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VENEZUELA: EL ARTIFICIO DE LA FELICIDAD Y LAS VERDADERAS OBLIGACIONES

Domingo 17 de mayo de 2015 por CEPRID

Mailer Mattié

Instituto Simone Weil/CEPRID

“El sistema de gobierno más perfecto es aquel que produce mayor suma de felicidad posible, mayor suma de seguridad social y mayor suma de estabilidad política”- Simón Bolívar (Discurso de Angostura, 1819)

“Ningún ser humano puede sustraerse a sus obligaciones en circunstancia alguna sin cometer un crimen, salvo en el caso de que al ser incompatibles dos obligaciones reales se vea forzado a incumplir una de ellas. La imperfección de un orden social se mide por la cantidad de situaciones de ese tipo que entraña”. Simone Weil (Echar raíces, 1943)

El origen de Venezuela como nación en el siglo XIX, supuso asumir la mayor parte de la imprudencia, los excesos, las carencias y los errores del mundo moderno. El desarrollo del Estado y la subordinación de las obligaciones al derecho fueron, en realidad, causas de desorden y desequilibrio en el pensamiento y en la acción desde el principio de la vida republicana.

Un error fundamental fue ignorar el antiguo legado en referencia a la organización de la comunidad y el orden del mundo, cuya sabiduría había sobrevivido en muchas regiones -con heroico esfuerzo- a la colonización española; sin duda, una fuente legítima de inspiración para orientar un modelo de convivencialidad que reemplazara la injusticia y la opresión impuestas por el régimen colonial. Desacierto que posibilitó, una vez más, el triunfo de lo abstracto sobre lo concreto, permitiendo el surgimiento de nuevas formas de desarraigo, en lugar de modos de vida donde la auténtica autonomía, las verdaderas obligaciones y la vitalidad individual y colectiva impulsaran el auge de un espacio social en el cual la política, la economía, la ciencia, la técnica y la educación obraran como medios consagrados a la satisfacción de las necesidades humanas, las del cuerpo y las del alma.

La raíz de los equívocos de la sociedad contemporánea hay que buscarla, no obstante, en las nociones y principios que inspiraron -con enorme imprudencia, según observó Simone Weil- los ideales de la Revolución Francesa y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en Europa, a finales del siglo XVIII. Weil consideró, en efecto, un escándalo y una contradicción valorar el sistema de derechos como la fuente universal de igualdad, puesto que su origen remitía indudablemente a la esclavitud; es decir, al uso y el abuso de la propiedad sobre seres humanos en la Antigua Roma. Más aún, tomando en cuenta que, a partir de 1789, se estableció la ficción de la superioridad del derecho sobre las obligaciones que fueron reducidas, prácticamente, al deber de cumplir y hacer cumplir las leyes.

El germen, pues, de la actual confusión característica del lenguaje y de la reflexión, favorecida desde su inicio por el entusiasmo y la reverencia que suscitaron en todas partes la Ilustración y el pensamiento desarraigado de los Enciclopedistas franceses. El mundo moderno –escribió Weil- rinde así honor a un legado mediocre, cuya limitación es notoria, principalmente si las aspiraciones son la libertad, la igualdad y la fraternidad.

II La Independencia de Venezuela supuso, en realidad, la sustitución de los instrumentos coloniales de desarraigo, por aquellos inspirados en la subordinación de las obligaciones. La liberación de la Corona española se fraguó, de hecho, bajo la influencia predominante del modelo europeo de organización política y social que puso fin al Antiguo Régimen, al sentar las bases para el fortalecimiento de un Estado favorable a las exigencias de tierras y de trabajo que reclamaba la expansión del capitalismo. Es decir, ignorando cualquier vestigio de la verdadera grandeza del pasado en el Continente, los líderes independentistas adoptaron una fuente de inspiración ilegítima, ajena a la historia y a la realidad de la población de los territorios que habían sido conquistados desde el siglo XV.

Las novedosas doctrinas llegaban por diversos medios a las colonias; la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, por ejemplo, había sido traducida y publicada clandestinamente en el Virreinato de Nueva Granada –hoy Colombia- en 1794. No obstante, fue Simón Bolívar quien, a causa de sus viajes y sus relaciones políticas en España, Francia y Gran Bretaña, se convirtió en su más notable partidario al disponer, sobre todo, de la autoridad suficiente para asumir en persona el diseño de las nuevas instituciones, concretamente durante el período 1812-1821. Admirador incondicional de la obra de Montesquieu, la huella de El espíritu de las leyes (1747) quedó, sin duda, impresa en sus escritos políticos más importantes, particularmente en el Manifiesto de Cartagena (1812), la Carta de Jamaica (1815) y el Discurso de Angostura (1819).

