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Colombia: La bancarrota de la “seguridad democrática”

Lunes 10 de mayo de 2010 por CEPRID

Luis Jairo Ramírez H.

CEPRID

Luego de una exitosa ofensiva mediática de la derecha, que desestimó los diálogos del Caguán y que, apoyada en la maquinaria bélica del “Plan Colombia” proclamó la solución militar del conflicto, Álvaro Uribe fue elegido presidente en mayo de 2002, con un programa pomposamente llamado “MANIFIESTO DEMOCRÁTICO de los 100 puntos”.

La “seguridad democrática” es diseñada entonces bajo los influjos de la “guerra al terrorismo” pregonada por el gobierno de Bush, luego del ataque a las torres gemelas el 11 de septiembre de 2001. Lo que se impuso entonces fue un régimen de severos recortes a las libertades, se militarizó el país, se desviaron los recursos del gasto social para financiar la guerra, el Estado fue tomado literalmente por las mafias y el paramilitarismo, la vulneración a los derechos humanos alcanzó dimensiones inimaginables y la corrupción copó la gestión pública.

El gobierno niega la existencia de un conflicto armado y afirma que existe “un fenómeno terrorista” en el país. Las tropas oficiales ascienden a 450 mil hombres y los organismos de inteligencia son dotados de todos los mecanismos para invadir hasta los espacios más íntimos de cada colombiano y de toda organización de la sociedad, configurando así un asfixiante Estado policiaco. El Plan Colombia da luz verde a una nueva fase militar denominada Plan Patriota que se manifiesta en bombardeos sobre zonas pobladas en el sur del país, fumigaciones indiscriminadas y violaciones masivas a los derechos humanos de la población indefensa.

De cara a la actual campaña electoral tanto el Presidente Uribe como sus candidatos “ungidos” pregonan la “reelección” de la seguridad democrática y de la confianza inversionista, de lo contrario, advierten, el país prácticamente se hundiría. Lloverían sobre la nacionalidad las siete plagas de Egipto. Veamos en realidad qué hubo tras 8 años de seguridad democrática:

Seguridad democrática: élites enriquecidas y millones de miserables

En realidad la seguridad democrática es perfilada como un mecanismo que favorece un nuevo proceso de enriquecimiento para un puñado de familias privilegiadas y una nueva oportunidad para el acceso del capital transnacional, a costa del despojo y la miseria de la población. El 67% de la población vive por debajo de la línea de pobreza y 9 millones de colombianos deambulan en la indigencia.

Con la Ley 789 de 2002 se eliminó el pago de horas extras, dominicales y festivos para los trabajadores so pretexto de estimular la generación de empleo; sin embargo 7 años después el desempleo en vez de disminuir aumentó. Se generalizaron las “cooperativas de trabajo asociado” que impusieron “modernas” formas de esclavitud, como la de los trabajadores cañeros del Valle y el Cauca. Se liquidaron empresas insignia del país como Telecom, Caja Agraria, Bancafe, Adpostal, Caja Nacional de Previsión, Inravision y otras más, dejando cesantes a miles de trabajadores.

Fueron privatizados más de 400 hospitales públicos con la promesa de mejorar la prestación de la salud, sin embargo el país terminó ahogado en la peor crisis de la salud y la población ha sido despojada de los pocos servicios de salud que tenía. Los colegios y las universidades públicas afrontan la peor de sus circunstancias con el recorte de sus presupuestos y están ad portas del cierre. Salud y educación pasaron de ser un servicio público a transformarse en la más cara de las mercancías en el país. Solo quien posee suficiente dinero puede acceder a esas mercancías.

Todos los días empeora la crisis del campo. Se están importando miles de toneladas de alimentos, lo que se impone es la línea de los llamados biocombustibles; los incentivos como el Agro Ingreso Seguro van a parar a los bolsillos de narcos, reinas y parlamentarios uribistas.

La peor crisis de derechos humanos en los últimos cien años

El discurso oficial sobre una supuesta mejoría de los derechos humanos está rebatido en la realidad; durante el actual gobierno hubo 2 millones de nuevos desplazados y un Estado con 450 mil soldados ha sido incapaz de recuperar 8 millones de hectáreas de tierra despojada violentamente a 5 millones de ciudadanos desarraigados; esta tierra permanece en manos de paramilitares, militares, narcos, latifundistas y altos funcionarios oficiales. En el exterior permanecen miles de compatriotas refugiados, víctimas de la persecución gubernamental.

Hasta hace poco disponíamos de un subregistro de 25 mil personas desaparecidas en el país desde 1980, pero el Fiscal Iguarán sorprendió al país antes de cumplir su periodo con un informe de 52 mil denuncias de desaparición forzada. Se calcula que durante el gobierno de Uribe hubo más de 15 mil desaparecidos. Hace poco, en el municipio de La Macarena (Meta) surgió una nueva fosa común con cerca de 2 mil NNs sin que hasta ahora se haya investigado qué personas están enterradas allí. Todo el territorio nacional está sembrado de fosas comunes y las labores de exhumación son inexistentes por falta de interés oficial.

