatamente encima de los oídos. En las cajas craneanas de
ensayos muy primitivos de hombre, como el Pithecanthropus (hombre de
Java), el Sinanthropus (hombre de Pekín) y el Eoanthropus (hombre
de Piltdown), son visibles los rasgos de protuberancias rudimentarias en esta
porción del cerebro. Aun estos miembros tan primitivos de nuestra familia
podían "hablar".
Sin embargo, en el Homo
sapiens este desenvolvimiento del cerebro y del sistema nervioso ocurre de
concierto con ciertas modificaciones en la disposición para el enlace de los
músculos de la lengua, las cuales no se encuentran en los antropoides, ni
tampoco en otros géneros o especies de "hombre". A consecuencia de
esto, el hombre es capaz de articular una variedad de sonidos mucho mayor que
cualquier otro animal.
El mecanismo por el cual las
sensaciones visuales, musculares, auditivas y otras sensaciones y movimientos
se encuentran coordinados de una manera tan sutil que, normalmente, no tenemos
conciencia de los elementos separados, es un mecanismo que se desarrolla en el
cerebro mayormente después del nacimiento. Esto puede ocurrir así, debido
únicamente a que los huesos del cráneo son relativamente blandos y están
trabados sin mucha cohesión en el niño, de tal modo que el cerebro se puede
dilatar dentro de ellos. Pero, durante este proceso, el niño se encuentra
bastante desvalido y puede sufrir daño con facilidad. De hecho, depende
enteramente de sus padres. Lo anterior también resulta cierto para las crías de
cualquier mamífero y de la mayor parte de las aves. Sólo que, en el caso del
hombre, la condición de dependencia dura un tiempo excepcionalmente largo. El
endurecimiento y la solidificación del cráneo humano se retardan mucho más que
en los otros animales, para permitir la mayor dilatación del cerebro. Al mismo
tiempo, el hombre nace con relativamente pocos instintos heredados. Es decir,
que existen comparativamente pocos movimientos y respuestas precisas para cuyo
estímulo se encuentre ajustado automáticamente nuestro sistema nervioso; los
instintos del hombre son, en su mayor parte, tendencias muy generalizadas.
Por lo tanto, al igual que
cualquier otro animal joven, el niño tiene que "aprender por
experiencia", la respuesta apropiada a una situación específica. Debe
encontrar los movimientos correctos a ejecutar en relación con cualquier
acontecimiento externo, formando en su cerebro las conexiones apropiadas entre
los nervios sensoriales y motores. Y, como en el caso de los mamíferos jóvenes,
el proceso de aprendizaje es ayudado por el ejemplo de los padres. Así, el gazapo
tratará de imitar a su madre, para aprender el modo de elegir su alimento y de
evitar los peligros que le acechan en la realidad. Tal educación es común a las
familias humanas y animales. Pero, en el caso del hombre, este proceso de
educación se transforma. El hombre no solamente puede enseñar a sus hijos por
el ejemplo, sino también con el precepto. La facultad de hablar -esto es, la
constitución fisiológica de la lengua, la laringe y el sistema nervioso
humanos- dota a la infancia prolongada de una importancia única.
Por una parte, la infancia
prolongada implica la vida familiar, la asociación continua de padres e hijos
por varios años. Por otro lado, las condiciones fisiológicas, como ya indicamos
antes, permiten al hombre emitir una gran variedad de sonidos articulados
distintos. De esta manera, un sonido específico o un grupo de sonidos, una
palabra, puede ser asociada con un acontecimiento particular o con un grupo de
acontecimientos en el mundo exterior. Por ejemplo, el sonido o palabra "oso"
puede conjurar la imagen de una especie particular de animal peligroso; pero
cuya piel se aprovecha y cuya carne se come, junto con la disposición para
actuar de manera apropiada en el caso de un encuentro con tal animal. Desde
luego, las primeras palabras pueden haber sugerido por sí mismas, en cierta
medida, los objetos denotados. Así, la pronunciación inglesa de la palabra
"morepork" se asemeja aproximadamente al chillido de cierta lechuza
australiana a la cual se da este nombre. Pero, aun en ese caso, la convención
es un actor importante para limitar el significado y darle precisión.
Únicamente como resultado de un convenio tácito, aceptado por los primeros
pobladores blancos de Australia, es como la palabra "morepork" ha
venido a representar una especie de lechuza y no, por ejemplo, una gaviota.
Generalmente, el elemento convencional es el que domina en absoluto. Es obvio
que la extensión en la cual los sonidos pueden, por sí mismos, sugerir o imitar
a las cosas, es verdaderamente muy limitada. En realidad, el lenguaje es,
esencialmente, un producto social; únicamente en la sociedad y por tácito
convenio entre sus miembros, es como las palabras pueden tener significado y
sugerir cosas y acontecimientos. Y la familia humana es una unidad social necesaria
(aun cuando no es necesariamente, o probablemente, la única unidad original).
Ahora bien, una parte
integrante de la educación humana consiste en enseñar a hablar al niño. Lo cual
significa enseñarlo a articular, de manera reconocida, ciertos sonidos o
palabras, y a conectarlos con aquellos objetos o acontecimientos a los cuales
se refieren, según se ha convenido. Una vez hecho esto, los padres pueden, con
ayuda del lenguaje, instruir a sus hijos sobre cómo entendérselas en
situaciones que no es posible ilustrar convenientemente con ejemplos reales
concretos. El niño no necesita esperar a que un oso ataque a la familia para
aprender cómo eludirlo. En tal caso, la instrucción recurriendo sólo al ejemplo
podría resultar fatal para alguno de los discípulos. En cambio, el lenguaje
permite a los viejos enseñar el peligro a los jóvenes cuando no está presente y
demostrarles, entonces, la conducta a seguir.
