Primeras lecciones de la rebelión popular en Chile
Lunes 18 de noviembre de 2019 por CEPRID
Claudio Aguayo
Observatorio de Crisis
INSURRECCION “CUMA”, REBELIÓN CONSTITUYENTE
“Ya no necesitamos declararnos vanguardia” Gladys Marín Millie.
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La pregunta más importante de la izquierda chilena desde que estalló de forma más o menos espontánea la revuelta de octubre—con la emergencia de una insurrección de los sectores más afectados por la desposesión neoliberal: estudiantes secundarios de colegios precarizados, “cumas”, barras bravas, jubilados y pobladores—refiere a las posibilidades que abre esta coyuntura. ¿Qué salida positiva para las demandas democrático-sociales puede surgir de una insurrección como esta? Desde luego, las respuestas no han sido ni unívocas ni fáciles.
Parte de la izquierda parlamentaria del Frente Amplio se apresuró a decir que estábamos frente a un estallido “inorgánico” y que la única salida que se le podía dar a este conflicto pasaba por una negociación con el gobierno neoliberal de Piñera. Aun en toque de queda, con la gente padeciendo la más feroz de las represiones después de la dictadura, una serie de actores políticos defendieron—y defienden—la necesidad de dialogar con un gobierno cuyo apoyo popular se encuentra completamente devastado (9% de aprobación según las últimas encuestas) para encontrar “ganadas concretas”.
Otro sector de la izquierda parlamentaria, el Partido Comunista, se atrincheró en una negativa contundente al diálogo, impulsó una acusación constitucional para destituir a Piñera—que al parecer no tuvo suficiente apoyo ni fuerzas—y trató de compensar la supuesta no-organicidad de la insurrección poniendo a las fuerzas gremiales donde tiene presencia—sindicatos, organizaciones estudiantiles etcétera—a disposición de la revuelta.
Desde luego, y esto no sorprende ni escandaliza, siempre con los ánimos de conducción y hegemonización que les son propios a los movimientos sociales de la izquierda tradicional. Pero el desborde popular no permitió la materialización de ninguna de estas operaciones, y aunque el aporte realizado por las organizaciones más tradicionales debe ser considerado, sus posibilidades de conducción son nulas.
El hartazgo con la política tradicional, también reflejada para la imaginación plebeya en las viejas marchas transicionales y su final feliz, las negociaciones, abrió un espacio donde, para utilizar el lenguaje freudiano, la libido social y sus descargas de hastío flotan sin un punto de fijeza. Esta libido social flotante ha llevado la tensión a los niveles que conocemos: desde la barricada a los incendios, las formas de violencia popular desprovista de estrategia se suceden de forma más o menos cotidiana.
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El intelectual de derecha Arturo Fontaine ha descrito quizás como nadie el pavor de la burguesía neoliberal frente a este rasgo destructivo de los cansados que, en su salvajismo innato, van por todo. Eso sí, ahora enganchados con barras bravas, con gente de la poblacansada de ver las mercancías-fetiches que sonríen, como los fantasmas sabrosos que deben comprar, con grupos radicalizados de todos los colores.
Goza-compra era el imperativo categórico neoliberal, incrustado en el alma del comportamiento ciudadano, moldeado en la repetición de ritos y gestos, en el consumo frenético y por supuesto, en esa poderosa proliferación de imágenes que nos proporciona el aparato visual del neoliberalismo, la televisión, significantes dispares reflejados como en sueños, como en una ensoñación o en el sopor de una siesta. Es lo que Marx llamaba “esfera de la circulación”—con su movimiento infinito y sus velocidades abismales—aquí convertida en esfera imaginaria, en fábrica de la subjetividad. ¿Cómo se llega a estar cansado de eso? Citemos a Fontaine:
“El espíritu que anima a los alumnos que desde hace ya varios años se han empeñado en destruir y prender fuego al tradicional Instituto Nacional, primer y mejor colegio de la república, orgullo de Chile, se trasladó ahora al metro, otro orgullo de Chile. Como si el mensaje fuera: quememos la historia de Chile. Pero tampoco ven el futuro con optimismo. Freud sostiene que la pulsión de muerte dirigida al exterior es una pulsión de destrucción. Hay placer en la aniquilación. El poder desatado de las llamas encarna ese goce prohibido.”