El punto de partida para edificar la nación venezolana fue, de hecho, la aprobación de la Constitución Federal de 1811, cuando los representantes de las siete provincias que integraban la Capitanía General desde el Decreto de Carlos III en 1777, acordaron declarar la independencia del Imperio español y proclamar los “Estados de Venezuela” y la I República. El modelo federal se inspiró en la Constitución de los Estados Unidos que había sido aprobada en 1787, con el objetivo de preservar la autonomía administrativa de los cabildos y ayuntamientos provinciales. Entre las instituciones de gobierno, se organizó el Poder Ejecutivo representado por un Triunvirato y el Poder Legislativo, integrado por diputados y senadores; la Iglesia católica, además, fue declarada religión oficial del Estado. Una iniciativa, sin embargo, que naufragó apenas un año más tarde.

Este fracaso, no obstante, fue el comienzo de la discrepancia entre la élite política y militar en torno a la conveniencia del sistema federal o el centralismo; disputa que se mantuvo durante el resto del siglo XIX. Bolívar, por su lado, se opuso siempre al federalismo; en efecto, tal como señaló en el Manifiesto de Cartagena en 1812, le atribuyó el fomento de la rivalidad territorial que -a su juicio- había puesto fin a la I República. Lo consideró, por tanto, un impedimento fundamental para la construcción de una nación unificada, a la que concibió como el conjunto de poblaciones que reconocen la autoridad de un mismo Estado y de un gobierno central.

Tras la derrota también de la II República (1813-14), en 1815 Bolívar insistió en sus argumentos a favor del centralismo en la Carta de Jamaica, cuando pretendió implicar directamente a Gran Bretaña en la independencia de las colonias americanas. Con notoria ambigüedad, manifestó en este documento que la eficacia del modelo federal exigía talentos y virtudes políticas superiores, semejantes a las que poseían los ciudadanos estadounidenses; cualidades que no especificó, aun cuando sostuvo que no formaban parte de las costumbres y del carácter del pueblo venezolano, lo que justificaba, precisamente, la actuación de gobiernos paternales; el mismo motivo que impedía, por lo demás, adoptar el régimen mixto de monarquía y democracia que -a la luz de la razón- tanta fortuna y esplendor había dado a los ingleses.

Cuatro años más tarde -en febrero de 1819-, Bolívar presentó, en la capital de la recién liberada provincia venezolana de Guayana, la elaboración definitiva de su programa político en el Discurso de Angostura, cuando propuso un nuevo proyecto constitucional en la instalación del Congreso, autorizado por él –como Jefe Supremo de la República desde 1816- para implantar un sistema de gobierno fundado en la división de poderes, la libertad civil, la abolición de la esclavitud, de la monarquía y de los privilegios. Elocuente y significativa disertación no exenta, sin embargo, de artificios y contradicciones.

En Angostura, efectivamente, Bolívar no solo reveló sus fuentes de inspiración; también una personal y limitada comprensión de la historia. Reconoció, por ejemplo, su admiración por la Constitución Romana, a la que atribuyó el poder y la fortuna que jamás ningún otro pueblo del mundo había obtenido, omitiendo el régimen de opresión, la destrucción y la magnitud del desarraigo que había originado. Valoró, por otra parte, los sistemas políticos de Inglaterra y de Francia, primordialmente por su legado en referencia a los derechos y los deberes de la humanidad y sus enseñanzas sobre el modo de vivir bajo el dulce dominio de las leyes: el ideal -junto a Grecia y a los Estados Unidos- a tomar en cuenta para construir naciones con leyes propias, justas, legítimas y útiles. En consecuencia, recomendó a los legisladores a quienes se dirigía el estudio de la Constitución británica, como el modelo particular a seguir por quienes aspiran al goce de los derechos del hombre y a la mayor suma de felicidad posible.

Al reiterar en la inconveniencia de un esquema federal para Venezuela Bolívar, de igual modo, pidió al Congreso no imitar modelos semejantes de otros países. Propuso, entonces, implantar un gobierno centralista integrado por los Poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, a los que añadió el Poder Moral, con el objeto de promover la virtud y la ilustración de la clase política; planteó, asimismo, la posibilidad de instalar una Cámara Alta hereditaria -formada por militares destacados en la Guerra de Independencia-, a semejanza del Senado romano o la Cámara de los Lores, como base del Poder Legislativo y garantía de libertad política y social.