Por lo demás, el habla no es
únicamente un vehículo por medio del cual los padres transmiten sus propias
experiencias a los hijos. También es un medio de comunicación entre todos los
miembros de un grupo humano que habla el mismo lenguaje, o sea, que observa
convenciones comunes respecto a la pronunciación de los sonidos y a los
significados atribuidos a ellos. Cada uno de los miembros puede comunicar a los
demás lo que ha visto y hecho, y todos pueden comparar sus acciones y
reacciones. Así se mancomunan las experiencias de todo el grupo. Lo que los
padres imparten a sus hijos no son simplemente las lecciones de su propia
experiencia personal, sino algo mucho más amplio: la experiencia colectiva del
grupo. Tal es la tradición que pasa de generación en generación, cuyo método de
transmisión, con ayuda del lenguaje, parece ser una peculiaridad de la familia
humana. Y esta peculiaridad constituye la diferencia vital definitiva entre la
evolución orgánica y el progreso humano.
El miembro de una especie
animal hereda, en forma de instintos, la experiencia colectiva de su especie.
La disposición para reaccionar de modo particular en situaciones determinadas
es innata en él, justamente porque ha fomentado la supervivencia de la especie.
Otros animales de la misma especie, dotados con instintos diferentes, han sido
menos afortunados y, por lo tanto, han sido extirpados por selección natural.
La formación de los instintos hereditarios, beneficiosos para la especie, puede
considerarse como un proceso lento y, más bien, de despilfarro, comparable al
del mamut cuando adquirió su abrigo de pelo. El niño aprende aquellas reglas y
preceptos para actuar que los miembros de su grupo y sus antecesores han
encontrado beneficiosos.
Ahora bien, por lo menos en
teoría, el conjunto de reglas tradicionales no es fijo, ni inmutable. Las
nuevas experiencias pueden sugerir, a los individuos, adiciones y
modificaciones. Si éstas resultan útiles, serán comunicadas a la comunidad
entera, la cual las discutirá, las someterá a prueba y podrá incorporarlas a la
tradición colectiva. Por supuesto, el proceso está lejos de ser, en realidad,
tan simple como se indica. Los hombres se aferran apasionadamente a las viejas
tradiciones y muestran gran renuencia a modificar sus modos de conducta
acostumbrados, tal como lo han experimentado a su costa los innovadores de
todas las épocas. La carta muerta del conservatismo que es, en gran manera, una
aversión perezosa y cobarde a la actividad enérgica y penosa del verdadero
pensamiento, ha retardado indudablemente el progreso humano; y todavía más en
el pasado que en la actualidad. No obstante lo cual, para la especie humana el
progreso ha consistido fundamentalmente en el mejoramiento y en el ajuste de la
tradición social, transmitida por medio del precepto y del ejemplo.
Los descubrimientos y las
invenciones que parecen, a los arqueólogos, pruebas tangibles del progreso, son
justamente, después de todo, la incorporación concreta y la expresión de las
innovaciones en la tradición social. Cada uno de ellos se ha hecho posible,
únicamente, por la experiencia acumulada transmitida por la tradición al
inventor; cada uno significa el agregar a la tradición nuevas reglas de acción
y de conducta. El inventor del telégrafo tuvo a su disposición un conjunto de
conocimientos tradicionales, acumulados a partir de los tiempos prehistóricos,
acerca de la producción y la transmisión de la electricidad. Igualmente, en una
época mucho más temprana, el inventor del barco de vela había aprendido antes a
construir piraguas y a navegar en ellas, lo mismo que la manera de fabricar
esteras o tejidos de género. Al propio tiempo, los nuevos movimientos
necesarios para hacer funcionar el telégrafo y el barco de vela, tuvieron que
ser enseñados tan pronto como el invento quedó establecido. Las reglas
apropiadas se incorporaron a la tradición social, para ser aprendidas por las
generaciones siguientes.
Debemos destacar otra
implicación del lenguaje en general, y del habla en particular, Pero, antes,
tenemos que hacer notar que el lenguaje no se limita a los sonidos articulados
o a su reproducción escrita. También incluye a los gestos y, en último término,
al arte pictográfico. Los gestos, al igual que las palabras, imitan y sugieren,
en cierto sentido, los objetos correspondientes, pero también son
convencionales en gran medida; su significación, tal como la de los sonidos
hablados, tiene que limitarse por medio de un convenio tácito entre los
miembros de la sociedad. Se puede indicar un "pájaro" agitando los
brazos, pero solamente una convención puede restringir el gesto para que indique
una especie particular de pájaro, o para que señale en contraste con
"pájaro", un "árbol-sacudido-por-el-viento". El simbolismo
de los gestos que, probablemente, fue muy importante en la infancia de las
relaciones humanas, no ha tenido un desarrollo tan fructuoso como el lenguaje
hablado. Las pictografías, como veremos después, tienen los mismos
inconvenientes que la gesticulación.
La aptitud que llamamos
"pensamiento abstracto" -la cual es, probablemente, una prerrogativa
de la especie humana- depende en gran parte del lenguaje. Designar una cosa es,
enteramente, un acto de abstracción. El oso, evocado por su nombre, estará así
arrancado y separado del complejo de sensaciones -árboles, cuevas, pájaros
cantores, etc.- que podrán acompañarlo en el caso de su encuentro real con el
hombre. Y no solamente estará aislado, sino también generalizado. Los osos
reales son siempre individuales; podrán ser grandes o pequeños, negros o
pardos; podrán estar dormidos o trepando a un árbol. En la palabra
"oso", se ignoran tales cualidades -aun cuando algunas de ellas sean
aplicables a cualquier oso real- concentrándose la atención en uno o dos
elementos coincidentes, los cuales han sido descubiertos como características
comunes a un cierto número de distintos animales individuales. Éstos quedan
agrupados dentro de una clase abstracta. En lenguajes muy primitivos, como el
de los aborígenes australianos, cosas tan abstractas o generales como oso o
canguro carecerán de nombre. Habrá palabras diferentes, y sin relación entre
sí, para designar el "canguro macho", el "canguro hembra",
el "canguro joven", el "canguro saltando", y así
sucesivamente.
