CEPRID

Las masas en octubre. Ecuador y las colisiones de clase

Lunes 30 de diciembre de 2019 por CEPRID

Franklin Ramírez Gallegos

Nueva Sociedad

En estos años viene reconfigurándose el paisaje político ecuatoriano. Lenín Moreno, sucesor de Rafael Correa, se acercó a los intereses empresariales y buscó desandar parte del camino «populista», al tiempo que se enfrentaba con el ex-presidente. Para ello montó una coalición político-empresarial que mantuvo diálogo con diferentes sectores. Sin embargo, la decisión de quitar los subsidios a los combustibles trajo de nuevo a escena el estallido social y a un viejo actor: el movimiento indígena ecuatoriano.

Octubre 2019: en medio de una colosal represión estatal, una poderosa movilización popular de 12 días fuerza la derogatoria del decreto presidencial que eliminaba el subsidio a los combustibles. La vertiginosa fase ascendente de la constelación neoliberal conoce su primer cortocircuito. Un episodio similar, pero de signo opuesto, marcó a fuego el arranque de ese encumbramiento: las elites derrotaron el proyecto legislativo que tasaba las grandes herencias y la especulación inmobiliaria. Transcurría junio de 2015 y Rafael Correa debía retroceder en una decisión de alto calado político, a pesar de su inmensa mayoría en la Asamblea Nacional. Una extensa constelación anticorreísta vio la luz en esos días. Desde entonces, su predominio no conoció freno: trazó las coordenadas de la lucha política, capturó el poder presidencial que le negaron las urnas, desmontó el Estado social dibujado en la década previa y, con cada vez mayores restricciones democráticas, condujo un plan de ajuste estructural con guion del Fondo Monetario Internacional (fmi), en el marco de una economía dolarizada desde hace casi dos décadas. Este trayecto ha sido (apenas) interrumpido por las masas en octubre. A pesar de su temprana crisis de legitimidad, el neoliberalismo criollo puede acelerar su fase violenta de despliegue en medio de la sólida coalición de intereses que lo sostiene. La alta dificultad de cualquier tentativa de acercamiento entre las principales fuerzas opositoras –el Movimiento Revolución Ciudadana (mrc) y el movimiento indígena– facilita ese escenario. El conflicto político, en cualquier caso, sale del marasmo al que lo había conducido la tensión correísmo/anticorreísmo. La violencia de las elites recalibró las perspectivas antagónicas de los subalternos.

Triunfo de los herederos

Dos confederaciones contendieron con Correa en las elecciones presidenciales de 2013: desde la derecha, el acuerdo Creando Oportunidades (creo)-Partido Social Cristiano (psc) postuló al banquero Guillermo Lasso; desde la izquierda, el Movimiento de Unidad Plurinacional Pachakutik, el Movimiento Popular Democrático (mdp) y otros grupos más pequeños postularon a Alberto Acosta. Grosso modo, desde 2009, esa tripartición del campo político moduló de forma predecible el conflicto social, los juegos parlamentarios y la disputa electoral. Aunque podían confluir en determinadas coyunturas, en particular al resistir la apuesta estatalista de Alianza País (ap) y sus rasgos autoritarios, cada polo sabía mantener su andarivel. A lo largo de 2015, no obstante, las fronteras políticas se desdibujaron. En junio de ese año, Correa envió al Poder Legislativo sendos proyectos de ley que tasaban las herencias y cierta especulación inmobiliaria. La impugnación de «los de arriba» fue inmediata: nutridas protestas callejeras y una concomitante expatriación de divisas colocaron al gobierno contra la pared. Meses antes ya se habían expresado –en la «marcha de la Nutella»– contra la política de protección del mercado interno. Ni en una ni en otra coyuntura el tejido militante del oficialismo operó como real soporte de las decisiones presidenciales. La Revolución Ciudadana, como se autodenominó el periodo de gobierno de Correa, había perdido la calle, y sus opciones de política no interpelaban ya a las mayorías. Al contrario. Desde sectores sindicales e indígenas se enfrentó incluso la política de regulación de las importaciones y, en medio del conflicto por los «impuestos marxistas», se convocó a diversas marchas contra las reformas gubernativas en materia laboral, ambiental y de seguridad social, entre otras. Los grandes grupos económicos, mientras tanto, expatriaban sus divisas, desinvertían a granel y profetizaban el colapso económico de la República. Correa debió abandonar el proyecto de tasar las herencias. Era su primera derrota política desde su trepidante emergencia en 2006.