Fontaine supone aquí lo más simple y, sin embargo, lo más obsceno. Hay una obscenidad atractiva en su análisis, porque fácilmente nos engatusa, como nos engatusa el calificativo de “orgiástico” que Carlos Peña le pone a la revuelta. Aniquilación, demostración orgiástica, acceso al goce prohibido.
En nombre de un tufo psicoanalítico—se sabe, en cualquier caso, que el psicoanálisis tiene una muy bien extendida y robusta pata de derecha—se pretende exhibir la subjetividad de este momento violento que, con su excepcionalidad, desarma los símbolos del “orgullo de Chile”, desde el metro hasta el Instituto Nacional. Lo que no nos dicen ni nos explican, es que el acceso al goce nunca ha estado prohibido a nadie. En las vitrinas del oasis neoliberal, en la ciudad blanqueada y en las visitas furtivas de la población más precarizada a los grandes malls del barrio alto, el goce estaba más vivo que nunca.
Sin embargo, este ordenamiento del goce neoliberal se desplomó cuando el efecto compensatorio del consumismo y el imperativo categórico del capital, su fetichismo inherente, no fueron suficientes frente a la humillación cotidiana de la explotación—bajos salarios, bajas pensiones, aumento progresivo del precio del transporte.
Entonces estalló la vida cuma como resistencia violenta ante la miseria. La vida cuma surge y se muestra como la negatividad abstracta de Chile: lo que no contiene ninguna proyección, ninguna positividad, pero que ejerce de facto una desistencia respecto a los dispositivos que el neoliberalismo pone a funcionar, fundamentalmente dos, la explotación y el consumo desenfrenados.
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Vidas cumas. La revuelta estudiantil de 2011 había dado una clara lección a estas formas revoltosas de enfrentar la irrupción movimientista en el espacio público, rechazando siempre la irrupción de esa negatividad abstracta y morena en el transcurso de la marcha—con sus líderes blanqueados en primera fila. ¿No es esta blanquitud de los liderazgos lo que también nos hartó a todos?
Recordamos a Giorgio Jackson y su fraseología: “fuera los encapuchados”. Los estudiantes universitarios se burlaban del anarquista cuma, del activista marginal, que en Argentina llamarían pibe chorro, imitando su ortografía profana y maleducada. Al mismo tiempo, los universitarios rebeldes, ilustrados en la estrategia y el juego revolucionario noventero—ahora convertidos en operadores políticos de izquierda—expulsaban de la marcha al violentista y al vándalo, figuras de lo bárbaro, de lo extranjero.
El vándalo es para el estudiante progresista clasemediero y el pije radicalizado, marxista o autonomista, leninista o bakuniniano, como esos lobos encaramados al árbol que el neurótico freudiano mira aterrado, en el fondo de un sueño o en la tranquilidad de un dormitorio relativamente estabilizado por el acceso a las mercancías que lo adornan y lo hermosean. Figura al lado del mapuche como el objeto siniestro que le recuerda al sujeto chileno su fragilidad.
La insurrección de los cumas, abierta por la coyuntura incendiaria de los secundarios rebeldes, nos ha mostrado esta vida bárbara en su potencialidad. Esta vez, a diferencia del 2011, esos chiquillos desnutridos bajaban de los barrios y las poblaciones pungas a Plaza Italia, con el rostro a medio camino entre la dignidad y el odio, la alegría y el miedo. Un relato felizmente rescatado del torrente circulatorio de estados Facebook, da una imagen quizás más precisa del acting out cuma:
“Ayer me acerqué y conversé con cuatro cabros que estaban rompiendo un letrero publicitario de un paradero. No habían participado de saqueos, pero si de destrucción de letreros y basureros. Tres eran del SENAME, uno era de Puente Alto. Hace una semana que no llegaba a su casa porque su mamá lo había echado a la calle después de ser despedido del negocio en el que trabajaba como empaquetador, porque su jefe no quería que nadie fuera a las marchas, y lo echó. Se hicieron amigos en la calle, encontraron en las marchas gente que les da agua, comida y piden plata. Cito a uno: ‘no quiero que se acaben las marchas porque uno se siente acompañado, uno siente que por primera vez sienten esa rabia que siento yo todos los días. Cuando todos se van a sus casas, nos quedamos aquí, solos y nos ponemos a destruir cosas, cosas que no son de nosotros, que nunca han sido porque no somos parte del país. Nosotros somos del SENAME y ese es otro país. Vamos a seguir aquí hasta que se acaben las marchas o los pacos nos maten’”
Vamos a seguir en la marcha. La marcha marca y opera una terrible paradoja. Es la figura por excelencia de la movilización clásica de la clase obrera chilena y los sectores que—sin duda—han luchado por décadas por los derechos de la vida en las poblaciones callampas, lugares de despliegue y desarrollo del cuma, pero excluyendo su potencia, su potencia marginal, precisamente por el fuerte enganche de estos sectores con la violencia que les es endémica, una violencia no-instrumentalizable por los deseos de conducir que le son propios a la izquierda tradicional chilena. Recordemos algo al respecto.