No obstante, es característico
de todo lenguaje el poseer un cierto grado de abstracción. Pero, una vez
abstraída la idea de oso de su medio ambiente real y concreto, y despojado de
muchos de sus atributos particulares, la idea puede ser combinada con otras
ideas abstractas semejantes o ser dotada de atributos, a pesar de que nunca sea
posible hallar un oso en tal medio ambiente o con esos atributos. Se puede, por
ejemplo, dotar al oso del habla, o describirlo tocando un instrumento musical.
Es posible jugar con las palabras, y este juego contribuye a la mitología y a
la magia. También puede conducir a la invención, cuando las cosas son tratadas
o pensadas atendiendo al modo como pueden ser o llegar a ser realmente. El
hablar de hombres alados precedió ciertamente, por un largo tiempo, a la
invención de máquinas voladoras practicables.
Combinaciones como las que
acabamos de describir se pueden hacer, desde luego, sin emplear palabras ni
sonidos representativos de las cosas. En su lugar se pueden utilizar imágenes
visuales (o representaciones mentales). Éstas desempeñan, en realidad, un papel
importante en el pensamiento de los inventores mecánicos. Sin embargo, en los
comienzos del pensamiento humano, las imágenes visuales deben de haber
desempeñado una función menos importante de lo que podría esperarse. El
pensamiento es un tipo de acción y, para muchas personas (incluyendo al escritor),
la facultad de formar representaciones mentales se encuentra limitada por su
capacidad de trazar o hacer modelos de las cosas imaginadas. Tuvo que
transcurrir largo tiempo antes de que el hombre aprendiera a trazar o hacer
modelos; pero, en cambio, tan pronto como llegó a ser hombre pudo emitir
sonidos articulados.
De cualquier manera, las palabras y las imágenes mentales de los sonidos o de
los movimientos musculares requeridos para articularlos, pueden ser empleadas
para funciones en las cuales son inaplicables las imágenes visuales. Se pueden
formar palabras para abstracciones -como electricidad, fuerza, justicia- que no
es posible representar por imagen visual alguna. Para un pensamiento de tal
elevado grado de abstracción debe considerarse como casi indispensable el
lenguaje hablado o escrito. Una gran parte del pensamiento incluido en el
presente libro es de este tipo. Trate el lector de imaginarse cómo sería esta
página vertida en una serie de representaciones pictóricas o de gestos imitativos.
Así comprenderá mejor la función desempeñada por el habla, una de las dotes
fisiológicas del hombre, en la peculiar actividad humana de pensar
abstractamente.
La evolución del cuerpo humano, de
sus aprestos fisiológicos es estudiada por la antropología prehistórica, la
cual es una rama de la paleontología. Más allá de los puntos ya considerados,
sus resultados tienen poca conexión con el tema de este libro. Dentro de
nuestra especie, el mejoramiento de dichos aprestos, hecho por el hombre mismo
-es decir, por la cultura- ha tomado el lugar de las modificaciones corpóreas.
La antropología prehistórica no dispone todavía, en la actualidad, de
documentos concretos que ilustren con precisión los procesos evolutivos que
debemos considerar como preliminares necesarios para la creación inteligente de
la cultura. Ninguno de los escasos "hombres" fósiles, cuyos
esqueletos han sobrevivido desde las Edades de Hielo primitivas (pleistoceno),
puede clasificarse entre nuestros ancestros directos. No representan etapas en
el proceso de formación del hombre, sino experimentos infructuosos -géneros y
especies- que han desaparecido.
Los esqueletos más antiguos de
nuestra propia especie pertenecen a las fases finales de la última Edad de
Hielo y a los períodos culturales llamados en Francia auriñaciense, solutrense
y magdaleniense. Éstos son ya tan semejantes a nuestros propios esqueletos, que
las diferencias solamente pueden ser advertidas por expertos. Estos hombres del
pleistoceno posterior se diferencian ya en diversas variedades o razas
distintas. Es obvio que antes de ellos debe haber una larga historia evolutiva,
pero no disponemos de fósil alguno que la ilustre. Y, desde la época en la cual
aparecen por primera vez los esqueletos de Homo sapiens, en los testimonios
geológicos, tal vez hace 25000 años, la evolución corpórea del hombre se ha
detenido, al parecer, aun cuando es justamente entonces cuando se ha iniciado
su progreso cultural. "La diferencia física entre los hombres de las
culturas auriñaciense y magdaleniense, por una parte, y los hombres actuales,
por la otra, es insignificante; en tanto que su diferencia cultural es
inconmensurable"(2). En la familia humana, el progreso en la cultura ha
ocupado, en realidad, el lugar que tenía anteriormente la evolución orgánica.
La arqueología es la que
estudia este progreso en la cultura. Sus documentos son los utensilios, armas y
chozas hechos por el hombre en el pasado, para procurarse alimento y abrigo.
Ellos ilustran el mejoramiento de la habilidad técnica, la acumulación de
conocimientos y el avance de la organización para garantizar la subsistencia.
Un utensilio terminado, hecho por manos humanas, es obviamente un buen índice
de la destreza manual y del desarrollo mental de su autor. De un modo menos
obvio, es la medida del conocimiento científico de su época. No obstante, todo
instrumento refleja en realidad, aun cuando sea de manera imperfecta, la
ciencia que tuvieron a su disposición los autores. Esto es evidente en el caso
de un mecanismo de radiocomunicación o de un aeroplano. Y es igualmente cierto
respecto a un hacha de bronce, sólo que, en este caso, será útil una breve
explicación.
