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Venezuela, laboratorio de la guerra híbrida del siglo XXI

Lunes 2 de noviembre de 2020 por CEPRID

Arantxa Tirado Sánchez

Política Internacional

La Revolución Bolivariana se inicia formalmente con la toma de posesión de Hugo Chávez el 2 de febrero de 1999, tras haber ganado las elecciones en diciembre de 1998. No obstante, como todo proceso histórico, tiene raíces mucho más profundas que conectan con las luchas del pueblo venezolano desde la Independencia hasta bien entrado el siglo XX.

Se puede afirmar que es un continuum histórico que coincide con ese hilo rojo que sirve para conectar luchas de distintas épocas, cada una de ellas producto de su propia coyuntura, pero todas ellas hilvanadas a través de las seculares ansias de emancipación humana. Esto no es incompatible con afirmar que la llegada al poder de Hugo Chávez al gobierno de Venezuela supuso un punto de inflexión en la historia de su país, que se convertirá también en un punto de inflexión continental (Tirado Sánchez, 2019: 17).

Como toda transformación social y política que llega para sustituir un orden anterior, máxime cuando lo hace de manera radical y revolucionaria, la Revolución Bolivariana se enfrentó, desde sus inicios, a una gran oposición interna e internacional. En el plano de la política doméstica, las tradicionales clases dominantes del país asistieron, primero resignadas, luego indignadas, a la emergencia de un nuevo movimiento político que canalizaba el descontento social labrado tras lustros de políticas de ajuste neoliberal. Unas políticas que llegaron para profundizar la brecha económica y social existente desde siglos en Venezuela y que obtuvieron su primera respuesta en el levantamiento social espontáneo de febrero de 1989, conocido como Caracazo, una revuelta precursora de las luchas antineoliberales en el continente latinoamericano-caribeño.

Sin duda, esta respuesta, si bien local, era también un rechazo a las directrices que provenían de los organismos económicos internacionales que se encontraban detrás de las políticas económicas nacionales que asumieron el Consenso de Washington y las recetas neoliberales. Por eso las elites globales, lideradas por la elite estadounidense como ejemplificación del liderazgo hegemónico en el hemisferio, pusieron en la mira al proceso venezolano por iniciar una senda que marcó un cambio de rumbo en la política continental al punto de iniciar un nuevo momento, calificado de nuevo ciclo progresista o década ganada, tras la década perdida neoliberal.

Venezuela, motor de la geopolítica latinoamericano-caribeña Sin entender la importancia de Venezuela como motor de una geopolítica contrahegemónica basada en la proyección de su política interna en el plano internacional, no puede comprenderse nada de lo sucedido en el país suramericano.

La Revolución Bolivariana, de la mano de Hugo Chávez y su entonces canciller, Nicolás Maduro, lideró, siguiendo las teorías de Robert W. Cox, un bloque contrahegemónico de poder en la política latinoamericano-caribeña, que tuvo impacto a escala mundial. La política exterior venezolana no solo se amplió bajo el chavismo a países donde nunca había operado, sino que inició o profundizó alianzas con potencias retadoras de los intereses estadounidenses tanto en el hemisferio como a escala global.(1)

En este sentido, Venezuela se convirtió en un activo actor del antiimperialismo internacional con un protagonismo que trascendía su papel como tradicional potencia media regional. Chávez colocó a su país en las grandes ligas de la política mundial, colaborando en cuestionar la hegemonía estadounidense y sumando en la causa de la multipolaridad. Este activismo se aunó a las décadas ya recorridas por la política exterior cubana, con la que la política exterior venezolana comparte principios y visiones (Tirado Sánchez, 2011). Además, se desarrolló en un contexto de victorias de diversas fuerzas de una izquierda plural que consiguieron posiciones de poder gubernamental en distintos países: Brasil, Ecuador, Bolivia, Argentina o Uruguay, entre otros.

El lanzamiento de diversas iniciativas de integración o concertación política como la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América-Tratado de Comercio de los Pueblos (ALBA-TCP), la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) y la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) contaron con el respaldo activo de Venezuela, cuando no con el diseño del propio presidente Chávez.

