Xarxa Feminista PV

UNA EXPERIENCIA EN EL PODER . Soledad Murillo de La Vega

Lunes 21 de septiembre de 2009

UNA EXPERIENCIA EN EL PODER

SOLEDAD MURILLO DE LA VEGA

Universidad de Salamanca Miembro CEDAW de Naciones Unidas

PARA EMPEZAR, aclarar que el tema trasciende estas líneas, pero mis amigas de Isonomía saben de mis limitaciones para escribir una ponencia, dado que acudo a los sitios con fichas que se van llenando de ideas y, sobre todo, vuelven cargadas de más ideas producto de los coloquios, de las observaciones, de todo lo que nos gusta subrayar sobre lo que nos queda por hacer y lo mucho que hemos recorrido.

Estoy convencida que el poder es un concepto que no goza de buenos ingredientes para las mujeres, porque se asimila a una toma de posición que parecería, en un principio, incompatible con la autonomía, como condición imprescindible que nos permita pensar y reclamar, en clave feminista, aquellas vindicaciones que hagan del escenario político, un escenario de igualdad. Sin embargo, considero que esta percepción no es del todo exacta, dado que mi experiencia me dice que el poder y la autonomía personal feminista no son un inconveniente, sino que podrían fundar un buen vínculo de actuación para producir cambios. Soy consciente de que desde muchos lugares del espacio público se puede intervenir en el marco social, de la materia que nos interese, pero del mismo modo, he experimentado la capacidad de decidir, y que esa decisión prospere después de las consultas a las que debían ser sometidas. Aludo a las leyes que durante la octava legislatura se diseñaron y entraron en vigor.

Las leyes me han acompañado durante años, siempre que me refiero a este periodo las menciono, desde la ideación de su marco de actuación, hasta su concreción en el articulado. Concha Gisbert sabe bien de lo que hablo, puesto que siempre traducía a lenguaje jurídico lo que se iba construyendo entre todos los organismos implicados. Ocupar un cargo político me permitió –por vez primera– que a propósito de la Ley para la igualdad efectiva entre mujeres y hombres, pudiera participar en el diálogo social, cuyo cometido era fijar los acuerdos necesarios para emprender la reforma laboral. De otro modo hubiera sido imposible, la segmentación de las administraciones públicas exige una simetría de posiciones no negociable. Es un encuentro entre iguales en rango y en cargo. Aprendí sobre modos y formas de negociar, de lo cual se extrae un buen modelo, que me atrevería a decir que bien pudiéramos dedicarle algún espacio de discusión sobre tácticas y estrategias. Pero lo cierto es que –insisto– era la inauguración de un espacio para todos, puesto que introducíamos la igualdad entre mujeres y hombres en los nuevos escenarios de empleo y estructura productiva. Los interlocutores sociales no habían tenido ante sí un cargo en igualdad, y esto significa que estaban obligados a pensar que el horizonte se ampliaría, aunque con ello se despertaran todas las resistencias sobre sus contenidos. De este modo, la igualdad dejaba de refugiarse en las cláusulas declarativas de los convenios y estaba en el centro de la mesa de discusión, de cara a perfilar que los planes de igualdad serían obligatorios de negociarse. En los principios se logran acuerdos, pero cuando del principio se reclaman los hechos, siempre aparecen los conflictos. Muchas personas pensarán que la aplicación es lenta, pero el resultado, su diferente grado de implementación no debe servir para desestimar lo que significó ocupar ese papel. Porque en la silla central, junto a otros ministerios, no estaba sentada yo como cargo, sino que se hacía patente la presencia de todas las mujeres. Un cargo político, u otro cargo añadiría yo, cuenta con la legitimidad de la representación. Y con el Ministerio de Igualdad la cuenta del poder ha subido de rédito.

Quizás debido a estas circunstancias y otras semejantes, para mí la cuestión del poder ha perdido la intensidad que pudiera derivarse de sus infinitas denominaciones, y progresivamente ha adquirido una dimensión más práctica, a la vez que más polivalente. Estoy segura de que las veces que hemos tenido que argumentar que las mujeres deben acceder al mismo, más los perjuicios que se nos han presentado como obstáculos a semejante aspiración, han modelado mi experiencia con respecto a este tema.

