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ECUADOR: CONFLICTO SOCIAL Y CAMBIO POLÍTICO EN EL ECUADOR DEL SIGLO XXI

Lunes 28 de mayo de 2012 por CEPRID

Franklin Ramírez Gallegos y Juan Guijarro

CEPRID

El presente texto escarba en las trayectorias de la acción colectiva democrática y la conflictividad social a la luz de los factores del proceso político que, en la última década, han determinado un oscilante nivel de influencia de los movimientos sociales en la disputa por el cambio. Se presta particular atención a dos cuestiones: los ambivalentes efectos de la incorporación del poderoso movimiento indígena ecuatoriano (MIE) a la política institucional; y la reconfiguración del conflicto en el marco del acceso al poder de un gobierno progresista que aún si recuperó gran parte de las demandas populares emergidas en décadas pasadas, no ha sabido reconocer el lugar de las organizaciones sociales en la contienda democrática que hoy orienta al país por fuera de la órbita neoliberal.

Del movimiento a la multitud

Durante los diez días de protesta que antecedieron al derrocamiento presidencial del Coronel Lucio Gutiérrez, en abril 2005, el movimiento indígena ecuatoriano (MIE) no estuvo en la calle. Su lugar fue ocupado por una pluralidad de inexpertos marchantes y de neófitas iniciativas colectivas que, sin redes organizativas previas, lograron altos niveles de coordinación mientras se movilizaban. Bajo la consigna “que se vayan todos” miles de ciudadanos bailaron, hicieron sonar sus cacerolas, formaron asambleas y desafiaron al poder prescindiendo del comando de cualquier partido u organización social. La participación de Pachakutik –brazo electoral del MIE- en el malogrado gobierno de Gutiérrez y la nula implicación de las organizaciones indígenas en las acciones que propiciaron su caída señalaban el ocaso de la hegemonía indígena en el campo popular. No estaba en juego la descomposición del movimiento –promovió una contundente movilización contra el Tratado de Libre Comercio en marzo 2006- o la pérdida de vigencia de su agenda, sino que su proyección política no alcanzaba ya a interpelar a una multiplicidad de nuevos actores disidentes u opositores al orden vigente.

Cierta pérdida de prestigio de las organizaciones indígenas, el debilitamiento del campo de movimientos sociales que habían contestado al neoliberalismo durante los 90, y el declive de la movilización social(1) se colocaban, así, como el balance de la inmersión del MIE en la política institucional en un momento en que la crisis de legitimidad del sistema de representación llegaba a su punto más alto. Aún en medio de las heterogéneas perspectivas y de las singulares formas de acción de la multitud de abril –que nunca expresó ni llegó a cuajar en un movimiento social-, sus marcos de significación convergían en un profundo repudio a la estructura de representación y en la demanda por una reforma política inmediata. Las perspectivas más radicales avisoraban la refundación de la política a través de la apertura de un momento constituyente. Aunque la agregación espontánea de una pluralidad de acciones no alcanzaba a forjar acción colectiva consistente, la revuelta parecía verificar como la disponibilidad de la multitud para desenvolverse en escenarios contingentes ampliaba el espacio de lo posible(2).

Convergencia y fragmentación del campo progresista

Las demandas de cambio de la multitud anti-partidaria quedaron, no obstante, represadas en medio del bloqueo de los partidos para abrir cualquier escenario de cambio que no fuese controlado desde el sistema político. Se ampliaron entonces las opciones para que ganen eco las agendas de cambio político radical.

