CEPRID

VENEZUELA EN EL PENSAMIENTO DE SALVADOR DE LA PLAZA

Viernes 1ro de octubre de 2010 por CEPRID

Mailer Mattié

CEPRID

La historia de Venezuela como país petrolero nos hermana con otros pueblos, reales o imaginarios. Es el caso, por ejemplo, de Wadi al-Uyún, un antiguo oasis en medio del desierto árabe que desapareció, de la noche a la mañana, cuando se descubrió petróleo bajo su arena. En la aldea, cuyo nombre significa Valle de las Fuentes y de los Manantiales, la vida transcurría lentamente, al ritmo dictado por la naturaleza, entre la espera de las lluvias y el arribo de las caravanas. Sus habitantes habían construido allí un pequeño mundo, estable, seguro, ordenado y pacífico; confiaban en la libertad, la justicia y la tradición cultural. Pensaban, además, que todo aquello que poseían era infinitamente más valioso que cualquier tesoro oculto bajo el suelo.

Wadi al-Uyún, aunque corresponde al nombre real de algunas poblaciones localizadas en Siria, Túnez y Palestina, es también un espacio simbólico creado por el escritor Abderrahmán Munif1 en la novela titulada Ciudades de sal, escrita entre 1984 y 1989 en cinco volúmenes. En el primer volumen –El extravío2-, Munif nos narra la conmoción que sufre la vida de los beduinos, tras el descubrimiento de petróleo y la instalación de las compañías extranjeras en el Valle. Asistimos a la llegada –“inesperada y contra todo pronóstico”- de un experto estadounidense, acompañado por un grupo de hombres del emir, y nos enteramos que, nada más verlos, Mited al-Hadal, un hombre sabio, llamó al primero nabs –la desgracia-, y a los otros gurab –los cuervos-. Cuenta Munif, además, que en un segundo fueron liberados decenas de demonios y de genios, mientras aquellos hombres le decían a la gente que habían llegado para ayudar, porque debajo de Wadi al-Uyún había tal riqueza que su valor era incomparable al más bello de los oasis que pudiera existir en el desierto. Días más tarde, brutales máquinas destruyeron todas las casas y los árboles en Wadi al-Uyún y sus habitantes fueron condenados a vagar sin rumbo, en medio de la desolación, la pobreza y la incertidumbre.

La narración nos traslada luego a Harrán,3 una aldea frente al mar, no lejos de Wadi al-Uyún, elegida por los estadounidenses para transformarla en un “lugar maldito” y construir allí la sede de la compañía, un gran puerto y una nueva ciudad. Derrumbaron también las casas de sus habitantes y los obligaron a trasladarse a las colinas; convertidos en obreros, los hombres construyeron primero el Harrán de los extranjeros y después –“con restos de cajas de madera y piedras”-, levantaron el nuevo Harrán árabe. El gran centro urbano se convirtió en un lugar “hostil y asfixiante”, al que llegaban continuamente barcos que transportaban mercancías, prostitutas y también trabajadores para la compañía; todos, “seducidos por un sin fin de historias que no eran más que una mezcla de sueños, deseos y falsedades”. Con el tiempo, el puerto se amplió para que llegaran barcos más grandes, y se edificaron también la sede del Emirato y la residencia del emir. Pavimentaron carreteras y comenzaron a circular camiones y autobuses, que transportaban más mercancías y más personas. Se construyó finalmente un oleoducto entre Wadi al-Uyún y Harrán, y antes de su inauguración llegaron además policías y guardias de seguridad. Los estadounidenses le entregaron un teléfono al emir que conectaba directamente con los jefes del complejo petrolero; asombrado por el artilugio, éste preguntó enseguida si podría tal vez comunicarse con los muertos. Los trabajadores se declararon un día en huelga, y fueron salvajemente reprimidos por los agentes del orden. El emir perdió una noche la razón y así comenzó en Harrán una nueva era, la era del petróleo.

