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El «trabajo doméstico», su «reparto desigual» y como luchar contra él- Christine Delphy

Sábado 6 de diciembre de 2014

nov 30th, 2014 Boltxe kolektiboa

¿Un problema nuevo?

Puesto que el trabajo doméstico y, más ampliamente, el trabajo familiar* está lejos de repartirse entre hombres y mujeres en las parejas heterosexuales, y porque en realidad los progresos respecto a ello son ínfimos, nos ha parecido útil volver a difundir unas opiniones que, diez años después de publicarse por primera vez, por desgracia siguen siendo de actualidad. Por consiguiente, damos las gracias a la autora y a la redacción de Nouvelles Questions féministes, por permitir publicar este artículo. [N. del editor, Les mots sont importants (lmsi.net)]

El hecho de que el «trabajo doméstico» recaiga casi exclusivamente sobre las mujeres es una cuestión peliaguda para todos los movimientos feministas. En ese dominio es donde se constata una ausencia casi total de cambios. Es unas de las manifestaciones más flagrantes de la desigualdad entre los sexos, que se debería corregir fácilmente debido a su propia visibilidad, y al mismo tiempo es un reto para las estrategias de igualdad puesto que es también ahí donde la acción militante encuentra sus límites. En efecto, este «reparto desigual» (este oxímoron que significa la ausencia de reparto) no parece forzado, sino que es el resultado de un acuerdo amistoso entre dos personas adultas y libres. Cuando se le pregunta a estas personas adultas y libres, una buena parte y, sobre todo, las víctimas de la desigualdad, se declara muy insatisfecha de este acuerdo, pero tampoco sabe cómo modificarlo sin poner en tela de juicio la relación conyugal (Roux et al., 1999).

El trabajo «doméstico» o «familiar» se ha estudiado mucho desde hace treinta años. En cambio, no ha habido avances en el descubrimiento de soluciones al “problema” planteado de esta manera tanto en un marco militante como en uno universitario, a excepción de la campaña «Salario por (o a veces «contra») el trabajo doméstico» promovida por Selma James en la década de 1970. Esta sugerencia (que el Estado pague un salario) no tuvo una repercusión favorable en Francia, todo lo contrario. Aunque las feministas rechazaron esta propuesta, la clase política, en cambio, la saca a relucir periódicamente. En varios países europeos las medidas sociales «en favor de las mujeres» constituyen el equivalente o, al menos, el embrión de dicho salario o compensación. Pero el movimiento feminista en general no las ha comprendido ni estudiado como tales y se ha contentado con alzarse contra nuevas medidas como el APE (siglas en francés de Subsidio Parental de Educación) que retiran del mercado laboral a mujeres que ya están en él, no se examinan las medidas más antiguas que tienen el mismo resultado ni tampoco las razones por las que una cantidad de mujeres cada vez más reducida pero que sigue siendo importante nunca llega al mercado laboral.

No obstante, existen varias vías de acción: no unos medios de acción que puedan cambiar la situación de un día para otro, sino unas reivindicaciones que, si se satisfacen, podrían minar por lo menos alguno de los pilares institucionales que apuntalan la construcción de esta desigualdad «privada». Ese es el tema del que trata este artículo.

Hasta la década de 1970 nuestras sociedades occidentales ricas no percibían el trabajo doméstico como una cuestión teórica y menos aún política. El «trabajo de la casa» no se consideraba ni un trabajo ni «ocio»: estas categorías, creadas por los trabajadores (los hombres), simplemente no se aplicaban. Y cuando se planteaba la cuestión del trabajo de las mujeres «en el exterior», era en términos de alternativa: como si las mujeres trabajaran o bien en casa o bien «fuera»; como si en cuanto trabajaban «fuera», su trabajo en casa se evaporara como por encanto. Esta negación de la realidad era una manera de pretender o, más bien, de dar a entender que las tareas domésticas eran facultativas. Además, entonces se hablaba mucho de la importancia que tenía para las mujeres tener esta «elección», una elección que nunca se le proponía a los hombres.

Desde el momento en que renació el movimiento feminista en los países occidentales, entre 1968 y 1970, las feministas plantean la cuestión del trabajo doméstico o familiar y afirman su carácter de trabajo. Tres décadas después se puede constatar que el feminismo ha tenido éxito en este punto y que en la sociedad ya no se pone en tela de juicio la percepción del «trabajo de la casa» como un verdadero trabajo. Durante el mismo periodo en todos los países occidentales aumentó la proporción de mujeres que trabajaban «fuera» (que tenían un empleo remunerado), mientras que disminuyó la tasa de natalidad. Ambas variables se consideran correlativas sin que se sepa todavía cuál es la primera variable. En Francia durante el periodo 1960-1990, antes de la introducción del trabajo a tiempo parcial, las carreras de las mujeres han tendido a ser menos discontinuas.

También en Francia, aunque en la década de 1970 las mujeres dejaban de trabajar cuando tenía un segundo hijo, ahora solo lo dejan con el tercero, algo que ocurre en pocos casos. Se han modificado las representaciones sociales: antes de 1970, a pesar del hecho de que trabajaba una gran cantidad de mujeres (el 40% de la población activa en la década de 1970), la ama de casa seguía siendo la norma en el sentido de ideal; hoy en día, a pesar de que una cantidad importante de mujeres no trabaja fuera de casa, la norma social es la de la «mujer que trabaja». En efecto, la gran mayoría de las mujeres en Francia tienen un empleo en un momento u otro de su vida.

El movimiento feminista contemporáneo denuncia desde el principio la «doble jornada» de las mujeres que tienen un empleo. A medida que el empleo de las mujeres se ha vuelto legítimo a ojos de la sociedad global, los problemas de las mujeres también se han vuelto legítimos. Su «doble jornada» ha pasado al rango de «cuestión de sociedad» por la que se supone que se interesan todos y todas, en particular los gobiernos.

Las cifras de las encuestas sobre la utilización del tiempo que se hacen cada diez años en Francia tienen mucha repercusión y los medios de comunicación las comentan profusamente. En estas estadísticas lo que se considera pertinente desde el punto de vista de la doble jornada no es tanto la cantidad de horas de trabajo (remunerado), cantidad fijada por el empleador, como la cantidad de horas que los individuos dedican al trabajo doméstico.

Si, como los autores de los estudios y los medios, comparamos la cantidad de horas dedicadas respectivamente por hombres y mujeres a las «tareas domésticas», se constata que la cohabitación heterosexual significa un incremento de trabajo para las mujeres y, por el contrario, una reducción del trabajo para los hombres. En una pareja sin hijos la mujer pasa una media de tres horas y cuarto al día haciendo tareas domésticas mientras que el hombre les dedica una hora y cuarto. Cuando la pareja tiene hijos, ya sean uno, dos o tres, la parte del hombre sigue siendo exactamente la misma. Mientras que con un hijo la mujer pasa de tres horas y cuarto a cuatro y media, con dos hijos a casi cinco horas y con tres a cinco horas y media al día. Si se toma la media general (independientemente de la cantidad de hijos), las mujeres dedican cuatro horas y cuarenta y cinco minutos al día a las tareas de cocinar, lavar platos, limpiar, hacer las compras y cuidar la ropa, mientras que los hombres los hombres dedican la misma hora y cuarto (Brousse, 2000).

La doble jornada es eso: las mujeres francesas «activas» (que tienen una actividad remunerada) y que tiene entre uno y tres hijos trabajan de media 83 horas a la semana. La pregunta que se plantea en los medios feministas y que se denomina la cuestión del «reparto de tareas» es la siguiente: cómo hacer para que los hombres hagan más y las mujeres menos, cómo hacer para igualar el tiempo de trabajo doméstico de hombres y mujeres, y, por lo tanto, para realizar la igualdad en este plano en las parejas heterosexuales.