Tales iniciativas lograron concitar consensos regionales entre gobiernos de ideología dispar, pero que compartían la defensa de la soberanía nacional. Una correlación de fuerzas que fue revertida con la alternancia gubernamental que se produjo por los golpes de Estado, de viejo y nuevo tipo (parlamentarios o judiciales) y por las derrotas electorales de los Gobiernos progresistas, afectando la arquitectura de estas instituciones multilaterales, la geopolítica contrahegemónica y el liderazgo regional venezolano.

La influencia de la Revolución Bolivariana a través de su proyección exterior es un factor fundamental que explica que Venezuela pasara a considerarse enemigo de los intereses estadounidenses e, incluso, una “amenaza inusual y extraordinaria” para la seguridad de Estados Unidos, como estableció en 2015 el conocido como Decreto Obama. No es una declaración aislada. Venezuela aparece en las estrategias de seguridad nacional estadounidense como una “dictadura” en el hemisferio occidental que, junto a Cuba, debe ser “aislada” para evitar que China y Rusia las sigan apoyando y “expandiendo los vínculos militares y venta de armas a través de la región” (White House, 2017: 51).

Las alianzas políticas y los intercambios económicos con actores extracontinentales son visualizadas como una amenaza a la expansión de Estados Unidos en lo que este país considera, en palabras del Che Guevara, su reserva estratégica. La disputa de Estados Unidos por el control de los recursos y mercados de América Latina y el Caribe, con otros retadores hegemónicos como China y Rusia, es parte del telón de fondo que explica la profundidad de un conflicto que trasciende lo meramente bilateral (Venezuela-Estados Unidos) y se enmarca en una pugna geopolítica global en la que se dirime, también, la transición geopolítica en curso.

Además de ser el país con las principales reservas probadas de petróleo del mundo, según datos de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) –hecho que por sí mismo permite entender la importancia del control de este material en el marco de un capitalismo que todavía depende de la energía fósil–, Venezuela es un territorio rico en minerales como el oro, los diamantes, el coltán o las tierras raras, donde se encuentran elementos indispensables para la industria militar y el desarrollo aeronáutico.(2)

Por todo lo anterior, el país lleva confrontando desde hace dos décadas múltiples operaciones de desestabilización y golpismo para abortar la experiencia bolivariana. Ninguna de ellas ha tenido éxito, pese a ir acompañadas del respaldo de grandes campañas mediáticas a escala global dirigidas al desprestigio y distorsión de la realidad venezolana, con la intención de que la opinión pública mundial acabe avalando, e incluso justificando, en última instancia, un eventual cambio de régimen. Las acciones de cambio de régimen no son nuevas en la historia de América Latina y el Caribe. Han sido aplicadas, con distintas tácticas, pero iguales objetivos estratégicos, por las distintas administraciones de Estados Unidos contra los procesos revolucionarios o liderazgos reformistas que suponían una cortapisa a la expansión de sus intereses económicos y a su influencia política en el hemisferio.(3)

Generalmente, se trataba de invasiones o golpes de Estado tradicionales que se han ido sofisticando en los últimos años. Lo novedoso, tal vez, radique en la variedad de acciones que se observa en el caso venezolano, además de la simultaneidad. Es por ello que se considera a Venezuela bajo el asedio de una guerra híbrida que opera desplegando todos sus tentáculos para atacar por distintos flancos y provocar tanto la implosión del proceso revolucionario venezolano como la erosión externa a través de diversas acciones de ataque. Un auténtico laboratorio de la guerra híbrida en el siglo XXI.

Guerra híbrida: un breve recorrido teórico

En los últimos años se ha puesto de moda entre analistas de think tanks, académicos, periodistas o políticos el uso del término “guerra híbrida” para referirse a la modalidad que adoptarían en la actualidad buena parte de los conflictos existentes. El vocablo aparece también de manera creciente en la literatura militar, aunque entre los especialistas del área se da más bien un debate sobre sus características y supuesta novedad respecto a formas bélicas anteriores (Baqués Quesada, 2015; Bartolomé, 2020; ColomPiella, 2019; Sánchez Herráez, 2016).

También hay quienes lo usan en plural y prefieren definirlo como “guerras híbridas”, dando cuenta de la variedad de tácticas (VVAA, 2019) o bien haciendo énfasis en los aspectos de la guerra comunicacional entre Estados Unidos y Rusia que remitirían a tiempos de la Guerra Fría (Gavrov, 2017).