En un entorno de estancamiento económico, de impugnación al proyecto de enmendar la Constitución para introducir la reelección indefinida y de avance de los discursos antiigualitarios, la confrontación política adquirió desde entonces un cariz beligerante que penetró el conjunto de los espacios sociales. Las «banderas negras» de los herederos –más visibles que wiphalas, trapos rojos o el estandarte nacional– arropaban tal signo de intransigencia con el enemigo. Mientras, esgrimiendo la bolivariana tesis del «golpe blando», el discurso presidencial escamoteaba la legitimidad de las reivindicaciones de signo heterogéneo. Aquello operaba como incentivo para su acercamiento. El canto general no admitía dudas: «Fuera, Correa, fuera…». Una briosa movilización destituyente terminó por unificar al extenso arco opositor. Así, en su negatividad, la implantación anticorreísta conseguía reorganizar la lucha política mientras daba lugar a paradójicas confluencias: «en el caso de las leyes sobre la herencia y la especulación, el malentendido fue tan profundo que la derecha logró provocar, en buena parte de la clase media baja y aun de campesinos e indígenas, una reacción de rechazo contra medidas destinadas a repartir la riqueza».

La confraternidad de quienes comparten adversario licuaba pues la especificidad de las identidades políticas y reforzaba la convocatoria a la unidad de los diversos como antídoto para poner fin a «Rafael i». Florecieron entonces diversos conatos de unificación de inverosímil amplitud. De cara a las presidenciales de 2017, Lasso negoció con socialdemócratas, indígenas, antimineras, ex-ap, etc. El ex-alcalde de Guayaquil Jaime Nebot hizo otro tanto. No prosperó. El anticorreísmo compitió, amplificado, en tres franquicias: psc, creo, id. Si aquello debilitaba el potencial electoral de cada parte, no disimulaba en lo más mínimo el notable avance de sus ideas en el sentido común de la época.

La «opción Moreno»

Los impuestos de la Revolución Ciudadana fueron retratados como confiscatorios del patrimonio familiar, como factores de polarización, como atentatorios contra la actividad empresarial, en fin, como señal de desconfianza estatal en los agentes privados. Junto con la denuncia de la corrupción en la jerarquía correísta, tales ideas dominaron la campaña electoral y organizan aún hoy la comprensión política del gobierno.

El anuncio de que la reelección indefinida entraría en vigor luego de los comicios de 2017 lucía también como una victoria del anticorreísmo. Aquello ocultaba, no obstante, que el «dócil rebaño populista» jamás fue persuadido de las bondades de la reelección. Ni la estima popular por Correa consiguió aplacar la silenciosa desconfianza de las grandes mayorías hacia los mandatos prolongados. Este atisbo de republicanismo popular imposibilitó la repostulación presidencial y aceleró una transición que «el jefe» ya no podía conducir en solitario. «Creo que el país necesita descansar de mí»: con esas palabras, pronunciadas en marzo de 2016, Correa echaba a rodar la partida.

La iniciativa política del arco opositor para unificarse contrastaba con el sigilo de la fuerza gobernante. Esta, muy atenta a las encuestas, no dejaba de verse como un proyecto viable. El repunte gubernamental posterremoto reforzó su optimismo. Las buenas cifras del candidato ungido por Correa, el ex-vicepresidente Lenín Moreno (2013-2017), avalaban incluso la hipótesis de una victoria en primera vuelta. El discurso de Moreno, sin embargo, evidenciaba que no todo sería igual: «Hay que abrir los brazos a quienes no coinciden totalmente con uno»; «Se deben refrescar las relaciones internacionales del país»; «Continuidad, no continuismo».

Si la convocatoria de Moreno a la pacificación política atrapaba el fastidio ciudadano con la lógica confrontacional del entonces presidente, sus lisonjeras referencias a continuar con el legado de aquel –«la Revolución Ciudadana ya es una leyenda (…) algún día les dirás a tus nietos, como mi abuelo me contaba sobre Alfaro: yo cabalgué junto a Correa»– no anticipaban ruptura alguna. La ambivalencia de su candidatura escenificaba ya la búsqueda de equidistancia entre el proyecto opositor –borrar todo rastro de la Revolución Ciudadana del cuerpo social– y los sueños de alguna militancia de ap con la vida eterna del «gran líder». La fórmula cambio-y-continuidad de Moreno contenía pues las claves de un emergente escenario político labrado por el vigor del anticorreísmo.

