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 Por fin llegamos a Madrid (1.937. Congreso de escritores que vienen desde Paris). Mientras los visitantes recibían bienvenida y alojamiento, yo quise ver de nuevo mi casa que había dejado intacta hacía cerca de una año. Mis libros y mis cosas, todo había quedado en ella. Era un departamento en el edificio llamado "Casa de las flores" , a la entrada de la ciudad universitaria (hoy Argüelles, calle Princesa esquina Rodriguez Sampedro). Hasta sus límites llegaban las fuerzas avanzadas de Franco. Tanto que el bloque de departamentos había cambiado varias veces de mano.

Miguel Hernández, vestido de miliciano y con su fusil, consiguió una vagoneta destinada a acarrear mis libros y los enseres de mi casa que más me interesaban.

Subimos al quinto piso y abrimos con cierta emoción la puerta del departamento. La metralla había derribado ventanas y trozos de pared. Los libros se habían derrumbado de las estanterías. Era imposible orientarse entre los escombros. De todas maneras, busqué algunas cosas atropelladamente. Lo curioso era que las prendas más superfluas e inaprovechables habían desaparecido; se las habían llevado los soldados invasores o defensores. Mientras las ollas, la máquina de coser, los platos, se mostraban regados en desorden, pero sobrevivían, de mi frac consular, de mis máscaras de Polinesia, de mis cuchillos orientales, no quedaba ni rastro.

--La guerra es tan caprichosa como los sueños, Miguel.

Miguel encontró por ahí, entre los papeles caídos, algunos originales de mis trabajos. Aquel desorden era una puerta final que se cerraba en mi vida. Le dije a Miguel:

--No quiero llevarme nada.

--¿Nada? Ni siquiera un libro?

--Ni siquiera un libro -- le respondí

Y regresamos con el furgón vacío.