La unificación de la población en un Estado demandaba, por otra parte, precisar los elementos que definieran la identidad nacional; importante asignatura a la que dedicó Bolívar en Angostura una atención especial. Así, retomando la misma idea que había expuesto antes en la Carta de Jamaica, centró el interés en los aspectos raciales y excluyó no solo el significado de la lengua castellana como uno de los principales factores de integración a tomar en cuenta; también, la existencia de numerosas comunidades originarias que aún mantenían sus antiguos signos culturales en muchas regiones del Continente. De esta manera, concluyó que resultaba imposible definir con propiedad a los pobladores de las colonias: un pueblo huérfano de los vestigios de otro tiempo, ni indígena, ni europeo; americanos, una especie media entre aborigen, africano y español, cuya desemejanza y heterogeneidad constituía un verdadero desafío para poner orden en la vida política y social.

Desigualdad y diferencia que, a su modo de ver, solo podrían ser subsanadas por las leyes.

En consecuencia, era el derecho el único instrumento cuya intervención lograría proporcionar igualdad a esa población heterogénea, mediante el acceso de sus miembros a la educación, la industria, las artes, los servicios y a las virtudes que aún no poseían: igualdad –enfatizó- para rehacer las opiniones políticas y las costumbres sociales.

Constituía una inspiración benéfica, en fin, reunir a todos los habitantes bajo la autoridad de un Estado que atenuara, con firmeza y tacto, las consecuencias negativas derivadas de su propia diversidad.

Así, al término del dominio del Imperio español –al que Bolívar consideró siempre ajeno a Europa, por el carácter y las costumbres políticas-, las nuevas formas de desarraigo hallaron fundamento y justificación en la atribución de una identidad artificial a la población: americanos por nacimiento y europeos por los derechos y las instituciones.

La Constitución fue promulgada, finalmente, en agosto de 1819 como base de la organización política de la República de Colombia, integrada por los territorios que pertenecían originalmente a la Capitanía General de Venezuela y al Virreinato de Nueva Granada (Colombia y Panamá). El Congreso, sin embargo, desestimó la propuesta de Bolívar sobre el Senado hereditario y el Poder Moral, aunque acordó incorporar lo relativo a este último en un Apéndice denominado Areópago, en referencia al antiguo tribunal griego encargado de resolver los conflictos entre los ciudadanos y las autoridades, cuyos magistrados recibían el nombre de Arcontes.

En esta Constitución, además, se precisaron por vez primera los derechos y los deberes de los ciudadanos; derechos cuya finalidad sería garantizar la felicidad general, proclamada como el fin último de la vida social. Quedaron establecidos, entonces, el derecho individual a la libertad –aun cuando seguía vigente la esclavitud-, a la seguridad, a la propiedad y a la igualdad, al libre pensamiento, al ejercicio de la industria y al trabajo. Las obligaciones, a su vez, fueron equiparadas a los derechos de la sociedad sobre las personas: en resumen, vivir sujeto a las leyes, obedecer y amar a las autoridades, defender la libertad y la independencia de la nación y pagar cargas e impuestos destinados a los gastos del Estado.

En agosto de 1821 -dos meses después de la Batalla de Carabobo que decidió militarmente la independencia de Venezuela-, el Congreso, reunido esta vez en la ciudad de Cúcuta, aprobó una nueva Constitución que proporcionó el marco legal a la creación de la Gran Colombia, el ambicioso proyecto bolivariano de construir una sola nación unificando los territorios de Colombia, Panamá, Venezuela, Ecuador y Perú. Proyecto que culminó en 1830, tras la muerte de Bolívar y los conflictos que surgieron en torno al poder.

III Construir la República fue, de hecho, un proceso marcado por la permanente inestabilidad política; hasta las primeras décadas del siglo XX, en efecto, la oligarquía surgida de la Guerra de Independencia se disputó el poder político y el control de la economía, cuya base era la propiedad de la tierra y el trabajo agrario, tomando en cuenta que la esclavitud no fue abolida hasta el año 1854. De esta modo, los continuos enfrentamientos entre facciones liberales, conservadoras y federales –germen, en su mayoría, de los partidos políticos creados a partir de 1840-, caracterizaron la vida nacional, hasta que la dictadura del general Juan Vicente Gómez (1908-1935) puso fin a la proliferación de caudillos regionales que, al mando de pequeños ejércitos de peones y campesinos, protagonizaban constantes alzamientos contra el gobierno de turno.

