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¿Reformismo o barbarie? El papel del Estado mexicano en el régimen de la cuarta transformación

Miércoles 23 de enero de 2019 por CEPRID

Carlos Fazio

La Jornada

La toma de mando de Andrés Manuel López Obrador el primero de diciembre entraña la posibilidad de un cambio radical del régimen político mexicano. La disyuntiva planteada desde su campaña por el presidente electo fue la cuarta transformación institucional y de la vida pública de México, como antónimo de la continuidad de los regímenes neoliberales de los últimos 30 años. En buen romance, reformismo o barbarie.

La contradicción cambio o continuidad neoliberal pasa por analizar cómo se inserta hoy México en el mundo y hacia dónde podría encaminarse en el marco de un sistema capitalista en crisis. La contrarrevolución conservadora de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, que derivó en las reformas estructurales del Consenso de Washington en 1989 (privatización, desregulación de los mercados y liberalización de los flujos de capital de inversión y bienes a lo largo de las fronteras nacionales), fue diseñada para abrir paso a la expansión del capital y a una nueva oleada de desarrollo capitalista y explotación imperialista.

Las principales consecuencias de la estrategia neoliberal y el capitalismo de libre mercado en los países de América Latina y México fueron una gran acumulación de capital basada en el robo, despojo y saqueo de los recursos naturales y humanos, la devastación ecológica y la destrucción del tejido social de las comunidades afectadas por el proceso de extracción depredadora y rapaz de materias primas, además del surgimiento de una resistencia anticapitalista y contrahegemónica extendida (el campesinado indígena en la cordillera de los Andes, el Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra en Brasil, el neozapatismo en México) que llevó a una nueva y violenta forma de lucha de clases.

Dicha fase estuvo signada por procesos de financiarización y reprimarización de la economía, con eje en un modelo imperialista extractivista, que en la etapa siguiente, a comienzos del siglo XXI, dio paso a un nuevo consenso pos-Washington sobre la necesidad de una forma más regulada y juiciosa de desarrollo capitalista.

La transición de la era neoliberal al imperialismo extractivista (con EEUU como hegemón del sistema capitalista) se dio acompañada del auge de los commodities, incentivado por la demanda de energía, minerales y metales industriales, productos agroalimentarios y otros recursos naturales asociados, combinado con inversiones de carácter global y la especulación financiera.

Debido al afán de lucro de las corporaciones globales aliadas con el capital financiero y los intereses geopolíticos y geoestratégicos de la nación imperial (EU), esas actividades expandieron la frontera extractiva hacia áreas remotas donde aún quedan enormes reservas sin explotar de minerales (oro, plata, hierro, plomo, estaño, bauxita, cobre, zinc, etcétera), fuentes de energía (petróleo, gas, carbón, uranio, recursos hídricos, energía eólica) y productos agroalimentarios, lo que bajo formas de guerra híbridas o difusas y una ocupación neocolonial de territorios basada en la contrainsurgencia (guerra al terrorismo, a las drogas, al crimen organizado, etcétera) desató conflictos sociales por los derechos territoriales, ligados a un nuevo ciclo de cercamiento y desposesión de lo que queda de los bienes comunales globales, y la privatización y mercantilización de la tierra, el agua y la biodiversidad, entre los agentes del capital global y los movimientos indígenas y campesinos sin tierra o semiproletarizados, que vieron degradados sus ecosistemas, de los cuales dependen sus comunidades y su forma de vida y cultura.

En ese contexto, junto con las extraordinarias ganancias que genera la demanda de esos recursos, principalmente no renovables, cabe resaltar que el neoextractivismo imperialista de comienzos del siglo XXI estuvo sustentado en un nuevo ciclo de inversión extranjera directa (IED) a gran escala por corporaciones trasnacionales, para la exploración y extracción de minerales, metales, combustibles fósiles (hidrocarburos), biocombustibles y productos agroalimentarios (como soya y palma africana), a lo que se sumaron los préstamos condicionados del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial que dependen del Departamento del Tesoro de EEUU.

Cabe consignar, asimismo, que en el aterrizaje del nuevo modelo de desarrollo extractivista, el Estado imperial jugó un papel principal en el apalancamiento del acceso a los territorios, la tierra como mercancía, la mano de obra barata y los recursos extraídos (el botín) para sus empresas multinacionales, y también en la cooptación de las élites locales clasistas y colaboracionistas, vía la presión político-diplomática y militar, el chantaje, la corrupción y los sobornos.

