Xarxa Feminista PV

La mala hija

Martes 21 de febrero de 2017

Beatriz Villanueva Martín Pikara 06-02-2017

¿Cómo decir en voz alta que tienes una relación de mierda con tu familia? ¿O que no la tienes? ¿Qué pasa si no cuidas de tus padres sexagenarios o si te atreves a decir “no quiero a mis padres porque ellos no me quieren a mí”? A partir del testimonio de una lectora, damos claves para decidir si queremos mejorar la relación con nuestros padres o legitimarnos en la decisión de poner distancia. -

Queridas píkaras, querida coach feminista,

Llevo años sintiendo la necesidad de situar en el centro de las violencias machistas a la familia pero, al partir de mi experiencia vital, todo se embrolla. ¿Podemos acabar con las violencias machistas sin hacer tambalear los cimientos de la familia tal y como la conocemos?

Esto va más allá de un debate sobre qué es la familia o quien puede o debe formarla. Es una reflexión sobre cómo la familia, con sus valores clásicos y su jerarquía, nos prepara para ser las próximas asesinadas. No hace falta tener un padre violento físicamente ni una madre que te “enseñe” a fregar los platos porque eres una chica, basta con que desde pequeñx te repitan constantemente “ten cuidado” sin identificar una amenaza clara ni alternativas de defensa; basta con que se enfaden mucho cuando tu opinión difiera de la suya, que se lo tomen como algo muy personal, un ataque a ellxs mismxs y que activen mecanismos de culpa y chantaje emocional.

¿Cómo decir en voz alta que tienes una relación de mierda con tu familia? ¿O que no la tienes? Eres la hija que no cuida de sus padres sexagenarios y no se entiende porque, salvo casos extremos, nada parece ser lo suficientemente grave para que les “abandones”. Habremos evolucionado y podremos gritar que las familias no vienen dadas sino que se eligen, pero la sociedad sigue mirando con malos ojos a las personas que como yo nos atrevemos a decir “No quiero a mis padres porque ellxs no me quieren a mí”.

Lo cierto es que NO, no me quieren porque hay padres y madres (demasiadxs) que quieren hijxs autómatas y dedican años de su vida a doblegar sus voluntades utilizando la educación como el perfecto camuflaje de esta violencia. Y si a este comportamiento le seguimos llamando amor y lo justificamos con frases del estilo de “te quieren a su manera”, “no se dan cuenta, lo hacen por tu bien” seguiremos lanzando el mensaje de que quien bien te quiere te hará llorar y de que para que alguien te quiera no debes ser tú misma. No sé si me he expresado bien pero lo que digo es que es hora de poner a la familia en la picota.

“Con el viejo principio de recompensa-castigo podremos domesticar niños, pero no educarles”

María Montessori

Querida lectora, agradezco tus aportes, tu sinceridad y apertura. La familia, ¡ah!, la familia… institución compleja donde las haya, de donde pueden nacer los mayores amores, las bases más fuertes de autoestima y autoconcepto y, a la vez, las más grandes desavenencias, incomprensiones y sufrimientos. Te quiero compartir tres ideas que me han surgido al leer tu carta.

En primer lugar, una reflexión: pareciera que las niñas siguen siendo de Venus y los niños de Marte, ¿verdad? Pues sí, desgraciadamente así es. Los estereotipos y roles de género se siguen transmitiendo desde la familia, nuestro primer espacio de socialización.

Ya sabemos de qué va la cosa.

En los niños, se promueve una presencia enfocada al espacio público y a la acción, a la ocultación de sus emociones. Se les invita a sentir como algo legítimo y lógico el que ellos son el centro de sus vidas y pueden tomar sus propias decisiones.

En las niñas, como si del negativo de una fotografía se tratara, los roles transmitidos invitan a lo contrario: a una manera de estar en el mundo más pasiva, más de segundo plano, complaciente y dependiente, necesitada de protección, de aprobación externa, asesoramiento y tutoría.