Aunque el debate sigue abierto y hay quienes consideran que es un término confuso al que le falta precisión analítica, la guerra híbrida puede conceptualizarse como un tipo de conflicto que se caracteriza por la combinación de acciones regulares e irregulares, desplegadas por Fuerzas Armadas tradicionales, es decir, vinculadas a un Estado, que pueden operar junto a actores delegados diversos (contratistas privados, terroristas o crimen organizado) para enfrentarse a fuerzas de tipo irregular o no.

El objetivo de estas fuerzas en combate al usar la guerra híbrida es proyectar la propia influencia “en el mundo físico, psicológico, perceptivo o virtual” (Fig. 2) con la finalidad de desmoralizar y desestabilizar al oponente o enemigo (Colom Piella, 2019: 3). Pero la guerra híbrida es también la síntesis de varios tipos de guerra: guerra convencional, guerra asimétrica, guerra irregular, guerra no lineal, ciberguerra, guerra compuesta, entre otras. En definitiva, un tipo de guerra irrestricta en la que no hay límites porque todo vale (Fleming et al., 2017: 28).

En esencia, la guerra híbrida no deja de ser una guerra política, tal y como la teorizó George F. Kennan, uno de los estrategas de la política exterior estadounidense, durante los años de Guerra Fría: “La guerra política es el empleo de todos los medios al mando de una nación, salvo la guerra, para lograr sus objetivos nacionales”. Por “salvo la guerra” Kennan se refería a una guerra convencional abierta, pero no cerraba la puerta a otras acciones bélicas.

De hecho, la guerra política se fundamenta en operaciones en las que hay tanto acciones visibles que pasan por el establecimiento de alianzas políticas, medidas económicas y propaganda “blanca”, en palabras de Kennan, como en acciones encubiertas tipo guerra psicológica y el “fomento a la resistencia clandestina en Estados hostiles” (Kennan, 1948). Una definición que reconoce abiertamente la política de cambio de régimen que ha guiado la política exterior estadounidense al menos desde finales del siglo XIX y que enlaza con la interpretación de la guerra híbrida para el cambio de régimen que utilizan autores como el ruso Andrew Korybko.

Korybko es autor de Guerras híbridas. Revoluciones de colores y guerra no convencional. Su principal tesis es que la guerra híbrida se expresa a través de tácticas militares vinculadas a la guerra no convencional y a la manipulación de la población vía revoluciones de colores (Korybko, 2019: 16). Su propósito es la desestabilización de los Gobiernos antiimperialistas, es decir, “tácticas nuevas para objetivos viejos” (Korybko, 2019: 22).

Los postulados de Korybko coinciden con los de la doctrina militar rusa que ha teorizado asimismo la guerra híbrida como una estrategia para la desestabilización política por medios indirectos como las revoluciones de colores o la guerra no convencional, conocida como Doctrina Gerasimov. Lo anterior implica el uso, por parte de actores estatales y también no estatales, de una serie de acciones, militares o no militares, de carácter político, mediático, cibernético, diplomático, cultural, económico, humanitario, entre otros, de la mano, en ocasiones, de actores interpuestos como organizaciones no gubernamentales (ONG), sociedad civil y opositores políticos, entre otros (Colom Piella, 2019: 4).

Se trata de ataques indirectos para la desestabilización política cuyo fin último es derrocar a los Gobiernos enemigos de Estados Unidos, usando métodos de guerra psicológica o de cuarta generación, que justifiquen ante la opinión pública internacional la remoción de determinados Gobiernos. Se crea, a través de medios convencionales o no convencionales ejecutados por operadores militares, paramilitares o civiles, un caos que pone al Estado objetivo a la defensiva (Korybko, 2019: 61).

Para completar se hace necesaria una campaña de manipulación, previa o en paralelo, en la que la prensa tiene un papel destacado, reforzada hoy con la activación de las redes sociales como campo de batalla (Quintana, 2016), a la que hay que sumar a determinados portavoces políticos, intelectuales, académicos y, por supuesto, la aparición de una “comunidad internacional” que establece un cerco diplomático que facilita la acción final, que puede ser en forma de supuesta intervención humanitaria, como se dio en el caso de Libia y como se ha tratado de hacer también en el caso de Venezuela.