En plena movilización de 2011 Piñera exhibe todo su carácter patronal. Es el patrón masculino dándoles unos cuantos azotes a los rotos alzados. Dice por televisión que “los violentistas nunca van a tener la última palabra”, dividiendo el campo de la protesta social entre buenos y malos manifestantes.
La izquierda se cuelga y queda estupefacta, sale a condenar la violencia una y otra vez por miedo a perder legitimidad frente a la ciudadanía, la marcha recobra su aspecto clásico, las banderas rojas y los lienzos estudiantiles retoman la delantera. En 2019, en cambio, Piñera no consigue aislar a los vándalos y lo que ocurre es una vandalización intensiva de la protesta social. Un devenir-cuma. Pero también ocurre que el acting out—ese momento en el que la descarga libidinal del sujeto pierde su entronque con el discurso de los amos—rebelde de los cumas, de las barras bravas y de los sujetos precarizados, hace un entronque singular con el momento constituyente, con sus demandas y su escritura callejera más politizada.
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Lo que no se puede afirmar (y es lo que está a la base de lo que señala Fontaine), sin embargo, es que esta insurrección sea una pura descarga performativa (acting out) de rabia social condenada al fracaso por su falta de contenido. Curiosamente, fue lo mismo que se afirmó desde el psicoanálisis lacaniano de izquierda a propósito de los riots de Inglaterra en 2011: expresión impotente de violencia social que no propone un mundo nuevo. Por el contrario, en algún punto de octubre, las masas encuentran si no un punto de fijeza para el torrente de deseos que circulan en la insurrección, al menos un lugar donde la rabia puede articularse convirtiéndose en demanda, un registro donde las diversas formas de expresar el deseo y la rabia alcanzan cierta condensación a partir de la consigna de asamblea constituyente.
Contrario a los pronósticos de toda la izquierda, que hablaron desde un principio de inorganicidad y de desarticulación total, la rebelión chilena contra el neoliberalismo supo poner en juego el encuentro entre dos procesos altamente heterogéneos, desvinculados por largos años de profundización de una fosa o vacío entre la experiencia cotidiana del dolor de la precariedad neoliberal (la vida material del pueblo), y la institucionalización progresiva de una izquierda cada vez más parlamentarizada y burocratizada—en un sentido estrictamente marxista, la burocracia es una separación entre la sociedad política y la sociedad civil.
Lo que en efecto hace la rebelión es constituir un nudo articulatorio entre la insurrección de los sectores precarizados (la insurrección cuma) y la rebelión constituyente, que es una lucha histórica por la refundación de Chile. Este encuentro posibilita el destape de la ferocidad neoliberal y sus zonas más abyectas. La rebelión destapa esos fosos de miseria neoliberal que antes eran invisibles en la estética del mall, de las escaleras mecánicas, del televisor treinta pulgadas comprado con crédito, del metro de Santiago y su exitoso control y aceleración de los desplazamientos.
Entre otras cosas, este encuentro (insurrección cuma/rebelión constituyente) nos muestra de nuevo las instituciones donde laceran y desgarran la vida de nuestros niños, el carácter de clase intrínseco de nuestras fuerzas de seguridad, defensoras ansiosas del orden y la propiedad burguesa, las vidas mínimas de las poblaciones del Santiago periférico, la miseria de los ancianos y las formas de vivir la ciudad que difieren.
Son esas vidas mínimas las que vuelven a ocupar el espacio público durante la insurrección, permitiendo la combinación de los métodos de lucha legales con formas de combate perseguidas por la ley estatal de resguardo del orden y la propiedad. Estas últimas formas de combate escandalizan a todos: desde los sectores más liberales de la izquierda parlamentaria hasta los intelectuales y escritores del barrio Lastarria, acostumbrados al paisaje europeizante de Santiago centro. Es este encuentro entre lo constituyente y lo cuma, lo que nos permite también leer la lucha de clases como un problema traumático y actual. Santiago, jeroglífico de demandas, de insatisfacciones, de negatividad abstracta desanclada de cualquier proyecto de canalización estatal-parlamentaria, repone la lucha de clases.
