El desastre de las intervenciones militares. El fetichismo geopolítico y el caso de Afganistán
Jueves 16 de mayo de 2013 por CEPRID
Purnima Bose
Herramienta
Traducción: Francisco T. Sobrino
Mientras la intervención militar de los EE.UU. ingresa en su onceavo año, la percepción pública de este conflicto se caracteriza por una profunda desconexión con las realidades de la guerra.
De acuerdo con las Naciones Unidas, el cálculo de víctimas entre los civiles afganos de 2007 a 2012 llega a 12.783, y la cantidad de muertos desde 2001 hasta el presente para las Fuerzas Armadas de los EE.UU. llega a un total de 1.895.[1] Sin embargo, la guerra en Afganistán raramente figura en forma prominente en la primera página de los periódicos nacionales, si exceptuamos los ejemplos más excesivos de atrocidades militares, como la reciente matanza de 16 civiles afganos, llevada a cabo por el Sargento Primero Robert Bales.
Tampoco está cubierto el conflicto por los noticiarios nocturnos de las redes mediáticas hegemónicas, ni fue citado en los discursos políticos de los candidatos presidenciales de 2012. La despreocupación por el conflicto afgano en el público norteamericano, quizás, se deba a varios factores. Entre ellos, incluimos la ausencia de un reclutamiento obligatorio; la experiencia directa con la guerra por parte de un porcentaje muy pequeño de la ciudadanía; el hecho de que el gobierno no ha exigido compartir algunos sacrificios, como serían, por ejemplo, racionar bienes y servicios al público en general; y la realidad de que Afganistán representa solo una de las varias intervenciones militares norteamericanas (Irak, Pakistán, Yemen y Libia son otras).
La escasez generalizada de información significativa o contundente para comprender el conflicto también juega un papel importante. La concentración de los medios de comunicación en un puñado de corporaciones; la transformación del periodismo serio en un entretenimiento sensacionalista; la llegada y el predominio de los medios televisivos y la concomitante crisis en el periodismo impreso; y la declinación de los recursos para informaciones del extranjero son aspectos que contribuyen también a la invisibilidad de la guerra.[2]
La generalizada ignorancia en los Estados Unidos con respecto al conflicto afgano contribuye a una forma de fetichismo en el sentido marxista, que llamaremos el “fetichismo geopolítico”. El “fetichismo de la mercancía”, para Marx, significa el proceso dual en el que se opacan las relaciones sociales en las sociedades capitalistas y las mercancías son reificadas como “objetos endemoniados”, con “sutilezas metafísicas”.
El fetichismo geopolítico funciona a un nivel superior que el de la mercancía, el del productor individual y el consumidor, y llega a abarcar las relaciones entre los Estados. Es un fetichismo que enmascara a varias realidades materiales, incluyendo las consecuencias humanas de la intervención militar, las motivaciones geo-estratégicas de los Estados imperiales y las operaciones de lo que David Harvey (2003) denomina “el nuevo imperialismo”.
De acuerdo con Harvey, al nuevo imperialismo lo constituye una dialéctica entre las lógicas de la territorialidad y del capital, en la que cada lógica es “distinta”, pero ambas, simultáneamente, “se entrelazan en formas complejas y a veces contradictorias”. La lógica de la territorialidad es parte integrante del “imperialismo como un proyecto característicamente político”, que generalmente persiguen los Estados “cuyo poder se basa en el dominio de un territorio y la capacidad de movilizar sus recursos humanos y naturales para fines políticos, económicos y militares”.
En los Estados democráticos, este proyecto lo llevan a cabo políticos y estadistas que “habitualmente buscan resultados que sustenten o aumenten el poder de su propio Estado en detrimento de otros”. En otras palabras, actúan fuera del espacio territorializado del Estado-nación y de una temporalidad gobernada por los ciclos electorales, lo cual es un tema decisivo en relación con la intervención militar de los EE.UU. en Afganistán, tema sobre el que volveremos más adelante.