De hecho, un aspecto que algunos teóricos destacan de la guerra híbrida, como Frank G. Hoffman, es su énfasis en el plano psicológico e ideológico, presente en otro tipo de guerras pero que actúa ahora como “centro de gravedad” de la guerra híbrida (Baqués Quesada, 2015: 12). La importancia del plano mediático y de las comunicaciones en la guerra híbrida lo conecta con la guerra de cuarta generación, que se viene teorizando desde la década de los ochenta (Bartolomé, 2020: 12). Pero va más allá, pues en su uso de las redes y la búsqueda de daños virtuales, además de materiales, se convierte en ciberguerra. En ella entran ataques a infraestructuras críticas desde el ciberespacio (Bartolomé, 2020: 12; Quintana, 2016: 95), un elemento que está cobrando cada vez más importancia en las guerras del presente y el futuro, y en el que también se encuentran elementos de guerra irregular (Sánchez et al., 2019).

Conviene tener presente que el despliegue de una guerra híbrida, como aproximación indirecta, es mucho más efectivo, desde una perspectiva militar, que acudir a acciones directas que conllevan mayor impacto político y desprestigio social, sobre todo después de la última invasión estadounidense a territorio iraquí.

La guerra híbrida dificulta la atribución de responsabilidades (Colom Piella, 2019: 10) al ejecutarse por elementos delegados o de manera difusa, permitiendo al imperialismo seguir operando mientras logra, hasta cierto punto, ocultar su autoría en el caos que desata. Pero también el resultado es diluir las divisiones entre lo militar y lo civil, normalizando la conflictividad bélica en la cotidianidad, de tal manera que, en algunos territorios, se vive en una conflictividad permanente que abre la puerta a la militarización generalizada (Barrios Rodríguez, 2019: 11).

Varios autores asocian la guerra híbrida a ejemplos como los de Afganistán, Irak o el sur del Líbano, donde fuerzas regulares del ejército de Estados Unidos se han tenido que enfrentar a grupos insurgentes, irregulares o del crimen organizado, a los que acusan de “vulneración premeditada y sistemática de las reglas más elementales del derecho internacional humanitario”, como parte de un “escenario de terror” que es parte del objetivo bélico (Baqués Quesada, 2015: 12). Pero, como veremos, estas vulneraciones y este escenario de terror puede ser llevado a término también por parte de Estados, organismos multilaterales o proxys delegados de los intereses de las elites mundiales operando en el territorio en un conflicto aparentemente no abierto. Tal sería el caso de Venezuela.

La guerra híbrida aplicada a la Revolución Bolivariana

Se podría afirmar, sin temor a equivocarnos, que Venezuela es uno de los países del mundo que, junto con Cuba, ha experimentado mayor variedad de ataques dirigidos a acabar con su proceso revolucionario en menor espacio de tiempo.

En este sentido, Venezuela ha sido y continúa siendo un laboratorio de todas las estrategias posibles para el cambio de régimen diseñadas desde Estados Unidos, mucho más que la Revolución Cubana porque, a diferencia de esta, la oposición venezolana sigue teniendo fuerza dentro del país y desde ahí puede operar in situ como actor delegado de los intereses estadounidenses. Este y otros factores han provocado que la Venezuela bolivariana se haya convertido en el lugar de despliegue privilegiado de la guerra híbrida de este siglo XXI.

Sin embargo, la Revolución Bolivariana puede ser considerada una vanguardia no solo en términos políticos sino también militares, por su capacidad para detectar, combatir y repeler, hasta el momento de manera exitosa, todas las tácticas de guerra híbrida aplicadas en su territorio y hacia su territorio.

En síntesis, hemos asistido al golpe de Estado contra el presidente Hugo Chávez en febrero de 2002, al posterior paro petrolero a finales de ese año e inicios de 2003, la desestabilización callejera en forma de guarimbas que se inició en 2004 y se repitió en 2014 y 2017, a un intento de magnicidio contra Nicolás Maduro en agosto de 2018, a las sanciones económicas a funcionarios venezolanos por parte de Estados Unidos y la Unión Europea, a la instauración de un Gobierno paralelo de facto por la autoproclamación de Juan Guaidó, reconocida por una serie de países, junto a un Tribunal Supremo de Justicia en el exilio, al robo de la filial de PDVSA en Estados Unidos, Citgo, y la entrega de sus activos a ese seudogobierno por sentencia de un tribunal estadounidense, a ataques electromagnéticos contra el sistema eléctrico, al allanamiento de representaciones diplomáticas venezolanas, a resoluciones judiciales extraterritoriales que cuestionan la soberanía venezolana, al intento de cerco diplomático en el marco de los organismos hemisféricos multilaterales como la Organización de Estados Americanos, pero también a través del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, a la guerra económica por la vía de la hiperinflación inducida y el acaparamiento de productos, a la incursión frustrada de un comando de mercenarios para el derrocamiento de Nicolás Maduro…

