CEPRID

Elecciones en Colombia: El voto bajo las armas

Lunes 12 de abril de 2010 por CEPRID

Laura Carlsen

Programa de las Américas

Traducción para (www.ircamericas.org) por: María Soledad Cervantes

Las elecciones parlamentarias en Colombia el pasado 14 de marzo fueron aclamadas por la Organización de las Naciones Unidas como las más pacíficas en años. La victoria de la coalición dirigida por el Presidente Álvaro Uribe indica que su partido vencerá fácilmente en las elecciones presidenciales programadas para el 30 de mayo. Pero congratularse por la falta de bombardeos de casillas electorales o asesinatos de candidatos—comunes ambos en el pasado—implica que en circunstancias de conflicto los requisitos para considerar que existe una democracia se reducen a un nivel casi de cero. Nada podría resultar más peligroso… para Colombia o la misma democracia.

Los resultados de las elecciones colombianas despiertan graves interrogantes acerca de la calidad de la democracia en ese país, sobre todo tomando en consideración la violencia pasada y presente. La Misión de Observación Electoral reportó que 35 candidatos electos a un Senado de 102 escaños son herederos directos de congresistas que los tribunales identifican como relacionados con grupos paramilitares. Entre los trucos sucios detectados durante el período preelectoral estuvieron compra de votos, intimidación de votantes, privación de derechos de poblaciones vulnerables como los desplazados, amenazas a candidatos de la oposición, y financiamiento ilícito de campañas. Aunque los medios han concentrado casi toda su atención en confusiones surgidas durante el procedimiento de conteo e información (todavía no hay resultados oficiales), la verdadera crisis de legitimidad estriba en la ruptura de la conexión entre el derecho de un votante a elegir libremente a sus representantes, y las formas como realmente los candidatos llegan al poder.

El telón de fondo del fraude electoral

En febrero visité Colombia como miembro de un equipo internacional de observadores preelectorales. En los departamentos de Antioquia, Santander, Valle del Cauca y Córdoba, encontramos casos notablemente similares de fraude, compra de votos y coerción de votantes.

La elección subsiguiente confirmó estos hallazgos. El equipo de observación electoral de 70 miembros de la Organización de Estados Americanos (OEA) reportó compra de votos por lo menos en seis de los 32 departamentos de Colombia, La Misión de Observación Electoral Colombiana, un esfuerzo de la sociedad civil que ha desarrollado metodologías avanzadas para predecir y rastrear delitos electorales, detectó lo mismo. En nuestra Misión de Observación Preelectoral encontramos compra de votos en los cuatro departamentos que visitamos. Los compradores de votos ofrecen de todo, desde alimentos y materiales de construcción a entregas de efectivo, becas y promesas de empleo. La pobreza extrema que aqueja a toda la nación permite cambiar el voto por el regalo de una comida o un saco de cemento.

Las acusaciones de financiamiento ilegal también nublaron las elecciones. La nuestra y otras delegaciones detectaron pruebas de que el gobierno usó programas sociales como Acción Social, que entrega subsidios a familias pobres, para obligar a sus beneficiarios a apoyar a sus candidatos. Es más: el dinero ilegal de la droga sigue siendo el talón de Aquiles invisible del proceso democrático en Colombia. En la observación preelectoral nos fue casi imposible rastrear el uso de los narco-fondos en las elecciones, y aun así escuchamos muchos relatos de lo extenso que es. Las campañas de los candidatos de quienes se cree que tienen vínculos con paramilitares, exorbitantemente bien financiadas, incitan las mayores sospechas al respecto. Estas campañas rebasaban visible y notablemente los límites de gastos permitidos, sobre todo en el departamento del Valle del Cauca, que se considera forma un segmento geográfico de uno de los principales corredores del trasiego de drogas.