Los arqueólogos han dividido
las culturas del pasado en Edades de Piedra (Antigua y Nueva), Edad de Bronce y
Edad de Hierro, sobre la base del material empleado generalmente, y en forma
preferente, para los instrumentos cortantes. Las hachas y cuchillos de bronce
son instrumentos distintivos de la Edad de Bronce; a diferencia de los de
piedra, indicativos de una Edad de Piedra anterior, o de los de hierro de la
subsecuente Edad de Hierro. Para la manufactura de un hacha de bronce se tiene
que aplicar un conjunto de conocimientos mayor que para una de piedra. La de
bronce implica un conocimiento básico considerable de geología (para localizar
e identificar los minerales) y de química (para reducirlos), lo mismo que el
dominio de procesos técnicos complicados. Es presumible que un pueblo de la
"Edad de Piedra", por valerse exclusivamente de instrumentos de piedra,
careciera de dichos conocimientos. De esta manera, los criterios utilizados por
los arqueólogos para distinguir sus diversas "edades", también sirven
como índices del estado de la ciencia.
Sin embargo, cuando los
utensilios, los cimientos de las viviendas y las otras reliquias arqueológicas
no se consideran aisladamente, sino en su conjunto, pueden mostrar mucho más.
Entonces, no sólo ponen de manifiesto el nivel alcanzado por la destreza
técnica y la ciencia, sino también la manera en que sus autores obtenían su
subsistencia, esto es, cuál era su economía. Y es justamente la economía la que
determina la multiplicación de nuestra especie y, por consiguiente, su éxito
biológico. Estudiadas desde esta perspectiva, las antiguas divisiones arqueológicas
adquieren un nuevo significado. Las edades arqueológicas corresponden,
aproximadamente, a las etapas económicas. Cada nueva "edad" es
introducida por una revolución económica, del mismo tipo y con los mismos
efectos que la Revolución Industrial del siglo XVIII.
En la "Antigua Edad de
Piedra" (período paleolítico), los hombres vivían enteramente de la caza,
la pesca y la recolección de granos silvestres, raíces, insectos y mariscos. Su
número estuvo limitado a la provisión de alimentos ofrecida por la propia
naturaleza y, en realidad, parece haber sido muy corto. En la "Nueva Edad
de Piedra" (época neolítica), los hombres controlaron su abastecimiento de
alimentos, cultivando plantas y criando animales. Debido a las circunstancias favorables,
una comunidad puede producir ya más alimentos de los que necesita consumir, y
puede aumentar su producción para satisfacer las exigencias del aumento de la
población. La comparación del número de entierros entre la Antigua Edad de
Piedra y la Nueva, en Europa y en el Cercano Oriente, muestra el enorme
incremento de la población, como resultado de la revolución neolítica. Desde el
punto de vista biológico la nueva economía constituyó un éxito: hizo posible la
multiplicación de nuestra especie.
El empleo del bronce implica,
asimismo, la existencia de industrias especializadas y, generalmente, de un
comercio organizado. Para procurarse utensilios de bronce, una comunidad debe
producir un excedente de artículos alimenticios y tiene que sostener cuerpos de
especialistas, mineros, fundidores y artífices, apartados de la producción
directa de alimentos. Luego, una parte del excedente tiene que gastarse siempre
en el transporte del mineral, desde las montañas metalíferas relativamente
remotas. Realmente, en el Cercano Oriente, la Edad de Bronce se caracterizó por
la formación de ciudades populosas, en las cuales se desarrollaron industrias
secundarias y el comercio exterior, en una escala considerable. Un ejército
regular de artesanos, comerciantes y trabajadores del transporte, lo mismo que
de funcionarios, empleados, soldados y sacerdotes, era sostenido por el
excedente de artículos alimenticios producidos por los agricultores, pastores y
cazadores. Las ciudades son, incomparablemente, más extensas y más populosas
que las poblaciones neolíticas. Ha ocurrido una segunda revolución y, de nuevo
ha dado como resultado la multiplicación de nuestra especie.
El descubrimiento de un proceso
económico para producir hierro en cantidad -signo distintivo de la Edad de
Hierro- produjo un resultado similar; en particular en Europa y, probablemente,
también en los países tropicales. El bronce siempre ha sido un material
costoso, porque sus constituyentes, el cobre y el estaño, son relativamente
raros. Los minerales de hierro, en cambio, se encuentran distribuidos con
amplitud. En cuanto fue posible fundirlo en forma económica, todos pudieron
fabricar utensilios de hierro. Y los implementos de hierro baratos permitieron
al hombre abrir nuevas tierras al cultivo, desmontando los bosques y avenando
los suelos arcillosos; para lo cual, los instrumentos de piedra eran
impotentes, y los de bronce demasiado raros para ser eficaces. Una vez más, la
población se encontró en condiciones de ensancharse, y así aconteció, tal como
lo demuestran dramáticamente la prehistoria de Escocia y la historia primitiva
de Noruega.
Por lo tanto, los avances
culturales que forman la base de la clasificación arqueológica, han producido
la misma clase de efectos biológicos que tienen las mutaciones en la evolución
orgánica. En los capítulos siguientes consideraremos en detalle los avances
primitivos. Así se mostrará cómo las revoluciones económicas reaccionan sobre
la actitud del hombre ante la naturaleza y promueven el desenvolvimiento de las
instituciones, de la ciencia y de la literatura; en una palabra, de la
civilización en su significación más general.
Escalas de Tiempo
Antes de proceder a describir el contenido de las
"edades" que acabamos de definir, es conveniente tratar de dar alguna
indicación acerca de su duración. Sin tal intento no es posible estimar con
claridad el movimiento del progreso humano, ni siquiera es asequible su
realidad. Pero es necesario hacer un gran esfuerzo imaginativo. El drama de la
historia humana ocupa un período que no es mensurable en años, ni en siglos, ni
aun en milenios. Los geólogos y los arqueólogos hablan con versatilidad- de
estos grandes período de tiempo, como si no se dieran cuenta de que son de la
misma clase de los períodos que nosotros mismos vivimos.