En efecto, aunque hoy Correa asuma como su mayor error político la nominación de Moreno como «su» candidato, lo cierto es que las encuestas no daban opciones de supervivencia a su proyecto ni por la vía de una figura próxima a su círculo íntimo (el correísmo conservador), ni por las expresiones ideológicas del movimiento (la izquierda de ap). El relevo progresista había quedado impedido, en medio de la contracción hegemónica de la Revolución Ciudadana, por el ascenso de una derecha radicalmente movilizada contra el populismo posneoliberal. La derrota de la ley de herencias modeló en esa dirección la lucha política. A su vez, las acusaciones de corrupción en altas esferas cerraron el paso a una sucesión desde el entorno presidencial. La opción Moreno se imponía así como fórmula salvífica de una maquinaria política inhabilitada para imaginarse fuera del Estado.

La ruta de la descorreización estaba abierta. Frente a una derecha con un nítido registro ideológico, Moreno invocaba el diálogo y su disposición a escuchar a todos y todas. Esta tónica, junto con su trayectoria al frente a un programa estatal de inclusión de personas con capacidades especiales –administrado en su rol de vicepresidente–, blindaban su imagen y favorecían la estrategia de interpelación afectiva del electorado («gobierno de la ternura»). No había rastro de sus convicciones políticas. Su indiferencia hacia el debate de ideas y su repulsa al conflicto lo situaban, más bien, en las coordenadas del gurú Jaime Durán Barba, conocido por su desdén hacia la furia politizadora del populismo.

En este proyecto, las derechas llevaban la delantera. Desde un inicio se opusieron al estatismo de la Revolución Ciudadana y a su lógica confrontacional. Obturado el horizonte del conflicto, no quedó lugar en el debate político para ninguna enunciación sobre cómo destrabar los engranajes de la transformación. En campaña, de hecho, el ahora presidente no abrió línea alguna de reforma que pudiera indisponerlo con algún sector. Esquivó siempre el lenguaje del cambio histórico contenido en el programa de su movimiento. No mucho más lejos, los movimientos sociales y la izquierda anticorreísta se refugiaron en la plataforma abierta por un ex-militar (el general Paco Moncayo, de id) que hablaba la lengua de la economía social de mercado. Justo cuando la izquierda del arco político lucía deshabitada, optaron por la moderación. Los acumulados de la lucha social del periodo fueron vertidos en un recipiente inerte durante más de una década.

Las narrativas emancipatorias quedaron arrinconadas. Por primera vez desde el retorno democrático, ningún binomio se narró a sí mismo desde la izquierda ni tensó las cuerdas del litigio populista contra «los de arriba». Las agendas promercado y las formas consensuales de la política liberal caminaban en terreno despejado.

Neoliberalismo por sorpresa

Para el balotaje de abril de 2017, cinco de los seis candidatos derrotados apoyaron a Lasso. Las izquierdas articuladas con Moncayo, también. El anticorreísmo tomaba forma coalicional. Aun a pesar de haber ratificado mayoría en la Asamblea Nacional, ap no repitió los triunfos en primera vuelta de 2009 y 2013 y encaraba una difícil contienda en medio de las acusaciones de corrupción contra el vicepresidente y compañero de binomio de Moreno, Jorge Glas. Su presencia en la fórmula contenía la apuesta del propio Correa por preservar influencia en la transición en ciernes.

La alusión sistemática a la conducta ímproba de Glas refería al bloqueo de los órganos de control en tiempos de presidencialismo reforzado y amplificaba los alegatos sobre el recorte del Estado como vía óptima para combatir la corrupción. Lasso blandió esos argumentos: ofreció austeridad, privatizaciones, eliminación de impuestos, recortes de burocracia. Semejante oferta no distinguía entre el agotamiento ciudadano con la beligerancia correísta y el apego de amplios sectores al dinamismo estatal a lo largo de la década. El fantasma neoliberal y la memoria del feriado bancario de 1999 (en medio de la crisis financiera que rerivó en la dolarización) entraron en campaña. Lasso reculó en algunas de sus propuestas. Moreno terminó por imponerse. Su contrincante desconoció los resultados y movilizó a sus bases bajo denuncias de fraude que nunca probó.