Bajo las armas

De muchas maneras, el predominio de las amenazas de violencia era todavía más preocupante que los delitos electorales. Estas elecciones desmintieron el mito de que la sociedad colombiana ha superado sus conflictos. Un informe de Human Rights Watch calcula que los grupos neo-paramilitares cuentan con más de 4,000 miembros.

Los grupos neo-paramilitares están formados de paramilitares desmovilizados que confesaron sus crímenes y se comprometieron a reintegrarse a la sociedad, así como de miembros de grupos paramilitares que nunca fueron desmovilizados. Estos grupos tienden a concentrarse mucho menos en la contrainsurgencia, están estrechamente vinculados al narcotráfico y se informa que han iniciado actividades económicas legales. Ellos continúan un reinado de terror contra ciertos sectores de la población, especialmente donde y cuando están en juego sus intereses económicos; imponen una forma emergente de control social violento en medio de la violencia ya existente entre la guerrilla y el estado.

El tema estalló en Colombia con el escándalo de la "para-política" que constituye el telón de fondo para esta ronda de elecciones. Una investigación judicial a resultas de las confesiones de ex paramilitares reveló los extensos lazos y pactos formales entre los grupos paramilitares y los políticos en el Congreso y otras instancias públicas. Se ha investigado por lo menos a 133 miembros del Congreso respecto a estos lazos en los últimos años, y se ha sometido a juicios formales a muchos de ellos. La mayoría formaban parte de la coalición gobernante del Presidente Uribe.

La investigadora Claudia López de la Misión de Observación Electoral explicó la relación entre los grupos del narcotráfico y las elecciones en una entrevista con el periodista independiente Hollman Morris: "Las estructuras del narcotráfico necesitan tener representación política, y por eso la buscan tan ávidamente; porque a través de la representación política obtienen impunidad, legitimidad, y capacidad de negociación con las autoridades gubernamentales."

La consolidación de los grupos narco-paramilitares sigue un patrón. Primero establecen control territorial en áreas donde tienen intereses en la producción o el tráfico de drogas. Luego toman el control de la representación gubernamental en los niveles local, estatal y federal. En Colombia este proceso se ha denominado como de "captura del estado". Asombrosamente, en las elecciones del 14 de marzo, partidos manchados por el escándalo de la para-política no fueron castigados por delitos tan graves como alinearse con grupos armados ilegales y estar implicados en masacres de poblaciones civiles. Peor aún, se les reinstaló. Grupos de la sociedad civil colombiana identificaron a 80 candidatos directamente vinculados con políticos con lazos paramilitares que ya habían sido encarcelados o sancionados. Aunque todavía no existen resultados oficiales para un conteo exacto, muchos de estos familiares y socios cercanos de tales políticos resultaron electos.

Un Nuevo partido, el de la Integración Nacional (PIN) literalmente se levantó de entre las cenizas de los partidos políticos obligados a disolverse debido a sus lazos con grupos paramilitares. El Washington Post informó que el PIN había ganado hasta el momento ocho de 102 escaños del Senado y se espera que obtenga muchos otros también en la Cámara Baja. Cuando preguntamos a un dirigente del PIN sobre el hecho de que los fundadores de los partidos actualmente están en prisión por esos mismos vínculos, descalificó la acusación como un cargo injusto de "culpa por asociación".

La asociación de estas fuerzas es precisamente el problema. Con esta composición, al nuevo Congreso colombiano le volverá a resultar muy arduo desasociarse de los intereses de los grupos armados ilegales.

La calidad de la democracia

Gran parte de lo acaecido en las elecciones del 14 de marzo yace bajo la superficie en un bajo mundo de actividades ilegales y amenazas militares que socavan cualquier definición seria de democracia entendida como el ejercicio libre del voto en un contexto de respeto a las libertades civiles. Cuando la Organización de las Naciones Unidas elogió las elecciones colombianas por la disminución de actos directos de violencia en la jornada electoral, llamándolas "las más pacíficas en muchos años", reconoció un progreso importante pero desconoció las circunstancias ocultas.