En contraposición con la lógica de la territorialidad, Harvey asocia la lógica del capital con “procesos diferenciados de la acumulación del capital en el espacio y el tiempo”, una forma más dispersa de imperialismo en la que se priorizan el control y la manipulación del capital por sobre los objetivos territoriales. Aunque la lógica de la territorialidad está circunscrita a entidades geográficas específicas, la lógica del capital excede los límites territoriales y las fronteras geopolíticas, además de estar caracterizada por el movimiento. “La producción, el intercambio, el comercio, los flujos de capital, las transferencias de dinero, la migración laboral, la transferencia de tecnología, la especulación financiera, los flujos de información, los impulsos culturales, etcétera” constituyen la lógica del capital. El poder económico no está espacialmente circunscrito y puede fluir en forma multidireccional hacia y desde entidades territoriales. La desposesión y el nuevo imperialismo La lógica del capital juega un papel crucial en lo que Harvey denomina “acumulación por desposesión”. Aunque Marx describía la acumulación primitiva –la expulsión de los campesinos de sus tierras y su transformación en trabajadores asalariados, y el cercamiento de los bienes comunes– como algo que abarcaba a la prehistoria del capitalismo, Harvey considera que estos procesos continúan y están activamente presentes hoy, con mecanismos adicionales para la transferencia de riqueza desde los muchos hacia los pocos, y su consolidación entre las élites.
Además de la privatización neoliberal, la acumulación por desposesión se produce a través de la financiación, la manipulación y el manejo de las crisis por las empresas bancarias federales e internacionales, y las políticas diseñadas por el Estado para redistribuir la riqueza (por ejemplo, reestructurando las leyes impositivas). No es de extrañar que el Estado funcione como el principal agente para la redistribución de la riqueza, dada su capacidad superior para organizar los “dispositivos institucionales”. En palabras de Harvey, “para preservar ese patrón de asimetrías en el cambio que son más ventajosas para los intereses capitalistas dominantes que trabajan dentro de su estructura”.
Estas lógicas duales de la territorialidad y el capital son enmascaradas por el fetichismo geopolítico. Mientras bajo las formas más antiguas del imperialismo, como la expansión territorial a través de la conquista militar directa y la dominación política desde la metrópolis, tenían un lugar protagónico en el proyecto colonial, en el nuevo imperialismo, el estatus de la tierra y su propiedad están ocultos.
Laura E. Lyons (2010) ha planteado la necesidad de análisis fundamentados de la globalización y las relaciones geopolíticas en los países realmente existentes, pero es precisamente este aspecto lo que desaparece cuando se representa la intervención militar estadounidense en Afganistán.
El nuevo imperialismo no persigue el control directo de la totalidad del territorio afgano, pero, en cambio, afirma su dominio sobre diversas aéreas separadas de su territorio para establecer bases militares. Aunque es difícil constatar la cantidad exacta de bases militares estadounidenses en el mundo y en Afganistán, debido al secreto que rodea a las propiedades del Pentágono en el exterior, algunos analistas estiman que hacia 2009 los militares estadounidenses habían asumido el control de más de 795.000 acres,[3] donde se concentran alrededor de 190.000 soldados en más de 1.000 bases a nivel mundial.[4]
Durante la última década, el Departamento de Defensa de los EE.UU. ha llevado a cabo una reorganización sistemática de las fuerzas militares y bases en el extranjero, a raíz del fin de la guerra fría y de una política exterior que ya no estaba más orientada hacia la contención de la Unión Soviética. Michael T. Klare (2005) identifica los múltiples intereses geopolíticos estadounidenses que se esconden tras esta reorganización: el control de los accesos a recursos de otros países, “un paso de las operaciones defensivas a las ofensivas”, y la incertidumbre sobre “la futura confiabilidad de aliados a largo plazo, especialmente los de la ‘vieja Europa’”.
Para abordar estas cuestiones, los militares estadounidenses están reduciendo la cantidad de bases militares convencionales con que operan en Alemania, Japón y Corea del Sur, favoreciendo el establecimiento de nuevas instalaciones en Europa Oriental, Asia Central, Sudoeste de Asia y África.[5] Evitando denominar a estas instalaciones como “bases militares” (una designación que significa operaciones en gran escala con cuarteles permanentes, alojamientos de los familiares, centros recreativos y de esparcimiento, arsenales, etc.), el Departamento de Defensa prefiere utilizar en su vocabulario el término “campamentos perdurables” (Klare, 2005; Turse, 2010).
A diferencia de las bases militares que requieren la negociación de tratados elaborados con los países anfitriones, las nuevas instalaciones, debido a su aparente flexibilidad y supuesta fugacidad, pueden eludir los protocolos habituales que requieren aprobaciones parlamentarias para su establecimiento; en cambio, para estos “campamentos”, el presidente puede ejercer sus prerrogativas para conseguir “acuerdos de asociación” sin necesidad de consultar al Congreso.