Rafael Correa y su movimiento político (Alianza País, AP) tomaron esas banderas en la campaña de 2006. Su plataforma integraba al Partido Socialista, a diversas organizaciones campesinas y a pequeñas asociaciones surgidas en abril. El resto de la izquierda apostó por sus propias candidaturas. Los intentos de AP para presentar una lista conjunta con Pachakutik se frustraron en medio del escepticismo indígena con una nueva alianza con figuras externas al movimiento. Luego de enfrentar en segunda vuelta al magnate bananero Álvaro Noboa, Correa es electo con 54% de los votos. Dejar atrás “la larga y triste noche neoliberal” y desmontar el poder de la “partidocracia” fueron sus grandes ofertas de campaña. Apenas posesionado, y en sintonía con la agenda de abril, Correa convocó a una Consulta para instalar una Asamblea Nacional Constituyente (ANC). El 82% de la población votó de modo afirmativo. Desde entonces el voto popular sería el principal soporte para el encumbramiento de un Presidente de vocación transformacional que llegó al poder sin partido ni representación parlamenatria propia y en medio de la fragilidad de la sociedad organizada.

La elección de los constituyentes (09/2007) supuso una gran derrota de las fuerzas que comandaron la modernización neoliberal desde inicios de los 80: AP obtuvo 80 curules de los 130 en disputa, el resto de las izquierdas(3) se acercó al 10%. Las listas del oficialismo incluyeron a algunos segmentos del movimiento popular. AP adquiría así el perfil de una coalición de fracciones en que coexistían sectores de centro, viejas y nuevas militancias de izquierdas, segmentos de los nuevos movimientos sociales (ecologista, mujeres, jóvenes), ciudadanos inexpertos y políticos oportunistas de larga trayectoria. En un contexto de reflujo de la movilización, la nueva Carta Magna amplió el espectro de los derechos ciudadanos, innovó en regulaciones ambientales, extendió las instituciones de participación popular, consagró la plurinacionalidad del Estado y, a contramano del Consenso de Washington, prohibió la privatización de los recursos estratégicos y vindicó el retorno del Estado en la planificación del desarrollo y el buen vivir, en la regulación de los mercados y en la redistribución de la riqueza social. Aunque las disputas entre el poder ejecutivo, el bloque oficialista y ciertos movimientos no fueron menores, la ANC consiguió integrarlas en su seno, generando una fluida dinámica de interlocución y reconocimiento entre las fuerzas progresistas(4).

Es precisamente la lógica del reconocimiento político la que entra en crisis luego del cierre de la ANC: la sólida implantación del liderazgo presidencial, apuntalado en un carrusel de éxitos electorales y en altísimas tasas de popularidad, incubó las tendencias a la subestimación del aporte de la acción colectiva autónoma al proceso de cambio. Como consecuencia, los espacios de diálogo y articulación entre gran parte del campo organizativo y el gobierno pasaron a ocupar un rol periférico en el tránsito post-constituyente. Se intensificaron entonces las demandas por mayor participación y el rechazo a algunas políticas gubernativas. El malestar indígena es particularmente pronunciado. Así, desde 2009, la Revolución Ciudadana (RC)(5) ha debido hacer frente tanto a los embates de la derecha y de los grupos de poder que condujeron al país hacia un atropellado proceso de desmantelamiento estatal y liberalización económica, como a la contestación de un bloque de organizaciones, gremios y pequeños partidos de izquierdas que en su momento se acercaron al proceso de cambio.

En medio de la fragmentación del campo progresista, semejante escenario de polarización llegó a poner en riesgo la dinámica democrática. El 30 de septiembre 2010 (30-S) se produjo un motín de policías y militares en rechazo a la Ley de Servicio Público (LOSEP) propuesta por el gobierno. La movilización de un conjunto de agencias y fuerzas asociadas a las zonas grises del aparato ‘seguritario’ del Estado implicó un inusual despliegue de violencia política que pudo desestabilizar al régimen. Pachakutik y MPD llamaron a sus bases a apoyar la movilización. Por su parte, y aunque el episodio se saldó con 5 muertos y más de 275 heridos, la derecha parlamentaria planteó la necesidad de amnistiar a los insubordinados. El respaldo de la cúpula de las Fuerzas Armadas al orden constitucional, el inmediato pronunciamiento de los Presidentes de UNASUR contra cualquier tentativa de golpe, y el anclaje popular del gobierno impidieron el desborde de la crisis. Aún así, el ‘putsch’ dejó resquebrajados los cimientos políticos de la RC.