La declaración de la ONU es buen ejemplo de los puntos ciegos en el ejercicio de la observación e información electoral. La ONU señaló que sólo 35 de 218 quejas formales se relacionaron con la violencia. Nuestra misión preelectoral encontró de manera uniforme que los ciudadanos colombianos no levantan cargos formales contra prácticas electorales, mucho menos en casos que involucren a candidatos vinculados con grupos neo-paramilitares.

La razón es el miedo. Los ciudadanos temen represalias si presentan acusaciones formales, especialmente si son contra candidatos sospechosos de tener vínculos con grupos paramilitares. Es miedo justificado por pasadas experiencias. Es más, como no sucede con los ataques directos a casillas electorales o poblaciones característicos de la guerrilla izquierdista, los votantes tienden a sufrir las tácticas de intimidación de los grupos neo-paramilitares en silencio. La incapacidad de documentar totalmente la penetración e impacto de estas tácticas de ninguna manera indica que ellas no existan.

Cuando el ex Ministro de la Defensa Juan Manuel Santos, candidato presidencial por la coalición gobernante—ya que se prohibió a Uribe presentarse para un tercer período—declaró: "El pueblo colombiano ha hablado claramente y quiere que esas políticas [las de Uribe] continúen", de modo más que conveniente descartó los signos inquietantes de que el idioma del voto ciudadano es, en demasiados casos, una traducción forzada de su voluntad.

Colombia, campo de batalla físico e ideológico durante tantos años, se ha convertido en un campo de batalla por la democracia. En los últimos años el gobierno ha instituido reformas importantes para mejorar los procesos electorales, y las organizaciones de la sociedad civil han estado trabajando valerosamente para garantizar "la calidad del voto". Pero los esfuerzos meritorios para dar garantías formales al acto de votar pueden estar dejando de afectar el cuadro completo. Existe un cierto fetichismo de la casilla electoral cuando se trata de definir la democracia. En Colombia cantidades enormes de ciudadanos no votan porque los candidatos provocan nauseas o indiferencia, o no pueden votar porque el gobierno ha borrado sus nombres del padrón electoral o porque las fuerzas paramilitares o guerrilleras les han ordenado quedarse en su casa, o bien votan por intimidación o por cuestión de supervivencia.

En Colombia lo que está en juego es la calidad de la democracia: la libertad que se vive, que se respira, para tomar decisiones sobre la propia vida dentro de una sociedad. Y la calidad de la democracia se enlaza de manera inextricable con el ejercicio pleno de los derechos humanos básicos, un área donde Colombia obtiene una de las peores calificaciones en este hemisferio. El país corre el riesgo de que la democracia involucione en un ritual de emisión del voto que sólo se presenta cada cierto número de años.

El ejemplo prístino de reduccionismo electoral en la región lo dan las elecciones hondureñas del 29 de noviembre de 2009 cuando menos de la mitad de la población acudió a las urnas a escoger un gobierno sucesor a un golpe de estado militar. El gobierno de Estados Unidos ratificó estas elecciones patrocinadas por golpistas como la restauración de la democracia, no obstante un boicot popular y una atmósfera de ilegalidad en la que paramilitares asesinan a miembros de la oposición cada semana.

De aquí, Colombia avanza hacia la primera ronda de elecciones presidenciales. Los funcionarios han prometido eliminar antes las fallas de los procedimientos de votación y conteo; pero esto exigirá más que eliminar desperfectos técnicos. A través de las elecciones se delega poder. Mientras el poder ilegítimo—obtenido por la fuerza, por la corrupción—siga mostrando impunemente su fuerza, constituir un gobierno mediante elecciones se verá más como un juego de espejos de poderes de facto que como un acto de voluntad popular.

Laura Carlsen (lcarlsen(a)ciponline.org) es directora del Programa de las Américas (www.americaspolicy.org) para el Centro para Políticas Internacionales (Centre for International Policy) en la Ciudad de México.


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