Los diferentes análisis del problema

La escasa participación de los hombres en la realización del trabajo doméstico y las modalidades particularmente interesantes de esta participación (cuantas más tareas hay que hacer menos hacen en proporción) plantean un problema tanto teórico como político. En efecto, para encontrar cómo acabar con esta situación, en primer lugar hay que tratar de entender por qué existe y perdura, por qué las mujeres siguen haciendo el 80% de lo principal del trabajo doméstico a pesar del hecho de que la mayoría de ellas trabaja. ¿Por qué la participación de los dos sexos en el trabajo remunerado tiende a igualarse sin lograrlo mientras que el hogar sigue siendo tan disimétrica?

La respuesta a esta pregunta feminista varía según las tendencias del feminismo y según el análisis que se haga del propio fenómeno del trabajo familiar (Delphy y Leonard, 1992). En el Partido Comunista Francés o en la Liga Comunista Revolucionaria, las feministas defienden el punto de vista según el cual el trabajo doméstico resulta útil e incluso necesario al capitalismo. Según su análisis, el trabajo doméstico de las mujeres permite al Estado ahorrar en materia de equipamientos colectivos y a la patronal pagar menos a sus asalariados (mujeres y hombres). Si las mujeres no fueran las únicas responsables de este trabajo, afirman aquellas feministas, habría que prever una base generalizada del tiempo de trabajo para el conjunto de la población (lucro cesante para el capitalismo) y el desarrollo significativo de los equipamientos sociales (gasto para el Estado y los patronos).

Este razonamiento no parece curioso porque es familiar. Sin embargo, si se considera sin prejuicios, se percibe que se presupone que todos los trabajadores tienen una esposa. En otras palabras, se presupone que cuando se habla de trabajadores solo se piensa en los hombres y, por añadidura, en hombres casados. Se trata de una costumbre tanto en los sindicatos y los partidos como en la investigación científica, pero una costumbre no está obligatoriamente justificada. En primer lugar, algunos trabajadores hombres ni tienen esposa. Pero sobre todo, las trabajadoras, esto es, la mitad de la fuerza de trabajo, no tienen esposa. Si se sigue el análisis llamado marxista se debería constatar que, efectivamente, la patronal «compensa» su carencia de tener una esposa pagándoles más. Ahora bien, no se constata esta paga extra de estas poblaciones asalariadas.

Esta escuela de pensamiento ofrece también la justificación más comúnmente admitida por parte de la población de que los hombres no hacen el trabajo doméstico «porque no tienen tiempo». Parece que se ignora que casi la mitad de los «trabajadores» son mujeres sin esposas. Por consiguiente, la mitad de la fuerza de trabajo debe mantener ella misma, y a cuenta de su «tiempo libre», su propia fuerza de trabajo. Por añadidura, la mayoría de las trabajadoras está casada, pero con hombres y además de su propia fuerza de trabajo deben mantener la fuerza de trabajo de su cónyuge. Encuentra tiempo para hacerlo, incluso cuando sus horas de trabajo asalariado son las mismas que las de los hombres, en particular de su marido. ¿Cuál es el misterio? ¿Cómo pueden encontrar un tiempo que, según la teoría del capitalismo-beneficiario, se supone que como trabajadoras no tienen?

Otro misterio es el hecho de que los trabajadores hombres solteros, sin encontrar tanto tiempo como las trabajadoras, sin embargo encuentran más que los trabajadores hombres casados. Dedican treinta minutos menos al día al trabajo doméstico que las mujeres solteras, aunque una hora más que los hombres casados: dos horas y trece minutos al día.

Por consiguiente, tenemos dos fuentes de variación. La primera es una diferencia debida al sexo: las mujeres solteras hacen más trabajo doméstico que los hombres solteros. La segunda se debe al matrimonio, pero no solo al matrimonio sino a un cruce del estatuto matrimonial con el sexo. En cuanto dos personas de sexo diferente viven en pareja disminuye la cantidad del trabajo doméstico que hace el hombre, mientras que aumenta la cantidad del trabajo doméstico que hace la mujer. Cuando un hombre empieza a vivir en pareja heterosexual, la cantidad de trabajo doméstico que hace se divide de media por dos. Cuando una mujer empieza a vivir en pareja, hace de media una hora de trabajo doméstico más que cuando estaba soltera. La mujer pierde aproximadamente lo que gana el hombre en cuanto empieza a vivir en pareja y antes de que lleguen los hijos.

El examen del empleo del tiempo hace añicos el análisis «marxista» según el cual la «falta de tiempo» es lo que impide a los hombres contribuir a partes iguales con su compañera al trabajo doméstico: por el contrario, en cuanto tienen una compañera, «ya no tienen tiempo» y descargan en ella su propio mantenimiento.

Raramente se mencionan las cifras concernientes a las y los solteros, y a las parejas sin hijos, ni siquiera por las feministas. Una tendencia bastante universal lleva a unos y otros a concentrar sus análisis del trabajo doméstico en el cuidado de los hijos y a evitar la cuestión del cuidado de los adultos, a hacer como si solo los hijos crearan la necesidad y el problema del trabajo doméstico. Esto permite evitar mirar de frente lo que, sin embargo, las cifras dicen claramente: también los adultos tienen que comer, lavarse, limpiar la ropa, los platos, etc. Cualquier persona necesita trabajo doméstico. O bien lo hace ella misma cuando es adulta, como las mujeres y los hombres solteros; o bien, otra persona lo hace por ella, totalmente o en parte, como hacen las mujeres casadas para sus compañeros hombres.

De estas cifras se deduce que el análisis que postula una «falta de tiempo de los hombres» es erróneo en sus conclusiones y premisas, solo considera a la población de hombres, ignora la de las mujeres y construye un modelo teórico sobre la base únicamente del hombre-casado-que-no-hace-nada-o-casi-nada, un modelo que mantiene la hipótesis de que la actividad remunerada del «trabajador» (que se supone que es asexuado pero que de hecho tiene marcada la caracterización de género) absorbe todo su tiempo. De esta hipótesis se desprende la teoría según la cual «si el trabajador no tuviera una mujer que hiciera por él estos servicios, el patrón debería pagarle más para que se los procure en el mercado».

Esta teoría y la hipótesis en la que se basa solo valen si todos los trabajadores fueran hombres casados: si la realidad fuera así, nos limitaríamos a «hacer hipótesis» sobre lo que pasaría si no tuvieran mujer. Pero ese no es el caso. No hay necesidad alguna de hacer hipótesis para saber qué ocurre cuando una esposa no hace el trabajo doméstico por el trabajador. No es una situación desconocida, lejos de ello. Se dispone de una población de control constituida por trabajadores hombres y trabajadoras solteras, y por las trabajadoras casadas. Esta población que no tiene esposa mantiene ella misma su propia fuerza de trabajo. Las horas de trabajo que dedica a ello demuestran que ella misma efectúa una buena parte de los servicios que necesita. También compra algunos, pero, por una parte, no es seguro que recurra más que los hombres casados a los «sustitutos comerciales» y, por otra, es seguro que sus empleadores no le pagan más para financiar estas compras de sustitutos comerciales de los servicios domésticos de una esposa. Se puede afirmar sin temor que aunque esta población no tiene «mujer», sin embargo no es más costosa para los patronos y que la teoría según la cual el trabajo doméstico beneficia al capitalismo no resiste al análisis de los hechos.

¿A beneficio del capitalismo o de los hombres?

Desde hace mucho tiempo opongo a la teoría del «beneficio para el capitalismo» la del «beneficio para la clase de los hombres». O, en otras palabras, el trabajo doméstico no es una suma dispar de relaciones individuales sino el efecto de un modo de producción, el modo de producción patriarcal o familiar.