Estas nuevas instalaciones están diseñadas para permitir el rápido despliegue de tropas en zonas conflictivas y son de dos tipos: los que contienen arsenales e instalaciones logísticas (como pistas de aterrizaje o complejos portuarios); y las de estructuras básicas que son ensambladas según las necesidades en respuesta a crisis específicas.
Compuestas por “una pequeña tripulación permanente de técnicos militares estadounidenses”, las del primer tipo de instalaciones, llamadas “bases de operaciones avanzadas” [“forward operating bases”: FOBs], habitualmente no albergan grandes unidades de combate. Las del segundo tipo, denominadas “puestos de seguridad cooperativa”, o más benévolamente, “hojas de azucena”, son dirigidas por “contratistas militares y personal del país anfitrión” (Klare, 2005).
En Afganistán, las bases estadounidenses son alrededor de 450, y abarcan distintos tamaños de las instalaciones y las comodidades para las tropas (Turse, 2012). Estas instalaciones varían desde rústicos puestos combativos de avanzada, campamentos y FOBs, que consisten en tiendas de campañas con defensas de paja y barro, hasta mega-bases como la situada en Bagram (construida por la ex Unión Soviética durante su ocupación), que “recuerdan pequeñas ciudades norteamericanas” e incluyen hasta sitios de fast food, como los Burger King yPopeyes (Turse, 2011).
Además, en los próximos años, los militares estadounidenses dedicarán millones de dólares para la construcción de instalaciones adicionales en Afganistán, además de la renovación de las ya existentes como la base aérea de Bagram. De acuerdo al teniente coronel de la Fuerza Aérea Daniel Gerdes, del Cuerpo de Ingenieros del Ejército de los EE.UU., estas estructuras serán de “hormigón y mortero, en lugar de madera contrachapada y telas de carpas” (Turse, 2012). Una parodia de la realidad y los objetivos estratégicos La perdurabilidad de estos materiales de construcción augura una presencia de las fuerzas armadas de EE.UU. en Afganistán a un plazo más largo que el indicado en el calendario de retirada para 2014.
Recientemente, Michael Shaw ha publicado comentarios sobre la estructura narrativa de las representaciones de la guerra en Afganistán por parte de los principales medios de comunicación de masas. Shaw afirma que son verdaderas inversiones de la realidad, aunque “en su mayoría carecen de ironía”. En sus comentarios, pasa a identificar una serie de figuras y escenas “simuladas” que de conjunto constituyen la construcción mediática de una “narrativa de la parodia” sobre las guerras iraquí y afgana.
Las imágenes visuales de las guerras presentan, como explica Shaw (2012), “una parodia de la realidad, mostrando una parodia de progreso, en una parodia de relación con nuestras parodias de aliados, por medio de la parodia de un acceso mediático describiendo parodias de las líneas del frente. [...] Nadie cuestionará estas fotos, ni hablará del abismo, que frecuentemente es tan grande como el Gran Cañón del Colorado, entre esas imágenes y la realidad [...], en la medida en que esas imágenes hagan parecer justa a nuestra causa y parecer heroicos a nuestros guerreros”.
Shaw, al utilizar la palabra “parodia” capta en forma sublime la naturaleza postiza y ridícula de esas narrativas, así como el desprecio de los medios corporativos por la capacidad pública para discernir las consecuencias reales del conflicto. A este repertorio de narrativas, podemos añadir la “parodia de la retirada”, evidenciada por el “Acuerdo de Asociación Estratégica de diez años”, firmado por los presidentes de EE.UU., Barack Obama, y Afganistán, Hamid Karzai, el 1° de mayo de 2012.