Para la mayor parte de
nosotros, un año parece ser un tiempo largo; si lo contemplamos
retrospectivamente, lo encontramos lleno de acontecimientos más o menos
emocionantes que han afectado nuestras propias vidas, nuestra ciudad, nuestro
país y aun al mundo entero. Ya una década, o sean diez años, sólo se puede
contemplar de una manera poco menos vívida. Recordamos la última década, llena
de sucesos notables, con las proezas aéreas, los asesinatos, las violaciones y
los divorcios que solamente son "destacados" en la prensa popular, o
de experiencias personales de la misma significación histórica, o bien de
acontecimientos verdaderamente importantes, como el descubrimiento del
hidrógeno pesado o de las Tumbas Reales de Ur. Nuestra imagen de los períodos
más prolongados es más atenuada. Han transcurrido cincuenta y siete años desde
la Guerra de los Boers, la cual podemos recordar muchos de nosotros. En el
intervalo hemos sido testigos de acontecimientos de todas clases, los cuales
han dejado una impresión permanente en nuestras mentes. Podemos recordar las
primeras máquinas voladoras, la multiplicación de los automóviles, los
comienzos de la telegrafía sin hilos comunicando a los trasatlánticos, las
sufragistas, una Guerra Mundial, la Revolución rusa, una huelga general, y
otros muchos sucesos.
Pero, si nos remontamos treinta
y cuatro décadas, llegamos hasta los grandes días de la reina Isabel. El
período es justamente diez veces mayor que el que acabamos de tratar de
recordar. Sin embargo, en general, no estemos enterados de que contiene diez
veces más acontecimientos, los cuales fueron, presumiblemente, tan importantes
para sus contemporáneos, como aquellos que hemos recordado en el transcurso de
nuestras propias vidas. Sólo unos cuantos de ellos acuden a la mente de un
hombre medio, como la decapitación de Carlos I, la declaración de independencia
de los Estados Unidos, o la batalla de Waterloo. Haciendo un esfuerzo de
memoria, algunos recuerdan que durante este período Newton formuló su ley de
gravedad, que la electricidad y la química fueron estudiadas y aplicadas
científicamente por primera vez, que Linneo clasificó el reino de la materia
viva, y que Darwin enunció la doctrina de la selección natural. Pero, es mucho
más difícil darse cuenta de que cada uno de esos 340 años, cada una de esas 34
décadas, está tan nutrida de acontecimientos como el año o la década que
nosotros mismos hemos experimentado. No obstante, debemos hacer el esfuerzo por
entenderlo así.
Todavía nos espera otro
esfuerzo mayor; retrocedamos ahora, no treinta y cuatro décadas, sino diez
veces más: treinta y cuatro siglos. En Gran Bretaña, nos habremos remontado a
una época de la cual no tenemos testimonio escrito alguno, cuando los
utensilios eran hechos exclusivamente de piedra, hueso y madera, siendo
desconocidos o inasequibles el hierro y el bronce, y cuando los hombres
dedicaban más tiempo a edificar las gigantescas tumbas llamadas túmulos, que a
construcciones necesarias como viviendas y caminos. De hace tres mil
cuatrocientos años, únicamente quedaron testimonios escritos en Creta, Egipto,
el Cercano Oriente y, tal vez, en la India y en China. Es particularmente
difícil entender que estos siglos, sin historia escrita, hayan estado tan
llenos de importantes sucesos para los bárbaros habitantes de Gran Bretaña,
como lo pudo ser para nosotros el año pasado, aun cuando a los civilizados
egipcios o babilonios no les llegara ni un rumor siguiera. Tales
acontecimientos no atestiguados, pero no por ello inmemorables, como la
creación de un túmulo o el entierro de Stonehenge, fueron tan emocionantes y
dignos de recuerdo, al menos para quienes los ejecutaron o los presenciaron,
como lo son los sucesos inmediatos para quienes viven en el siglo actual. Con
todo, para encontrarnos en los comienzos de la Humanidad, debemos remontarnos
mucho más atrás, no a 3400 años antes, ni a diez veces más, sino hasta unos
340000.
En rigor, tratándose de los
remotos comienzos del progreso, un año, o aun un siglo, es una unidad demasiado
pequeña. Debemos acostumbrarnos a contar en milenios, esto es, en millares de
años. Cada milenio comprenderá diez siglos o un centenar de décadas. Y cada
día, año, década o siglo, estará lleno de acontecimientos que merecieron ser
registrados en periódicos, anuarios o libros de historia.
Para acostumbrarnos a este
procedimiento de computar, intentaremos exponer la historia escrita en milenios
(haciendo caso omiso de las pequeñas fracciones). Hace medio milenio, Colón
descubría América. Un milenio antes de nosotros, los normandos todavía no
desembarcaban en Inglaterra y Alfredo ocupaba el trono de los sajones. Dos
milenios atrás, nos encontramos en los límites de la historia británica. Las
Islas Británicas sólo eran conocidas por los letrados, a través de las
narraciones de viajeros y mercaderes, en tanto que Cicerón preparaba y escribía
sus discursos en Roma. Hace tres milenios, tendríamos que ir fuera de Europa
para encontrar testimonios escritos. Roma todavía no era fundada, Grecia se
encontraba sumida en una oscura época de invasión bárbara, la literatura sólo
florecía en Egipto y en el Cercano Oriente. Es la época de Salomón en
Palestina. Por último, retrocediendo cinco milenios estaríamos en los
principios mismos de la historia escrita, en Egipto y en Babilonia. Si nos
remontamos más, ya no encontraremos testimonios históricos escritos que arrojen
luz en la obscuridad o que nos ayuden a entender la multiplicidad de los
sucesos ocurridos cada año. Y, a pesar de ello, la civilización ya había
madurado.
Para tener alguna idea del
tiempo arqueológico, consideraremos las ruinas de las ciudades de Mesopotamia.