¿Qué es el modo de producción patriarcal? Es precisamente la extorsión por parte del cabeza de familia del trabajo gratuito de los miembros de su familia. A este trabajo gratuito realizado en el marco social (y no geográfico) de la casa es a lo que denomino trabajo familiar. Este modo se aplica a cualquier producción. La producción puede consistir en bienes y servicios vendidos por el cabeza de familia, como es el caso de los agricultores que venden el producto del trabajo agrícola de su mujer, el caso de los mecánicos y otros artesanos, de los médicos y otras profesiones liberales, que venden el producto del trabajo de contabilidad, de secretaría o de acogida de su mujer. Esta producción también puede consistir en trabajo para consumo inmediato del hogar: el trabajo doméstico. El conjunto del trabajo familiar es gratuito, tanto si se vende (el trabajo paraprofesional de las esposas de los «trabajadores independientes (sic)»), como si se consume en la familia (el trabajo doméstico stricto sensu). Hace cincuenta años este modo de producción todavía estaba muy codificado: la fuerza de trabajo de las mujeres pertenecía jurídicamente a sus maridos. Ya no es el caso. Pero las escasas posibilidades de empleo pagado para las mujeres también sostenía esta apropiación legal, puesto que la imposibilidad para una mujer de cubrir sus necesidades puede ser legal (prohibición del marido) o de hecho (ausencia de empleos abiertos a las mujeres).

Este artículo trata casi exclusivamente del trabajo doméstico. Pero es imposible comprender su lógica si no se recuerda que solo es una parte o incluso una modalidad del trabajo gratuito extorsionado en el modo de producción patriarcal. De su pertenencia a un modo más general se desprende que no se debe definir el trabajo doméstico como una simple lista de tareas, porque el modo de producción familiar incluye cualquier trabajo y cualquier producción efectuados gratuitamente cuando en otra parte podrían ser remunerados. Sin duda en los países industriales lo esencial de las horas de producción patriarcal lo consume hoy el trabajo doméstico stricto sensu (una lista de tareas, las «tareas domésticas», sobre la que existe un acuerdo general o, cuando menos, las encuestas sobre la utilización del tiempo hacen un repertorio de ellas). Sin embargo, no ha desaparecido el trabajo paraprofesional, es decir, el trabajo que hacen gratuitamente las esposas (y otros parientes del cabeza de familia) y que lleva a unas producciones que encuentran el camino del mercado vía el marido y que se pagan al marido. Se puede calcular que más del 10% de las mujeres, las esposas de hombres que ejercen profesiones liberales independientes y liberales, además del trabajo doméstico que efectúan todas las esposas y mujeres que conviven con ellos, hacen un trabajo profesional para su marido sin ser remuneradas por él. Se puede notar que hacen de media una hora menos de trabajo propiamente «domésstico» al día -incluso para las mujeres, un día tiene solo veinticuatro. Como las demás amas de casa, no tienen ni una cobertura social ni una jubilación adecuada. Desde el punto de vista de la Seguridad Social son amas de casa, «inactivas» (aunque a veces tengan un estatuto en la profesión), «incluidas» en el número (de la Seguridad Social) del cabeza de familia, del que dependen al mismo título que los hijos.

Por otra parte, en la teoría del modo de producción familiar, no toda «tarea doméstica» es necesariamente trabajo familiar: así el trabajo doméstico de los hombres o las mujeres solteros o también de los hombres casados cuando ellos y ellas se lavan su ropa o cocinan: el trabajo que se hace para una o uno mismo no es trabajo gratuito. En efecto, precisamente en la medida que se hace para una o uno mismo se encuentra una compensación inmediata. Por ejemplo, afeitarse no es un trabajo gratuito (explotado) porque la persona que efectúa este trabajo es recompensada por el hecho de encontrarse afeitada. El trabajo que se hace para una o uno mismo no está pagado, pero se remunera en especie.

Por consiguiente, en el marco conceptual del modo de producción familiar hablar de «reparto de tareas» en lo que concierne al trabajo doméstico es inexacto: en efecto, solo el trabajo gratuito, es decir, el trabajo hecho gratuitamente por otra personas es, hablando con propiedad, trabajo familiar. El trabajo gratuito es la explotación económica más radical. No se puede desear repartir equitativamente una explotación. Lo único que se puede desear es hacer de modo que nadie trabaje gratuitamente para otra persona.

Entonces, ¿qué abarca la expresión «reparto de las tareas domésticas»? En primer lugar, no se aplica a la producción familiar tal como la he definido, sino al subconjunto «trabajo doméstico», considerado una lista de «cosas que hay que hacer». Estas «cosas que hay que hacer» están delimitadas por una situación implícita: la de un hogar compuesto por dos adultos de sexo diferente (un hombre y una mujer) y en su caso por los hijos de la pareja. Se trata, por lo tanto, de lo que se denomina la familia nuclear (reducida a la pareja) y heterosexual. Por «reparto» se entiende que el trabajo que hay que efectuar para mantener ese hogar en el modo de vida que ha elegido la pareja también se reparte entre ambos adultos. Podemos preguntarnos por qué el reparto se considera un objetivo difícil de alcanzar. Los dos adultos del hogar podrían ser considerados como dos solteros que cohabitan, pero que eso no impida en absoluto mantener sus costumbres de solteros, es decir, que cada uno haga para sí mismo el trabajo correspondiente a su propio cuidado; la cuestión del reparto solo se plantearía a propósito de las tareas necesarias para el cuidado de los hijos. Podemos preguntarnos también si es la cohabitación en sí misma lo que induce la imposibilidad de que cada adulto continúe ocupándose de su cuidado y en ese caso este problema se plantearía con la misma agudeza si se tratara de personas solteras que compartieran un piso o si se tratara del propio matrimonio. Las pocas indicaciones que poseemos parecen demostrar que la cohabitación, incluida entre personas de sexo diferente, no induce por sí misma a una confusión de los cuidados o, en todo caso, no en el grado en el que lo induce la cohabitación de personas casadas o de parejas que cohabitan (Roux et al., 1999: 105).

En otros términos, el deseo de reparto se aplica a una situación en la que se ha abolido la separación inicial de las dos personas y de sus cuidados, en la que hay que restablecer un equilibro que se ha roto anteriormente. Nunca se tiene en cuenta este gesto inicial de la pareja heterosexual que cohabita y, sin embargo, es previo a la cuestión del reparto y se debería estudiar. Se pueden plantear algunas hipótesis al respecto.

Las causas de la inercia

¿Por qué persiste esta apropiación por parte de los hombres del trabajo «trabajo doméstico» de las mujeres? Podemos preguntarnos por la naturaleza de los imperativos, esto es, las instituciones y los mecanismos sociales que permiten la apropiación por parte de los hombres del trabajo doméstico y más ampliamente familiar de las mujeres en el matrimonio e incluso después del matrimonio, puesto que son las mujeres divorciadas quienes asumen todo el trabajo que necesita los hijos de la pareja.

Ahora que los imperativos legales han desaparecido, algunas personas se preguntan si no hay que volver a las explicaciones psicológicas, a la hipótesis de una complicidad de las mujeres con la dominación masculina, al papel del amor. Sin embargo, antes de volver sobre estos extremos hay que considerar el papel de las instituciones: el Estado, el mercado laboral y la propia división sexual del trabajo y de los «papeles».

Tomando los temas en sentido inverso, revisemos brevemente los imperativos que llevan a la división sexual del trabajo en el marco de la cohabitación, algunos de los cuales son exteriores al marco familiar o conyugal y provienen del mercado laboral.

Matrimonio, heterosexualidad y división del trabajo

En primer lugar hay que identificar por una parte lo que favorece el matrimonio y por otra lo que en el matrimonio favorece la división sexual del trabajo, lo cual es otra manera de formular la cuestión de la confusión entre el trabajo necesario para el mantenimiento de uno y el trabajo necesario para el mantenimiento del otro.

La pareja es la única forma de vida aceptable en nuestra sociedad, que ya no conoce formas de familia extensa, pero conoce pocas formas diferentes de grupos primarios que podrían reemplazar a la pareja desde el punto de vista de la cohabitación cotidiana. Nos vemos obligados a constatar que para no quedarse solas se empuja a las personas a formar pareja, sobre todo heterosexuales, aunque ahora cada vez más también parejas homosexuales. No obstante, la «obligación de la heterosexualidad» (Rich, 1981) hace que la mayoría de las parejas sean heterosexuales. Hoy esta obligación de la heterosexualidad parece en parte basada, o reforzada, por el temor a la soledad.