La lista podría seguir ampliándose porque estos ataques, en sus distintas modalidades, continúan desarrollándose mientras se escriben estas líneas y no está previsto que cesen hasta que no se logre el objetivo último: acabar con el proceso bolivariano.

La guerra híbrida contra Venezuela es una guerra de amplio espectro desplegada de manera simultánea en distintas áreas internas, proyectándose también al exterior para impactar en la opinión pública mundial, a la que se manda un mensaje de manera indirecta “esto es lo que sucede cuando los pueblos eligen mal”. Abarca desde lo económico, pasando por el sabotaje interno y externo de servicios e infraestructuras por elementos presentes en el Estado venezolano aliados en ocasiones con actores externos, hasta la vía del ciberataque, la guerra psicológica sustentada en la manipulación mediática y en redes sociales, el uso de criminalidad común o paramilitarismo para el asesinato selectivo de líderes sociales, o la acción coordinada de determinados países, liderados por Estados Unidos, para provocar el aislamiento político y cerco diplomático.

Para este último fin, Estados Unidos utiliza tanto la presión bilateral a los países o instituciones que tienen relaciones con Venezuela como los organismos multilaterales, destacándose la Organización de Estados Americanos o el Grupo de Lima, creado exprofeso en 2017 para el derrocamiento del Gobierno de Nicolás Maduro. Desarrollar cada uno de estos apartados ameritaría párrafos y párrafos que harían este artículo interminable. Pero vale la pena detenerse en algún ejemplo.

Quizás el más destacado sea la guerra en el plano económico, enfocada a socavar las bases de apoyo del proceso atacando lo más preciado para un ser humano, el sustento. Apuntar a destrozar la economía del país no ha sido ninguna ingenuidad, máxime en un contexto en el que se quiere restablecer la hegemonía neoliberal en el continente teniendo enfrente a una Venezuela que ha sido el emblema de la lucha contra el neoliberalismo.

En un lapso muy breve, gracias a la Revolución, Venezuela se convirtió en un ejemplo para los pueblos por sus políticas sociales de ampliación democrática, de derechos sociales y laborales, su combate a la pobreza y su reducción de la desigualdad. En sociedades tan polarizadas como las latinoamericanas, el Gobierno venezolano logró reducir la brecha de ingresos entre el 20% más rico y el 20% más pobre en 5.7 veces entre los años 1998 y 2012 (Salas, 2019: 108). La pobreza disminuyó 56% entre 1999 y 2015, y la economía creció 43% (Curcio Curcio, 2019).

Toda una serie de indicadores positivos en prácticamente todos los rubros económicos que tuvieron que ser boicoteados, para acabar con el “mal ejemplo”, aplicando una guerra económica que destroza tanto los indicadores macroeconómicos de Venezuela como el poder adquisitivo de su población. Se inició bajo la presidencia de Hugo Chávez, pero ha arreciado en la de Nicolás Maduro. Primero fue la desaparición selectiva de productos de primera necesidad, el acaparamiento y la especulación. Después, una hiperinflación inducida y la distorsión del tipo de cambio de la moneda venezolana. Y, por último, las sanciones económicas y bloqueo financiero contra el Estado venezolano, además del robo de sus activos internacionales por parte del Gobierno de Estados Unidos y ciertos bancos cómplices. Una manera de desatar el caos y hacer la vida cotidiana imposible en aras de provocar la implosión de la revolución desgastando su base social chavista.