La extensión homogénea de la dilatada llanura aluvial comprendida entre el
Tigris y el Éufrates, se encuentra interrumpida por tells o montículos
que se elevan unos 18 metros o más por encima del terreno circundante. No se
trata de colinas naturales, sino que cada uno de ellos señala el sitio de
alguna construcción antigua, y está formado enteramente por los escombros de
casas, templos y palacios arruinados. En el Irak, las casas se construyen
todavía con adobes, no cocidos en horno, sino secados simplemente al sol. Estas
casas pueden tener la suerte de permanecer en pie por un siglo. Pero puede
presentarse la contingencia de que la lluvia penetre por debajo de los aleros o
llegue hasta los cimientos, desintegrando la arcilla plástica. Entonces, todo
el edificio se viene abajo, quedando como una masa informe o como tierra
desmoronada. El propietario ni siquiera se molesta en limpiar los escombros.
Sencillamente los aplana y construye en el mismo sitio una nueva casa, cuyos
cimientos se elevan unos 60 centímetros sobre el piso de su antigua vivienda.
La repetición de este proceso en el transcurso de los siglos es lo que ha formado
los tells, rompiendo la monotonía de la llanura de Mesopotamia.
En Warka, la Erech bíblica, los alemanes exploraron el centro de uno de estos tells,
por medio de un pozo profundo. La entrada del pozo se encuentra al nivel del
piso de un templo prehistórico, el cual data de unos 5500 años. Desde este
nivel se puede descender por las paredes de la sinuosa excavación practicada,
hasta una profundidad de más de 18 metros. En cada momento de este descenso
inquietante se pueden recoger, de las paredes del pozo, trozos de cerámica,
adobes o instrumentos de piedra. El pozo corta un montículo de 18 metros de
altura, en realidad, formado enteramente por los escombros de las
construcciones sucesivas, en las cuales han vivido los hombres. El montículo ha
crecido de la manera descrita antes, sólo que simplemente la más reciente de
las construcciones que lo constituyen, las cuales son atravesadas al descender
por el pozo, tiene más de cinco milenios.
En el fondo, llegamos al suelo
virgen –un suelo pantanoso emergido del Golfo Pérsico-. La construcción
inferior representa los remotos comienzos de la vida humana en el sur de
Mesopotamia. No obstante, cuando hemos descendido hasta ella, nos encontramos
tan alejados como antes de los comienzos del progreso humano. Para alcanzarlos,
debemos sumergirnos en el tiempo geológico. Pero, entonces, las cifras pierden
casi su sentido (y se vuelven principalmente conjeturas). Para comprender la
antigüedad del hombre, debemos considerar los amplios cambios ocurridos en la
superficie terrestre, de los cuales ha sido testigo nuestra especie, antes de
que los pobladores llegaran al sitio en que se erigió Erech.
Grandes láminas de hielo se
extendieron sobre la mayor parte de la Gran Bretaña y del norte de Europa, y
los glaciares de los Alpes y de los Pirineos llenaron los valles de los ríos de
Francia. En la Gran Bretaña, las láminas de hielo irradiaron de las montañas de
Escocia y, algunas veces, unidas con las de Escandinavia, cubrieron las tierras
bajas de Escocia, se extendieron por Irlanda y llegaron hasta Cambridge. Se
considera que, alrededor de Edimburgo, el hielo alcanzó un espesor de más de
300 metros. Cubrió los valles y sepultó las cumbres de las montañas de
Pentland. En Francia, el glaciar del Ródano, el cual puede verse actualmente a
distancia por encima del Lago de Ginebra, se extendió por el valle del Ródano
hasta Lyon.
La formación y extensión de
estos glaciares y láminas de hielo, debe haber tomado una cantidad asombrosa de
tiempo. Un glaciar es un río de hielo y no un río helado. La extensión del
glaciar del Ródano hasta Lyon, no significa que el Ródano se hubiese congelado
bruscamente, sino que el glaciar escurrió desde las alturas de los Alpes hasta
el nivel de Lyon. Pero, un glaciar fluye con mucha lentitud: su movimiento
apenas si resulta perceptible a simple vista. La mayor velocidad observada es
de sólo 30 metros por día y con frecuencia, el flujo es mucho más lento.
Las grandes láminas de hielo que escurrieron sobre las llanuras de Inglaterra
oriental y del norte de Alemania, no se movieron con un ritmo semejante. En
Groenlandia, tales láminas de hielo se mueven ahora sólo unos cuantos
centímetros diarios; en Antártica, el ritmo del flujo es de unos 500 metros al
año. ¡Cuán largo debe de haber sido el tiempo transcurrido para que el glaciar
del Ródano llegara a Lyon y para que las láminas de hielo escocesas se
extendieran hasta Suffolk!
La fundición de las inmensas
láminas de hielo debe haber sido igualmente lenta. Una gran masa de hielo requiere
mucho tiempo para derretirse. Es posible encontrar, en pleno verano, algún
iceberg flotando al sur de Nueva York. Pero, por enorme que sea, ese islote de
hielo es incomparablemente más pequeño y más fundible que las inmensas láminas
de hielo y los glaciares que estamos considerando. Su derretimiento debe haber
sido tan lento, que la diferencia de posición del borde del hielo entre un
verano y el siguiente, posiblemente haya sido muy difícil de percibir para los
hombres de la época.
Con todo, la Humanidad fue
testigo del avance y de la desaparición de las láminas de hielo sobre Europa,
bastante tiempo antes de que la historia comenzara. Y no sólo eso. Muchos
geólogos consideran que hubo cuatro distintas Edades de Hielo o glaciaciones,
durante el período pleistoceno. Cuatro veces, los glaciares y las láminas de
hielo se extendieron lentamente sobre Europa y, otras tantas veces, se
fundieron imperceptiblemente o se desecaron. Y, en cada episodio glacial, hubo
una época interglacial de temperatura cálida y de duración incierta. Los
"hombres" siguieron viviendo en Europa y en otras partes, a través de
estos cambios graduales. La consideración de su curso lento y de su extensión,
es una guía mucho mejor para estimar la duración del tiempo prehistórico, que
una acumulación de números monstruosos.