Como en relación al 30-S, las dinámicas de la conflictividad social de los últimos años están atadas a la transición institucional y reforma del Estado que vive el país para adecuar su estructura normativa a la Constitución.

Movilizaciones post-constitucionales

En abril 2009 se convocaron a elecciones generales en el marco de las nuevas reglas electorales delineadas por la Carta Magna. Aunque Correa fue re-electo en primera vuelta –algo inédito en la reciente historia democrática- con el 52% de apoyo popular, AP no alcanzó la mayoría parlamentaria absoluta y estuvo lejos del 63% con el que se aprobó la Constitución a fines del 2008.

La Constitución dispuso, además, la elaboración inmediata de las leyes fundamentales que echaran a andar los principios constitucionales. El diseño del “régimen de transición” ratificaba la estrategia de aceleración del tiempo político –cambios contundentes y rápidos- que había permitido a la RC abrir el proceso constituyente y diezmar a los partidos dominantes: debían aprobarse 16 leyes en un año. Tal calendario colocó un dogal al parlamento y revirtió la política de “puertas abiertas” de la ANC. El incremento de la iniciativa legislativa del poder ejecutivo y la escasa vocación dialógica de AP consagraron, a la vez, la ruptura de la coalición progresista que había comandado la constituyente. Tal descomposición articulatoria estimuló la reactivación del conflicto social(6) e impidió la aprobación de las leyes en los plazos previstos(7). En este contexto pueden reconocerse tres “órdenes de tensión”:

Disputas por reconocimiento

Desde 1990 el MIE se había “sentado” con todos los gobiernos de turno luego de contundentes movilizaciones. Con la RC ello solo fue posible a fines del 2009 una vez que la protesta, ligada a desacuerdos con las leyes de aguas y minería, alcanzara altos niveles de violencia. Aún si el levantamiento no tuvo la masividad del pasado, forzó a Correa a encarar una negociación política. En los diálogos, uno de los principales reclamos indígenas al Presidente fue su falta de respeto al movimiento. El nuevo canal de televisión pública trasmitió en vivo la dura crítica indígena. Para inicios de 2010 las conversaciones fueron interrumpidas. Para la CONAIE(8), el gobierno no tomó en serio el proceso ni acogió sus principales demandas. Para el gobierno, la dirigencia indígena se atrincheró en una agenda parcial e ignoró la orientación general de las políticas públicas.

En adelante, ambas partes se cerraron al diálogo y mientras la contestación social ha subido de tono, se ha hecho más visible la baja disposición presidencial a reconocer el lugar de las organizaciones sociales en la contienda democrática. Correa parece creer que su voluminosa política redistributiva(9) contiene la dimensión de reconocimiento moral y político con la que los sujetos consiguen inscribirse, de modo íntegro, en la dinámica de formación de la voluntad popular. El énfasis en la ampliación de los derechos sociales sin efectivo reconocimiento del valor de las identidades políticas y de la contribución histórica de las fuerzas sociales a la producción y a la reproducción social tiende a restringir, sin embargo, el margen de validez normativa de cualquier pretensión igualitaria.

Sin reconocimiento no hay interlocución democrática posible. La conflictividad pasa a resolverse por fuera de la política: en los últimos meses, el gobierno ha empujado la judicialización de ciertas protestas; la CONAIE, por su parte, ha denunciado a Correa por genocidio aduciendo su apoyo a la explotación petrolera en territorios indígenas. Las batallas por el estado

La LOSEP deshizo una serie de “zonas de excepción institucional” que legitimaban ya sea el acceso a pequeñas y grandes prebendas dentro del sector público, ya sea la existencia de órdenes de regulación laboral privativos de específicos estamentos burocráticos. El 30-S la policía contestó, entre otros aspectos de la ley, la supresión de fueros, de bonos especiales por “méritos en acción” y la homologación salarial. Días antes de la revuelta diversos gremios -servicio exterior, funcionarios de los organismos de control, etc.- también manifestaron su rechazo a la ley pues suprimía sus particulares estatus laborales: el ciclo neoliberal multiplicó los entes estatales que, bajo el argumento de su autonomía, crearon sus propios regímenes de personal y remuneraciones. Para el gobierno, favorecer instituciones y resguardos especiales a determinados segmentos del funcionariado incentiva la apropiación corporativa del Estado e impide la universalización de los derechos.

