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Entrevista a Patricia Guerrero, defensora de los derechos humanos

Viernes 13 de marzo de 2015

Hace casi una década fundó una ciudad de huérfanas y viudas de la guerra colombiana, víctimas de un conflicto que no crearon y que se ceba con ellas hasta destrozarlas. Ahora, gracias a la lucha de esta abogada y exjueza, tienen un lugar en el que construir su futuro. Caben hombres, pero bajo sus reglas. Una iniciativa revolucionaria en un entorno hostil que, como tantas veces, ha pretendido silenciarlas con violencia.

Texto y fotos: Lula Gómez. Público

“Nosotras nacimos buscando un cajón para enterrar a una mujer”, reza la web de la Liga de Mujeres Desplazadas, una organización colombiana creada por Patricia Guerrero, abogada y exjueza que, ante la miseria de las mujeres víctimas del conflicto que asola su país, se puso a guerrear por ellas. Su primera batalla fue dar un hogar a esas mujeres, las más indígenas, las más negras, las más pobres.

El conflicto que vive el país desde hace más de 50 años les había quitado su casa y vagaban por las ciudades arrastrando ristras de niños y niñas y algún mayor superviviente. “Necesitaban de todo: huían de una guerra que ya siempre les acompaña, porque ninguna puede olvidar el rastro que deja en ellas, que las viola, deja huérfanas, viudas, sin tierras, sin sus casitas, sin sus hijos que son asesinados…”, señala la letrada.

Para empezar a paliar su situación, atravesada por todos los misiles que sangran el país -narcotráfico, guerrilla, paramilitares, tráficos varios (armas, mujeres, piedras preciosas…)- pensó en crear una ciudad solo para ellas, un lugar levantado ladrillo a ladrillo por las féminas. Se trataba de darles una vivienda para que pudieran empezar una nueva vida donde ellas dibujasen su futuro. La macondiana idea existe: es la Ciudad de las Mujeres, una urbanización de 100 casas levantada en Turbaco, a una hora de Cartagena, hace ya casi 10 años. Las dueñas son ellas. Caben hombres, pero solo si aceptan sus normas de no violencia, negociación y solidaridad.

Patricia Guerrero, que vive a la fuerza con un par de guardaespaldas (cuenta con varias amenazas de grupos paramilitares), dice no tener miedo a posibles represalias: su familia está fuera del país y no piensa tirar la toalla. Ahora lo que busca es reparación y justicia para las mujeres desplazadas. “Cuando empecé y las veía como venían de las masacres, casi desnudas, arrastrando a sus niños, en esa época sí lloraba. Ahora no. Ahora vivo emputada. Y me puse a trabajar obsesivamente. Empecé a documentar todos los crímenes, quién, cómo, de dónde venían…, hicimos un seguimiento de todos los casos y logramos traer todos los crímenes bajo el mismo cordel procesal, pero fracasó el Estado. No se logró y fuimos ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en nombre de 130 mujeres para decir que el Estado nos ha violado el derecho a acceder a la justicia”.

Debe haber una raza de mujeres valientes y admirables en esta Ciudad de las Mujeres, debe haberse creado una auténtica tribu de guerreras de la paz.

Bueno, muchas de ellas han muerto: mueren de pena moral. Las más amigas, con quienes empecé el proyecto, han muerto de pena; ya no están. Es un concepto nuevo, como el feminicidio, que ya se empieza a entender y aceptar. Tiene que ver con la tristeza y desesperanza de no tener futuro. Las mujeres se enferman de dolor de una manera irrecuperable. Está probado que sufren un estrés postraumático que acaban somatizando con enfermedades propias de las mujeres: inasistencia ante las violaciones que han sufrido, abortos provocados por la miseria, cuerpos maltratados por haber empezado a parir con 15 años, el desplazamiento… Eso mata. Por eso, mi objetivo ahora es conseguir una reparación por ese daño de forma colectiva.

¿Y cuál es el plan?

Se trata de enseñar a las mujeres el valor de la memoria histórica sobre la violencia que han sufrido. Deben organizarse para demostrar la agresión y altanería de la estructura patriarcal que es la guerra. Porque en ella las mujeres están solo para parir, lavar, ser utilizadas y violadas como botín de guerra. Ese sistema no admite que nos organicemos. En la Liga de las Mujeres Desplazadas, en nuestra ciudad, empezamos por entender qué es un servidor público, qué es la Constitución, qué es el derecho internacional y cuáles los derechos de las mujeres.

Después, el tema de la impunidad empezó a calarles profundo. Se saben víctimas de un conflicto que no provocaron y se interesan por entender qué es el narcoparamilitarismo, la globalización económica, el negocio de la guerra, y cómo impacta todo eso en la vida de las mujeres. Y eso es lo subversivo de nuestra propuesta. Cuando reclamamos nuestros derechos, resultamos revolucionarias, y más en zonas de paramilitares. De ahí las amenazas. De ahí que nos quemaran parte de las instalaciones.