El nuevo entorno presidencial asumió la lectura de Lasso y los grandes medios que presentaban al gobierno como frágil e ilegítimo por su estrecha victoria. En respuesta, y en el marco de la convocatoria a un diálogo nacional de amplio alcance, el oficialismo asumió progresivamente la agenda y el discurso de las elites, mientras se alejaba del votante de la Revolución Ciudadana. El giro gubernamental ha sido explicado, además, como resultado de sigilosos acuerdos políticos que favorecieron la derrota de creo y el baipás a Correa.

Como fuere, el primer año del mandato de Moreno supuso su plena desidentificación política con la Revolución Ciudadana. Tres operaciones fueron claves para esto:

a) El acercamiento entre gobierno y medios de comunicación privados, a fin de confrontar la imagen de la «década ganada». Todas las realizaciones del expertocrático gobierno correísta fueron puestas en duda, día tras día, aludiendo a la corrupción, la ineficacia o el despilfarro estatal. La recuperación económica de 2017, luego de dos años de estancamiento, fue descalificada. No había senda auspiciosa para el desarrollo y el endeudamiento era enorme: 57% en la ratio deuda/pib según el gobierno, 27% según Correa. Abismal diferencia. Informes posteriores manejan cifras que oscilan (para 2016-2017) en torno de 43%. La idea de una crisis fiscal quedaba instalada. b) El activismo anticorrupción y la política de la justicia. Los expedientes judiciales contra Correa y otros dirigentes de la Revolución Ciudadana se multiplicaron en un circuito que retroalimenta decisiones políticas, trending topics y primeras planas. La destitución y el encarcelamiento de Glas parecen el punto más alto de esa dinámica. Su eficacia política explica, en una implacable trama de poder e intimidación, parte de las conversiones de «correístas ortodoxos» de ayer en «morenistas puros» de hoy. No se trata apenas, como urge, de procesar a sospechosos, sino de minar a adversarios y consagrar los juzgados como instancia de evaluación de la política pública de la década previa. Ya en ese plano, los fallos replican la diatriba dominante: la economía expansiva del Estado popular inocula corrupción. El «Estado austero» reflota como categoría moral. La anticorrupción se torna así principal mecanismo de legitimación del viraje neoliberal. c) La consulta popular de febrero de 2018 y la descorreización del Estado. Las preguntas planteadas en la consulta incluían, entre otras, la derogación del impuesto a la plusvalía (demanda empresarial), regulaciones al extractivismo (guiño a organizaciones indígenas, ecologistas) y la eliminación de la opción reeleccionaria. La cuestión medular concernía, no obstante, a la habilitación para que el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social-Transitorio evaluara y, eventualmente, destituyera a las autoridades nombradas por el anterior consejo. La Constitución de 2008 transfirió del Parlamento a esa instancia la capacidad de nominar a diversos altos cargos estatales (órganos de control, instituciones electorales, etc.). Su idoneidad estaba en duda por su cercanía al ex-presidente, en el marco del arrastre electoral de ap y el consecuente predominio del Ejecutivo sobre el resto de los poderes del Estado. El Transitorio, siete «notables» nominados por la Presidencia, operó sin control democrático alguno y llegó a arrogarse atributos –como destituir a la Corte Constitucional no nombrada por el Consejo– inexistentes en el mandato popular. Los funcionarios evaluados fueron cesados y subrogados por figuras del anticorreísmo. Se resolvía así la distribución de poder en el bloque gobernante y la descontaminación estatal del «maldito populismo».

La convocatoria a la consulta hizo que ap implosionara. Moreno capturó entonces el instrumento partidario más grande del vigente ciclo democrático y lo congeló. Mientras, el consejo electoral bloqueaba una y otra vez el registro del nuevo Movimiento Revolución Ciudadana (mrc). En ese contexto, el alto empresariado y las elites –viejas y rejuvenecidas– intensificaron el asedio a Carondelet. El nombramiento del presidente del Comité Empresarial Ecuatoriano, Richard Martínez, como ministro de Economía selló el pacto de dominación que sostiene a Moreno luego del quiebre de su bloque legislativo. Aun de modo subordinado, la coalición gobernante incorporó además a delegados indígenas y sindicales, entre otros. La reconfiguración del régimen corporativo, desmontado por Correa, y la formación de una nueva mayoría parlamentaria (derechas, ap, Pachakutic) resolvían así los dilemas de gobernabilidad de la transición neoliberal.

