Golpe militar en Egipto: ¿fin de la revolución?
Miércoles 24 de julio de 2013 por CEPRID
Jesús Sánchez Rodríguez CEPRID
El golpe de Estado en Egipto trae al primer plano tres elementos importantes, la comparación con la Argelia de los 90, el papel de los movimientos y movilizaciones sociales y el futuro de la primavera árabe. Recordemos previamente cual fue la situación en Argelia en los años 90 y la de Egipto desde la caída de Mubarak. Un punto de común muy importante une ambas experiencias, un movimiento islamista alcanza o está a punto de alcanzar el pode por medios democráticos. Y su programa es común, islamizar la sociedad a través de su mayoría electoral.
El 16 de enero de 1992 debería celebrarse la segunda vuelta de las elecciones en Argelia que iban a dar, según todos los pronósticos, el poder al partido islamista FIS. Ante esta perspectiva, cuatro días antes, el gobierno aprobó la ley marcial, el ejército tomó los puntos vitales del país, y fue cancelada la segunda vuelta. Argelia pasó a ser gobernada por un Consejo de Estado de cinco hombres encabezado por el general más importante del ejército. Sin legalidad constitucional, los golpistas acudieron a la figura de un héroe de la guerra de la independencia en el exilio para compensar su ilegitimidad, este hombre fue Mohamed Budiaf. Los dirigentes del FIS denunciaron el golpe de Estado que les robaba su segura victoria electoral y les impedía acceder democráticamente al poder.
Como en Egipto ahora, el FIS había aceptado jugar con las reglas democráticas por conquistar el poder y había expresado su intención de implantar una república islámica aún desde una posición de minoría social, pues su victoria en la primera vuelta representaba a solo el 23% de la población. Las consecuencias de aquel golpe de Estado son conocidas, ilegalización del FIS, detención de sus dirigentes y militantes y, finalmente, una sangrienta guerra civil con terribles matanzas por parte de los grupos armados islamistas y las fuerzas de la policía y el ejército que pueden considerarse como crímenes contra la humanidad, con un balance de más de 120.000 muertos y decenas de miles de desaparecidos y desplazados.
Como ahora en Egipto también las democracias occidentales miraron para otro lado y convalidaron, con su silencio, el golpe de Estado y las atrocidades de la guerra sucia desde el poder, manteniendo la tesis de que, a pesar del golpe, Argelia podía ser considerado un país democrático.
En Egipto, al contrario que en Argelia, los islamistas ganaron las elecciones y llegaron al poder. Parecía todo un síntoma de salud democrática. En medio de un proceso revolucionario en el que las distintas fuerzas en liza movilizan todos sus recursos por alcanzar el poder e imponer su programa, se permitían las elecciones y se respetaban formalmente sus resultados. Las fuerzas islamistas, especialmente los Hermanos Musulmanes, aparecían como las mejor organizadas y con más influencia social y se preveía su acceso al poder. Pero se mantenían dos incógnitas. La primera se refería a la actitud de las fuerzas islamistas, sobre su objetivo de desembocar, a través de su control del poder, en una república islámica. La segunda incógnita era sobre la actitud del ejército. Actor clave desde la revolución nasserista de los años 50, al inicio de la revolución había dejado caer a Mubarak en febrero de 2011 con la secreta intención de reconducir la situación y salvar sus privilegios económicos y posiciones de poder, que eran los mismos que los de los sectores sociales vinculados al anterior régimen depuesto. Sin embargo estos dos actores principales comenzaron pronto a enfrentarse en un proceso revolucionario que no estaba acabado. El resto de las fuerzas sociales y políticas jugaban un papel menor. No disponían ni de la legitimidad y el poder alcanzado por las urnas como los islamistas, ni de la organización y la fuerza del ejército. Y, además, estaban divididas.
Con la caída de Mubarak fue el ejército el que asumió el poder y diseño los pasos de la transición sin mucha resistencia dado su papel moderado durante la revuelta que acabó con Mubarak, durante la cual se negó a utilizar la fuerza. Su compromiso inicial fue el de convocar elecciones legislativas y presidenciales en el plazo de seis meses. La resistencia principal provino de las organizaciones de jóvenes más activas durante la protesta para acabar con el estado de excepción, los juicios militares contra civiles y la depuración y juicio de los principales responsables del régimen anterior.
En marzo el CSFA promovió un referéndum para enmendar 9 artículos de la Constitución de 1971. Los Hermanos Musulmanes lo apoyaron y el resultado afirmativo fue del 77%.