En efecto, las mujeres no empiezan a vivir en pareja para vivir con personas que ganan más que ellas y beneficiarse de su nivel de vida o no solo por ello. Pero los hombres aportan a su pareja su ventaja en el mercado del trabajo y, a la inversa, las mujeres aportan a la pareja su desventaja: unos ingresos menores, una contribución financiera menor a los recursos del hogar. Estos factores objetivos e individuales son el marco de las negociaciones individuales que tienen lugar dentro de la pareja en lo que se refiere al denominado «reparto de tareas». De hecho estas negociaciones tratan de la cantidad de trabajo de la que se pueden descargar los hombres a costa de las mujeres: de la cantidad de trabajo de su mujer de la que un hombre se puede apropiar.

Entre los factores que explican la persistencia de la apropiación del trabajo de las mujeres, bajo la forma de «asignación» al trabajo doméstico, según la expresión de Chabaud, Fougeyrollas y Sonthonnax (1985), hay que citar en primer lugar… ¡el propio sistema de división sexual del trabajo! Esta denominación es incorrecta porque no implica solo una división técnica de las tareas, sino una jerarquía: es ante todo un sistema de explotación. Contrariamente a lo que piensan algunas, no es curioso que tanto las mujeres como los hombres acepten esta «división sexual del trabajo», esta jerarquía que hace que trabajen gratuitamente para los hombres. En efecto, para todos y todas división y jerarquía son sinónimo de la identidad de mujer y de hombre, forman parte del orden inmemorial y natural de las cosas, se dan por hecho.

Generalmente, e incluso en medios feministas, la ideología de la igualdad (y entiendo por ello la creencia de que salvo excepción voluntaria y consciente, se educa a los niños y a las niñas de la misma manera) impide ver hasta qué punto se inyecta una identidad de género en las personas desde su nacimiento. Esta identidad de género no es uniforme según los medios, los países, las regiones y las clases sociales, pero posee un amplio sustrato común, el que especifica las aptitudes, las calidades, las expectativas y los deberes de cada sexo. La identidad de género, que se administra muy pronto al bebé, no es distinguible de la identidad personal: «soy una niña» y «yo soy yo» no son dos conciencias diferentes; el género no es un atributo sobreañadido a una consciencia de sí mismo preexistente, sino una forma de armazón, el cuadro mismo de esta conciencia de sí mismo.

La división del trabajo según sexos tampoco es un aprendizaje que se hace tardíamente, sino que es consustancial a las «cualidades» y «rasgos» femeninos o masculinos. Para un hombre no es «natural» hacer determinadas cosas o desear hacerlas. Se considera con indulgencia a un niño pequeño que no quiere ordenar su habitación, lo mismo que a una niña pequeña que no quiere mancharse las manos con grasa del motor del coche. Cuando se aplica, el tratamiento «igualitario» se aplica por encima de este sustrato que se considera natural y sin ponerlo en tela de juicio.

Esta evidencia de la división del trabajo según los sexos (uno de los aspectos fundamentales del género) es lo que constituye la base de la buena conciencia de los hombres, que se sienten perfectamente justificados por esperar los servicios domésticos de las mujeres, hasta utilizar en algunos casos la violencia para obtener lo que se les debe. Al otro lado de la barrera del género, muchas mujeres, incluidas feministas, no consideran cómica la teoría (que en Francia destacan los socialistas) según la cual las mujeres están oprimidas por el «tiempo», un producto del que carecen de manera ineluctable y quizá incluso biológica. Esto demuestra hasta qué punto la mayoría de las mujeres vive el acaparamiento de su tiempo como un tipo de destino sin relación con los arreglos sociales y sin relación tampoco con «la mayor cantidad de tiempo» de sus cónyuges y compañeros.

No obstante, está a punto de emerger un hecho nuevo: se ve llegar a la edad adulta a algunas mujeres jóvenes que no solo rechazan la idea de que deben unos servicios a los hombres, sino que simplemente no la comprenden. Esta incomprensión es la que al final nos salvará porque ellas no tendrán que luchar, como sus madres, contra su propia indulgencia respecto a esta injusticia.

El otro factor importante de esta persistencia es que aunque en esta cultura sexuada y marcada por el género se empieza a poner en tela de juicio la idea de que las mujeres deben estar al servicio de los hombres, no se cuestiona la idea de que solo las madres o principalmente ellas deben ocuparse de los hijos. En la ley, la costumbre y, más generalmente, la cultura occidentales los derechos y los deberes relativos a los hijos corresponden al padre y a la madre de manera indivisa.

Sin embargo, las mujeres son quienes asumen lo esencial de los deberes relativos a los hijos en lo que concierne a los cuidados materiales que hay que prestares (lo que se denomina cuidados), su educación y su ocio. Si los hombres se benefician directamente de una parte del trabajo doméstico de las mujeres, sin embargo el cuidado de los hijos absorbe una gran parte de este, precisamente en la medida en que las mujeres aseguran su parte más la del padre. A pesar de esbozos de cambio en las responsabilidades materiales de los padres, en los horarios se constata que las mujeres conservan el monopolio de las tareas no gratificantes mientras que incluso los «nuevos padres» se reservan los juegos con los hijos.

Por otra parte, para una mujer ser madre es un elemento determinante de estatuto social, de respeto de su entorno, pero esta ventaja está mitigada por la sospecha que pesa sin cesar sobre ella de que no merece su estatuto, de que no es una madre suficientemente buena. A este respecto se ejerce una presión constante procedente tanto del entorno cercano y lejano, de los servicios sociales, como del Estado. En consecuencia, las mujeres no tienen verdaderamente los medios de presionar a su vez a su cónyuge para que haga su parte porque se interpreta como el deseo de «desvincularse» de los cuidados del niño y la prueba de que no son buenas madres.

El mercado laboral

No hace falta decir mucho sobre este tema: la «sobreexplotación» de las mujeres en el mercado laboral es bien conocida, incluso es uno de los temas mejor estudiados. También se ha discutido mucho la cuestión de su articulación con la extorsión del trabajo gratuito en el marco doméstico (véase entre otros Chabaud, Fougeyrollas y Sonthonnax, 1985; Walby, 1986, 1990; Delphy y Leonard, 1992). Todo el mundo está de acuerdo en que ambas explotaciones se apoyan entre sí de manera casi orgánica: son necesarias la una a la otra, pero el acento en términos de finalidad de sistema se pone unas veces en una y otras veces en la otra. Para esta discusión el aspecto más importante es la completa imbricación de ambos. Lo que se denomina discriminación contra las mujeres y que sería más justo denominar la «preferencia masculina» del mercado da al grupo de los hombres un primer privilegio evidente y lo pone en situación de extorsionar en casa el trabajo doméstico del otro grupo ya que la mayoría de las cohabitaciones se hace entre personas de grupos (de sexos) diferentes. Recíprocamente, las «cargas naturales» que para las mujeres constituyen el trabajo domestico gratuito efectuado todos los días a beneficio de una persona del otro sexo sirven para justificar la preferencia masculina de los empleadores.

El papel del Estado

Los sistemas del Estado favorecen la extorsión del trabajo patriarcal subvencionando a los hombres cuyas mujeres no tienen ingresos propios. Entre estos sistemas en Francia hay que citar de forma capital la Seguridad Social y la fiscalidad.