Concibo el poder como una doble posición. La primera, tomar decisiones, o bien, participar en condiciones simétricas con quienes las toman; la segunda posición, valorar el grado de poder con el grado de capacidad de influencia que se ejerce en las organizaciones en las que se trabaja (en cuanto propiciar cambios de reglas, lenguajes y fines), sin olvidarnos del poder de influencia fuera de ellas. Habitualmente, las instituciones que concentraban la igualdad en sus fines, me refiero a los organismos de igualdad y los institutos de la Mujer ajustaban su participación en la toma de decisiones a los informes posteriores que se hacían de las mismas. De esta forma, las leyes debían contener su informe preceptivo. En esta materia los organismos de igualdad actuaban como inteligentes correctores de esa denominación «neutra» de la que suelen gozar todas las normas que se piensan en masculino. La ley de impacto de género, que entró en vigor en el año 2003, pretendía corregir esta tendencia, para ello advierte sobre la necesidad de analizar mediante un informe, que junto al económico y justificativo, servirían para convalidar las leyes: qué efectos conlleva la norma a aprobar, desde el punto de vista del género. En otras palabras, saber si se ha legislado, o no, para el conjunto de la población: mujeres y hombres, o bien se ha desestimado cualquier reflexión respecto al primer subconjunto.

De este esquema es preciso extraer dos conclusiones. Una que se requiere un cargo político, cuyas competencias sean la igualdad de oportunidades para mujeres y hombres, con la finalidad de garantizar que se participa en el «diseño» de normas a elaborar colegiadamente con otros cargos. De esta manera se consigue dar un paso muy significativo. Donde antes se «informaba» (los organismos de igualdad emiten informes) ahora se «decide».Y en todo caso, se decide y después se informa. No es preciso detenerse en las diferencias. La segunda conclusión que se puede extraer radica en analizar los efectos de una decisión, me refiero a la Ley de impacto de género, en el sentido de elaborar normas a las cuales no se las provee de un contenido formativo, de ahí que la responsabilidad de su correcta aplicación debe imputar- se a partes iguales: las personas responsables de hacer un material y difundirlo y aquellas que deben formarse y aplicarlo. Ahora hemos solventado ese problema, disponemos de una guía de impacto de género y estamos en la fase formativa. Pero también pudiéramos hacernos preguntas. ¿cómo es posible que el concepto de género sea tan conocido entre nosotras y tan ajeno en espacios de toma de decisión? O bien nos hemos encontrado ante otro obstáculo (¿hemos sabido transferir el saber?, o bien, ¿nos hemos centrado más en difundir los contenidos de igualdad, más partidarias de profundizar en sus contenidos, en su etimología, o en sus diferentes dimensiones? La contestación nos llevaría a más debates que debemos afrontar con premura.

La participación en el poder está ligada al concepto de democracia, la democracia nos exige un primer compromiso: asumir como parte central de la misma la igualdad de trato y consideración entre todos los individuos, especialmente en cuanto a normas de convivencia en la esfera pública o política. Resulta evidente que con la Ley orgánica contra la violencia de género pretendemos que la democracia se «extienda» también al ámbito de la privacidad, para que el respeto, derivado de la misma igualdad de trato y consideración, no quede mermado en casos de conflicto.

Sin embargo, aunque la igualdad sea un principio básico de funcionamiento democrático, debemos asegurar ciertos consensos en cuanto a qué quieren decir las palabras que utilizamos. Porque cabe pensar que cuando nos referimos a las mujeres existen demasiados malentendidos, desde suposiciones –en el lenguaje común– que se refieren a que la perspectiva de género está de moda, hasta situaciones más importantes, como las relativas a no asimilar igualdad al principio de no discriminación, porque no son la misma cosa. La primera significa «impulsar» y la segunda significa «corregir». Por lo tanto, cuando hablamos de igualdad no es un trato de favor para que las mujeres se sienten a nuestra mesa, sino entender que la igualdad sólo se verifica si las mujeres comparten espacios –en igualdad de condiciones– con la otra mitad de la población, la masculina.

Para trascender el concepto de igualdad como principio, para alcanzar el concepto de igualdad como resultado, es exigible cambiar nuestras estrategias. La palabra estrategia alude a una planificación y dirección, no es una táctica, no se deriva del «cómo», sino que se inscribe en la meta. Qué quiero lograr, en primer lugar, y a continuación, qué pactos, o pactos sobre los desacuerdos, que también serían muy útiles, son precisos explicitar para que el poder pase del plano del discurso al plano de la acción política.

Creo que la agenda política, en la medida que impulsa y diseña políticas públicas, es uno de los centros clave para promover derechos y, por estas razones, para hacerlos efectivos. Pero también soy consciente que la igualdad adolece de atribuciones que más que consolidarla, la debilitan. Me he permitido este reconocimiento porque los textos constitucionales son los más indicados para «impulsar» derechos. Después de este reconocimiento, quiero detenerme a comentar algunos conceptos para saber de qué forma podría aplicarse el principio de igualdad de trato y consideración.