Nuestra lectora define este aprendizaje de roles sexistas dentro de la familia tradicional como el “prepararnos para ser las próximas asesinadas”. Yo añado que, aún sin llegar a ese extremo, aunque como sabemos se llega a él en muchas e intolerables ocasiones, esa educación en el seno de muchas de las familias también nos prepara el terreno a las mujeres para ser las próximas inseguras, autoexigentes, acomplejadas, dubitativas, maltratadas, deslegitimadas, desvalorizadas y acalladas.

Cierto es que no todas las mujeres y los hombres asumimos dichos roles con la misma intensidad, pero sí todas y todos estamos sumergidos en esos mandatos patriarcales. ¿Podemos acabar con las violencias machistas sin hacer tambalear los cimientos de la familia tal y como la conocemos?, se pregunta nuestra lectora. Uf. Es como preguntarse si un cocido madrileño puede ser vegano y light. A mi entender, no.

La segunda idea que me venía es la siguiente: mis hijas e hijos son míos y hacen lo que yo digo. ¿Qué quiero decir? Pues que, en las dinámicas de algunas familias, siguen vigentes e incuestionables creencias que colocan a las hijas e hijos en posición de “propiedad” de los padres y madres. Como si no tuvieran una personalidad y sueños propios, particulares y legítimos. Como si no tuvieran el derecho a vivir su propia vida.

Y a la tercera idea la he llamado “desamores que matan”. Sí, sé que suena políticamente incorrecto, pero así es la realidad: hay padres y madres que no quieren (o no saben querer bien) a sus hijas e hijos. Porque no tienen los recursos emocionales, económicos o sociales para hacerlo. Porque tienen conflictos emocionales no resueltos que proyectan en ellas y ellos.

Porque sus valores son antagónicos a los de sus vástagos y viceversa. Por haber tomado conciencia de que semejante responsabilidad como es tener hijos, y a largo plazo, no es lo que les habían pintado. Porque no disponen de los recursos materiales, comunicativos o afectivos para facilitar un entorno equilibrado a sus criaturas.

Por mil razones que quizá ni atisbo a imaginar. No necesariamente es algo que hagan de manera premeditada o con maldad. De hecho, en muchas ocasiones la intención es dar a sus hijas e hijos lo que consideran lo mejor. Ahí está la clave de la contradicción: ¿cómo es posible que alguien que supuestamente me ama pueda estar fastidiándome o coartándome la vida? ¿Quiénes son mis padres?

En la educación que recibimos a lo largo de nuestra vida a través de los diferentes agentes de socialización (familia, escuela, medios de comunicación, etc.), por desgracia raramente se nos enseña a comunicarnos de manera abierta y sincera, a expresar nuestro sentir y necesidades y a escuchar activamente a las otras personas.

Esto implica que, incluso en los espacios más íntimos, uno de los cuales es la familia, la mayoría de sus miembros no se conozcan más que de forma superficial.

¿Quién es mi madre? ¿Quién es mi padre? Quiero decir… ¿quiénes son de verdad? ¿Qué sabemos de su vida íntima, de su manera de sentir, de sus miedos, frustraciones, ilusiones, proyectos y sueños? ¿Qué sabemos de sus expectativas, de su vida amorosa? ¿Qué sabemos sobre si su proyecto familiar ha sido algo que les ha llenado o si por el camino han renunciado a una parte esencial de su ser?

Aparte de su rol como madres o padres son personas con su trayectoria vital, sus debilidades, inseguridades, sueños, vacíos y miedos. Su máxima tarea vital, como la de cualquier persona, es idealmente su propia construcción y desarrollo como seres humanos. El dar sentido a su vida. Y esto, muchas veces, no se da o al menos no plenamente.

De hecho, muchos roles de poder y juegos comunicativos perversos en el marco de las familias son fruto de una carencia de recursos comunicativos y emocionales por parte de las madres y padres, así como de una falta de autoconocimiento y autocuidado de ellos y ellas mismas.