Durante las Edades de hielo
progresaron otros cambios igualmente lentos, cuya consideración puede
fortalecer la lección suministrada por las glaciaciones. Gran Bretaña, por
ejemplo, quedó unida en diversos puntos con el Continente europeo, para
separarse nuevamente después, mientras vivían hombres en su territorio. Los
movimientos que eso implica fueron tan lentos como los que ocurren actualmente
ante nuestros ojos, sin advertirlos. Es notorio que la costa de Inglaterra está
siendo devorada por el mar. En ocasiones, el hundimiento espectacular de algún
risco cerca de Brighton o la destrucción de una calzada, llama la atención
acerca de esta erosión. Pero, en su conjunto, el proceso es imperceptible. Aun en
el transcurso de medio siglo, sus efectos son muy pequeños como para ser
reflejados en un mapa cuya escala fuera tan grande que cada centímetro
representara un kilómetro. Igualmente gradual es la formación de tierras por el
sedimento que arrastran los ríos hasta los deltas o estuarios de sus
desembocaduras.
A principios del pleistoceno,
una gran porción de Inglaterra oriental se encontraba sumergida en el mar. Los
llamados riscos de Norfolk son sedimentos depositados bajo el mar que cubría la
región de esa época. Gradualmente, la acumulación de tales sedimentos, junto
con los levantamientos también graduales de la corteza terrestre, unieron a
Gran Bretaña con el continente y acabaron por desecar la tierra en la depresión
del mar del Norte. El Támesis se unió entonces al Rin, como tributario,
fluyendo por una extensa llanura hasta el Océano Ártico, al norte del banco de
Dogger. La nueva sumersión de esta región todavía no se había terminado cuando
desaparecieron las láminas de hielo. Al finalizar el período pleistoceno
todavía pudo existir un dique de tierra hasta Inglaterra, y el hundimiento que
lo destruyó aún sigue adelante. Su progreso es tan imperceptible ahora, como lo
fue en sus primeras etapas y en las fases previas de su elevación. Esto viene a
acentuar nuevamente la asombrosa duración del pleistoceno.
Las consideraciones anteriores
han sido hechas tratando de ayudar al lector a estimar los períodos de tiempo
que son denotados por las "edades" arqueológicas. Pero, ahora,
debemos formular una advertencia sobre la significación de tales
"edades". La Edad Paleolítica, la Edad Neolítica, la Edad de Bronce y
la Edad de Hierro, no deben ser confundidas con períodos absolutos de tiempo,
como las eras de los geólogos. En una localidad cualquiera –digamos, el sur de
Inglaterra o Egipto- cada edad no ocupa, realmente, un período definido de
tiempo histórico. En todas las regiones, las diversas edades se siguen las unas
a las otras en el mismo orden. Pero no principiaron, ni tampoco terminaron, simultáneamente
en todo el mundo. No debemos imaginarnos que, en un momento dado de la historia
del mundo, resonó una trompeta en el cielo y todos los cazadores, desde China
hasta Perú, arrojaron al punto sus armas y trampas, y comenzaron a cultivar
trigo, arroz o maíz y a criar cerdos, ovejas y pavos.
Por el contrario, la Edad
Paleolítica, al menos en el sentido económico en el cual la establecimos en la
página 49 todavía perdura en la parte central de Australia y en la región
ártica de América. La revolución neolítica inició la Nueva Edad de Piedra, en
Egipto y en Mesopotamia, hace unos 7000 años. En Gran Bretaña y en Alemania,
sus efectos comenzaron a hacerse perceptibles tres milenios y medio después, es
decir, hacia el año 2500 a.c. En la época en que se estableció en Gran Bretaña
la Nueva Edad de Piedra, Egipto y Mesopotamia ya tenían un millar de años de
encontrarse en la Edad de Broncee. La Nueva Edad de Piedra no terminó en
Dinamarca antes del año 1500 a.c. En Nueva Zelandia, todavía no terminaba
cuando desembarcó el capitán Cook; los maoríes aún empleaban utensilios de
piedra pulimentada y practicaban una economía neolítica, cuando Inglaterra
estaba en los dolores de la Revolución Industrial. La economía de los
australianos era todavía "paleolítica".
Es tan importante recordar el
carácter relativo de las "edades" arqueológicas, como lo es la
comprensión de los grandes períodos de tiempo que pueden denotar en ciertas
regiones. En realidad, la Edad Paleolítica fue tan inmensamente prolongada, que
casi puede ser tratada como un período universal, equivalente al pleistoceno de
los geólogos. Pero, considerando su terminación, el retraso entre regiones
diferentes tiene una importancia crucial. Muchos arqueólogos mantienen la
equivalencia entre el pleistoceno y el paleolítico, por medio de la
introducción de una Edad mesolítico, a la cual le asignan algunas de las
reliquias arqueológicas posglaciales de países como Gran Bretaña y los del
noroeste de Europa en general, que sólo fueron afectados por la revolución
neolítica mucho tiempo después de la terminación de la Edad de Hielo. Entonces,
al período mesolítico le serían asignadas aquellas reliquias posteriores al
pleistoceno geológico; pero anteriores al comienzo local de la Edad neolítica.
Como la Edad Mesolítica sería, en el dominio económico, una simple continuación
del modo de vida de la Edad paleolítica, nos ha parecido inútil complicar el
cuadro, en este libro, con un período mesolítico. Teniendo cuidado de que la
mente del lector se encuentre libre de prejuicios, no identificando las
"edades" con períodos de tiempo universal, el tratamiento que se hace
en los siguientes capítulos no conducirá a conclusiones erróneas.