La lucha de clases, en efecto, es el descriptor mismo de los acontecimientos, desde el desatado odio a los ricos y el resurgimiento de un orgullo de los pobres que sólo se vio en el gobierno de la Unidad Popular, hasta el enfrentamiento constante con las fuerzas de orden, que aparecen encarnando la defensa de las clases dominantes.
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Ha sido en efecto la propia composición multitudinaria que se fue afianzando a medida que octubre adquiría los tonos de una temporalidad revolucionaria, la que ha hecho brotar los desfiladeros de significantes y de interpelaciones que convierten la palabra abstracta, aparentemente vacía, en escritura de la revuelta, en constitución, en proceso constituyente. Son explosiones de creatividad que, sin embargo, no se explican por alguna propiedad metafísica de lo popular.
Contra las interpretaciones ontologizantes que consideran que el sustrato de la insurrección chilena estaría en alguna propiedad oculta de los sectores subalternos, creemos que el más importante de los elementos que ha reabierto la coyuntura de octubre es el carácter de clase de la movilización. Lo que está en juego es la plusvalía social reapropiada por el estado neoliberal y los símbolos de la desposesión: el sistema de pensiones, la privatización de la salud y la educación, los salarios de hambre. Cuando pensamos en el concepto de la lucha de clases, desde luego, podemos optar por una serie de genealogías.
La primera tiene que ver con la suma de instituciones teóricas que soportaron este concepto. “Las luchas de clases” en Francia, en Rusia, serían correlatos fácticos de una serie de interpretaciones con nombre propio: la de Marx, la de Lenin, la de Rosa Luxemburg, la de Gramsci o la de Ernesto Laclau—para quien el concepto tiene un límite preciso, el economicismo. La segunda posibilidad genealógica, que tendremos presente en este caso, es al mismo tiempo más material y más conceptual.
Lucha de clases no es, como podría creerse, la emergencia de un momento en que el proletariado, o la clase dominada—subalterna como diría uno de los nombres propios mencionados—tomaría “conciencia” de su rol histórico y efectuaría la construcción de un nuevo orden. Este relato es puramente ontológico, ya que depende de algo así como la conciencia, previamente perdida, que necesitaríamos recuperar. Ya sabemos en todo caso que los máximos exponentes de esta concepción sobre la lucha de clases viven lo político como circularidad pedagógica: necesitamos “tomar conciencia”, necesitamos “educar a la gente”, etc.
La lucha de clases es un proceso inmanente a la reproducción capitalista: el capitalismo es la lucha de clases. Lo que se pone en juego en las crisis, en las rebeliones, y en las insurrecciones, es la aparición, como un síntoma de aquello que estaba relativamente velado en los períodos de paz.
Este concepto o para-concepto de lucha de clases nos acerca más a Freud que a Hegel, pero al mismo tiempo nos deja cerca de Lenin. Proceso o dispositivo social inmanente, la lucha de clases no sería acelerable por algún actor que se presenta como individuo separado del todo social. No se trata entonces de buscar el cuerpo catalizador que sea capaz de introducirles a los explotados el don de su propia conciencia.
El acto de obviar la explotación es también un acto consciente: lo saben, pero lo hacen. En Chile, el trabajador del mall se despierta todos los días para vivir diez o doce horas detrás de las vitrinas con olor a limpiapisos barato, vende las mercancías de su patrón personificado como jefe, y a cambio recibe cierto placer prístino en las cervezas del viernes o el sábado, en las tardes televisivas, o en el drenaje paternal/maternal de la frustración y en el afecto cotidiano de sus seres más queridos.
Este ordenamiento del goce constituye una narrativa que permite al individuo soportar no solo las consecuencias de la explotación (la precariedad, la vida mínima o en términos marxistas ser el mínimo vital) sino también el terror que asegura el fenómeno tantas veces discutido de la obediencia social (la ideología).
Lo que hace crisis con la insurrección es esa narrativa, ese lenguaje singular en el que nos sentimos chilenos y en el que hacemos de la chilenidad una serie de gestos y de resistencias. No se nos olvide en este punto que el pivote esencial de la ideología del chileno es la historia de su ejército.