Solo un cambio de tal magnitud en las relaciones de fuerza, y en los mecanismos de legitimación del poder, podía explicar que el radical viraje económico del país se encaminara sin apenas resistencia popular. La aprobación de la Ley de Fomento Productivo (agosto de 2018) –resistida en solitario por el mrc– vino poco después de la posesión del delegado empresarial como ministro de Economía. Esa ley, sin embargo, es quizás el instrumento más consistente y agresivo planteado en el Ecuador en la perspectiva de sostener los grandes intereses y reencuadrar una sociedad de mercado: sancionó la austeridad, facilitó una enorme apropiación de rentas por parte de grupos económicos y desmontó los instrumentos maestros del Estado desarrollista-distributivo.

Tal desmonte supuso debilitar las finanzas públicas (renuncia a gravar los incrementos extraordinarios en los precios de los recursos naturales; eliminación del «impuesto mínimo del anticipo al impuesto a la renta», etc.); impedir que el sector público crezca más de 3% anual; restringir la movilización de crédito interno para gestionar liquidez; prohibir la aprobación del presupuesto con déficit si no es para cancelar intereses de deuda. La inversión pública quedó así prácticamente abolida como acción estatal. La normativa introdujo, a la vez, un sistema internacional obligatorio de arbitraje de inversiones para cualquier materia. El Estado pierde así facultades para regular y privilegiar determinada inversión extranjera según sus objetivos de política.

El rediseño del régimen de acumulación se acompañó del acercamiento a Estados Unidos. El vicepresidente Mike Pence visitó Ecuador en junio de 2018. Se concretó luego la apertura de una Oficina de Cooperación de Seguridad, la reincorporación del país luego de 11 años al Ejercicio Multinacional de Maniobras Militares (unitas), la operación de un avión de inteligencia con capacidades tecnológicas para hacer lo que en su momento aseguraba la Base de Manta, etc. Se anunció también el retorno de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid) y un eventual acuerdo comercial con el país del Norte. El activismo gubernamental en la entrega de Julian Assange, en el reconocimiento a Juan Guaidó, en la salida de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) o en procurar que se desestime la sentencia contra Chevron tenía su recompensa. El acercamiento al fmi estaba asegurado.

Los intereses generales y el ajuste

Aunque la centralidad de los grupos de poder ha sido inocultable, el gobierno nunca desactivó el recurso al diálogo. Esto lo ungía de aire democrático. La pax pospopulista era reivindicada por unos y otros. «Las familias ya pueden comer tranquilas», decía un funcionario en relación con la nueva «armonía». Los movimientos percibían mayor accesibilidad al soft power de Moreno. Los medios apuntalaban la sensación de conformidad social. El ajuste no conocía adversario: ni el acuerdo con el fmi (febrero de 2019) movilizó el tejido popular más allá del mrc. El exaspero con las organizaciones sociales ganaba lugar.

La conflictividad social, sin embargo, venía creciendo desde 2017. Su fragmentación la volvía inaudible en medio de la virtual parálisis de los grandes actores colectivos. Los herederos de la Revolución Ciudadana, concernida con su supervivencia, tampoco conectaban con las luchas dispersas. El gobierno, a la vez, se confinaba en la «alta sociedad civil» y su fijación anticorreísta. No obstante, con el ajuste, la vieja «cuestión social» –empobrecimiento, desempleo, precariedad– vuelve al primer plano de modo fulgurante. El malestar con la gestión pública –en medio de voluminosos despidos a la burocracia– devasta el apoyo a Moreno, mientras crece la percepción de que gobierna para pocos.

En ese marco, el anuncio presidencial del retiro de los subsidios a los combustibles solo disparó un malestar ya bastante diseminado en el cuerpo social. Nada fue súbito, luego del inconsulto viraje económico del gobierno y su negativa a reparar en las instituciones representativas o en el debate público: el acuerdo con el fmi no fue procesado en el Poder Legislativo y su documento base ni siquiera se tradujo en su integralidad al español. El ajuste no fue objeto de diálogo alguno. Ante el cierre democrático, quedaban las calles.