De ahí, de esas carencias y, en muchas ocasiones, de una falta de sentido vital, nace la necesidad de proyectar sus deseos en sus vástagos, generando así frustraciones y desencuentros. El estigma de la mala hija

Ser hija o hijo no es fácil, pero es algo que simplemente no podemos dejar de ser todos los seres humanos del planeta. No escogemos nacer ni ser hijas de nuestros padres. Tampoco escogemos su comportamiento, su estilo comunicativo, sus valores o actitudes ante la vida. Pueden gustarnos o ser unas personas con las que apenas coincidimos o a quienes no comprendemos.

Pero, ¿qué es lo que en esta sociedad se considera una “mala hija”? En primer lugar, aclaro que en este artículo no estoy hablando de una hija o hijo que maltrate a sus padres, los golpee o atente contra su integridad. Hablo de personas cuya forma de ver la vida no es compartida por sus madres y/o padres y viceversa, generándose así incomprensiones y conflictos intrafamiliares más o menos graves.

Estas diferencias de criterio pueden bascular entre aspectos más o menos banales (¡tremenda discusión al hacerme un piercing!) o decisiones vitales profundas (desacuerdo en relación a mi actividad profesional o los estudios elegidos; rechazo a mi orientación o identidad sexual, etc.).

Derivado de estas desavenencias familiares, se produce un desamor que puede provocar que las relaciones padres-hijos no sean como se esperaría (fluidas, amorosas, respetuosas y con cuidado mutuo). Y aquí aparece lo que la sociedad señala como una mala hija: aquella a quien, como describe nuestra lectora en su carta, no le sale cuidar a sus padres ni quererles, o al menos no de la manera que se esperaría de ella, al no sentirse querida, comprendida ni respetada en su individualidad.

También es considerada una “mala hija” aquella que no logra tener una comunicación sana y fluida con sus padres, o que no les dedica tanto tiempo y atención como sería de suponer.

El peso de ese estigma no es fácil de llevar. Vaya si no lo es. Niña, compórtate. ¿Qué van a decir por ahí?

No debemos olvidar que, como en tantas ocasiones, hay una importante lectura de género que hacer. Pongámonos las gafas moradas.

En primer lugar, en coherencia con los roles de género tradicionales, de las mujeres se espera más que de los hombres que asuman las tareas de cuidados en el marco de la familia (tengan o no buena relación con sus padres). En segundo lugar, sobre los hombros de las mujeres recae la tradición y el buen nombre de la familia (sí amigas, estamos en el siglo XXI pero esto está tan de rabiosa actualidad como en la Edad Media).

Me refiero a que si un hombre decide no cuidar a sus padres mayores esto le será de alguna manera socialmente reprobado, pero se comprenderá más que tenga su vida, que no tenga tiempo o que no tenga buena relación con sus progenitores. Pero si es una mujer quien decide no hacerse cargo de sus padres, el peso del reproche será mucho mayor: de ella se espera que lo haga, es su deber.

Asimismo, si una chica no cumple el modelo de feminidad aprobado por la sociedad (guapa, responsable, arreglada, con una vida respetable, heterosexual, educada, discreta, cuidadosa), la familia entera se verá puesta en duda y criticada: las mujeres somos todavía, a nivel simbólico, las garantes del buen nombre y la honorabilidad de la familia.

Por eso una mujer que estéticamente no encaja con la feminidad tradicional, una mujer que reivindica su propio espacio y sus decisiones, una mujer cuya vida no sigue el patrón de pareja estable heterosexual – hijos – trabajo – vida ordenada… es una suerte de lastre o incomodidad en una familia de corte tradicional (y no tan tradicional).

Ojo con cargarnos de manera individual a las espaldas todo el peso de las desavenencias intrafamiliares. Creedme, llevamos una gran carga patriarcal en relación a lo que ha de ser nuestro rol como hijas o madres (somos las que debemos hacer que una familia funcione como una especie de reloj suizo envuelto en suaves algodones de colores). Esta creencia nos resta muchísima libertad y nos genera inmensa culpa y autoexigencia. Nos la han jugado pero bien, queridas.

Pero no. No somos las garantes del “buen nombre” de ninguna institución, tampoco de la familia. No tenemos el deber de serlo. Cada persona ha de ser responsable de ella misma, no estamos aquí para representar ningún papel preestablecido ni para complacer estructuras de ningún viejo orden.