La Seguridad Social en Francia engloba el sistema de seguro de enfermedad y el sistema de pensiones o jubilaciones. En lo que concierne al seguro de enfermedad, el concepto de derechohabiente permite a una persona que trabaja y, por tanto, que cotiza obligatoriamente a la Seguridad Social (y con frecuencia a una mutua suplementaria que generalmente también es obligatoria) hacer que su cónyuge y sus hijos se beneficien del mismo seguro de enfermedad: uno para ellos y otro para su mujer (más si tienen hijos, pero eso es otra cuestión). Por supuesto, en los textos este privilegio no tiene distinción de género: en teoría, una mujer que trabaja y cotiza también puede obtener un seguro de enfermedad gratuito para su marido que no trabaja. Pero el concepto de derechohabiente no se inventó en ese espíritu: se hizo para las personas que dependían del cabeza de familia, y tanto en los hechos como en la mentalidad de los legisladores, los hombres casi nunca dependen de una mujer.

La fiscalidad francesa, por su parte, utiliza el sistema del cociente conyugal. En este sistema la declaración de los ingresos de un hogar de personas casadas (no todas las personas que habitan juntas forman necesariamente un hogar en el sentido fiscal) se hace globalmente: se suman todos los ingresos de las personas que componen el hogar. A continuación se calcula la base imponible sobre la base de las partes. Cada adulto cuenta como una parte. Así, la renta real de un soltero se divide por uno: indivisa. La renta real de una pareja, compuesta por la renta de la mujer más la del marido, se divide por dos. En una pareja en la que ambos cónyuges (o las dos personas que cohabitan) trabajan, si la mujer gana 40 y el hombre 60, la renta total es 100. La pareja tiene dos partes: esta renta se divide por dos para obtener la base imponible, que es de 50. Se gravará al hogar sobre una renta de 50.

Se supone que este sistema es «neutro» en lo que se refiere al trabajo de la mujer (se supone que paga lo mismo tanto si su declaración es individual como si está incluida en la del hogar). En cambio, cuando uno de los dos cónyuges no tiene renta (en general cuando el hogar está compuesto por un hombre que trabaja y una ama de casa) se ve claramente la ventaja fiscal del hombre casado respecto a todos los demás contribuyentes. Si el hombre o la mujer soltera ganan 100, pagan impuestos sobre 100. Si el hombre «que mantiene» a una ama de casa gana 100, paga sobre 50. La palabra mantener puede chocar: si embargo, Hacienda divide su base imponible por dos porque este hombre tiene una personas adulta «a cargo», «dependiente». Se ve también que este sistema de cociente conyugal se mofa del principio de progresividad del impuesto: se grava al contribuyente sobre la mitad de su renta real, por consiguiente, cuanto más elevada es su renta, más alta es también su mitad y, por tanto, más alto es su ahorro de impuestos. Por otra parte, esta división por dos de su renta le hace «descender de grupo impositivo».

Así, si el grupo impositivo de 50 a 100 se grava al 40% y el cociente conyugal hace descender la base imponible a 50, mientras que el grupo de 20 a 50 solo se grava a 25%, no sólo la base de la tributación es inferior (es la mitad de la renta real), sino que la tasa de impuestos es menor. Para los hombres que tienen unas rentas elevadas este ahorro es considerable: en 1985 el máximo era unos 50.000 francos al año, el equivalente a un salario mínimo (Navarro, 1987). Estos regalos de Hacienda a los hombres casados cuya mujer es ama de casa están financiados (el 25% de las mujeres son amas de casa; INSEE, 2003); los contribuyentes que subvencionan a los hombres casados son todos los demás, es decir, el conjunto de mujeres que trabajan fuera de casa y los hombres solteros.

Un tercer sistema del Estado, que en Francia también forma parte de la administración de la Seguridad Social, contribuye al mismo objetivo. Se trata del sistema de pensiones o jubilaciones, y en particular de las llamadas pensiones de reversión por el que a la muerte de uno de los cónyuges, el cónyuge superviviente sigue cobrando la pensión del difunto hasta un total de la mitad de su importe y bajo el límite de recursos. Este sistema tampoco hace distinción de género en los textos, pero el legislador pensaba en las mujeres y son las mujeres quienes se siguen «beneficiando» hoy de él, no solo porque las mujeres viven más tiempo que los hombres, sino más fundamentalmente, es decir, de manera intrínseca al sistema, porque en general los hombres tienen una jubilación propia que supera el límite de recursos autorizado para cobrar la pensión de reversión, mientras una gran proporción de mujeres jubiladas o que llegan hoy a la edad de la jubilación, o bien no ha trabajado y cotizado nunca, o han trabajado y cotizado de manera intermitente y con frecuencia por unos salarios muy bajos: la suma de carreras muy incompletas con el nivel medio del salario de las mujeres hace que su propia jubilación, cuando la tienen, sea tan pequeña que la pensión de reversión es indispensable para su supervivencia.

La Seguridad Social en su conjunto y en particular la extensión del seguro de enfermedad a las personas dependientes del cabeza de familia, así como el sistema fiscal que «favorece» la vida familiar (sic) se consideran unas conquistas sociales de mediados del siglo veinte. Estos sistemas forman parte del conjunto más vasto de lo que se denomina el Estado de bienestar y de unos logros amenazados por el neoliberalismo y que hay que defender, como todos los logros.

Pero precisamente sobre lo que es urgente reflexionar es sobre este calificativo de «logro» (es decir, de algo benéfico), concerniente a los subsistemas brevemente descritos más arriba. ¿Para quién y para qué son benéficos? Hay que analizar con qué objetivo se establecieron, qué resultados producen y a qué precio. Se establecieron para dar una protección mínima a las mujeres que no trabajaban, es cierto. Pero al hacerlo, también hacen más fácil a las mujeres no trabajar y, por lo tanto, seguir trabajado gratis para su marido. Esta protección no la paga el marido sino el conjunto de los demás trabajadores. Una parte de la cotización de cada uno va al mantenimiento del sistema patriarcal. Y es que en estos hogares en los que uno trabaja mientras la otra es ama de casa, son los hombres quienes son mantenidos, no las mujeres.

Y, ¿qué efectos tiene al final de la vida esta subvención dada a los hogares para que la mujer «no tenga que trabajar fuera»? La explotación económica de las mujeres, grave durante toda su vida, es particularmente dramática en el momento de la jubilación. En 1997 las mujeres de 60 años y más cobraban una media de 5.034 francos al mes, frente a los 8.805 de los hombres (estas cifras se han obtenido de Joëlle Gaymu, 2000). Una viuda de cada cuatro no había trabajado nunca y solo cobraba una pensión de reversión. Las trayectorias profesionales de las mujeres, cuando las tienen, duran una media de once años menos que las de los hombres. Las que tienen carreras completas solo son un 39% de su clase de edad (un 85% en los hombres) y el hecho de recibir un sueldo más bajo durante su vida activa, incluso cuando esta ha tenido una duración igual a la de los hombres, hace que su pensión media sea de 6.600 francos al mes frente a los 9.300 de los hombres. De las mujeres que llegarán a la edad de la jubilación en 2010 menos de la mitad tendrán una jubilación de tasa plena. En esta clase de edad que tiene hoy entre 52 y 56 años, un 18% no ha trabajado nunca o dejó de hacerlo precozmente. No tendrán ningún derecho propio y dependerán del marido o, si está muerto, de su pensión de reversión.

Las políticas «sociales» o «familiares»

Estas políticas comprenden el conjunto de los equipamientos sociales, guarderías y jardines de infancia, pero también los horarios escolares, la supervisión de los niños fuera del horario infantil y las diferentes subvenciones, que son muy numerosas y tienen por objetivo responder a situaciones precisas, como las de los padres solos, las de las mujeres separadas o divorciadas, etc.

También aquí hay que plantearse varias preguntas. Por ejemplo, el subsidio de «padre aislado» se creó porque solo se paga un tercio de las pensiones que los padres divorciados deben a los hijos. Se supone que el Estado recupera el dinero de esos padres. Pero en la mayoría de los casos es imposible. Entonces, ¿quién paga?