Cierta voluntad de regular el corporativismo ya había movilizado antes a diversos actores contra la RC. El gobierno ha reformado las agencias estatales en cuyos cuerpos colegiados solo estaban representados determinados intereses. Así, cuando no las ha eliminado, ha inyectado una cuota de representación pública, sobre todo del ejecutivo, en su composición. Algunos actores sociales –al igual que sectores empresariales desplazados de diversos consejos- ven en ello un atentado a su autonomía y un intento del gobierno de copar las instituciones públicas. Sucedió así con la nueva ley universitaria que introduce representación del ejecutivo en un Consejo de Educación Superior que hasta 2010 solo tenía presencia de rectores universitarios.

El gremio de profesores públicos también ha denunciado como un golpe a su dinámica interna la decisión de encaminar una evaluación docente obligatoria.

En buena parte, la puja entre el gobierno y el MIE sobre la ley de aguas alude también a dilemas de representación institucional en el sector público. Si bien ambos coinciden en que es imprescindible reconstruir la autoridad estatal -desmontada por los neoliberales en 1994- que administre el agua, discrepan respecto a la legitimidad, el lugar y el peso de la representación del poder público y de la participación social en la composición interna de la nueva entidad rectora del sector hídrico. La CONAIE plantea que dicha autoridad sea un Consejo Plurinacional con delegados indígenas, usuarios del riego, consumidores, movimientos y una representación minoritaria del gobierno. Para el gobierno dicha figura relega al poder público a un segundo plano: su propuesta prevé que el Presidente nombre a un Secretario Nacional del Agua e incluye un Consejo Plurinacional, con composición paritaria del gobierno y las comunidades, encargado de formular políticas y supervisar el cumplimiento de la ley. La ley no pudo ser votada en el parlamento.

Así, más que un rechazo al retorno estatal –obsesión neoconservadora- para las organizaciones está en juego la legitimidad de la presencia de intereses gremiales e identidades colectivas en las instituciones públicas. En la disputa por los espacios de representación estatal se juega parte de su poder y su autonomía. Correa ve en tales demandas la expresión del particularismo de la dirigencia social e increpa su déficit de representatividad. En su perspectiva, la construcción del bien común y de una cultura política de la generalidad está conectada de modo intrínseco con el sufragio universal: la legítima representación de los intereses generales no puede prescindir de los electos. Dicha enfoque reduce, no obstante, las opciones para el protagonismo de los actores organizados en la conducción y el control social de las instituciones públicas.

Conflictos por el buen vivir

Abrigadas por los avances constitucionales en materia ambiental, diversas organizaciones critican a Correa por la centralidad de la matriz primario-exportadora en la economía nacional. Crece así una retórica contraria a un patrón de desarrollo que, aún cuando sea post-neoliberal y redistributivo, se centra en formas convencionales de explotación de los recursos naturales. Tales planteamientos han abierto un prolífico debate en las izquierdas sobre las posibilidades del buen vivir: la búsqueda de la igualdad, del florecimiento de las capacidades individuales y colectivas y de modos alternos de organización de la economía no puede efectuarse al costo de perpetuar la relación de dominación de los humanos con la naturaleza. El horizonte post-petrolero está en la mira de unos y otros. En el Plan Nacional del Buen Vivir 2009-2013, el gobierno prevé que luego de dos décadas el país deberá transformar su matriz productiva para menguar su dependencia del extractivismo.