Aunque el texto de ese acuerdo aún no ha sido publicado, el New York Times informa que contiene referencias a una continua presencia militar estadounidense en la región, y que en los próximos años se negociará un acuerdo de seguridad más detallado (Rubin, 2012). Se construirá cierta cantidad de nuevas instalaciones militares aptas para la guerra de “drones” (aviones no tripulados), y preparadas para alojar unidades para operaciones especiales, que en su mayor parte operan en secreto (Turse, 2012). El año 2014 representa la parodia de una retirada, pues, aunque la cantidad total de soldados estadounidenses en el terreno podría efectivamente disminuir, al mismo tiempo, se incrementarían los elementos necesarios para la guerra tecnológica y las operaciones encubiertas. Las lógicas imperiales convergen Dada la resistencia de las bases militares estadounidenses y su tendencia a persistir muchas décadas después de que se declararan finalizados los conflictos, vale la pena examinar a fondo los motivos geo-estratégicos para mantener una permanencia militar semipermanente en Afganistán. Se trata de motivos que contienen aspectos geográficos, en otras palabras, la lógica de la territorialidad, pero que también pasan a formar parte de la lógica del capital. Considero que el fetichismo geopolítico está implícito en los siguientes tres objetivos principales de la política orientada hacia el establecimiento y mantenimiento de bases militares de los Estados Unidos en ese turbulento país. En primer lugar, los Estados Unidos esperan estabilizar la región y controlar el crecimiento de la militancia islámica en Irán, Afganistán, y Pakistán. En segundo término, la presencia de bases militares estadounidenses en Afganistán para socavar a su vez la influencia de Rusia en la región y limitar el desafío potencial de una China poderosa. Y por último, asegurar el control sobre las reservas de petróleo y gas en Asia Central (reservas energéticas que son decisivas para las economías que compiten en Asia en los próximos 50 años), y sobre los depósitos minerales inexplotados en el propio Afganistán.
La producción y la distribución globales de petróleo han sido desde hace mucho tiempo una cuestión tenida en cuenta por la política exterior de los Estados Unidos. Por lo menos, desde fines de la década de 1970, cuando el presidente Jimmy Carter declaró que los Estados Unidos utilizarían “cualquier medio necesario, incluso la fuerza militar”, para asegurar su acceso a las reservas petrolíferas en el Golfo Pérsico, en la que pasó a ser conocida como la doctrina que llevaba su nombre (Carter, 1980).
Como el segundo mayor consumidor de petróleo, que solo ha sido superado por China en 2010, Estados Unidos importa más o menos la mitad de sus necesidades energéticas. La crónica inestabilidad de la región del Oriente Medio lo ha obligado a intentar diversificar sus fuentes de petróleo importado; por consiguiente, Estados Unidos ha volcado su atención a las masivas reservas inexplotadas en el Asia Central.
Se cree que las repúblicas asiáticas centrales de Azerbaiyán, Kazajstán, Turkmenistán, y Uzbekistán poseen considerables reservas de petróleo y gas. Dado que estos países no tienen salida al mar, Afganistán se ha convertido en un país estratégicamente importante. Como señala el boletín de datos de información sobre energía sobre Afganistán del gobierno estadounidense, “la importancia del país desde un punto de vista energético surge de su posición geográfica como una potencial ruta de tránsito para las exportaciones de petróleo y gas natural desde Asia Central hacia el mar Arábigo. Esta potencialidad incluye oleoductos y gasoductos proyectados para exportar petróleo y gas por valores multimillonarios a través de Afganistán”.[6]
Sucesivos gobiernos y diversos ejecutivos corporativos de Unocal (ahora Chevron) y CentGas (un consorcio internacional de seis corporaciones) han efectuado negociaciones intermitentes con funcionarios afganos sobre la construcción de gasoductos y oleoductos. Durante el gobierno Bush, las convenientes relaciones entre los funcionarios gubernamentales y la industria petrolera muy probablemente deben haber ayudado a lubricar esas negociaciones.
La superposición de intereses entre los funcionarios de la administración Bush incluía al personal del Consejo Nacional de Seguridad estadounidense, dirigido por Condoleezza Rice, que a su vez había pertenecido al directorio de Chevron desde 1991 hasta 2000. Ella poseía un buque petrolero con su nombre, hasta que debió rebautizarlo como “Altair Voyager” para eludir acusaciones de malversación. El Secretario de Comercio, Donald Evans, y el Secretario de Energía, Stanley Abraham, trabajaban para Tom Brown, una compañía de exploración de petróleo y gas.
