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Más allá del aborto en México: cárcel, exilio y amenazas de muerte

Domingo 5 de octubre de 2014

El aborto en México (con la honrosa excepción del Distrito Federal) es un agujero negro. Por este motivo han sido encarceladas al menos 157 mujeres en los últimos años. La mayoría sigue en prisión. Este año, la Corte Suprema se pronunció por primera vez sobre uno de los casos y ordenó la liberación inmediata de Adriana Manzanares, una indígena del estado de Guerrero que llevaba más de 7 años presa. Antes de llegar a la cárcel, Adriana fue golpeada por su familia y lapidada por su pueblo. Al salir, vive como una exiliada por miedo a regresar a su comunidad. Su mayor apoyo es una defensora de derechos de la mujer amenazada de muerte por su trabajo.

29.09.2014 · María Verza · (México) Peridismo Humano

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Foto: Las Libres

“No quiero recordar más todo eso. Fue un infierno. No sé cómo pude vivir así”. Adriana mira al infinito y luego fija los ojos en sus hijos que juegan en la calle frente a ella a cientos de kilómetros de donde nacieron, la comunidad indígena de Camalote, en las montañas de Guerrero (centro oeste del país), un lugar donde la violencia intrafamiliar y contra las mujeres es la norma.

Su hija mayor, Aracelia, tiene 12 años. “Es muy callada, apenas sale de casa”. Adriana teme que también haya vivido la violencia en sus carnes durante los 7 años 9 meses y 3 días que quedó al cuidado de sus abuelos, el tiempo que ella pasó en la cárcel por un aborto eufemísticamente llamado “homicidio en grado de parentesco” y que, en realidad, fue un parto prematuro en el que el feto nació muerto.

Marco Antonio, su otro hijo, de 10 años, es un torbellino. Ya aguanta los zapatos aunque solo hace dos meses que los usa. No sabe leer ni escribir y en varias ocasiones se escapó de casa de sus abuelos y se fue a la ciudad cercana. “Quería buscarme, me dice. Nunca ponía atención en la escuela porque se la pasaba pensando en mí, es lo que repite”.

“No les conozco, no sé cómo hacer con ellos”, confesaba semanas después de que la Suprema Corte de Justicia de México ordenara su inmediata liberación porque su juicio no fue justo y se violaron sus derechos más básicos, una constante en muchas mujeres acusadas de delitos relacionados con abortos y que son pobres e indígenas, explica la directora de Las Libres, Verónica Cruz, una de sus abogadas.

Es la primera vez que el máximo tribunal se pronuncia sobre un tema como este y para Cruz, es todo un logro aunque tras la libertad la vida no es fácil.

“Tengo que empezar de cero”, añade Adriana que sueña con poner un pequeño comedor para ganarse la vida. El gobierno de Guerrero, a modo de compensación, le ha dado una casa, lejos de su pueblo, y le ha prometido ayudas para la escuela de los niños y para iniciar el negocio pero, aún así, ella denuncia que en ese estado “no hay justicia”. Sus únicos incondicionales, son las organizaciones sociales.

Muchas incertidumbres rondan su cabeza pero una cosa que tiene clara: no quiere ni puede volver a pisar Camalote, un lugar hundido en la “ignorancia” donde “la gente piensa que no tiene derechos, pero sí los tenemos”, dice. Estuvo allí justo después de lograr su libertad el 22 de enero, pero solo unas horas, para recoger a sus hijos que, sorprendentemente, aunque la dejaron de ver con 5 y 3 años, se fueron con ella sin pensárselo dos veces.

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Foto: Las Libres-1

Su comunidad natal, le trae demasiados recuerdos. Ahí comenzó su infierno en 2006, cuando su familia se enteró de que estaba embarazada de su tercer hijo, fuera del matrimonio. Su marido, del que no sabía nada desde que emigró a EEUU, regresó y durante un mes la sometió a palizas constantes antes de ‘devolverla’ a su padre, que hizo lo mismo. De nada valió su denuncia. “Nadie me hizo caso”, lamenta. Sus abogados creen que esos meses de golpes posiblemente provocaron el parto prematuro. El feto nació muerto y a Adriana le entró el pánico. Conocía las tradiciones de los suyos.

Su propio padre la acusó de adulterio y homicidio ante las autoridades comunales que la enjuiciaron. La condena fue lapidarla, escupirla y entregarla a la justicia ordinaria. Adriana no quiere recordar los detalles. Duele demasiado. “Y luego llegó la violencia institucional, también brutal, porque la justicia nacional hizo caso a la comunitaria sin ningún tipo de investigación y violando sus derechos más básicos”, explica Verónica Cruz.

Adriana entonces solo hablaba tlapaneco. “El español lo aprendí en la cárcel, donde terminé secundaria”, cuenta. Nadie se preocupó de facilitarle un traductor para explicarle de qué se la acusaba. Sus abogados defensores de oficio no la defendían. La prueba de cargo fue un análisis realizado al feto para saber si respiró antes de morir que no es científico ni concluyente. “Hasta la Suprema Corte lo consideró primitivo”, dice Cruz. Pero la condena fue contundente: 27 años de prisión, luego reducidos a 22 años, de los que cumplió más de siete. “Se las juzga basándose en prejuicios morales de género y no en pruebas científicas y se ensañan con ellas por ser mujeres, indígenas y pobres”, asegura la directora de Las Libres, que ya ha conseguido sacar a varias.