Las guarderías y jardines de infancia: se considera que están al servicio de las mujeres, que están hechas «para las mujeres». La sociedad considera que la parte que paga el Estado es un regalo que se hace a las mujeres. Por lo que se refiere a la parte que no es gratuita, también se deduce únicamente del salario de la mujer y no de la renta del hogar, no oficialmente, sino en la contabilidad interna de las parejas. Los hogares consideran que lo que se sustituye es el trabajo de las mujeres y que esta sustitución se debe pagar del salario de las mujeres y que, por lo tanto, las mujeres pagan esta sustitución con «su» trabajo. Pero en realidad las guarderías y jardines de infancia sustituyen una parte del trabajo de los padres. Las mujeres hacen su parte, los hombres no. Por consiguiente, lo que realizan los equipamientos sociales es la parte de estos últimos. ¿Por qué habrían de pagar los contribuyentes la parte de los padres financiando estos equipamientos?

¿Quién paga? ¿A quién beneficia?

Un ejemplo para aclarar este punto. Admitamos que un niño consume 100 horas de trabajo: 50 «doméstico» (hecho en casa) y 50 «socializado» (guardería). Los padres pagan la mitad de estas 50 horas de trabajo «socializado»: el coste es de 25. La pareja paterna asume, por lo tanto, conjuntamente 75 de la totalidad del trabajo necesario. Pero, ¿cómo? Cada padre debería contribuir con 32,5. De las 50 horas de la «casa», la mujer hace 40 y el hombre 10. Aunque admitamos que ambos contribuyen igual (lo que no es el caso), de la mitad que se paga del 50 «socializado», la parte total de la mujer es de: 40+12,5, es decir, un 52,5% del total; la parte del hombre (siempre en horas) es de 10+12,5: un 22,5% del total; la parte del Estado (por consiguiente, de los contribuyentes) es de 25% y no beneficia de ninguna manera a la mujer, sino que va enteramente al hombre, cuyo déficit de trabajo doméstico compensa (y todavía no completamente en este ejemplo).

También se puede considerar que se debe socializar una parte de las cargas de los hijos, efectuada por la sociedad y, de hecho, este es el caso en general. Pero, ¿qué parte? ¿Hasta qué punto se quieren socializar los cuidados de los hijos, la educación y el cuidado de los hijos? ¿Qué parte se calcula que deberían conservar los padres? Y, ¿en qué medida la colectividad debe indemnizar a los padres del tiempo y de los esfuerzos dedicados al cuidado y educación de los hijos cuando estos padres conservan el control de ello? Estas son las discusiones (una sobre la socialización de la crianza, otra sobre la carga financiera de la crianza privada de la que se debe encargar la colectividad) que no se pueden eludir cuando se habla de equipamientos sociales.

Muchas subvenciones ocupan el lugar de padres que fallan, en tiempo o en dinero, compensado el tiempo o el dinero que ellos no dan. ¿Alivia esto a las mujeres? No. Son de sobra conocidas la carga de trabajo y la pobreza de las madres solas. Esto alivia a los hombres de los deberes que tenían. Lo que se subvenciona es la capacidad de los hombres de dedicar todo su tiempo a su trabajo o a su ocio sin que ello les cueste nada desde el punto de vista pecuniario.

Los elementos de la ecuación y los dominios posibles del cambio

Se explota a las mujeres en el mercado laboral de dos maneras complementarias y no mutuamente exclusivas, aunque generalmente sucesivas en el curso de su vida: o bien excluyéndolas de él o bien incluyéndolas en él en unas condiciones discriminatorias. Están explotadas en su hogar por la obligación de realizar un trabajo gratuito para su cónyuge y/o para los hijos, y por la ausencia de derechos propios al seguro de enfermedad y a la jubilación mucho tiempo después de que el divorcio o la muerte haya disuelto las uniones y de que los hijos se hayan ido. Nada de esto sería posible sin que el Estado lo tolerara, ya se trate de la ausencia de derechos propios o de la discriminación en el mercado laboral.

Es más, nada de esto sería posible sin que el Estado lo fomentara omitiendo, por ejemplo, considerar el trabajo de las esposas de trabajadores independientes como lo que es es, una forma de trabajo en negro. Como este trabajo no es fundamentalmente diferente del trabajo doméstico, se puede considerar que el conjunto del trabajo familiar en el modo de producción patriarcal es una forma de trabajo en negro. El Estado hace más que fomentar este sistema, lo subvenciona. La Seguridad Social paga el seguro de enfermedad de las amas de casa en vez de sus maridos que explotan su trabajo y paga la jubilación de las mujeres que «no trabajan» por medio de las pensiones de reversión, también en vez de sus maridos. Todos estos gastos, que representan una gran parte del famoso «agujero de la Seguridad Social», los soportan el resto de las y los contribuyentes: en particular las mujeres que trabajan pagan por ayudar a la explotación de las demás.

Por medio del cociente conyugal Hacienda regala a los hombres unas cantidades que les permiten tener «una ama de casa». También en este caso, dado que el Estado no fabrica moneda falsa (como nos repite con razón) y dado que lo que da por una parte lo tiene que tomar de otra, quienes pagan son los demás contribuyentes, fundamentalmente las mujeres «activas».

Todo este dinero se podría emplear para garantizar la independencia económica de las mujeres pero cuando menos podemos exigir que no se gaste para garantizar su dependencia y su explotación. Cuando menos podemos pedir que el Estado deje de subvencionar el sistema patriarcal.

Las soluciones propuestas hasta el momento, incluidas las de las feministas, han brillado por su timidez y, sobre todo, por su negativa a poner en tela de juicio las ventajas adquiridas de los hombres. Las reivindicaciones se dirigen a los patronos o al Estado, nunca a los hombres. En el norte de Europa algunas feministas proponen reconocer el trabajo doméstico de las mujeres asegurando a las madres un ingreso garantizado. Es también la tendencia de muchos Estados y se realiza en parte en Alemania.

Este tipo de solución no es bien vista en Francia, las mujeres quieren trabajar. Desde hace veinte años el Estado habla de «conciliación del trabajo y la familia» únicamente para las mujeres (véase entre otros Delphy, 1995 y Junter-Loiseau, 1999). Tan recientemente como en abril de 2003, un ministro francés declaraba al anunciar nuevas medidas para el cuidado de los niños de poca edad que quería permitir trabajar a las francesas (aparentemente los padres hombres no tienen problemas para trabajar fuera del hogar). La conciliación es hacer que la combinación del trabajo remunerado con las tareas domésticas sea más fácil para todas las mujeres. Si se siguiera esta vía se llegaría a la situación de la antigua República Democrática Alemana (RDA), donde trabajaban todas las mujeres: el 90% de las mujeres, la misma cantidad que los hombres.

¿Son satisfactorias estas soluciones, ya sean propuestas o llevadas a cabo? O, mejor, ¿para quién son soluciones? A menudo se tiene la impresión de que para los políticos o incluso para las interesadas los equipamientos sociales sustituyen al trabajo doméstico. Pero es totalmente falso. Las guarderías u otros «equipamientos sociales» solo se ocupan de los niños durante las horas de trabajo (además, nadie pide que hagan más, por ahora nadie desea que los niños sean educados totalmente en las instituciones). Los niños vuelven de la guardería (y no solos). Los niños comen y también los adultos. En efecto, los equipamientos sociales permiten a las mujeres dejar la casa para ir a trabajar fuera durante parte del día. No sustituyen el trabajo que queda por hacer cuando los adultos vuelven del trabajo y los niños de la guardería o de la escuela. «Permiten» trabajar a las mujeres, pero no reducen el trabajo de la casa. Por lo tanto, el problema del trabajo doméstico sigue existiendo.

El bien documentado aumento del trabajo del mujeres en el exterior (véase, por ejemplo, Laufer, Marry y Maruani, 2001) no ha producido por sí mismo un nuevo reparto del trabajo doméstico: las cifras son las mismas desde hace 50 años. La técnica no disminuye las horas de trabajo doméstico, casi al contrario porque algunas tareas, como la limpieza, han aumentado en cantidad absoluta.