El debate se centra, no obstante, en qué tipo de vías se escogen en el presente para financiar dicha transformación. Correa no ve más alternativas consistentes a mano que insistir en los hidrocarburos –en el marco de una renegociación de contratos con las empresas privadas que permitió al estado recuperar la soberanía sobre los recursos de su subsuelo e incrementar su participación en los excedentes antes absorbidos por las multinacionales- y desarrollar la minería. Esta última carta ha activado diversas protestas fundadas en dinámicas comunitarias de base campesina e indígena y articuladas en redes ecologistas transnacionales. La movilización anti-minera crece. La decisión gubernativa de reactivar la generación hidroeléctrica, en la perspectiva de un cambio en la matriz energética, también empieza a generar focos de resistencia en poblaciones que están siendo desplazadas por la construcción de grandes trasvases y represas y que ven en riesgo la disminución de los caudales de agua en sus territorios. Las apuestas neo-desarrollistas del gobierno chocan así con movilizaciones cobijadas en uno de los principios constitutivos de la agenda de cambio de la RC: el buen vivir en harmonía con la naturaleza. Resta por verse si el sentido de tales luchas logra “ganar en generalidad” e impregnar con sus valores a más amplios sectores sociales.

Clausura breve

Las disputas por la ‘cuestión ambiental’ aparecen como señal de las nuevas trayectorias de la contienda democrática en el Ecuador del siglo XXI y como el correlato material de una de las contradicciones constitutivas de la Carta Magna: la tensión entre el relanzamiento de un Estado Social orientado a proteger una carta ampliada de derechos ciudadanos y las fuertes regulaciones –se otorgó “derechos a la naturaleza”- para el uso y explotación de los recursos naturales que están en la base de las capacidades de acumulación y redistribución del estado. El repunte de la conflicitividad ambiental se sitúa en el centro de tal contradicción. Se trata de una tensión diversa a aquella que se dibujó en torno a la Constitución de 1998 que, al consagrar nuevos derechos mientras debilitaba al estado, desregulaba las finanzas y se inclinaba al imperativo del superávit fiscal primario, multiplicó presiones redistributivas y demandas por el retorno del estado al primer plano de la coordinación social. En la transformación de las coordenadas del conflicito histórico de una sociedad se relieva, de diversas formas, la modificación de sus pautas de producción y reproducción social.

Notas

(1) Entre 1999-2000 la protesta social llega a su clímax: se registra una media de 62 conflictos por mes. Luego del paso de Pachakutik por el poder (2003-2005), dicho promedio desciende a 25. Cálculos realizados a partir de los datos de la revista Ecuador Debate, serie 1983-2010, CAAP-Quito.

(2) Cfr. D. Bensaid, 2005, “Multitudes ventrílocuas”, Viento Sur No. 79, marzo, pp. 59-72.

(3) Este bloque integraba a Pachakutik y al Movimiento Popular Democrático (MPD, pequeño partido filo-maoísta que controla los gremios de la educación pública).

(4) AP invitó a asambleístas de Pachakutik, MPD, y de otras pequeñas fuerzas a sus deliberaciones internas: se formó así un “mega bloque” de 90 constituyentes.

(5)Así se denomina oficialmente al proceso de cambio conducido por R. Correa.

(6) Cuando Correa accede al poder (2007) se registra una media de 33 conflictos por mes; en 2010 esta cifra asciende a 42.

(7) A tres años de vigencia de la Carta Magna quedan por aprobar 3 leyes previstas en el régimen de transición.

(8) Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador.

(9) Algunos datos: en relación al presupuesto general del Estado, la inversión social pasó del 18% durante el ciclo 2001-2006, al 26% entre 2007-2010; la pobreza medida por necesidades básicas insatisfechas cayó de 45,9% a 39,9% y la extrema pobreza de 21% a 16,1% entre 2005 y 2009; el ingreso familiar cubría en 2007 el 68% del costo de la canasta básica mientras que en 2010 cubre más del 85%. Como efecto global, el coeficiente de Gini de ingresos disminuyó un 6,7% desde 2006 para llegar a 0,487 en 2010, el valor más bajo de la década.


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