Tal vez es conveniente hacer
una última advertencia. Se ha descrito a los salvajes contemporáneos como si
vivieran actualmente en la Edad de Piedra. En efecto, ellos no han progresado
más allá de una economía de la Edad de piedra. Pero esto no justifica la
suposición de que los hombres de la Edad de Piedra, que vivieron en Europa o en
el Cercano Oriente hace 6000 ó 20000 años, hayan observado la misma clase de
normas sociales y rituales, hayan abrigado las mismas creencias, o hayan
organizado sus relaciones familiares de acuerdo con los mismos lineamientos de
los pueblos modernos que se encuentran en un nivel comparable del desarrollo
económico. Es verdad que los bosquimanos de África del Sur, los esquimales de
la región ártica de América y los arunta del centro de Australia, adquieren sus
alimentos de la misma manera que los hombres de la Edad de Hielo en Europa. Sus
aprestos materiales, y aun su arte, son con frecuencia notablemente semejantes
a los que conocemos de los auriñacienses o de los magdalenienses, en la Europa
glacial. Un estudio de los procedimientos seguidos por estos salvajes modernos
para hacer sus utensilios y de la manera como los emplean, es una guía
ilustrativa y, probablemente, segura de las técnicas y habilidades de nuestros
remotos antecesores. El examen de los hábitos de los esquimales es el mejor camino
para entender cómo vivían los hombres bajo las condiciones reinantes en Europa
durante las Edades de Hielo.
Pero podemos ser incitados a ir
más adelante y ver en las instituciones, ritos y creencias de los salvajes, la
imagen viviente de aquellos aspectos de la vida y cultura prehistóricos sobre
los cuales la arqueología guarda inevitablemente silencio. La perspectiva es
tentadora; pero el lector no se debe engañar por sus atractivos. ¿Acaso por el
hecho de que la vida económica y la cultura material de estas tribus se ha
"detenido" en una etapa del desarrollo por la cual pasaron los
europeos hace 10000 años, se concluye que su desenvolvimiento mental se ha
detenido por completo en el mismo punto?
Los arunta están satisfechos
con un equipo muy simple, el cual, sin embargo, es suficiente para
suministrarles alimento y abrigo en el medio ambiente australiano. Su equipo
material se encuentra, en gran medida, al mismo nivel técnico y, en muchos
puntos, es idéntico al de los cazadores de la Edad Paleolítica en Europa y en
el norte de África. Pero los arunta observan (para nosotros) normas más
complicadas para la regulación del matrimonio y el reconocimiento del
parentesco; ejecutan ceremonias muy elaboradas y, con frecuencia, muy
dolorosas, con propósitos mágico-religiosos; profesan una mezcla de creencias
misteriosas e incoherentes, acerca de los totems, animales, ancestros y
espíritus. Con seguridad, sería precipitado el considerar tales normas
sociales, ceremonias y creencias, como una herencia no contaminada de la
"primitiva condición del hombre".
¿Por qué atribuimos tales ideas
y prácticas a los hombres de la Edad de Piedra de hace 20000 años? ¿Por qué
suponemos que, cuando los arunta crearon una cultura material adaptada a su
medio ambiente, a la vez dejaron de pensar para siempre? Ellos pueden haber
seguido pensando tanto o más que nuestros antecesores culturales, aun cuando
sus pensamientos hayan seguido trayectorias diferentes y no los hayan conducido
a los mismos resultados prácticos, a las ciencias aplicadas y a la aritmética,
sino que los hayan mantenido en lo que nosotros consideramos como callejones
sin salida de la superstición. Además, pueden haber estado expuestos a las
influencias de las grandes civilizaciones, cuyo intercambio comercial se ha
filtrado hasta los más apartados rincones de la Tierra, en los últimos 5000
años. Algunos etnógrafos pretenden que, por lo menos, se reconozcan en la
cultura material, en la organización social y en la religión de los
australianos, elementos e ideas adquiridos y adaptados de los pueblos más
avanzados del Viejo Mundo.
Otras tribus muy primitivas
parecen haber perdido elementos de cultura que ya habían poseído antes. Los
bosquimanos del África del Sur fueron una estirpe sumamente desafortunada, a la
cual arrojaron hacia tierras desérticas, pobres y áridas, otros pueblos más
poderosos, como el bantú. En su nuevo medio ambiente desfavorable, las artes
que antes practicaban pueden haber sido abandonadas y olvidadas. El hallazgo de
multitud de viejos cacharros, sugiere que los ancestros de los bosquimanos
fabricaban antes objetos de cerámica, que ahora ya no hacen. Al mismo tiempo,
las instituciones sociales y las creencias religiosas se pueden haber
desintegrado y tergiversado. Entonces, se trata de un grupo empobrecido, y no
de un grupo primitivo.
La suposición de que cualquier
tribu salvaje actual es primitiva, en el sentido de que su cultura refleja
fielmente la de hombres mucho más antiguos, es una suposición gratuita. Podemos
invocar frecuentemente las ideas y prácticas de los salvajes contemporáneos,
para ilustrar el modo como los pueblos antiguos, sólo conocidos por la
arqueología, ejecutaban ciertas cosas o las interpretaban. Pero, salvo en la
medida en que se utilicen las prácticas y creencias modernas, como simples
glosas o comentarios de los objetos, construcciones u operaciones antiguos,
realmente observados, este empleo es ilegítimo. Los pensamientos y las
creencias de los hombres prehistóricos han perecido irrevocablemente, salvo en
tanto que fueron expresados en acciones cuyos resultados han sido duraderos y
han podido ser rescatados por la pala del arqueólogo.
NOTAS
1. Deberíamos hacer una distinción entre los instintos y
los a ctos reflejos; pero ello implicaría aquí la introducción de diferencias
sutiles, que carecen de importancia para nuestra argumentación inmediata.
2. Leakey, Adam's Ancestors, p. 224
Childe, Vere Gordon, (Sydney,
1892-Mount Victoria, 1957) Prehistoriador y arqueólogo australiano. Profesor de
arqueología prehistórica en la Universidad de Edimburgo y director del
Instituto de Arqueología de la Universidad de Londres. Se especializó en el
neolítico y la edad de bronce, innovando en los métodos de estudio e
interpretación. Publicó numerosas obras: ¿Que sucedio en la historia?, La caida
de la civilización europea, La evolución de la sociedad, Los orígenes de la
civilización, Etc.