Estamos aquí para buscarnos, escucharnos, realizarnos como personas y poder así aportar lo mejor de nosotras al mundo. No elegimos a nuestros padres y madres, pero sí la manera de relacionarnos con ellos

“Mira de ser quien eres, te amen o no te amen”

Fernando Pessoa

Sí, está mal visto que una hija afirme que no ama a sus padres. Pero es que no todos los padres y madres, por el hecho de serlo, son buenos, fáciles de amar o una garantía de felicidad y equilibrio. El amor no va automáticamente diluido en los lazos de sangre, al menos no per se, si estos no van acompañados de apoyo, cariño, comprensión y empatía.

El amor se genera, también en la familia, a través de las buenas relaciones; esas en las que se apuesta y se trabaja por el respeto a la diferencia, la libertad responsable, el apoyo, la escucha activa, los mimos, la aceptación, la confianza, la construcción de límites, las manos abiertas. Los vínculos emocionalmente ecológicos, por lo tanto, se basan más en el afecto y el respeto que en una presencia física constante o una atención y complacencia permanentes.

Pero, ¿qué ocurre cuando mis vínculos con mi madre o mi padre no son sanos? ¿Cómo puedo, como hija, gestionar situaciones de imposición o manipulación por parte de mis padres? ¿Cómo posicionarme ante unos padres con valores antagónicos a los míos, que se oponen a mi esencia, a mi modo de vivir? ¿Cómo gestionar la culpa, el deseo de aceptación, la frustración por no sentirme aceptada…?

En primer lugar, aceptando que no puedo cambiar a las otras personas. Y en segundo lugar, escuchándome de manera sincera y haciendo aquello que está en mi mano hacer, aquello que depende de mí. Gestionar la culpa y no cargarme toda la responsabilidad a las espaldas implica un profundo camino de autocuidado que puede requerir un acompañamiento profesional en ocasiones.

Está claro. No podemos escoger a nuestras madres y padres; pero sí podemos elegir quedarnos o irnos, seguir vinculadas o desvincularnos, establecer un tipo de comunicación u otra, pedir ayuda a alguien externo, poner unos límites u otros, tratar de mejorar nuestra relación, coartarla o incluso finalizarla. Algunas claves para reflexionar…

Querida lectora, ante el caso que expones, me gustaría preguntarte en primer lugar si querrías apostar por tener una mejor relación con tus padres (concretando qué significa este “mejor”: ¿una relación más tranquila?, ¿más profunda?, ¿con una comunicación más fluida?, ¿más amorosa?).

Si tu respuesta es sí, te propongo (os propongo lectores y lectoras píkaras) varias preguntas para haceros:

¿En qué tropiezo con frecuencia en la relación con mi madre, con mi padre?

¿Qué es exactamente lo me quita la energía en la relación con ellos, si lo hay?

¿Qué límites necesito establecer?

¿Qué puedo hacer yo para mejorar nuestra comunicación, nuestra relación?

¿Qué nos ayudará a reír juntos y aumentar nuestro sentido del humor?

¿Qué es lo que mi familia necesita más de mí?

¿De qué formas puedo expresarles mi amor y mi apoyo?

Si tu respuesta es no, si no deseas tener una mejor relación con tus padres, te preguntaría qué necesitas hacer para aceptar esa realidad y las consecuencias de esa elección; para aceptar que el apoyo, la comprensión y el amor lo buscarás en otras personas que sí sientas que puedan dártelo. Y para saber que, sin duda, se puede encontrar en las relaciones elegidas una satisfacción y amor genuinos.

Tenemos el derecho y la responsabilidad de dirigir nuestra vida de la manera más sana y beneficiosa posible, y si la relación con nuestra madre o nuestro padre nos es dañina y perjudicial es legítimo alejarse para poder elegir libremente nuestro camino.

Porque las relaciones sanas, tanto en la familia de origen como en la escogida, son aquellas donde, más allá de la diversidad de visiones de sus integrantes, cada quien se puede realizar de manera plena y libre.

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