Xarxa Feminista PV

Los CIE son nuestros guantánamos

Sábado 12 de noviembre de 2016

“Mi hermana me trajo de Bolivia a los 13 años para protegerme de mi padrastro: Intentó violarme”. Éste es sólo el principio de una de las miles de historias que nunca llegaremos a conocer por la prohibición de los Centros de Internamientos de Extranjeros a la entrada de periodistas. Los CIE son nuestros ‘guantánamos’.

Patricia Simón Pikara 08-11-2016

No debía ser yo quien levantara el teléfono en aquella sala que, hasta aquel día, sólo había visto en las películas. No debía ser yo quien se sentara en aquella especie de locutorio dividido por mamparas de cristal. No debía ser yo quien se tragara la rabia por tener que ver cómo el policía inspeccionaba la bolsa en la que sólo había un desodorante, compresas, una muda limpia y una tarjeta para la cabina telefónica. Y, desde luego, no debía haber sido yo la que no pudo contener las lágrimas por la rabia y la vergüenza de ver cómo se humillaba así a personas que no habían cometido ningún delito más que el de ser extranjeras procedentes de países empobrecidos.

Me resultaba impúdico mirar a los lados y ver a seres humanos nerviosos ante el inminente encuentro con sus familiares y seres queridos. Separados por un cristal, asidos ansiosamente al teléfono como si fuera el brazo, las manos, la cara de la persona presa. En cada puesto –de no más de un metro cuadrado–, un proyecto de vida truncado y expuesto al resto de los sufrientes sin la más mínima intimidad.

Yo no debía estar allí, sino la hermana de la víctima de trata que el Estado español había encarcelado por “estar en situación administrativa irregular”. Pero ella ni siquiera podía visitar a su hermana: tampoco tenía permiso de residencia, pese a llevar seis años en España trabajando en tareas domésticas y cuidando a personas mayores, a niños y niñas. La mayor parte del tiempo sin contrato de trabajo, sin derechos laborales, sin horizonte de adquirirlos algún día.

Conocí su historia por casualidad. Fue en 2012, cuando llamé al único teléfono por el que se podían comunicar las personas presas del Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de Aluche. Intentaba reconstruir la deportación de 54 mujeres y hombres de la República Democrática del Congo (RDC) deportados a su país tras ser detenidos en Melilla. Pasaron años allí esperando poder cruzar a la península. Pero esta ciudad también es un limbo jurídico en el que las personas solicitantes de asilo son retenidas, pese a que tienen derecho a transitar por todo el territorio nacional. Desesperadas, decidieron acampar frente a la Delegación del Gobierno. Fue entonces cuando les pidieron que se personaran en la comisaría con la promesa de que serían trasladadas a Madrid para ser puestas, por fin, en libertad. Las encerraron en el CIE de Aluche para deportarlas a la RDC. Allí les esperaba una de las prisiones más infrahumanas del continente africano. Su Gobierno considera traidores de la patria a quienes emigran.

Melilla es un limbo jurídico en el que las personas solicitantes de asilo son retenidas, pese a que tienen derecho a transitar por todo el territorio nacional

Tras decenas de intentos en los que siempre comunicaba, tuve la suerte de que mi llamada entrara en esos segundos entre los que alguien cuelga y otro entabla comunicación con el mundo exterior. Después de varias conversaciones, me pasaron con Lena, a quien varios de los interlocutores señalaban como principal testigo de lo ocurrido.

Lena me contó que los policías repartieron bocadillos a los congoleños cuando se preparaban para su supuesta puesta en libertad. El resto de las personas internas supieron que iban a ser deportados:“Cuando te van a dejar en libertad, no te dan nada. Fue terrible porque ellos estaban seguros de que iban a salir a la calle”. Tras darme algunos detalles más sobre este caso, le pregunté cómo había ido a parar allí. “Mi hermana me trajo de Bolivia a los 13 años para protegerme de mi padrastro: Intentó violarme”. Era sólo el principio de una de las miles de historias que nunca llegaremos a conocer por la prohibición de los CIE a la entrada de periodistas.

Llamé a su hermana. Trabajaba como interna cuidando a un anciano en un pequeño pueblo de Soria. Quedamos en vernos dos días después a la entrada de la cárcel de inmigrantes para que yo pudiera entregarle algunos enseres a Lena. Hacer el viaje hasta Madrid le supuso a Amara arriesgarse a ser detenida y deportada, a pesar de que tiene una hija de seis años de nacionalidad española. Cogimos turno en la cola que organizan las propias visitas y esperamos bajo el sol. Una vez dentro, entregué mi DNI a un policía: “Tiene 15 minutos. Si se retrasan, restan tiempo a los siguientes en la cola”. Amara quedó fuera.

Pasamos una decena de personas, con distintos acentos y la misma angustia. Antes de que podamos ver a las personas presas, el policía nos recuerda que no podremos tocarles más allá del saludo inicial autorizado. Lena y yo nos besamos a la vez que nos pusimos cara. Ella sabía que podía ser deportada ese mismo día y tenía claro que su única oportunidad de ganar tiempo era resistirse. Si el Ministerio del Interior no había previsto refuerzos para que la acompañaran en el vuelo hasta el aeropuerto de La Paz, sería devuelta al centro hasta nuevo intento. Así fue.