Y de pronto se hizo la noche. La fábula empresarial de la sociedad como tierra arrasada para demandas de protección estatal y en la que solo podían florecer dóciles aplaudidores de sus promesas emprendeduristas –«desde niños los ecuatorianos somos emprendedores», dijo una vez Moreno– estalló en pedazos. Ante la multitud, el gobierno balbuceó su estrecho vocabulario político: «correístas, mafiosos, vándalos». El paso siguiente fue activar un dispositivo represivo jamás antes visto: pocas horas después de la convocatoria al paro nacional contra el «paquetazo» anunciado el 1 de octubre, el presidente decretó un estado de excepción nacional. Se hacía visible así hasta qué punto el gobierno era consciente de que la medida solo podía progresar si se estrechaba el espacio democrático y se redoblaba el despliegue de fuerza.

La movilización se prolongó por 11 días. Múltiples capas de actores protestaron y se protegieron entre sí hasta el desenlace de la contienda protagonizado por las organizaciones indígenas. El mrc efectuó un primer llamado (2 de octubre) con muy escaso eco. Los transportistas paralizaron el país el 3 y 4 de octubre. Su convocatoria a paro nacional aceleró el levantamiento indígena anunciado en agosto. El gobierno hizo todo para evitar su arribo a Quito e intervino ciertas comunidades. Allí empezaron a contarse heridos y muertos. A medida que las protestas recrudecían, el Estado redoblaba la represión (el 7 de octubre decretó el estado de sitio). Antes de la llegada de los indígenas a Quito (7 de octubre), las calles entreveraron estudiantes, mujeres, feministas, trabajadores, campesinos, vecinos, militantes de izquierdas, ecologistas, ciudadanos desorganizados. La heterogeneidad de los movilizados contrastaba con la convergencia de su demanda: derogar el decreto 883 que elimina subsidios y liberaliza el precio de los combustibles.

La demostración del 9 de octubre, conducida por la Conaie, fue la más contundente protesta popular en el siglo xxi. Moreno trasladó la sede de gobierno a Guayaquil y se refugió en la lealtad mediática, la gratitud empresarial y el poder militar. Mientras, en cadena nacional, el ministro de Defensa y general retirado Oswaldo Jarrín insistía en que el Ejército «está preparado para la guerra» (sic). La brutal represión cohesionó a los movilizados y activó la simpatía de más amplias capas de la población. El 12 de octubre, en medio de un feriado, se multiplicaron los focos de protesta. En Quito, en particular, la movilización adquiría trazos de insubordinación. Solo un nuevo decreto de estado de sitio y la plena militarización de la capital contuvieron los ánimos. La multitud se afirmaba en su demanda antiajuste y reivindicaba ahora la renuncia de los represores. El prolongado cacerolazo de esa noche, con ocupación de barrios, será recordado como emblemático gesto de desobediencia civil ante la prohibición estatal de circular luego de las tres de la tarde.

El poder estaba burlado. La radicalidad de las bases indígenas hizo el resto. Sus dirigencias fueron encuadradas para no ceder en las demandas y hablar con el presidente en nombre de la indignación popular. El intento gubernamental de «particularizar» las negociaciones del 13 de octubre chocó con la disposición indígena para asumir la representación del bien común. «Nada solo para los indios», volvió la vieja consigna de los levantamientos de los años 90 y 2000. Ninguna compensación sectorial o políticas diferenciadas para al agro podían anteceder la derogatoria del paquetazo. El Estado tenía frente a sí a un puñado de autoridades étnicas que hablaban –en vivo y en directo ante todo el país– como tribunos de la plebe explotada y agraviada por la desbordante violencia neoliberal. El interés general supo imponerse. Moreno derogó el decreto 883 al día siguiente.

Ese mismo día redobló la cacería de brujas contra la dirigencia correísta –hay presos políticos– e insinuó similares gestos persecutorios contra la dirigencia indígena. Su lenguaje bélico, en clave de doctrina de seguridad nacional de los años 70, ha incrementado en decibeles. Organizaciones de derechos humanos, nacionales e internacionales, prendieron las alarmas. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (cidh) fue hostigada en medio de sus pericias. Para Immanuel Wallerstein, en clave del sistema-mundo, toda potencia en declive incrementa en agresividad y se torna más peligrosa. ¿Instaló la revuelta de octubre al gobierno empresarial en esa pendiente puramente autoritaria? La sociedad movilizada experimenta hoy más miedo que expectativa. Esa percepción contiene ya una respuesta.


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