La contextura misma de La Araucana lo muestra: pueblo guerrero, siempre vencedor, nunca domado. Este es el “embrujamiento alemán” de Chile—el término es de Barros Arana—que termina sublimado en la subjetividad posguerra del Pacífico y el mito propiamente neoliberal de los jaguares de América. Por eso la declaración del estado de emergencia que realiza Piñera el segundo día de la revuelta tiene efectos adversos a los de la disuasión represiva. Nos desliga del ejército, destituye el mito de la fundación simultánea de la raza chilena y de su ejército.
Al sacar a los milicos a la calle, Piñera nos permitió enfrentar el rostro del terror, revelando así el más precioso secreto de la ideología neoliberal: la presencia siniestra de la fuerza militar como garante de la democracia. En otros términos, no había ninguna garantía al neoliberalismo que no fuese esa fuerza, y parte de ella se esfumó y se mostró como imaginaria. Este proceso se inscribe en una pedagogía a gran escala ejercida por la lucha de clases. Cinco días de revuelta social y reacciones violentas de la burguesía le enseñaron más al pueblo que varias décadas de militancia comprometida.
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Lucha de clases que se ha visto confirmada en la escritura popular que acompaña y reproduce la revuelta: “déjanos limpiecita la Alameda, cuico culiao, que hoy la vamos a ocupar”. Esta frase, repetida en múltiples espacios de lo público, de lo virtual a lo material, expresa la denodada insolencia que comienzan a ejercer los sectores populares. El trato con guante blanco, por parte de la policía, de los ricos que protestan por su derecho a la propiedad privada y exigen rabiosos el inicio de una nueva masacre estatal, ha reforzado esta insolencia de clase.
A los chalecos amarillos, organizaciones de pobladores con un fuerte complejo narcisista de clase media, defensores del orden y de los supermercados expuestos a los saqueos y el despliegue de la insurrección cuma, a estos chalecos amarillos, las calles les han puesto un apodo específicamente clasista: los “chupapicos”. Defensores del orden social neoliberal y específicamente de su representación fálica. Cansancio respecto a una exposición violenta a la determinación y el egoísmo de la erección patriarcal burguesa, al gesto de “sacarse el sombrero” frente al rey que Freud interpretaba muy bien como la subordinación y descubrimiento del ano ante el amo, ese tipo de gestos sumisos, se han visto progresivamente desplazados.
Los instintos pulsionales de la rebelión muestran así una complicidad entre la idea de liberación y el hastío frente al orden neoliberal del goce—muy bien representado en ese gran falo que vigila la ciudad de Santiago, como la erección arquitectónica del fascismo neoliberal, el Costanera Center, así en inglés, porque en Chile los cuicos son los únicos que hablan inglés.
“Volvimos a querernos”, “ya nos encontramos, no nos soltemos”, “no era depresión” son frases que configuran una nueva estética de los afectos que resalta el momento en el que la separación que nos impone el terror capitalista es derrotada, y confirma la teoría de Spinoza: la composición, la potencia común, es la premisa afectiva de la derrota del miedo. Al mismo tiempo, la demarcación es precisa y aunque la revuelta no haya propuesto un nuevo orden social alternativo al neoliberalismo, si ha despertado en un juego doble la reaparición del entramado afectivo de masas como antídoto contra la pinza del capital—tenaza cuyas puntas son la explotación y el miedo.
Este camino de rabia y desobediencia civil hace posible la recuperación de la clase como concepto, y devela, otra vez, la lucha de clases como factor compositivo en el aprendizaje y la sedimentación de las subjetividades.
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Sin tener nada que ver con el psicoanálisis, Lenin entendió muy bien que los levantamientos y las insurrecciones parten de una imposibilidad de suturar el deseo de no-dominación. Es la tensión generada por este deseo la que crea una nueva temporalidad social, donde la dominación ya no puede ser ejercida en los mismos términos. “No vamos a volver a la normalidad, porque la normalidad era el problema” representa ese momento en el que los explotados estallan y retoman el control sobre un objeto que, si bien no se sabe como asir, todos entendemos como corporalidad, movimiento, risa, afecto.
