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La socialización de la reproducción. Lidia Falcón

Martes 4 de noviembre de 2014

1-11 2014 Público

Mónica Oriol, presidenta del Círculo de Empresarios, en su intervención ante la XXV Asamblea Plenaria del Consejo Empresarial de América Latina (CEAL) celebrada en Madrid, afirmó que prefiere contratar a mujeres que no puedan quedarse embarazadas. Y lo dice una mujer que es madre de ni más ni menos que de seis hijos. Oriol aseguró que “si una mujer se queda embarazada y no se la puede echar durante los once años siguientes a tener a su hijo, ¿a quién contratará el empresario? Prefiero a una mujer después de los 45 años o antes de los 25, porque por el medio, ¿qué hacemos con el problema?”. Y continuando con su exposición ofreció un curioso consejo a las mujeres que pretenden alcanzar puestos directivos en las empresas: “El sacrificio para llegar a un puesto directivo tiene un precio y es: o te casas con un funcionario o tienes un marido al que le encantan los niños”.

Independientemente de la desvergüenza que significa que una señora que ha tenido seis hijos exprese sin rubor su negativa a emplear a mujeres en edad fértil y de la anécdota en sí de que sea una mujer dirigente empresarial la que exprese sinceramente el criterio que tienen la mayoría —sino la totalidad— de los empresarios, el tema de qué hacen con los hijos las mujeres que pretenden insertarse en el mundo laboral asalariado es uno de los más importantes que debería debatirse —y resolverse— a la mayor brevedad posible.

La maternidad no es un asunto de menor importancia, cosa de mujeres que solo afecta a ese “colectivo especial” femenino que, a pesar de su poca importancia detenta en exclusiva la reproducción de todos los seres humanos. Hasta hace pocos años, en muchos países todavía hoy, la repoblación del país, la fabricación de fuerza de trabajo, de campesinos y obreros, de soldados, de ejecutivos y de nuevas madres, se realizaba mediante la coacción. Se casaba a las mujeres, de grado o por fuerza, y se las embarazaba sucesiva y sistemáticamente hasta que su matriz y sus fuerzas no aguantaban más. A principios del siglo XX la expectativa de vida de las mujeres no alcanzaba los 40 años y la mayoría no veía a todos sus hijos adultos. Como decía Stuart Mill, “diríase que el matrimonio y la maternidad son asuntos que repugnan especialmente a las mujeres y en consecuencia es preciso obligarlas”.

Esta afirmación no es sólo una ironía del filósofo que no andaba descaminado, puesto que en cuanto las luchas feministas lograron el derecho a controlar la natalidad y se aprobaron los métodos anticonceptivos y el aborto, la natalidad en España descendió bruscamente. En 1975 las españolas tenían la tasa de fertilidad de las venezolanas, con 5 hijos por mujer adulta. En 2014 estamos en 1,4, gracias a las emigrantes que aportan esas 3 décimas desde el 1,1 en que la han situado las españolas, con lo que no se consigue el reemplazo de la generación anterior, para el que hace falta una tasa de 2,2.

Y ello es así porque las mujeres hace mucho tiempo que decidieron que servían para más tareas que exclusivamente las de parir y criar a la prole y cuidar de la familia. La inserción de la mujer en el mercado de trabajo industrial y de servicios se logra masivamente al comenzar la Guerra del 14, porque en la agricultura y en la artesanía ha trabajado desde el Neolítico. En los países cuyo desarrollo industrial comienza un siglo antes como Inglaterra y Cataluña, mediante el impulso de la industria textil, las mujeres son la fuerza de trabajo fundamental en esa rama de la producción. Pero eso se hace a costa de la masacre de las mujeres y de los niños –que también son incorporados a la producción industrial, como lo estaban en la agricultura. Las madres trabajan hasta el último minuto antes de dar a luz, lo que muchas veces sucede en la propia fábrica, a los bebés se les lacta a ratos entre los telares o se les confía a alguna vieja que los alimenta con biberones de leche de cabra, y la mortalidad materna e infantil son espeluznantes.

Las luchas obreras y feministas arrancan a la patronal y a los gobiernos que administran el Estado las ventajas ya conocidas: seguridad social, descanso por maternidad, permiso de lactancia, horario reducido, jornada a tiempo parcial, etc. Pero siempre pariendo, claro. Porque todavía no se ha inventado el útero artificial.