LA IGUALDAD NO EQUIVALE A HABLAR DE SEMEJANZA

Desde la primera declaración de los derechos humanos en 1798 hasta los denominados derechos de tercera generación, la igualdad de trato y consideración constituye un eje en torno al cual se articulan el resto de los derechos. Es importante resaltar que la igualdad es un derecho procedente de la Ilustración, lo que la convierte en un derecho inherente a la condición de ciudadano. Es decir, disfrutar de los mismos derechos y obligaciones (soy consciente que cuando la Francia del siglo XVIII instituyó el concepto ciudadano, no se incluían a las mujeres, los niños y los locos). Pero por las omisiones un concepto como el de ciudadanía no puede perder entidad. La ciudadanía representa mucho más que un título, es un ejercicio que se activa en la arena pública. Nos reconocemos ciudadanas y ciudadanos –fundamentalmente– en el ámbito público en la medida en que sabemos que formamos parte de una comunidad de derechos y, también porque nos encontramos identificadas con aquellos que representan la voluntad general. Esa es la virtud de la democracia representativa: la capacidad de elegir y, sobre todo, de ser elegibles. La Ley para la igualdad efectiva entre mujeres y hombres, ha tenido un efecto magnífico, aunque se centraba en poblaciones de más de 5.000 habitantes, en muchas con censos menores, han seguido la pauta grupos pequeños de partidos, cuya exclusión de las mujeres siempre se hacía en términos de «no encontrar» aquellas que pudieran participar en la defensa de un proyecto político. Por supuesto, queda fuera de tal razonamiento el tiempo que exige la política, que no es otro que el tiempo disponible de aquellos que también tienen compañeras y esposas que se ocupan del mantenimiento del líder político –aún no entiendo por qué seguimos diciendo que las mujeres se hacen cargo «sólo» de las personas dependientes–, mediante la sustitución del mismo en toda tarea doméstica que debería asumir.

Precisamente la igualdad significa una homologación de derechos y deberes, y no una semejanza como se ha querido hacer ver, que parece impedir una valoración exacta de las diferencias. Cuando se trata de todo lo contrario, la percepción de las diferencias sólo es posible si mantenemos el principio de igualdad de trato con aquel individuo que nos es afín.

Sin embargo, no debe concebirse la igualdad entre hombres y mujeres como un derecho humano ligado a minorías, dado que la mayoría de la población no se adscribe a un grupo determinado, como tampoco lo hace la mayoría masculina, salvo que posea un rasgo que le incluya en un grupo concreto (creencias, orientación sexual, etc.). Los derechos de ciudadanía se inscriben como cimiento de la democracia, pero los derechos no obran igual para las mujeres, puesto que éstas –a pesar de la prueba estadística: representan la mayoría de la población– son tratadas como si fueran un colectivo, por lo tanto se interpreta su presencia como si estuviera ligada a la protección de las minorías.

Por ello, resulta tan peligroso (soy consciente de la connotación) de definir a las mujeres a partir de sus esencias, resaltando sus características singulares que las convierten en únicas. Porque negociar en ámbitos mixtos posiciones de poder, utilizando argumentos que permitan entender que es preciso hacer efectiva la democracia mediante la presencia equilibrada entre hombres y mujeres, evitando que el ejército de detractores nos coloque en la posición de colectivo –que como todos los colectivos tienen rasgos que les adscriben al grupo del que emana su identidad– y por lo tanto nos ofrezca la venia, la comprensión o la tolerancia, sólo se puede hacer desde el feminismo de la igualdad. El feminismo de la diferencia, bajo mi punto de vista, es un asunto de conciencia, pertenece al ámbito de la privacidad femenina –en el caso en que se quiera adoptar-pero resulta tan habitual en el lenguaje de quienes nos cierran el paso («las mujeres son distintas», «siempre es más importante la familia que el trabajo para ellas») que pueden justificar la exclusión de las mujeres en términos de profundo entendimiento de las diferencias que nos definen como tales. Curiosamente el cuidado es todo nuestro, el acceso al poder se blinda mediante las dudas sobre el mérito y capacidad de todas.

Y esto es fácil de observar en la vida cotidiana. Les voy a poner un ejemplo para que identifiquen claramente las diferencias; esto nos sirve para poder hablar de democracia paritaria con propiedad en el sentido que estamos desarrollando aquí: el principio de igualdad de trato y consideración. Escogeré el ámbito del empleo, porque es fácil identificar, mediante ejemplos, porque nos resulta útil el concepto de género. Recurro sólo a tres casos:

El acceso y la promoción en el mercado de trabajo está supeditado a las responsabilidades familiares. De hecho, sigue siendo habitual introducir preguntas en las entrevistas de selección sobre esta materia, cuando dichas responsabilidades familiares deben ser compartidas. Otro ejemplo radica en el ejercicio de rol de madre, pues en el caso de que tenga un empleo será ella quien busque «su» sustitución en el mercado o en la nueva red de los abuelos. Por parte de los varones, el mercado de trabajo demanda mayor disponibilidad, lo que les resta tiempo para la atención del ámbito doméstico; sin embargo, no podemos obviar que el rol de la paternidad está asociado a ser el principal preceptor de renta en el hogar (el cabeza de familia). Por lo tanto, socialmente se espera que los hombres (como característica de género) tengan un importante papel en el ámbito laboral. De ahí el permiso de paternidad de la Ley de igualdad.