PROTEGIDA POR UNA AMENAZADA

A kilómetros de su tierra, nada más salir de la cárcel Adriana compartió ‘exilio’ con una de las culpables de su puesta en libertad, Silvia Castillo, directora del Instituto Guerrerense de Derechos Humanos y vínculo entre Adriana y Las Libres. Al margen de sus hijos y de un tercer pequeño que tuvo en la cárcel y ahora vive con sus abuelos paternos, Silvia es su única familia. “En todo ese tiempo mi madre solo vino a verme 3 veces al reclusorio porque no tenía dinero ni hablaba español. Ya me acostumbré a estar fuera de ella”, dice con su peculiar castellano. “Mi papá fue una vez y le dije que no quería volver a verle nunca más”.

En el pequeño departamento que Adriana y Silvia compartieron durante meses, la paradoja no podía ser mayor. La protectora de la indígena era una mujer que también huye. Esta vez no de las tradiciones de un pueblo sino de las amenazas de muerte suscitadas por su trabajo como defensora de mujeres. “Quieren desarticularnos porque no nos callamos, porque denunciamos impunidad donde la hay y hay mucha”, explica Castillo.

Juntas hacen planes y hablan de sus hijos. La primera preocupada porque el niño pega a su hermana, repitiendo el rol del hombre que ha visto en su familia. La segunda sin saber cómo lidiar con los comentarios de la maestra de su hija de 13 años que uno de los primeros días la llamó para avisarla de que “la niña aterraba a sus compañeros con sus historias ‘inventadas’”. “Cuando la pregunté qué les contaba me dijo que los casos de violencia que habíamos tratado en el centro de derechos humanos y que ella escuchaba porque siempre estaba conmigo”.

Silvia conoció a Adriana en 2009. La activista llevaba años denunciando feminicidios y violencia de género y defendiendo el aborto, máxime en casos de violación. “Guerrero permite el aborto en esa circunstancia pero aunque lo dice la ley, en la práctica se niega ese derecho”. “Nosotras vimos que 5.000 mujeres al año llegaban a urgencias por abortos que se habían complicado y que se presentaban unas 2.700 demandas de violaciones al año”. Hay muchas más pero la mayoría no se denuncian. Según Castillo, en ningún caso se facilitó el acceso a una interrupción del embarazo y las denuncias se quedaban generalmente en papel mojado. “Ese es uno de los motivos por el que llevamos años enfrentándonos con las autoridades”.

Cuando Silvia llegó a la prisión de Chilpancingo, rastreaba a mujeres que hubieran sido encarceladas por aborto. Encontró a Adriana y logró convencerla para que Las Libres y el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) llevaran su defensa si no quería pudrirse entre rejas porque sus abogados no hacían nada. “Pero en 2012 todo se complicó”.

Silvia tuvo que esconderse por amenazas de muerte, no vinculadas al caso de Adriana en concreto sino a todo su trabajo como defensora de derechos humanos. “Mi casa llevaba varios días vigilada cuando recibí mensajes en el celular que me avisaban que matarían a mi hija y me entró el pánico. En Guerrero no se andan con tonterías”. Los datos lo confirman. Meses antes habían matado a Fabiola Osorio, compañera de batallas, y según un informe de 2013 entre diciembre de 2010 y diciembre de 2011, 11 defensoras de derechos humanos fueron asesinadas la mayoría de ellas de Chihuahua y Guerrero.

La situación para Adriana también se complicaba por esas fechas porque, según cuenta Silvia, el reclusorio se llenó de presas vinculadas al crimen organizado y tomaron el control de la cárcel. “Había que pagar hasta por el agua”, apunta la indígena.

Finalmente, el pronunciamiento de la Corte Suprema llegó en enero, una sentencia que Las Libres confían que siente un procedente para el futuro. Como ya contamos en Periodismo Humano, este colectivo logró en 2010 la liberación de las primeras nueve mujeres en Guanajuato (condenadas a más de 30 años por abortos espontáneos, en algunos casos, fruto de violaciones). Luego han sacado de prisión a otras seis. Pero quedan muchas más.

“Según datos oficiales, que nos han proporcionado las procuradurías de cada Estado, del 2007 al 2012 se ha encarcelado a 157 mujeres por delitos relacionados con aborto en todo el país”, asegura Verónica Cruz. La gran mayoría siguen en prisión y los estados con mayor incidencia son Baja California, Yucatán y Michoacán. “Entre todos esos caso seguro que hay muchas injusticias como las que ya hemos visto, porque se ataca a las mujeres que están en una situación de mayor marginalidad e indefensión”.

Ahora, sin embargo, es tiempo de celebraciones. Adriana viajaba por primera vez a Guanajuato para la presentación del documental “Las Libres: la historia después de…” de Gustavo Montaña que cuenta cómo mujeres como ella, maltratadas por la justicia mexicana, intentan rehacer sus vidas. “No me gustó verme ahí, en la pantalla, porque quiero olvidarlo todo pero si ayuda a que no vuelva a pasar… está bien”.

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