Pero es que en nuestro país ni siquiera se ha desarrollado la red de escuelas infantiles desde los 0 años para que las madres que trabajan fuera del hogar puedan disponer de tiempo para hacerlo. Ni las escuelas infantiles, ni los campamentos de verano ni las actividades extraescolares para cubrir los escasos horarios escolares ni las subvenciones económicas para la familia. En consecuencia, las mujeres no disponen de medios para combinar el trabajo asalariado y el trabajo doméstico –del que nadie las ha liberado y así se agotan en extenuantes dobles jornadas-, y al mismo tiempo al capital ya no le sale a cuenta contratar mujeres. Porque a pesar de la escasez de medios con que se las premia, miserias en comparación con el sistema social sueco, por ejemplo, en España a la burguesía todo le parece demasiado. Mientras las trabajadoras constituían un ejército de reserva, convirtiéndose en esquiroles del trabajo masculino, con salarios de miseria, apañándose con las abuelas y amigas para cuidar a los niños, daban rendimiento al patrón. Hoy, entre permisos, bajas laborales, ayudas económicas y escuelas y médicos etc. salen demasiado caras. Mejor que se queden en casa a cuidar a la familia, porque lo hacen gratis y no tienen seguridad social ni vacaciones ni pensión de jubilación.

En definitiva, la señora Oriol no hizo más que resumir este plan de la patronal. Porque ningún empresario es tan ingenuo que crea que después del permiso maternal la mujer ya no tendrá ninguna obligación con el cachorro recién traído al mundo.

Como, naturalmente, los gobiernos conservadores y liberales que hemos tenido –que no presuma tanto el PSOE de socialista- apenas han ampliado la cobertura social de la maternidad, y en la etapa actual mucho menos, cuando la horrible tasa de paro que padecemos lo que exige es que las mujeres regresen al hogar y dejen el puesto de trabajo a los hombres, que siguen siendo los cabezas de familia, la máxima que ha de implantarse es la que difunde la señora Oriol: que no se contraten mujeres en edad fértil porque el empresario estará fastidiado todos los días en que la madre deba llevar al niño al dentista, a la excursión, a la revisión médica o tenga que quedarse en casa a cuidarlo cuando esté enfermo.

A la indignación –más bien superficial- que han provocado las declaraciones de la señora Oriol en los sectores feministas le han seguido muchos aspavientos y algunos gritos, pero pocas propuestas serias y radicales. Porque el feminismo no puede abandonar sus más caras reivindicaciones y ese calificativo tiene dos significados, el de queridas y el de caras económicamente hablando, puesto que las inversiones que debería hacer un Estado para proporcionar a las familias los jardines de infancia, los geriátricos, las escuelas, las lavanderías y sastrerías, los comedores populares, los transportes adecuados y cubrir todas las necesidades de los seres humanos son tan inmensas que ningún gobierno se lo ha planteado nunca. Ese mismo deseo y objetivo es el que movía a Clara Zetkin y a Alejandra Kollöntai, como a Regina de Lamo y a muchas otras feministas, hace más de un siglo, a reclamar la socialización de las tareas de reproducción y cuidado.

Hoy, por el contrario, las reivindicaciones de las asociaciones de mujeres pasan por pedir la corresponsabilidad de los padres en el cuidado de los hijos mediante la concesión de permisos laborales, como si en unos meses se pudiera criar a un niño, y como si las empresas estuviesen por la labor de prescindir de los trabajadores para que realicen una tarea que les corresponde, por naturaleza, a las mujeres.

Mientras no se implante la socialización de la reproducción y del trabajo doméstico, mediante las inversiones estatales imprescindibles para atender el cuidado y la socialización de los hijos e hijas, la situación será la que con todo cinismo describe la señora Oriol: los empresarios no querrán contratar mujeres en edad fértil, el trabajo femenino se degradará y no alcanzará los salarios masculinos ni tendrá incidencia en los puestos de decisión, el paro femenino aumentará, las que luchen por un puesto de trabajo se negarán a tener hijos “dada la natural repugnancia que sienten por tal tarea”, y la población seguirá descendiendo, con las consecuencias de su envejecimiento y la imposibilidad de cubrir las prestaciones por enfermedad y jubilación, ante la escasa cantidad de trabajadores jóvenes.

Toda esta catástrofe nacional se contenía en las frases de Mónica Oriol, pero nadie las analizó detalladamente y mucho menos ningún gobierno piensa en ponerle remedio.

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