El que hombres y mujeres gestionen de manera diferente su presencia en el mercado de trabajo, así como su tiempo respecto a la vida personal y familiar, también debe explicarse porque aún no están plenamente reconocidos derechos individuales relacionados con la paternidad y las dificultades sociales para el disfrute pleno de los mismos sin coste individual para los hombres.

LA DEMOCRACIA REPRESENTATIVA: EXIGENCIAS DE EXTENSIÓN DE DERECHOS

Hemos visto los orígenes de la democracia, me he referido a lo que comporta su ejercicio. Del mismo modo les he planteado las diferencias entre sexo y género, advirtiendo que cualquier asimilación de las mujeres a «colectivo» es un agravio de primer orden, puesto que no cuenta la misma formulación para los varones (han de tener una característica que les adscriba a los mismos).

Las mujeres socialistas fueron las primeras, y el reconocimiento ha de hacerse en esos términos, en evidenciar la contradicción que subyace al aplicar la idea de las minorías a las mujeres, pero con una dosis de realismo –que dada la complejidad de las organizaciones, no es posible eludir– comenzando por lo posible, sabiendo que iba a ser difícil tarea su consecución, y vindicaron acciones positivas mediante un sistema de cuotas que permitiera fijar, sin dejar a la sensibilidad de aquellos que diseñan las listas, un número de mujeres concreto. De esta manera, la cuota significaba la obligación de corregir discriminaciones, puesto que las mujeres no estaban representadas y habían perdido su capacidad de ser «elegibles» (no así de ser electoralmente hábiles para elegir las candidaturas que mejor recogieran sus intereses, como parte de la voluntad general). Por lo tanto, si la cuota equivalía a corregir un tipo de discriminación, ahora debemos dar un paso adelante, para trascender el concepto de cuota y asumir el concepto de representación. Los poderes democráticos se legitiman como poder constituyente, el que toma las decisiones públicas, garantizando la representatividad del poder constituido. De lo contrario, estaríamos ante una falta de procedimiento grave, puesto que no se trata de minorías, sino de mayorías. Creo que debemos hacer un gran esfuerzo por subrayar este hecho.

Una aspiración de que las estructuras democráticas no queden solamente en una representación, sino que queden también en lo que implica hacer de mi proyecto personal y de mi contribución al bien público y a mi presencia dentro de actividades, que tenga a bien en ese momento acometer una distribución de oportunidades donde dejemos de hablar de temas de mujeres y hablemos de democracia activa y de ciudadanía efectiva, para que verdaderamente se cumplan las observaciones que decía Butros Gali, secretario general de la ONU, cuando planteaba que «el futuro de la humanidad lo llevan ahora las mujeres». Después, Kofi Annan repite lo mismo añadiendo democracia a un horizonte de futuro, pero los indicadores de mortalidad, de esperanza de vida, de recursos, económicos o vitales, colocan a las mujeres como las más empobrecidas.

Por lo tanto, todas las personas tenemos la espléndida oportunidad de revitalizar el concepto de ciudadanía, y no tratar a las mujeres como un colectivo que necesita especiales ayudas; hay un capital detrás, un capital de ideas, de iniciativas y de esfuerzos que de desaprovecharse, vulneraría el principio de democracia.Y, digo más, no sólo verificada a través de los cumplimientos de los derechos humanos, que son consustanciales a nuestra condición, sino a través de la presencia equilibrada de mujeres y hombres en todos los ámbitos, porque de lo contrario, se estarían conculcando derechos constitucionales. Seamos exigentes, muy exigentes para que nada siga igual. Como mujeres feministas tenemos una tarea delicada, la intransigencia y la asunción del poder allí donde se presente la oportunidad, porque sólo así se notará la influencia que produce cambios, sean estos débiles o fuertes. Ante tanto negocio sobre género y mujer, creo que no debemos resguardarnos de los sinsabores que también conlleva el poder, porque lo que ofrece a cambio es infinitamente mejor: nuestra legitimación en la esfera pública.

Fte: Actas 5º Congreso Estatal de Isonomía: Ver Actas

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