En México, la transición del capitalismo de libre mercado con elecciones (fundamentalismo neoliberal+democracia formal) al actual modelo extractivista, se dio en forma de megaproyectos inscritos en sucesivos planes geopolíticos imperiales articulados, verbigracia, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (1994), el Plan Puebla-Panamá (2001), la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (2005), la Iniciativa Mérida (2007) y las zonas económicas especiales (2012). Es decir, una territorialidad de la dominación geopolítica en constante rediseño.

En la actual coyuntura, con Donald Trump en la Casa Blanca y dada su adicción a los combustibles fósiles y su negacionismo climático −y a la deuda que tiene con los intereses de las megacorporaciones del sector, Exxon Mobil y Chevron, fundamentalmente−, en nombre de la seguridad nacional, la territorialidad de la dominación geopolítica está centrada en la militarización de la política energética de Washington y enfocada a la máxima extracción y explotación posible de petróleo y gas natural libres de restricciones y regulaciones, como vía para conseguir que Estados Unidos se asegure la dominación del mundo.

Junto con el sector de los hidrocarburos, la inserción de México en el modelo del imperialismo extractivista de comienzos de siglo, convirtió al sector minero en el cuarto más importante en ingresar divisas al país, después de la industria automotriz, el petróleo y las remesas. Tras la promulgación de la nueva ley minera por Carlos Salinas de Gortari en 1992 y el proceso de privatización del sector, que propició una mayor participación extranjera en la exploración y explotación de minerales, sucesivos gobiernos mexicanos repartieron cientos de concesiones dando inicio a un nuevo ciclo de pillaje.

De las 288 compañías mineras extranjeras que operan en México, 208 son canadienses; a la cabeza figuran Goldcorp, New Gold, Alamos Gold, First Majestic Silver y Fortuna Silver Mines. Asimismo, a raíz de las privatizaciones y el remate de las compañías del sector público y de reservas minerales, surgirían tres grandes compañías mineras mexicanas: Minera Frisco, de Carlos Slim; Industrias Peñoles, de Alberto Baillères, y Grupo México, de Germán Larrea. Ni más ni menos que el primero, el tercero y el cuarto hombres más ricos de México.

La llegada de la megaminería y otras formas de extracción de capital a las llamadas "regiones de refugio" (Gonzalo Aguirre Beltrán), habitadas por comunidades indígenas y familias rurales pobres que practican una agricultura de subsistencia, desató conflictos por "cómo deben ser gobernados esos territorios y por quién"; por el "significado" que deben tener esos espacios. Pero el telón de fondo estructural de tales conflictos surge de las políticas neoliberales que dieron al capital trasnacional acceso a los recursos minerales del país mediante regulaciones mínimas, permitiéndole utilizar tecnología de punta que envenena y/o destruye el ambiente (contaminando el agua y el aire), al tiempo que despoja a las comunidades de su patrimonio, poniéndolas en manos de compañías privadas.

Desde que en 2003 David Harvey advirtió que la guerra y la acumulación por desposesión eran los mecanismos primordiales del capitalismo del siglo XXI, se recrudeció en México la privatización de la tierra y la expulsión forzada de poblaciones indígenas y campesinas. Se "legalizó" la conversión de los derechos de propiedad ejidal o comunal en derechos exclusivos de propiedad privada, lo que en el marco de un proceso neocolonial e imperial de apropiación de recursos naturales, derivó en una creciente supresión de formas alternativas (indígenas) de producción y consumo. El neoextractivismo implicó un nuevo "cercamiento" de los bienes comunes de la tierra y el agua, separando a los productores directos de sus medios de producción con el propósito de extraer y explotar y beneficiarse de los recursos humanos y naturales movilizados en el proceso.

Entre el modelo neoextractivista de Davos, profundizado en México durante las administraciones de Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña, que forjó megamillonarios como Carlos Slim, Alberto Baillères y Germán Larrea (cuyas fortunas sumadas equivalen según Forbes a 95.2 mil millones de dólares) y que sumió al país en una grave crisis social signada por una barbarie que derivó en catástrofe humanitaria y el extractivismo progresista con desarrollo incluyente (nacionalismo de los recursos o activismo estatal neodesarrollista), el régimen de la cuarta transformación de Andrés Manuel López Obrador parece inclinarse por éste último.