Sin embargo, aun cuando se promulgaron en total once Constituciones durante el siglo XIX, hasta 1935 el modelo apenas tuvo variaciones significativas, salvo en relación con la centralización de la administración estatal, la vigencia de determinados derechos y la duración del período presidencial; la Constitución de 1928, por ejemplo, prohibió específicamente -como delito de traición a la patria- la difusión de “propaganda comunista” en el país, en respuesta a las protestas estudiantiles contra la dictadura que habían tenido lugar en Caracas.

En 1922 irrumpió el petróleo en el escenario nacional, cuyos drásticos efectos se hicieron sentir en principio básicamente en el ámbito político y menos en el terreno económico, donde siguieron predominando la producción local y la actividad exportadora alrededor del café y otros productos agrícolas y pecuarios -hasta mediados del siglo XX, cuando comenzó el proceso de urbanización y el crecimiento de sectores industriales y de servicios-. Desde luego, las compañías petroleras estadounidenses y europeas intervinieron directamente, durante décadas, en las decisiones políticas internas; por tanto, el tema petrolero se convirtió paulatinamente en objeto de máxima atención legislativa y constitucional en referencia a la propiedad del suelo y del subsuelo, impuestos, royalties y a la regulación de las de concesiones de exploración y explotación, entre otros.

La nacionalización de la industria petrolera en 1976, produjo un cambio radical cuando la influencia económica del petróleo comenzó a ser decisiva, a causa del aumento de los precios de los hidrocarburos en el mercado internacional y el crecimiento exponencial de la renta a disposición del Estado, cuya gestión condujo, apenas dos décadas después, a una situación de crisis y desequilibrio social extrema.

La alternativa al catastrófico fracaso del fetichismo de la riqueza petrolera, no obstante, fue abrir paso a la fantasía de la revolución.

Una ficción, ciertamente, que pretendió sustentar los pilares de una supuesta alternativa, en la refundación sentimental de la República y en una nueva Constitución –la número veintitrés, desde 1811-; es decir, en los mismos ideales desarraigados que embriagaron el pensamiento de Bolívar en el siglo XIX. En la práctica, simplemente, un proceso más de estatización intensiva de todos los ámbitos de la sociedad, mediante la fuerza, el dinero, la idolatría y la propaganda, enfrentado a la realidad de la desdicha y el infortunio del hundimiento de la vida social.

IV Como si estuviéramos condenados irremediablemente a repetirlos, vivimos en un mundo donde el origen de los errores no forma parte de las preocupaciones ni de los anhelos de la sociedad. Por tanto, no hemos aprendido a reconocer que las ideas equivocadas o insuficientes impiden el surgimiento de la energía, del espíritu, de la fuerza individual y colectiva, imprescindibles para emprender -desde el pensamiento y la acción- la genuina transformación de un orden social mal hecho. Es decir, para construir las bases de un acuerdo común que ponga fin a siglos de continua opresión y permanente desarraigo.

Un acuerdo cuya vocación sea la verdad; ajeno, desde luego, a la ideología, a la propaganda y a las idolatrías, porque las fantasías y los artificios no conducen a la justicia, a la auténtica democracia y mucho menos a la igualdad: esa necesidad del alma que exige reconocer la misma cantidad de respeto y consideración a todos los seres humanos.

Una transformación verdadera, entonces, tendría como punto de partida la subordinación del derecho a las verdaderas obligaciones; es decir, a aquellos deberes que se derivan, sin excepción, de las necesidades humanas: tanto de las relacionadas con la vida física –alimento, calor, reposo y aire limpio, por ejemplo-, como de las que atañen a la vida moral –libertad, obediencia, verdad, honor, legitimidad, castigo, trabajo, soledad, propiedad y arraigo, entre otras-.

No obstante, es necesario advertir –como observó Simone Weil- que la primera necesidad del alma humana es el orden social; por tanto, la principal obligación consiste en intervenir –individual y colectivamente-, sin intermediarios –como los partidos políticos, por ejemplo-, en la arquitectura de un tejido de relaciones sociales donde, precisamente, ninguna persona se sienta forzada a sustituir sus obligaciones verdaderas, por deberes ficticios como los que se derivan del derecho.

La superioridad de las obligaciones entraña, pues, la perspectiva de un mundo real bien hecho.

Mailer Mattié es economista y escritora. Este artículo es una colaboración para el Instituto Simone Weil de Valle de Bravo en México y el CEPRID de Madrid. Su último libro, escrito junto a Sylvia María Valls, es “Las necesidades terrenales del cuerpo y del alma. Inspiración práctica de la vida social”, editado por La Caída con la colaboración del CEPRID. Disponible en librerías y en libros.lacaida@gmail.com y ceprid@nodo50.org


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