A la salida, Amara me dio la dirección de la abogada que buscó por internet para defender a Lena. “Experta en extranjería”, rezaba el anuncio. Le había cobrado por adelantado 1.300 euros y le había prometido que todo se resolvería en breve. Fui hasta su despacho en el centro de Madrid, un destartalado piso donde un hombre ocupaba una estancia con olor a polvo y alcohol. La botella de whisky descansaba sobre la mesa. Desconcertado ante mi presencia, llamó a su socia, que llegó una hora más tarde. Aturdida porque alguien español se interesase por el caso, me aseguró que todo iba sobre ruedas. Mientras yo le evidenciaba que no, que en cualquier momento podía ser deportada, varias personas inmigrantes llegaron al bufete.

Gracias a la intervención del abogado experto en asilo Arsenio García Cores y de Mercedes Hernández, de la Asociación de Mujeres de Guatemala, se pudo desentrañar el caso de Lena. La joven, tras llegar a España y traumatizada por lo vivido con su padrastro, entró en una espiral de absentismo escolar y desencuentros con su hermana que desembocaron en su ingreso en un centro de menores bajo la tutela de la Comunidad de Madrid. Durante su adolescencia, fue víctima de una relación con un hombre mayor que la maltrató física y psicológicamente de manera sistemática. Terminó siendo víctima de trata con fines de explotación sexual en un chalet en los alrededores de Madrid. Todo ello, estando aún bajo la tutela de la Comunidad de Madrid, negligente no sólo en su protección sino también por no haber regularizado su documentación durante esos años.

Lena denunció agresiones policiales cuando se resistió a subirse al avión para ser deportada. Unos hechos recurrentes, según han documentado gráfica y testimonialmente varias entidades. Sus abogados, además, identificaron todo tipo de obstáculos e irregularidades por parte de la dirección para evitar que pudieran asumir su defensa y que solicitara asilo por violencia de género y de trata con fines de explotación sexual.

Lena es sólo una de las decenas de miles de personas -6.390 sólo en 2015- que el Estado español ha confinado en condiciones peores que si estuvieran en una prisión, como han revelado varias sentencias y entidades como Women´s Link Worldwide. Esta última oenegé publicó en 2012 un informe en el que documentaba cómo las mujeres sufrían peores condiciones aún que los hombres reclusos: falta de atención médica, de información sobre sus derechos, peores y más restringidos horarios de salida al patio, además del frío, hambre y falta de intimidad que son la tónica habitual en los siete Centros de Internamiento de Extranjeros existentes en el Estado español. Además, denunciaba que las mujeres víctimas de trata no recibían la protección psicológica y jurídica a la que tienen derecho por ley.

La historia de Lena recoge algunas de las muchas razones que tienen las personas encarceladas en CIE para pedir libertad desde una azotea o para iniciar una huelga de hambre. Lena es sólo una más de las miles de víctimas de unas políticas de extranjería que criminalizan, persiguen, hostigan y maltratan a las personas procedentes de países empobrecidos. No obstante, como reconoce la Convención de las Naciones Unidas de las personas migrantes– tienen derecho a venir, vivir, trabajar y relacionarse en unas condiciones seguras, dignas y justas.

Lena es sólo una más de las miles de víctimas de unas políticas de extranjería que criminalizan, persiguen, hostigan y maltratan a las personas procedentes de países empobrecidos

Los CIE son la punta del iceberg de unas políticas migratorias que se han materializado en las más de 20.000 muertes por ahogamiento provocadas durante los últimos 20 años por el cierre de fronteras en el Mediterráneo, pero también en el acoso psicológico de las redadas racistas –las Naciones Unidas las considera ilegales porque se basan en el aspecto físico- y que determinan las vidas cotidianas de las personas en situación irregular; en la denegación del derecho a la salud dictada por la reforma del sistema sanitario español; en las deportaciones, logradas mediante la violencia como forma de reducción; y en los acuerdos con terceros países que incumplen sistemáticamente los derechos fundamentales para que impidan por todos los medios que lleguen a nuestro territorio.

El rechazo desmedido que ha provocado la protesta pacífica en el CIE no es porque hayan ‘quebrantado el orden’, sino porque ha hecho visible la indignidad y la violencia que sufren quienes proceden de países empobrecidos. Los CIE son nuestros ‘guantánamos’. Con la diferencia de que la guerra que libramos no es a miles de kilómetros. La nuestra se libra en las fronteras externas y en las calles y estaciones de transporte en las que se practican redadas. Y sus víctimas son esas personas que cuidan de nuestras abuelas y abuelos, de nuestros hijos e hijas, que nos sirven el café por la mañana, que cultivan los alimentos que degustamos en nuestra mesa, que nos dan los buenos días en el portal. Las víctimas de esta guerra son nuestras vecinas, nuestros vecinos.

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