Es una hipótesis que hay que tomar en serio. Sin duda es lo que ocurría en la RDA antes de la reunificación de Alemania. Todas las mujeres trabajaban y todos los niños tenía un lugar en la guardería a partir de un año. Sin embargo, las mujeres se distribuían en el mercado laboral exactamente como en Europa occidental, hacían todo el trabajo doméstico y se ocupaban de todo el cuidado de los niños, porque tampoco ahí los niños dormían en la guardería. Las feministas de la Alemania del Este antes de la reunificación hablaban no de la doble jornada, sino de la triple: trabajo asalariado, trabajo doméstico y cuidado de los hijos (Marx Ferree, 1996).

Debemos tener en cuenta los resultados de esta experiencia, que llevó hasta el final la «política de conciliación» hoy predicada en Occidente. La antigua Alemania del Este fue una experiencia de laboratorio a tamaño natural: ahí se llevaron a cabo todas las reivindicaciones habituales de las feministas.

¿Qué lecciones sacaron las alemanas del Este y qué lecciones podemos sacar nosotros?

Por una parte y de una manera que puede sorprendernos, una gran parte de las alemanas del Este tenían envidia de las alemanas del Oeste, que no tenían que trabajar fuera, eran madres amas de casa a tiempo completo gracias a la ausencia de guarderías, de escuelas maternales, de comedores sociales en primaria y a la existencia de un subsidio de maternidad. Lo que les daba envidia es que estas mujeres, como las amas de casas en Francia, «solo» hacen 50 horas de trabajo a la semana. En efecto, la única situación en la que una mujer con hijos trabaja menos de 70 horas a la semana es cuando es ama de casa.

La situación de la RDA debe hacernos ser consciente de que nuestra situación aquí es de doble filo: en efecto, el trabajo es la única vía de independencia y es la vía que las mujeres en Francia han tomado y toman. Pero es una vía extremadamente costosa en trabajo y en cansancio físico y moral. La doble jornada de las mujeres las lleva al borde del agotamiento. Este agotamiento puede desembocar en una cólera que les lleve a exigir el «reparto de tareas». Pero, ¿qué deben exigir y cómo? ¿Cuáles son sus posibilidades de negociación en el hogar? No son nulas, pero son débiles. Las mujeres se cansan de estar en conflicto permanente (Cresson y Romito, 1993), porque no hay nada más duro que luchar contra un individuo que te opone una fuerza de inercia y un chantaje implícito o explícito: «Hay muchas mujeres solas que me tomarían tal como soy».

El agotamiento también puede llevar a abandonar: a aceptar un trabajo a tiempo parcial o a buscarlo. Con el trabajo a tiempo parcial aumenta la dependencia del salario del cónyuge, y también la cantidad y, sobre todo, la legitimidad del trabajo doméstico. El agotamiento también lleva a aceptar medidas como el APE [siglas en francés de Subsidio Parental de Educación], (que en Francia se va a extender al primer hijo mientras que por el momento solo concierne a dos o más hijos), las cuales empujan a las mujeres fuera del mercado laboral y aniquilan el grado de independencia adquirida antes. Cuando la cantidad de horas de trabajo que realiza una mujer hace que no solo sea imposible cualquier ocio sino que llega casi al límite psicológico, nos encontramos en una situación en la que todo es factible. ¿Quién dice que un tribuno o un gobierno de derecha no podría hacer la oferta de un salario maternal consecuente que hiciera volver atrás a todas las mujeres, solo para no trabajar como animales?

Otra de las lecciones de la antigua RDA es que no se deben pedir los equipamientos sociales «para las mujeres», considerados como algo que sustituya su trabajo. Porque no es un regalo. Las medidas «para las mujeres» se utilizan contra ellas, como descubrieron las mujeres de la RDA. Ahora bien, la cuestión de la «conciliación» ocurre entre las mujeres y el Estado, las mujeres y los sindicatos, las mujeres y los patronos. La «conciliación» no concierne en absoluto a los hombres. Haya o no equipamientos sociales, su situación no cambia por ello: su derecho al trabajo sigue estando asegurado, lo mismo que su derecho a no hacer nada en casa. Para que estas medidas no sean unos regalos envenenados, unos regalos pagados, sería necesario que la demanda viniera de los hombres tanto como de las mujeres y acabamos de ver que ellos no tienen ninguna motivación para hacerlo. Me parece que lo que demuestra este callejón sin salida es que los hombres no pedirán nada mientras no sea asunto suyo y esto no será asunto suyo mientras no tengan nada que ganar con estas medidas sociales. Ahora bien, para que tengan algo que ganar, sería necesario que perdieran con su ausencia. En otras palabras, sería necesario que el reparto de tareas precediera a la demanda de equipamientos.

¿Cómo imponer el reparto?

Nos encontramos de nuevo en la «casilla de salida». Hay algo de aterrador en tratar con determinación la cuestión del reparto de tareas. En primer lugar, porque no se sabe por dónde empezar, cómo abordar esta desigualdad resbaladiza que pertenece al dominio de lo «privado» y a propósito de la cual no se puede legislar (¿o se podría si se quisiera?). ¿Es más fácil la tarea cuando, como en mi caso, en teoría se convierte esto si no en la base del sistema patriarcal al menos en uno de sus elementos fundadores? Al contrario, la tarea solo se vuelve más ardua. Y es que por definición un sistema es un todo en el que cada elemento aislado por el análisis, en la realidad está tan intrincado con los demás que es casi imposible desenredar la bobina y, para empezar, es casi imposible asir un hilo que permita desenrollar toda la madeja. Cuanto más se estudia un fenómeno y cuando más se capta su carácter complejo menos (de una manera que solo aparentemente es paradójica) se considera que se es capaz de decir cuáles serían las acciones susceptibles de ponerle fin.

Pro consiguiente, emprendo con una gran ambivalencia la tarea de localizar algunas pistas. Me parece ingenua la idea misma de que puede haber un camino para empezar a entrar en la gran bola redonda y cerrada que es un sistema. Y, sin embargo, existe el deber de encontrar alguna fisura en la roca, alguna presa para tomar al asalto la ciudadela que es el patriarcado y más vale correr el peligro de equivocarse actuando que el de tener razón en silencio porque, como decía mi madre, «solo quienes nunca hacen nada no se equivocan nunca».

Los hombres como grupo extorsionan tiempo, dinero y trabajo a las mujeres gracias a múltiples mecanismos y en esta medida es en la que constituyen una clase. La situación actual de las mujeres en todos los países occidentales es que la mayoría de ellas cohabita con un hombre (con un miembro de la clase antagonista) y en esta cohabitación es donde se realiza una gran parte de la explotación patriarcal, no toda, ya que las mujeres que no cohabitan también están explotadas. En general las mujeres que cohabitan no viven su situación en términos de explotación (en términos de sistema), pero ven que los hombres les deben tiempo y dinero, y querrían recuperar esta deuda. Hemos visto que no logran hacerlo individualmente, en el marco de las «negociaciones de pareja» que tanto elogian determinadas autoras. Reclamar la deuda no es posible en el marco de la pareja. Hay que señalar que también parece imposible a nivel militante: es tan posible al movimiento feminista decir que las mujeres están oprimidas como se rechaza que los hombres gocen de privilegios, por definición indebidos, y que hay que despojarles de ellos. Las soluciones propuestas consisten generalmente en tratar de encontrar un tercero que pague el cual va a igualar la situación de ambos grupos a la alta de manera que el cambio sea beneficioso para las mujeres sin que sea perjudicial a los hombres. Ahora bien, como se ve en la actual discusión sobre las jubilaciones, eso es imposible: si no se quiere que paguen las asalariadas, entonces debe pagar la patronal y viceversa.