Los de abajo, dice literalmente el revolucionario e intelectual ruso, ya no quieren seguir viviendo como antes, y los de arriba ya no pueden. Maquiavelo, a quien Lenin conocía, decía precisamente que la ciudad es la unidad de dos humores, el deseo de no ser dominados de la plebe y el deseo de dominación de los grandes.
La coyuntura revolucionaria es producida cuando ese deseo de no ser dominado da un paso suplementario, yendo más allá de la pura no-dominación republicana al cuestionamiento de los términos: ricos y pobres, dominantes y dominados, burguesía y proletariado—en sentido estricto, los que no tienen nada que perder frente a los que tienen todo. Precisamente, una de las consignas espontáneas que ha brotado de las calles de Santiago dice “no tenemos nada que perder”.
La conformación de cabildos y asambleas barriales vuelve a reforzar el encuentro entre la insurrección cuma, con su recarga suplementaria de no querer seguir viviendo como antes, y la rebelión constituyente, con sus posibilidades de cuestionamiento de la barbarie neoliberal y de construcción de un proyecto común, la constituyente como experiencia de refundación—más allá de todo marco jurídico.
Entre otras cosas, este encuentro, cada vez más fecundo y amplificado, es un efecto del cabreo, de lo que más arriba llamábamos el devenir-cuma, que se contagia en sectores inesperados. “Todos destruimos el metro y queríamos robar un cajero, desde el ingeniero hasta el flaite de la esquina, el maestro de sushi, el estudiante, todos lo hicimos”, dice el relato de un compañero, recibido a media tarde dos o días después del estallido. Esta contaminación de lo popular, que es también su resurgimiento, vuelve a poner en juego el problema de lo común y constituye una ruptura, para siempre, con la ideología neoliberal y su sueño, que es la separación y la vida solitaria.
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Chile y Bolivia, juntos, siempre han permitido pensar el problema de la lucha de clases en América Latina. Zavaleta Mercado dijo alguna vez que el cadáver Allende, envuelto en un poncho boliviano después del asalto al palacio de La Moneda, representaba esa paradoja de pensamiento y de interpretación. Y es que paralelo al levantamiento popular chileno que comienza en octubre, se abre una coyuntura de derrota del proyecto del MAS en Bolivia.
La aparición de los análisis de esta segunda coyuntura nacional, aunque excedente respecto a la figura de los estados-naciones, no se hizo esperar. Raúl Zibechi, académico e intelectual argentino famoso por su apoyo irrestricto a las experiencias de autonomía popular, señaló que el gobierno de Evo Morales había sido evidentemente derrotado y derrocado por un movimiento popular de resistencia frente a sus medidas extractivistas y al tono autoritario-patriarcal de su gobierno. Sin embargo, este movimiento popular autónomo fue súbitamente aprovechado, “utilizado” por la derecha.
Hay un vicio argumentativo en lo que señala Zibechi. Y es que la pregunta de por qué el movimiento de masas no fue “utilizado” por la izquierda deja claro que, en dicho esquema, los movimientos que supuestamente contienen el ingrediente mágico de la potencialidad revolucionaria son tan manipulables como una masa anónima.
Este diagnóstico no se enfrenta al campo popular como campo del deseo y sutura el análisis con un diagnóstico economicista que no concibe como posible que los explotados también luchen por su servidumbre. Renuncia así a la intervención y a la estrategia. ¿Que hay si dijéramos que la revolución bolchevique fue una rebelión de derecha utilizada inteligentemente por la izquierda?, o al revés, ¿que la toma del poder por el partido nazi fue un levantamiento popular de izquierda utilizado por el fascismo?, etc.
La simplicidad de estos análisis olvida el factor que nos es más doloroso, pero que está siempre en juego: que la lucha contra la dominación se ejerce siempre en el campo significante en el que vivimos y soñamos, y que toma prestadas todas las espadas melladas de la ideología capitalista—el pasado inmediato de los insurrectos. En eso consiste la inteligencia, más o menos, de Lenin frente a 1905.
Las rebeliones no son de izquierda, no son de derecha, no son emancipatorias, no son ni esto ni esto otro. Son una coyuntura, un “vacío” que pone en juego—y crisis—el orden del deseo, y se inscriben en la lucha de clases, temporalidad compleja irreductible al bien y el mal. Frente a eso, la tarea pareció ser, para Lenin, la identificación de las fuerzas libidinales en juego, el entroncamiento de clases que activa la revuelta y las alianzas que pone sobre la mesa. Es sobre esa materialidad concreta y su complejidad que debe o puede hacerse algo.