Otro drama humano que embarga la conciencia nacional es el de las detenciones arbitrarias. En la actualidad hay 7.200 detenidos políticos; de ellos el 10% serían insurgentes, los demás son campesinos, población afro, indígenas, maestros, estudiantes, trabajadores, líderes sociales acusados injustamente de ser auxiliares de la guerrilla o milicianos. Los laboratorios de la inteligencia militar fabrican incesantemente informes y expedientes, contratan falsos testigos, con los cuales reciben ascensos y recompensas, pues se trata de demostrar “éxitos en la lucha antiterrorista” y con ello justificar la cooperación internacional para la guerra.

Se supone que una política de “seguridad democrática” en primer lugar protegería la vida, la dignidad y la intimidad personal; sin embargo oficiales y soldados, presionados desde las alturas del poder, asesinaron a 2.040 ciudadanos inocentes y los disfrazaron de insurgentes. Nuevamente cobraron ascensos y recompensas que derivan del presupuesto nacional.

Es un escándalo nacional que el DAS, la policía y el ejército tienen atiborrados los escritorios del Palacio de Nariño con miles de páginas de informes, resultado de interceptaciones telefónicas, seguimientos y “pruebas” generadas artificialmente sobre que personalidades, líderes sociales y periodistas del país tenían nexos con el terrorismo. Hasta organismos internacionales como la Unión Europea, la CIDH y otras, fueron objeto de semejante práctica criminal.

En fin, la lista de hechos ilegales es interminable. Durante el paraíso de la seguridad democrática fueron asesinados 550 sindicalistas, que se suman a otros 2 mil eliminados desde 1987. No ha valido que incluso los TLC hayan sido paralizados por esta causa. Los crímenes continúan, el año anterior 42 nuevos sindicalistas fueron asesinados a pesar de las promesas de que esta práctica no volvería a ocurrir. Cientos de líderes obreros han sido amenazados y desplazados.

El fracaso de la desmovilización paramilitar y la Ley 975/05

Transcurridos cinco años del anuncio de una desmovilización paramilitar y la promulgación de la mal llamada Ley de justicia y paz, asistimos a un rotundo fracaso. El paramilitarismo continúa cometiendo crímenes, ahora bajo el rótulo de “las águilas negras” y “los rastrojos”. Durante este tiempo se han puesto en evidencia alianzas de diferentes sectores sociales y estatales, entre los que resaltan los congresistas, los miembros de la fuerza pública y el sector privado, con las estructuras paramilitares, al menos 133 congresistas y ex congresistas han sido implicados con crímenes del paramilitarismo. Los máximos responsables de esos crímenes no han sido investigados ni sometidos a una justicia real.

Los jefes paramilitares fueron extraditados a los EE.UU. cuando comenzaron a confesar sus vínculos con las altas esferas del gobierno Uribista. Hasta ahora ningún jefe paramilitar ha sido condenado. Mientras tanto los familiares de las víctimas son estigmatizados y desconocidos sus derechos. El único intento de una Ley de víctimas fue boicoteado el año anterior por el gobierno.

Conflicto interno, bases militares y… fin del fin

En los inicios de la seguridad democrática se afirmó que en pocos meses era posible ganar militarmente una guerra de más de 50 años. Después de la “operación jaque” el propio Comandante del Ejército sentenció “el fin del fin” del conflicto. Evidentemente se infringieron daños a la insurgencia, pero la experiencia enseña que un conflicto con hondas raíces sociales y políticas no tiene desenlace bélico. Por ello tanto la Corporación Arco Iris como la Cruz Roja Internacional coinciden en que hay un nuevo fortalecimiento de las FARC. La Cruz Roja llama la atención de que las FARC "tienen de nuevo una capacidad, como vemos en estos dos o tres últimos meses, para continuar siendo un actor importante del conflicto armado".

Lo cierto es que los periódicos y noticieros de toda naturaleza reseñan y titulan todos los días sobre innumerables combates entre Estado y guerrilla. Entonces una guerrilla que no existe ¿cómo es capaz de ser protagonista de tantos episodios que atraen la atención nacional? ¿Cómo es posible que un enemigo interno que está al borde de su desaparición suscite ejercicios militares de la IV flota sobre las costas caribes o la instalación de siete bases militares norteamericanas? Estas realidades esconden en verdad una fractura de la solución militar del Conflicto.

Qué no decir sobre los impactos negativos del ataque militar a Sucumbíos en el Ecuador y de las pésimas relaciones de Colombia con sus vecinos.

Así las cosas, ¿reelegiría usted la seguridad democrática y la confianza inversionista?


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