Todo el mundo sabía que el vicepresidente Dick Cheney era el CEO de Halliburton, una compañía que prestaba servicios como la perforación y construcción de pozos petroleros, y muchas otras actividades relacionadas con la producción petrolera y de gas. El mismo presidente George Bush provenía de una familia que estaba en el negocio petrolero desde 1950.[7]
La existencia de importantes reservas de petróleo y gas en Asia Central, junto al descubrimiento en 2010 por el Pentágono de que Afganistán tiene una riqueza mineral inexplotada por un valor aproximado a un billón de dólares, que incluye hierro, cobre, cobalto, y metales industriales como el litio (un memorándum interno del Pentágono describe el potencial de Afganistán como “la Arabia Saudita del litio”, un material crucial para fabricar baterías para laptops y Blackberries) representa la convergencia de las dos lógicas del nuevo imperialismo. En esta convergencia, las dimensiones territoriales de la intervención esbozan la lógica capitalista de la explotación de recursos, a la vez que se convierten en los medios de la acumulación por desposesión.[8]
Pero la lógica del capital es la más evidente en el esfuerzo de la reconstrucción de Afganistán por los EE.UU. La corrupción, la falta de control y supervisión, y un trabajo mediocre han arrojado pobres resultados que pueden constatarse en la inseguridad y fragilidad de las nuevas carreteras construidas. También, este problema estructural se refleja en las escuelas, clínicas y hospitales que se están desmoronando y no han sido hechos para resistir los crónicos terremotos de la región. Amén de todo esto, las instalaciones médicas adolecen de problemas básicos, como la carencia de suministro de agua potable y de sistemas de eliminación de residuos adecuados. Parodia de reconstrucción Aunque numerosos países han enviado millones de dólares para la reconstrucción afgana, la mayor parte de esta ayuda no llega en absoluto a las manos del pueblo afgano común y corriente. En cambio, como revela Fariba Nawa, los Estados Unidos y los países donantes “tienen un sistema, a través de las instituciones financieras globales, que trata al país como a una enorme maquinaria para lavar dinero”.
“El dinero raramente abandona los países que se comprometen a enviarlo; USAID [“United States Agency for International Development”: Agencia de los Estados Unidos para el desarrollo internacional] concede los contratos a compañías norteamericanas (y el Banco Mundial y el FMI otorgan los contratos a los respectivos países donantes), quienes toman las principales tajadas, y contratan a su vez a múltiples subcontratistas que también toman sus propias tajadas, dejando finalmente solo los fondos suficientes para poder llevar a cabo una construcción mediocre” (Nawa, 2006).
USAID y el Pentágono han concedido no pocos contratos sin licitación e “indefinidos” (sin límites de tiempo en su duración) a corporaciones como el Grupo Luis Berger [GLB], una corporación consultora de ingeniería, encargada de la construcción de escuelas, clínicas médicas, y carreteras.
Contratado por las Naciones Unidas vía USAID para construir la carretera Shiberghan en el norte de Afganistán, el GLB se asoció con una firma turca, que, a su vez, contrató a una compañía constructora afgano-americana para la construcción efectiva.
Cuando llegó el momento de la construcción, la enorme corriente del dinero destinado para la carretera había circulado a borbotones a través de tantas agencias y contratistas que, para comprar materiales de construcción de una calidad aceptable, solo llegó, goteando, un débil arroyo. Tan débil era que la carretera comenzó a desintegrarse antes de haber sido terminada.
Luego de que todos los contratistas y subcontratistas tomaron sus tajadas, que variaban del seis al veinte por ciento, no quedaba mucho dinero para comprar materiales necesarios para construir carreteras decentes, por no hablar del mantenimiento anual requerido para conservarlas en funcionamiento (Íd.: 8).
En la descripción que efectúa Marx de la circulación del capital en el proceso de producción, las ganancias provenientes de la producción, luego de restar el costo de los insumos y el trabajo, son idealmente reinvertidas en el proceso de producción para hacerlo más eficiente y financiar una expansión del mercado. En otras palabras, el capital se expande en este proceso e idealmente crea nuevas oportunidades para la inversión y el crecimiento económico.
Sin embargo, en Afganistán, debido a que una porción tan grande de la reconstrucción es canalizada a través de las corporaciones estadounidenses e internacionales (a expensas de la contratación directa con empresas afganas locales) el proceso de expansión del capital, que generalmente se asocia con la producción, se ha transformado en lo contrario, en una contracción del capital, o más bien, en su redistribución por el gobierno de los Estados Unidos en lo que resulta siendo otro ejemplo de la acumulación por desposesión.
