CEPRID

¿Podemos tener una conservación adulta sobre China, por favor?

Viernes 12 de agosto de 2022 por CEPRID

Vijay Prashad

Tricontinental

Cuando la líder legislativa estadounidense Nancy Pelosi llegó a Taipei, gente en todo el mundo contuvo la respiración. Su visita fue un acto de provocación. En diciembre de 1978, el gobierno de Estados Unidos —luego de una decisión de la Asamblea General de la ONU de 1971— reconoció a la República Popular China, dejando de lado sus anteriores obligaciones con Taiwán. A pesar de ello, el presidente estadounidense Jimmy Carter firmó la Ley de Relaciones con Taiwán (1979), que permitía a los funcionarios estadounidenses mantener un contacto íntimo con Taiwán, incluso mediante la venta de armas. Esta decisión es digna de mención, ya que Taiwán estuvo bajo ley marcial desde 1949 hasta 1987, por lo que requería un proveedor regular de armas.

El viaje de Pelosi a Taipéi forma parte de la continua provocación de Estados Unidos a China. Esta campaña incluye el «pivote asiático» del ex presidente Barack Obama, la «guerra comercial» del ex presidente Donald Trump, la creación de asociaciones de seguridad, la Quad y la AUKUS, y la transformación gradual de la OTAN en un instrumento contra China. Esta agenda continúa la afirmación del presidente Joe Biden de que China debe ser debilitada ya que es el «único competidor potencialmente capaz de combinar su poder económico, diplomático, militar y tecnológico para montar un desafío sostenido» al sistema mundial dominado por Estados Unidos.

China no utilizó su poder militar para impedir que Pelosi y otros líderes del Congreso estadounidense viajaran a Taipei. No obstante, cuando se marcharon, el gobierno chino anunció que detendría ocho áreas clave de cooperación con Estados Unidos, incluida la cancelación de los intercambios militares y la suspensión de la cooperación civil en una serie de cuestiones, como el cambio climático. Eso es lo que consiguió el viaje de Pelosi: más confrontación, menos cooperación.

De hecho, cualquiera que defienda una mayor cooperación con China es vilipendiado en los medios de comunicación occidentales, así como en los medios del Sur Global aliados de Occidente, como «agente» de China o promotor de «desinformación». Respondí a algunas de estas acusaciones en el periódico sudafricano The Sunday Times el 7 de agosto de 2022.

Un nuevo tipo de locura se está filtrando en el discurso político mundial, una niebla venenosa que sofoca la razón. Esta niebla, que durante mucho tiempo se ha impregnado de viejas y nefastas ideas de supremacía blanca y superioridad occidental, está nublando nuestras ideas sobre la humanidad. El malestar general que se produce es una profunda sospecha y odio hacia China, no solo hacia sus actuales dirigentes o incluso hacia el sistema político chino, sino hacia todo el país y hacia la civilización china; odio hacia casi todo lo que tenga que ver con China.

Esta locura ha hecho imposible mantener una conversación adulta sobre China. Se lanzan palabras y frases como «autoritario» y «genocidio» sin preocuparse por comprobar los hechos. China es un país de 1.400 millones de habitantes, una antigua civilización que sufrió, como gran parte del Sur Global, un siglo de humillaciones, en este caso desde las Guerras del Opio infligidas por los británicos (que comenzaron en 1839) hasta la Revolución China de 1949, cuando el líder Mao Zedong anunció deliberadamente que el pueblo chino se había levantado. Desde entonces, la sociedad china se ha transformado profundamente al utilizar su riqueza social para abordar los antiguos problemas del hambre, el analfabetismo, el abatimiento y el patriarcado. Como en todos los experimentos sociales, ha habido grandes problemas, pero éstos son de esperar en cualquier acción humana colectiva. En lugar de ver a China tanto por sus éxitos como por sus contradicciones, esta locura de nuestro tiempo pretende reducir a China a una caricatura orientalista: un Estado autoritario con una agenda genocida que busca la dominación global.

Esta locura tiene un punto de origen definido en Estados Unidos, cuyas élites dirigentes se ven muy amenazadas por los avances del pueblo chino, especialmente en robótica, telecomunicaciones, ferrocarriles de alta velocidad y tecnología informática. Estos avances suponen una amenaza existencial para las ventajas de las que han disfrutado durante mucho tiempo las corporaciones occidentales, que se han beneficiado de siglos de colonialismo y de la camisa de fuerza de las leyes de propiedad intelectual. El temor a su propia fragilidad y a la integración de Europa en los desarrollos económicos euroasiáticos ha llevado a Occidente a lanzar una guerra de información contra China.