Munif utiliza la metáfora de la sal, en realidad, para ilustrarnos sobre la enorme vulnerabilidad del escenario social que surge a partir de la inesperada y violenta presencia del petróleo en la vida de una comunidad. Un mundo aparentemente sólido y opulento, cuya verdadera naturaleza, sin embargo, es la inconsistencia de la sal. Su desarrollo, en efecto, transcurre en medio de la permanente inestabilidad que proviene de las pérdidas de independencia, seguridad y soberanía, acompañadas a menudo del autoritarismo político y la restricción de libertades. El mismo proceso, pues, que examinó en sus escritos Salvador de la Plaza (1896-1970);4 el análisis de medio siglo de la historia de Venezuela bajo el poder de las compañías petroleras extranjeras, allanado su camino por la ignorancia, la mediocridad y la ambición desmedida de los “emires” nacionales y sus cuervos. Una exhaustiva reflexión crítica de sucesos determinantes que nos permite comprender muchos de los mecanismos y los instrumentos ideológicos, económicos y políticos que condujeron a la construcción de la sociedad y de la ciudadanía rentistas. Es decir, a la edificación de un universo social aturdido, inseguro, culturalmente extraviado y dependiente que devora sin cesar sus propias aspiraciones, prisioneras del mito de un supuesto tesoro inagotable que yace oculto bajo el suelo; nuestro particular delirio de modernidad que ha resultado ser sólo la misma amalgama de sueños, deseos y falsedades que incitaban a la gente en el Harrán de sal.

Comprometido desde sus años de estudiante en Caracas con ideales de libertad y de justicia,5 fortalecidos después por su experiencia intelectual y política en el exilio en Francia, Cuba y México a partir de 1921, Salvador de la Plaza escogió el análisis histórico y el periodismo como medios para denunciar los perversos intereses ocultos que movieron, desde comienzos del siglo XX, los hilos de la vida nacional. Su posición crítica frente a los acontecimientos, sin embargo, era a la vez una advertencia dirigida a las fuerzas sociales para que enfrentaran la magnitud y la diversidad de los riesgos que amenazaban el futuro del país. Comprendió, sin duda, que la explotación petrolera constituía una base extremadamente vulnerable para asentar en ella la vida social; preocupación constante que le impulsó, por lo demás, a superar siempre lugares comunes y rigores ideológicos.

Más allá de los límites que representaban las compañías extranjeras en relación con la independencia de los proyectos y de las instituciones nacionales, Salvador de la Plaza alertó, de hecho, sobre el surgimiento de otras formas no menos peligrosas de sumisión de la sociedad a la opresión petrolera. Consideró imprescindible, por tanto, que el Estado asumiera las riendas de la industria del petróleo como un reclamo de soberanía; pero también –y sobre todo-, como el paso inicial para transformar nuestra trágica resignación frente al destino petrolero, en libertad, bienestar, seguridad y autonomía. Propósito que muestra, sin duda, la trascendencia que otorgó al nacionalismo como guía irreemplazable para la acción, jamás como un fin en sí mismo. No vivió, sin embargo, para ver el proceso a partir de la nacionalización de las empresas de hidrocarburos en 1976, cuando se consumaron sus peores presagios al ser liberados aún más genios y demonios que frustraron esas perspectivas, ignoradas ante el deslumbramiento de la opulencia fugaz.