¿Esa ha sido la reacción del entorno ante vuestra iniciativa, amenazas, violencia…?

Que construyéramos la ciudad desde una posición pacífica provocó violencia. Fuimos atacadas y empezamos a ser perseguidas. También hubo violaciones y mataron al esposo de Simona, una líder indígena; él se ocupaba de vigilar la fabriquita de ladrillos que teníamos. Keila Berrío, hija de una de las fundadoras de la ciudad, fue asesinada por su marido. A él no le gustó verla feliz, con empleo y emancipada. Y cuando fuimos a reclamar justicia, nos dijeron que fue un crimen menor, ¡un crimen pasional! Tuve que pedir a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos medidas cautelares. Acusamos al Estado colombiano por negación de justicia.

Queremos que se establezca por qué el Estado no evitó los crímenes o fue cómplice de los actores armados. Y hablamos con datos. Hemos documentado cuál había sido la situación de las mujeres en cada región, en qué años, cuáles eran los actores políticos y militares estatales y no estatales, para que el Estado investigue el desplazamiento forzado, la violencia sexual, los homicidios. Pero el Estado fracasó y tras más de seis años no sabemos nada. Por eso ahora vamos a la Comisión Interamericana. Tenemos que demostrar que no hubo justicia y que es el momento de la reparación colectiva.

Volvamos a la Ciudad. ¿Cómo es?

El origen es una cosa loca: que unas mujeres muertas de hambre y discriminadas pudieran desarrollar un proyecto propio era demasiado. Yo desde la Universidad de Columbia (Nueva York) empecé a gestar la idea y conseguir financiación. Tenía 700.000 dólares que conseguí mostrando la necesidad y solución que daba: una vivienda digna para ellas y apoyo para que crearan sus negocios. Encontramos un terreno y ahí me metí, moviendo montañas, partiendo de la base de que había que crear un modelo nuevo. Era difícil, por supuesto, pero tenía esa opción o ninguna.

El proyecto de vivienda debía cambiar las reglas de juego de la comunidad. Alrededor de esa iniciativa teníamos que crear cooperativas y meter a las mujeres en la necesidad del ahorro. Porque cuando vienes de la guerra, no programas. Si estás viva, es un milagro. Cómo vas a entender con ese esquema un sistema capitalista. Y ahí empezamos una lucha titánica contra el sistema patriarcal del que venían, un mundo de guerras y drogas donde ellas ponen los muertos.

¿Y ellas levantaron las casas?

En parte sí, porque entre mis condiciones con la contrata estaba que ellas fueran el personal no cualificado que se necesitara. Y si no ellas, sus maridos o acompañantes, si así lo decidían.

¿Y cómo es la relación con los hombres?

Bueno, la Ciudad de las Mujeres tiene una fuerte carga simbólica. Hablamos de dar un giro a sus vidas a pesar de los paras y de la guerra. La organización las cambió para ser mujeres empoderadas, sujetas de sus derechos, conscientes de que no todo es lo que digan los guerreros o los maridos. Allí repetimos que la convivencia es un tema de negociación. Luego, la titularidad de la vivienda les genera cierta estabilidad económica. Y pusieron negocios, y hablamos de derechos sexuales… Esto es revolucionario; y más en un entorno de violencia. Muchas mujeres se separaron: tenían su fuerte, la casa. Ellas aceptan a los hombres que quieren vivir allí y si la historia se rompe, se van ellos.

¿Y cómo se enseña la Liga a los niños y niñas? ¿Se les habla de género?

La Liga no se enseña, la Liga se vive. Aunque sí hay talleres de paz, de igualdad, de conciliación. Para mí el terror es no conseguirlo y que la lógica de la guerra les atrape: a los niños reclutándoles en esa espiral de violencia y a las niñas como prostitutas. Se trata de enseñarles que preñarse a los 15 no es una forma de salir de la pobreza. El conflicto a las mujeres las persigue todo el tiempo, porque los negocios que tienen que ver con la guerra cruzan por las comunidades más pobres. Y cuando solicitan un crédito, que nunca es oficial, acaban pidiéndole un 10% más al segundo día, un 100% más al segundo, y luego, si no tienes, pagas con tus hijos o hijas.

No parece muy alentador el futuro.

No. Porque esas mujeres viven hoy más empobrecidas que cuando empezamos. Tienen más niños, más años, más familiares a su cargo, menos posibilidades de trabajar. El Estado cree que comemos papel… Y las políticas de igualdad tienen que ir acompañadas de recursos. Es como en las negociaciones de paz que hay ahora. No hay mujeres en ese proceso y por eso resultará incompleto e ilegítimo. No se contemplan las necesidades de ellas. Se vuelve a reproducir el esquema de silenciamiento de las mujeres. El tiempo de la paz no está en Nariño (palacio presidencial de Colombia), sino en municipios como Turbaco, donde estamos cambiando los patrones del Estado.

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