Este maremoto ideológico está desbordando nuestra capacidad de mantener conversaciones serias y equilibradas sobre el papel de China en el mundo. Los países occidentales con una larga historia de colonialismo brutal en África, por ejemplo, ahora denuncian regularmente lo que llaman colonialismo chino en África, sin reconocer su propio pasado o la arraigada presencia militar francesa y estadounidense en todo el continente. Las acusaciones de «genocidio» se dirigen siempre a los pueblos más oscuros del mundo —ya sea en Darfur o en Xinjiang—, pero nunca a Estados Unidos, cuya guerra ilegal contra Irak provocó por sí sola la muerte de más de un millón de personas. La Corte Penal Internacional, impregnada de eurocentrismo, acusa a un líder africano tras otro de crímenes contra la humanidad, pero nunca ha acusado a un líder occidental por sus interminables guerras de agresión.

La niebla de esta Nueva Guerra Fría nos envuelve hoy. Recientemente, en el Daily Maverick y en el Mail & Guardian, se me acusó de promover la «propaganda china y rusa» y de tener estrechos vínculos con el partido-Estado chino. ¿En qué se basan estas acusaciones?

En primer lugar, los elementos de la inteligencia occidental intentan tachar de desinformación y propaganda cualquier disidencia contra el ataque occidental a China. Por ejemplo, mi informe de diciembre de 2021 sobre Uganda desacreditó la falsa afirmación de que un préstamo chino al país pretendía hacerse con su único aeropuerto internacional como parte de un malicioso «proyecto de trampa de la deuda», una narrativa que también ha sido desacreditada en repetidas ocasiones por destacados académicos estadounidenses. A través de conversaciones con funcionarios del gobierno ugandés y de declaraciones públicas del ministro de Finanzas, Matia Kasaija, descubrí, sin embargo, que el acuerdo fue mal entendido por el Estado, pero que no se trataba de la confiscación del aeropuerto internacional de Entebbe. A pesar de que toda la historia de Bloomberg sobre este préstamo se basaba en una mentira, no se les acusó de «llevar agua para Washington». Ese es el poder de la guerra de la información.

En segundo lugar, se afirma que mis supuestos vínculos con el Partido Comunista Chino se basan en el simple hecho de que me relaciono con intelectuales chinos y tengo un puesto no remunerado en el Instituto Chongyang de Estudios Financieros de la Universidad Renmin, un destacado think tank con sede en Beijing. Sin embargo, muchas de las publicaciones sudafricanas que han hecho estas escandalosas afirmaciones están financiadas principalmente por la Open Society Foundations de George Soros. Soros tomó el nombre de su fundación del libro de Karl Popper, La sociedad abierta y sus enemigos (1945), en el que Popper desarrolló el principio de «tolerancia ilimitada». Popper defendía el máximo diálogo y que las opiniones contrarias a las propias debían ser rebatidas «con argumentos racionales». ¿Dónde están los argumentos racionales aquí, en una campaña de desprestigio que dice que el diálogo con intelectuales chinos está de alguna manera fuera de los límites, pero que la conversación con funcionarios del gobierno estadounidense es perfectamente aceptable? ¿Qué nivel de apartheid civilizatorio se está produciendo aquí, donde los liberales de Sudáfrica están promoviendo un «choque de civilizaciones» en lugar de un «diálogo entre civilizaciones»?

Los países del Sur Global pueden aprender mucho de los experimentos de China con el socialismo. Su erradicación de la pobreza extrema durante la pandemia —un logro celebrado por las Naciones Unidas— puede enseñarnos cómo afrontar similares problemáticas en nuestros propios países (por eso el Instituto Tricontinental de Investigación Social elaboró un estudio detallado sobre las técnicas que China empleó para lograr esta hazaña). Ningún país del mundo es perfecto, y ninguno está por encima de las críticas. Pero desarrollar una actitud paranoica hacia un país e intentar aislarlo es socialmente peligroso. Hay que derribar los muros, no construirlos. Estados Unidos está provocando un conflicto debido a sus propias ansiedades sobre los avances económicos de China: no debemos ser arrastrados como tontos útiles. Tenemos que mantener una conversación adulta sobre China, no una impuesta por poderosos intereses que no son los nuestros.


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