En diciembre de 2011 los resultados de las elecciones legislativas confirmaron el peso electoral de los islamistas, el Partido Libertad y Justicia, brazo político de los Hermanos Musulmanes, obtuvo el 40% de los votos, y la formación salafista Al Nur otro 20%, en tanto que El Bloque Egipcio, formado por tres partidos liberales, solo obtuvo el 15%. El pulso entre los islamistas y el CSFA se tornó dramático a partir de las elecciones presidenciales de junio de 2012 cuando en la segunda vuelta resulto victorioso el candidato de los Hermanos Musulmanes, Mohamed Morsi, y el CSFA vaciló en torno al reconocimiento de la victoria. A partir de agosto del año pasado los enfrentamientos entre los islamistas de un lado y el ejército y la oposición de otra se suceden en torno a los poderes que se autoatribuye Mursi y la redacción de una nueva Constitución de corte islamista. Ésta es aprobada el 25 de diciembre por el 63,8% de los votantes, pero las protestas contra Mursi se convierten en habituales. Una institución clave controlada por partidarios del régimen de Mubarak y utilizada contra el poder legislativo y ejecutivo islamista es el Tribunal Constitucional, intentando invalidar la Asamblea Constituyente que elaboró la Constitución, mientras la oposición llamaba a boicotear las elecciones legislativas previstas para abril de 2013.
En definitiva, los islamistas intentan avanzar en su proceso de islamización, los sectores islamistas buscan resistir dicho proceso, el ejército y los sectores vinculados al régimen de Mubarak maniobran para recuperar su antigua influencia y poder, y la situación económica y social se degrada ostensiblemente. Y todo ello desemboca en una nueva marea de movilizaciones a finales de junio y el golpe militar del 3 de julio por parte del ejército.
Como matiz importante es necesario tener en cuenta el intenso vinculo del ejército egipcio con EEUU, país que forma a sus oficiales y financia su armamento; lo cual hace impensable que una decisión de este calado no haya sido no solo decidida, sino planificada en connivencia con el imperio.
En estos momentos es imposible saber cuál será la reacción de los islamistas egipcios y la deriva que seguirá la revolución en dicho país, pero es claro que, de un lado los procedimientos democráticos y todo el discurso occidental sobre la justicia, la democracia y los derechos humanos aumentará, si cabe aún más, su desprestigio en todo el mundo árabe e islámico; y de otro, que la vinculación del movimiento revolucionario con los militares golpistas ha puesto fin a la revolución en Egipto, al menos como un proceso con objetivos progresistas y emancipadores.
Para acabar este artículo es necesaria una última reflexión sobre el papel de los movimientos y movilizaciones sociales en los cambios sociales. Las intensas movilizaciones de dos años y medio antes acabaron con Mubarak porque el ejército rechazó reprimirlas y optó por sacrificar al rais; ahora otra ola de movilizaciones tan intensas como aquellas ha desembocado en otra decisión del ejército con un golpe de Estado. Y cuando decimos ejército no podemos olvidar la estrecha relación que éste mantiene con el imperio.
En Egipto el ejército es un actor autónomo y poderoso con importantes intereses que no son precisamente los mismos que los de las clases populares. ¿Se engañan los movimientos sociales al creer ver en él un aliado? Más bien la impresión es la de que las movilizaciones sociales han sido manipuladas y utilizadas como ariete contra el poder islamista por parte del ejército y los sectores vinculados al antiguo régimen para desgastarle y poder justificar el actual golpe.
Pero, ¿y cuál hubiera sido la capacidad de los movimientos sociales y de la oposición al islamismo para alterar los objetivos de éstos, abandonados a sus propias fuerzas? ¿Un proceso negociador, una guerra civil como en Siria, o su derrota? Ahora eso ya no importa pues el escenario está ocupado por el enfrentamiento entre los islamistas y el ejército, y la sangre que se vierta es de responsabilidad de éste último y, por extensión, de todos los sectores y organizaciones que le apoyen. En las revoluciones no tiene cabida ni la inocencia ni la neutralidad.
Bibliografía consultada:
Robert Fisk, La gran guerra por la civilización
Ferran Izquierdo Brichs (ed.), Poder y regímenes en el mundo árabe contemporáneo
Fabián Nievas (ed), Aportes para una sociología de la guerra
Bárbara Azaola y Miguel Hernando de Larramendi, Egipto: los actores de una transición en curso
Esam Al-Amin, El mapa político de Egipto: Despejando la niebla
Jesús Sánchez Rodríguez es doctor en Ciencias Políticas y Sociología. Se pueden consultar otros artículos y libros del autor en el blog:http://miradacrtica.blogspot.com/, o en la dirección:http://www.scribd.com/sanchezroje
CEPRID
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