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Hemos dicho al menos tres cosas que creo necesario resaltar y repuntar: que la violencia popular de la rebelión chilena pone en entredicho la figura transicional de la marcha con su ordenamiento clásico. Al mismo tiempo, en el origen de ese cuestionamiento se encuentra la irrupción de un pueblo que estaba ausente de las movilizaciones de la transición neoliberal pactada, que aquí llamamos cuma.
La irrupción de lo cuma ha permitido el encuentro heterogéneo entre dos procesos, la insurrección y lo constituyente, la violencia popular protagonizada desde el principio por segmentos de la clase históricamente excluidos de la movilización social, y la circulación más o menos espontánea de demandas que se habían expresado de diversas maneras en las luchas del pasado—que aun en su carácter transicional pusieron sobre la mesa el problema del Chile post-dictatorial, el orden neoliberal y la injusticia social que lo secunda.
Finalmente, este encuentro entre dos procesos heterogéneos (la insurrección cuma, acéfala, espontánea, y la rebelión constituyente desde hace mucho instalada en un sector movilizado de forma más o menos permanente y creciente) abre una coyuntura en la que el pueblo chileno experimenta su autonomía, la posibilidad misma de una autoorganización.
En otros términos, el factor espontáneo, que ha sido elemento catalizador, destructivo, ha puesto en cuestión las certezas de las vanguardias y sus diagnósticos de época, la segmentarización de la vida “política” de Chile en etapas y los métodos de intervención tácticos para cada período estratégico. Todo eso, abierta la revuelta, quedó pulverizado.
Las fórmulas clásicas de la izquierda tradicional quedaron pulverizadas. Esta pulverización de la izquierda ha puesto en el tapete los peores vértigos y ansiedades, incluyendo las ansiedades intelectuales de nuestros académicos comprometidos, de nuestros punks cognitivos posmodernos, etc. Entre esas ansiedades, como es obvio, la de las vanguardias es la más dolorosa y genera tensiones internas que dañan la integridad de los sujetos. ¿Qué ha sucedido, por ejemplo, con el comunismo chileno con sus más de cien años de lucha anticapitalista, parlamentarizada o no, armada o pacífica?
La estrategia de los comunistas chilenos, en específico del partido, se había centrado en crear los descriptores estratégicos—los puntos de significación—para períodos históricos determinados: a toda diagnosis le sigue una estrategia o un objetivo estratégico del período. Casi diez y seis años de exclusión (1990-2006) de la escena política y de anticapitalismo marginal bajo la conducción simbólico-material de Gladys Marín, desataron en el partido el deseo perentorio de retomar el camino republicanista y la esencial incidencia en la política nacional mediante un salto a la institucionalidad parlamentaria. Cuando lo lograron, todavía había cierto capital combativo que les permitió conducir—siempre de una manera relativa y limitada—la movilización de 2011 a través de la figura de Camila Vallejo.
Esa fue la última movilización clásica de Chile, que no logró poner en jaque al orden neoliberal, y tuvo como resultado la reinscripción institucional de la izquierda—especialmente el surgimiento del Frente Amplio con sus exdirigentes estudiantiles convertidos en diputados y alcaldes. Si el 2011 finalizó con la exigencia estudiantil de un plebiscito y una Asamblea Constituyente, la maquinaria de separación neoliberal ganó, y esa fue su trágica derrota: la sociedad política se separó de nuevo de la vida material del pueblo.
La coyuntura del 2011 quedó encerrada en los logros institucionales y el intento de “revolución pasiva” (Gramsci) del segundo gobierno de Michelle Bachelet. Pese a ello, el desarrollo continuo de las luchas anti-neoliberales durante treinta años, tiene un efecto de reverberación sobre la revuelta, que involucra todos los signos de espontaneidad, pero que no los reduce a la tautología de la rabia solitaria y el acting out neoliberal: la construcción del movimiento anticapitalista chileno—con todas sus vacilaciones, triunfos, derrotas, cooptaciones y picaportes institucionales—tiene un efecto nunca visible en el corto plazo, metonímico, sobredeterminado, sobre la intensidad social de la libido desatada y el cabreo.