Desde el mundo académico y mediático se ha tratado de negar la existencia de un bloqueo a la economía venezolana. Cuando se reconoce su existencia, se argumenta que, en realidad, ha sido una medida del último año o muy reciente. Sin embargo, el bloqueo contra la economía venezolana se puede rastrear hasta diciembre de 2014, con la Ley 113-278 aprobada por el Congreso de Estados Unidos. A ello se suman varias órdenes ejecutivas del Gobierno de Estados Unidos que constituyen decretos extraterritoriales para sancionar bien sea al Estado venezolano, a su industria petrolera o a algunos de los funcionarios gubernamentales acusados de narcotráfico, terrorismo o vulneración de derechos humanos, una estrategia compartida por la Unión Europea. Al bloqueo económico hay que sumar el efecto del cerco financiero. Cálculos del Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (Celag) consideraron que, desde 2013, cuando Nicolás Maduro asumió el Gobierno, Venezuela ha dejado de tener financiamiento internacional por valor de 22 000 millones de dólares por año debido al estrangulamiento financiero ejercido desde el exterior para aislar al país de los mercados internacionales.

Esta política ha tenido un impacto en el PIB venezolano que afecta, sin duda, al conjunto de los habitantes, pues se calcula que la pérdida es del orden de entre 12 100 y 8 400 dólares per cápita entre 2013 y 2017 (Unidad de Debates Económicos, 2019).

Parece evidente que, más allá de problemas estructurales de una economía petrolera como la venezolana, dependiente de la fluctuación de los precios internacionales del barril de petróleo, así como de eventuales decisiones gubernamentales en materia económica, acertadas o no, existe una variable externa en forma de asfixia y cerco económico de la que tan solo hemos dado una pequeña pincelada que sirve para dimensionar su magnitud. Por tanto, no debería existir ningún análisis sobre el presunto “fracaso del socialismo venezolano” sin tomar en consideración las múltiples argucias desplegadas para hacer colapsar a la economía y, con ella, hacer caer al Gobierno de Nicolás Maduro para provocar el fin de la Revolución Bolivariana.

Viejas recetas renovadas

La aplicación de esta desestabilización económica, que es la parte más visible de la guerra híbrida, junto a la vertiente mediática, recuerda lo que padeció el Gobierno de la Unidad Popular chilena previamente al golpe de Estado de Pinochet y sus aliados estadounidenses en 1973, además de la persistencia del bloqueo contra la Revolución Cubana desde 1961. Pero también a las estrategias que se utilizaron contra la Nicaragua sandinista o las operaciones de guerra psicológica durante la lucha contrainsurgente en El Salvador o Guatemala en la década de los ochenta.

Quizás la diferencia que encontramos con el golpismo actual y las estrategias de guerra híbrida es que durante la Guerra Fría estas acciones eran más previsibles, pues se enmarcaban en un contexto de bipolaridad donde el conflicto estaba muy definido por la confrontación entre dos actores estatales hegemónicos, cuyo comportamiento como superpotencias era visible y, hasta cierto punto, predecible. Cabe no olvidar que utilizaban todo el globo como campo de batalla y usaban asimismo actores delegados en sus guerras sucias o de baja intensidad en la Centroamérica de las décadas de los setenta y ochenta o en los golpes de Estado del Cono Sur, elementos presentes en la guerra híbrida contemporánea. Pero hay coincidencia en varios analistas sobre la mayor volatilidad e impredecibilidad del escenario actual, que además asume formas mucho más sofisticadas que hace décadas.

Dentro del apartado de la propaganda y la guerra psicológica consustancial a la guerra híbrida hemos presenciado en los últimos meses cómo Estados Unidos ha recurrido a otras viejas recetas como acusar nuevamente de narcotráfico a parte de la dirigencia venezolana, como hiciera antes contra Manuel Antonio Noriega para justificar la invasión de Panamá en 1989. El propósito es, de nuevo, tratar de justificar éticamente actuaciones que, desde una perspectiva de defensa del derecho internacional, serían injustificables.

Pero la autodenominada “comunidad internacional” lleva demasiado tiempo ignorando los más mínimos principios del derecho internacional y del derecho diplomático. El Convenio de Viena, que estipula en su artículo 3.1. e) que las funciones de una misión diplomática consisten principalmente en “fomentar las relaciones amistosas y desarrollar las relaciones económicas, culturales y científicas entre el Estado acreditante y el Estado receptor”, se conculca día sí y día también por parte de muchas de las legaciones diplomáticas europeas en Caracas, empezando por la embajada de España que supuestamente mantiene en su residencia al prófugo de la justicia venezolana Leopoldo López.