Tras la recuperación de la soberanía petrolera, en efecto, las élites nacionales instauraron formas totalmente insustentables de la utilización de la renta, sin tomar en cuenta que la explotación de los yacimientos constituía también una irrecuperable pérdida para la nación. El sistema económico parecía cada vez más artificial y desorbitado; dispuesto, en realidad, a subordinar las formas locales de subsistencia, que fueron al final forzadas prácticamente a su extinción. Desde el Estado se ignoró, de hecho, que la libertad y la soberanía de un país están, indiscutiblemente, vinculadas a la generación de los satisfactores fundamentales de las necesidades humanas; es decir, sujetas a la seguridad alimentaria, a la independencia tecnológica, a la salud y educación de sus habitantes, al progreso democrático de sus instituciones, a la valoración de sus culturas y al cuidado de la naturaleza. El nacionalismo, al final, fue utilizado por los sectores dirigentes sólo para hacer grandes negocios en beneficio propio, mientras se hundían los cimientos de la sociedad. Sabemos ahora, después de pagar un elevado costo, que hemos sido demasiado tolerantes con aquellos que han llevado la nación a la ruina; no una, sino varias veces en apenas un siglo, convertida nuestra irresponsabilidad ciudadana en indiscutible complicidad.

El fantasma del execrable Harrán de Munif recorre, desde luego, la obra de Salvador de la Plaza, donde los oprimidos y los emires, la desgracia y los cuervos, la ignorancia y la ambición, la destrucción y el mal vivir, aparecen como protagonistas de nuestra historia contemporánea. No obstante, intentando abrirse paso entre las sombras, encontramos también en su pensamiento el aliento y el valor que manan del luminoso espíritu de Wadi al-Uyún; es decir, del ideal de autonomía, paz, libertad, independencia y buen vivir que aspira a la realidad para marcar el fin de otra era, la era del petróleo. Acogiendo una hermosa palabra que acaba de nacer, para comenzar a yasunizar 6 la vida social y nuestra relación con la naturaleza.

Notas

1 Abderrahmán Munif nació en Ammán en 1933, hijo de padre saudí y madre iraquí. Experto en economía petrolera, trabajó en la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) y en los Ministerios de Petróleo de Siria e Irak. En 1963, el gobierno de Arabia Saudí lo acusó de traición y le retiró la nacionalidad que jamás recuperó. Vivió en el exilio con su familia en varios países, entre ellos Francia, Irak, Egipto, antigua Yugoslavia, los Estados Unidos, Argelia, Yemen, Rusia y Siria. En los años ochenta fue prisionero de Saddam Husein en Irak, por declarar públicamente su oposición a la guerra con Irán. Alejado de la política, se refugió en la literatura, cruzando libremente las fronteras que separan la ficción de la realidad; convencido de que a través de ella podía denunciar la injusticia, la violencia y la barbarie del mundo contemporáneo. Fue candidato al Premio Nóbel de Literatura en 1988 y murió de una crisis cardiaca en Damasco, el 24 de enero de 2004.

2 Munif, Abderrahmán. Ciudades de sal. La otra orilla. Bellaqva. Barcelona, 2006.

3 Nombre de un antiguo yacimiento arqueológico al sudeste de Turquía, próximo a la frontera con Siria. En lengua árabe significa ruta, camino o calzada.

4 Mattié, Mailer. (Compiladora). Salvador de la Plaza. Petróleo y soberanía nacional. Universidad de Los Andes. Mérida (Venezuela), 1996-1997.

5 Mattié, Mailer. Un estudiante en Caracas: 40 aniversario de la muerte de Salvador de la Plaza. En: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=106551

6 El verbo deriva de la palabra Yasuní, territorio sagrado de la Amazonía ecuatoriana donde habitan en aislamiento voluntario los pueblos Tagaeri y Taromenane. El término surgió a partir de la iniciativa Yasuní-ITT (Ishipingo-Tambococha-Tiputini), cuyo objetivo es evitar la explotación de un gran yacimiento petrolero en el Parque Nacional Yasuní -una de las regiones con mayor biodiversidad del planeta-, mediante el compromiso del Estado ecuatoriano que recibiría a cambio una compensación monetaria proveniente de otros países, equivalente como mínimo al 50 por ciento de las utilidades que obtendría si explotase el petróleo. El proyecto estima, además, evitar la emisión de 400 millones de toneladas de dióxido de carbono, adscribiéndose así a la lucha mundial contra el cambio climático.

Mailer Mattié es economista y escritora venezolana.


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