La construcción de la carretera de Kabul a Kandahar, junto a otros proyectos de infraestructura, fue acelerada bajo la presión de los gobiernos de Bush y Karzai para demostrar un progreso en la reconstrucción, dado que ambos políticos tenían por delante procesos electorales decisivos para sus carreras. Como reconoce Peggy O’Ban, una vocera de USAID, la reconstrucción implica “imperativos culturales y políticos. La calidad [de una carretera] puede ser afectada según contenga una capa de asfalto o dos, por ejemplo. [La carretera de Kabul a Kandahar] no era solo para construir un camino, sino para mostrar que el gobierno de transición podía lograr que las cosas se hagan. La meta es la sociedad libre”.[9]
La necesidad de demostrar el progreso por razones políticas, en lugar de ser un compromiso para mejorar la infraestructura de Afganistán, nos enseña que la meta de crear la ilusión del progreso es más importante que su realización. Parafraseando a Michael Shaw, la parodia de una construcción se ha convertido en la ocasión para celebrar la parodia del progreso en Afganistán.
El fetichismo geopolítico encubre las operaciones del nuevo imperialismo, tanto en sus dimensiones territoriales como capitalistas. De este modo, los contradictorios relatos que los americanos nos contamos a nosotros mismos sobre nuestra intervención militar implican proyectar la imagen de los afganos simultáneamente como terroristas que merecen ser castigados por el 9/11 (la narrativa de la justicia retributiva); como mujeres victimizadas que necesitan ser salvadas (la narrativa del rescate); como bravos guerreros anticomunistas que sufrieron las consecuencias de nuestra desvinculación con la región luego del fin de la Guerra Fría (la narrativa de la retirada prematura); como aldeanos feudales a los que hay que inculcar la democracia (la narrativa de la misión democratizadora); y como una primitiva nación del Tercer Mundo que debe ser impulsada hacia la modernidad capitalista (la narrativa desarrollista).
La resistencia y capacidad de adaptación de estas narrativas exigen una apreciación desfetichizada de nuestras motivaciones geo-estratégicas en la región, y su verdadero costo en la creación de más miseria y sufrimientos. Mientras tanto, las bajas continúan creciendo. Bibliografía Carter, Jimmy, “State of the Union Speech”, 1980.
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—, “450 Bases and It’s Not Over Yet”. En: The Huffington Post (13/2/2012). Yechury, Sitaram, “America, Oil, and Afghanistan”, 2001.
En: http://www.hindu.com/2001/10/13/stories/05132524.htm (último acceso: 1/3/2008).
[1]. Dado que hasta 2007 no se había comenzado a llevar la cuenta de las víctimas afganas, el número real de muertes civiles durante toda la guerra es mucho más alto. Las cifras de las bajas afganas son de la Misión de Ayuda de las Naciones Humanas en Afganistán.
[2]. Para un análisis de la propiedad corporativa de los medios, ver: Columbia Journalism Review, 2012; y Free Press, 2012.
[3]. Un equivalente a 322.000 hectáreas (N. del T.).
[4]. Kenneth Partridge, “Preface,” US National Debate Topic 2010-2011: The American Military Presence Overseas (New York and Dublin: H.W. Wilson Company, 2010), xii.
[5]. Además de Michael T. Klare, ver también: Cooley, 2008; Mechanic, 2008; Turse, 2011 y 2012.
[6]. Citas relevadas por Sitaram Yechury (2001).
[7]. Ver Los Taliban, de Ahmed Rashid, para un detallado relato de las negociaciones sobre los oleoductos y gasoductos (Barcelona: Península, 2002). Para los lazos entre los funcionarios de la administración Bush y la industria de la energía, consultar artículos de Katty Kay en The Guardian (“Analysis: Oil and the Bush Cabinet”, 29/01/2001) y Kevin Phillips en Los Angeles Times (“Bush Family Values: War, Wealth, Oil”, 8/02/2004).
[8]. Citas relevadas por James Risen (2010). [9]. Citas relevadas por Nawa (2006).
Purnima Bose es autora de Organizing Empire: Individualism, Collective Agency, and India. Recientemente coeditó con Laura E. Lyons el libro Cultural Critique and the Global Corporation. Enseña Estudios Post-coloniales en la Universidad de Indiana en Bloomington, Estados Unidos. Este artículo fue publicado originalmente en Against the Current 159 (July/August 2012) y enviado por la autora para su publicación en Herramienta.
CEPRID
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