He aquí otro ejemplo de las tácticas de guerra híbrida, en este caso el intento de aislamiento diplomático que se materializa prestando apoyo económico y político a una oposición que utiliza el golpismo y el terrorismo callejero para el derrocamiento de un Gobierno legítimo, que llama a la insubordinación de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB), que recibe financiación de Estados Unidos, que se erige en institucionalidad paralela sin sustento legal, pero con respaldo externo, y un largo etcétera.

Sin obviar, por supuesto, el uso de los organismos multilaterales como las Naciones Unidas para socavar la imagen del Gobierno venezolano vía sesgados informes ad hoc, como el Informe Bachelet, o el uso del Consejo de Seguridad para tratar de avalar acciones más contundentes contra el territorio del país, neutralizadas por la acción de la diplomacia rusa y china. Una geopolítica del cerco que, hasta la fecha, no ha sido exitosa a pesar de los muchos esfuerzos desplegados y los muchos millones de dólares invertidos.

Hay muchas lecciones que se pueden extraer de los ataques que está padeciendo la Revolución Bolivariana desde su nacimiento. Pero si hay algo que es importante no olvidar es que, se llamen de una manera u otra, las políticas bélicas cuyo objetivo es aniquilar las experiencias alternativas en América Latina y el Caribe o en el mundo, son una constante en el accionar de Estados Unidos como superpotencia mundial.

En la guerra híbrida aplicada a Venezuela, las operaciones de información, de la mano de operaciones psicológicas que conllevan engaño, manipulación de la información y distorsión de la realidad en las redes sociales, juegan un papel fundamental. La mente y los corazones son el campo de batalla a conquistar, para lograr convencer a los pueblos del mundo de lo pérfido y desastroso del proceso bolivariano, de lo cruel o criminal de su dirigencia y lo inexistente del pueblo chavista.

En última instancia, el propósito es negarle al chavismo su carácter transformador para minar su potencial y autoestima a lo interno, y, en lo externo, evitar el establecimiento de lazos de empatía entre pueblos que comparten intereses de clase frente a la oligarquía internacional de este capitalismo global.

La novedad es que el imperialismo lo hace en estos momentos en una coyuntura en que el mundo está trastocado por el impacto del coronavirus y las perspectivas nada halagüeñas sobre el futuro del capitalismo y de la mal llamada globalización que avizoran con preocupación incluso algunos de los principales defensores del sistema.

Además, a este escenario de inestabilidad se unen las protestas contra la brutalidad policial y por la igualdad de derechos de los afroamericanos, en un marco preelectoral, con un Donald Trump que está viendo descender su apoyo en las encuestas por el mal manejo de la gestión de la crisis del coronavirus. Este es un escenario nuevo en el que Estados Unidos se enfrenta a una incertidumbre mucho mayor que en otros momentos históricos, y con la sombra de una potencia, China, que está actuando desde una posición de dominio que le otorga el haber sido el primer Estado que declara haber neutralizado la pandemia.

Las tensiones y contradicciones internas de la sociedad estadounidense, así como su debilidad a la hora de proyectar externamente un potencial que acusa un declive hegemónico en varias esferas son, cada vez más, elementos a tomar en cuenta para elaborar análisis prospectivos sobre cómo será el sistema internacional del futuro.

Lo que parece claro, hasta la fecha, es que en el presente Venezuela sigue resistiendo a un imperio en decadencia que tiene en la Revolución Bolivariana un escollo inexpugnable.

Notas

(1) Para profundizar en la política exterior de Venezuela bajo la Presidencia de Hugo Chávez puede consultarse la tesis doctoral de Tirado Sánchez (2016).

(2) Véase la entrevista con el Comandante Estratégico Operacional de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB), Almirante en Jefe Remigio Ceballos. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=8M7jMdr-hjg

(3) Al respecto puede profundizarse en la literatura existente, a modo de ejemplo en Suárez Salazar (2006) y Roitman Rosenmann (2019).

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Arantxa Tirado Sánchez es Doctora en Relaciones Internacionales por la Universidad Autónoma de Barcelona. Doctora en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Maestra en Estudios Latinoamericanos y Licenciada en Ciencias Políticas y de la Administración. Profesora Asociada Departamento de Ciencia Política y de Derecho Público, Facultad de Ciencias Políticas y Sociología, Universidad Autónoma de Barcelona, e-mail: arantxa.tirado@gmail.com.


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