La necesidad de traer de regreso al Estado interventor con enfoque social, estableciendo un mejor equilibrio entre éste y el mercado de los grandes capitalistas (plutonomía), con la finalidad de insertar a la economía mexicana en circuitos de producción y cadenas de valor globalizados para generar una forma más incluyente de desarrollo, está marcada por la nueva política energética nacionalista −con eje en el rescate de las paraestatales Petróleos Mexicanos y Comisión Federal de Electricidad− y los megaproyectos de infraestructura del sur-sureste del país: el Tren Maya y el llamado Corredor Comercial y Ferroviario del Istmo de Tehuantepec (como en la fase imperialista del capitalismo del siglo XIX, el ferrocarril como motor de desarrollo y generador de progreso).

Los territorios son hoy el centro estratégico de la competencia mundial y las relaciones de poder. La territorialidad capitalista y la historia de la colonización −y del neocolonialismo− son a la vez la del reparto de territorios. Ello, porque el sistema-mundo capitalista es dinámico y continuamente reconfigura de manera conflictiva o violenta la distribución geográfica de los distintos procesos productivos, en función de un patrón energético y disciplinario que garantiza altas tasas de acumulación por despojo, el acceso a mercados, la disponibilidad de fuerza de trabajo y recursos naturales; lógica a la que no escapan la Península de Yucatán y el Istmo de Tehuantepec.

Desde inicios del siglo XXI esas áreas geográficas fueron escenario del Plan Puebla-Panamá (PPP/Fox, 2001), luego Iniciativa Mesoamericana (IM/Calderón, 2008) y de las zonas económicas especiales (ZEE/Peña Nieto, 2012). El PPP, la IM y las ZEE fueron diseñados en Washington en función de los objetivos geoestratégicos y de seguridad nacional de Estados Unidos y los intereses de las corporaciones del complejo militar-industrial ligadas al Pentágono y a la diplomacia de guerra de la Casa Blanca, y de aprobarse el llamado T-MEC entre México, EU y Canadá, el vasallaje del eslabón más débil de la cadena trilateral podría profundizarse.

Lo anterior guarda relación con el papel del Estado en el régimen de la cuarta transformación. Huelga decir que ganar el gobierno no modifica al Estado más que a largo plazo. Y que ese largo plazo será diseñado por la intervención de todas las fuerzas presentes (y en disputa) en la sociedad. Si llegar al gobierno indica un cambio en la correlación de fuerzas y da posibilidades de planificar el desarrollo y forjar un Estado garante de derechos sociales y económicos; de inducir políticas sociales y redistributivas de arriba hacia abajo (en vez del Estado nana neoliberal, que redistribuía hacia arriba), y de abrir más espacios a la participación democrática, también es cierto que el nuevo gobierno habrá de cargar con la inercia burocrática heredada, los intereses creados (colosales concentraciones de riquezas capaces de hacer arrodillar presidentes) y la seudocultura del gatopardismo de incontables apparátchiks (miembros de la partidocracia de siempre), amén de la resistencia organizada de la clase dominante (la insurgencia plutocrática) y sus terroristas mediáticos, opuestos a todo cambio de régimen que afecte sus intereses y que ya impulsan una restauración conservadora.

Las políticas de estatización de los bienes de la naturaleza –los hidrocarburos y las fuentes de energía para generar electricidad− podrían permitir aumentar la capacidad soberana del Estado, pero no es seguro que permita una capacidad soberana de la sociedad (que la economía sirva a la gente y no al revés). Habrá que ver, además, si la estatización se acompaña de un cambio de criterio en el terreno de la apropiación; si implicará una reconsideración ecológica real y si modifica o no el modo de producción. El extractivismo es un medio técnico para obtener un mayor excedente económico susceptible de ser redistribuido para satisfacer las necesidades urgentes de la sociedad. Avanzar hacia un régimen económico con mayor justicia y menor explotación del trabajo dependerá de cómo se utilice ese sistema técnico y de cómo se gestione la riqueza así producida. Y allí, la relación del ser humano con la naturaleza es clave.

En perspectiva, las políticas de estatización podrían limitar la intervención de megacapitales privados (de algunos plutócratas de la llamada mafia del poder) y regular la relación capital nacional-extranjero (en ese sentido se ampliaría la soberanía del Estado), pero habrá que ver si modificarán sustancialmente la relación capital-trabajo o capital-naturaleza. Es posible que se pongan algunos límites al capital, pero no al capitalismo.


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