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“Y el que se convierte en señor de una ciudad—dice Maquiavelo—acostumbrada a vivir libre sin destruirla, que espere ser destruido por ella, pues la ciudad siempre tiene como refugio, en la rebelión, el nombre de la libertad y de sus antiguas instituciones, que jamás se olvidan, a pesar del tiempo transcurrido”. Es esta “memoria de la antigua libertad” la que aquí llamamos rebelión constituyente, y se nutre de la historia de las luchas de clases en las cuales nos han vencido, resultados adversos reflejados en años e hitos claves: 1986, fracaso del atentado a Pinochet y la sublevación nacional, 1990, salida pactada a la dictadura, 2006, primera rebelión estudiantil, 2011, primera sublevación popular en agosto.
Memoria que reaparece con la cita que se ha dado la revuelta con el nombre de Víctor Jara y El derecho de vivir en paz, con la difusión y el contagio de la wenufoye, bandera de las reivindicaciones del pueblo mapuche después de los 90’, el Negro Matapacos perro que acompañó cientos de marchas en el centro de Santiago, los vítores y cantos del pasado que reaparecen, el pueblo unido jamás será vencido, todas esas formas de la cita con el pasado reciente de lucha, que si bien no alcanzan a recubrir la movilización con una nostalgia orgánica—la de, por ejemplo, revivir la experiencia allendista y sus términos, la alianza de partidos de izquierda más grande de la historia de Chile—muestran que la insurrección cuma, con sus explosiones de violencia anti-capitalista, ha sido contaminada con una corriente subterránea que arrastra décadas de lucha.
Estas décadas de movilización funcionan casi como el inconsciente material de la lucha de clases, y reaparecen como síntoma en el encuentro entre estos dos procesos heterogéneos—la insurrección cuma, punga, del bajo pueblo destituido de los beneficios del consumo neoliberal, y la rebelión constituyente. ¿Quién ha dotado de contenido a quien?, ¿ha repetido la lógica de la vanguardia la revuelta chilena, en una escala mayor? Estamos más bien frente al proceso contrario.
Es la insurrección y su violencia—la lucha de clases—la que ha permitido visualizar posibilidades y radicalizar al movimiento. Quisiera terminar en este punto con una reflexión sobre este momento actual, que se muestra insólito, y al mismo tiempo crítico. La coyuntura boliviana ha puesto en el tapete los límites del proyecto de construcción enfocado en la conquista y democratización del aparato estatal. Al mismo tiempo, nos ha hecho recordar la figura del profeta desarmado, que según Maquiavelo siempre va a la ruina.
La revuelta chilena puede funcionar como respuesta a la contrarrevolución que se agita y alza en Bolivia. La condición indispensable para constituirse como respuesta y como alternativa, sin embargo, es entender que la ideología neoliberal funciona con la separación, con un uso siniestro de la imaginación popular y las cargas afectivas del pueblo, que exilian al sujeto en una soledad destructiva, la del consumo. Retornar a esa separación es el peor error estratégico que puede cometer la izquierda involucrada hoy en la rebelión constituyente—y aun en su contraparte, la insurrección cuma.
No se trata, eso sí, de revivir el espíritu de la comunidad como algo cuyo carácter es sagrado. Un resto de soledad y de aislamiento le es esencial a la propia vida—cuando lo pierde, ¿no estamos acaso frente a otro fascismo de las fraternidades?
Cuando los comunistas, o el significante político que llamamos comunismo, apareció en el horizonte de posibilidades de la lucha de clases en Europa, tomó posición frente a coyunturas singulares, que siempre excedían la voluntad y los pronósticos de la así llamada militancia: la comuna de 1871, la rebelión espontánea de 1905 en Rusia, etc. Toda la estratagema del así llamado comunismo histórico, previo a la burocratización del proyecto soviético, consistía en la intensificar la fusión entre la posición comunista y la lucha de clases.
La única tarea que podría considerarse comunista en la actual coyuntura chilena es, entonces, el ejercicio de esta fusión, de este entroncamiento con la lucha de clases y su doble carácter—la insurrección y la rebelión, la violencia popular y lo constituyente. O, en otras palabras, profundizar el encuentro entre la rebelión constituyente y la insurrección cuma, y renunciar—aunque sea de un modo provisorio y suspensivo—al picaporte institucional parlamentario. Evitar esa separación, que sería la separación, de nuevo, entre insurrección y rebelión—es, por ahora, el único modo de impedir que el neoliberalismo vuelva a ponerse a la delantera. Claudio Aguayo, Doctorando de la Universidad de Michigan
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