El movimiento feminista debe tener por fin la osadía de decir que los hombres tienen demasiado, en todos los casos más que su parte

Pero, ¿es posible deshacer el resultado último de un sistema sin atacar las bases del sistema? ¿Se puede atacar solo los resultados tal como se padecen y se perciben: la deuda de los hombres? Es una situación más general tanto en política como en medicina y, en última instancia, en todas las situaciones que se quiere modificar sin poder atacar por ello su etiología. No se puede resolver aquí esta cuestión que en definitiva es más filosófica que política. Se puede, en cambio, tratar de suprimir algunos elementos que sostienen el sistema sin poder predecir qué efecto tendrá eso. Pero, ¿cuáles?

La negociación no funciona; las mujeres comparten con los hombres la noción de que el tiempo de los hombres es más precioso, aporta más valor que el tiempo de las mujeres. La experiencia cotidiana se lo confirma ya que pueden ver que a su compañero se le paga más que a ellas por el mismo tiempo de trabajo. Por último, el trabajo doméstico no se considera un verdadero trabajo, sino algo que carece de valor. Se considera algo que forma parte de la naturaleza de las mujeres, que forma parte de sus obligaciones porque forma parte de ser de una mujer. Y ser una mujer es lo menos que se puede exigir a una mujer. Así, la situación está bloqueada por el momento ahí donde se ejerce la extorsión del trabajo familiar, en las relaciones individuales.

La misma capacidad de inercia demuestra el sistema hermano, el otro pilar de la explotación económica de las mujeres, el mercado laboral, estrechamente unido al sistema propiamente doméstico. Resulta sorprendente comparar las estadísticas de un país europeo con otro. Sean cuales sean las leyes en contra de la discriminación e incluso ahí donde existen (lo que no es el caso de Francia, que tiene textos, pero no se penaliza su violación) las diferencias de salarios son las mismas y permanecen constantes a medio e incluso a largo plazo (Silvera, 1996). Unos cambios en el mercado laboral y la recuperación por parte de las mujeres de los puestos y de los salarios que se les roban conmocionaría la situación doméstica… si tuvieran lugar y si se supiera cómo provocarlos. Pero por el momento, también esta vía parece cerrada. Puesto que tanto la entrada por medio de las negociaciones individuales como la entrada a través del mercado dan tan pobres resultados, quizá sea el momento de volverse a los coadyuvantes institucionales y en particular estatales del «no reparto de tareas», eufemismo que designa la explotación del trabajo familiar de las mujeres.

Eliminemos para empezar la demanda ilusa, basada en un análisis falso, según la cual habría que reducir el tiempo de trabajo de los hombres. Esta demanda se sigue haciendo y es el argumento que han utilizado en Francia determinados grupos militantes, como los sindicatos o las asociaciones de parados, para justificar de manera «feminista» la reducción del tiempo de trabajo (las «35 horas»). Hemos visto que a los hombres no les falta tiempo, sin duda no más que a las mujeres. Hacer esta demanda es sobreentender que las mujeres pueden trabajar 80 horas a la semana (es la media actual real), pero que los hombres no podrían trabajar 60 horas (que sería la media de los hombres y las mujeres si los hombres hicieran su parte). Este argumento incorpora sin decirlo un deseo de conservar los privilegios masculinos y se parece enormemente al argumento patronal según el cual es necesario que los beneficios se multipliquen por dos antes de que los salarios se multiplique por 1,3: «Te daré cinco cuando yo tenga 10 francos».

Y además, en el estado actual de cosas, ¿hasta dónde habría que reducir el tiempo de trabajo de los hombres? Habría que reducirlo a nada. Y es que solo cuando los hombres están en paro hacen su mitad del trabajo doméstico (Cécile Brousse (2000: 94) indica que la parte cotidiana de los parados asciende a dos horas y media de más que la de los activos ocupados). Lo que se cuestiona realmente no es el tiempo de trabajo de los hombres, sino su tiempo libre y nadie quiere tocarlo. Se llega a los límites de la combatividad de las mujeres e incluso de las feministas. Pero si las mujeres quieren trabajar menos, será necesario que los hombres trabajen más en casa y ello sea cual sea el tiempo del trabajo asalariado.

¿Qué queda en la lista de los factores que determinan lo que se denomina el no reparto de las tareas domésticas, en qué se puede actuar? Queda lo que es del dominio de las políticas públicas, lo que es más sensible a la acción política. Hay, pues, tres grandes dominios, el sistema de protección social (seguro de enfermedad y pensión), el sistema fiscal y el conjunto de las prestaciones sociales, que se deben analizar y corregir desde el punto de vista de su papel en el mantenimiento del patriarcado.

Por el momento, el Estado paga una parte de la deuda de los hombres. En efecto, el Estado no disminuye la carga de trabajo doméstico de las mujeres ni su carga financiera. Hace posible el trabajo pagado de las mujeres sustituyendo una parte del trabajo y del dinero con los que los hombres debería contribuir a las tareas. Permite a las mujeres una medida de independencia económica, medida relativa aunque de una importancia sobre la cual no se insistiría suficiente. Sin embargo, haciendo de esta manera la parte de los hombres libera el tiempo de estos: para el trabajo pagado, para el ocio, la creatividad y la televisión. También mejora su nivel de vida, les permite tener dos familias consecutivas, tener nuevos hijos cuando se vuelven a casar.

Podemos preguntarnos si proponer más equipamientos y más subsidios no es también proponer que se irresponsabilice aún más a los hombres, que se les subvencione aún más. Por otra parte, las ayudas del Estado hacen posible que algunas mujeres, aunque hoy sean pocas, no dependan de un hombre para educar a un hijo o a varios. Entonces, ¿cómo hacer para que los hombres asuman igualmente su parte, sin imponer a nadie la cohabitación, ya sea heterosexual u homosexual?

Se podría enunciar de la siguiente manera una nueva regla para las parejas que ya cohabitan: si los hombres no quieren hacer su parte del trabajo doméstico, entonces es necesario que la paguen, en vez de que sea el resto de la sociedad quien la pague.

Hemos visto que gran parte de las mujeres tiene unos derechos derivados a la sanidad y a la jubilación. Pero la forma habitual de plantear la cuestión de los derechos propios de las mujeres no llega a la raíz del problema, que es la explotación patriarcal, y propone unas soluciones, vía unos derechos universales, que no hacen pagar a los beneficiarios, los hombres. Por una parte, estas «soluciones» no modifican en nada los factores estructurales gracias a los cuales los hombres están en situación de beneficiarse del trabajo gratuito de las mujeres y por otra mantienen o agravan la carga de la colectividad. Y la colectividad tiene la impresión de consentir estos sacrificios para «contentar» a las mujeres y hacérselo pagar.

Lo que podría ser objeto de una reivindicación, no en lugar de un sistema de protección social basado en la universalidad de los derechos, sino complementándolo, es la supresión de todas las ventajas que los hombres que tienen a una mujer en el hogar:

– las ventajas salariales: en igualdad de condiciones se paga más a los hombres casados que a los solteros.

– las ventajas sociales: el estatuto de derechohabiente de las esposas permite a los hombres casados obtener dos coberturas sociales al precio de una sola cotización. Sería necesario que los hombres casados cuya esposa no trabaja paguen dos cotizaciones de seguro de enfermedad y de jubilación.

Además, sería normal que estas mujeres fueran asalariadas de su marido, como es el caso en Alemania para las esposas de trabajadores independientes, el 90% de las cuales son asalariadas de sus maridos y, por lo tanto, tienen todas ellas las protecciones de los asalariados: no solo el salario, sino la protección social completa, enfermedad y jubilación. Esto es vital para las esposas de independientes y de agricultores, que se hunden en la miseria cuando su marido muere o se divorcia, y que debería extenderse a todos los países de Europa. Pero no hay ninguna razón de distinguir entre estas mujeres que ayudan a sus maridos en su profesión y aquellas cuyo marido consume toda la producción en vez de vender una parte de ella: todas las mujeres «inactivas» son quienes deberían recibir un salario de su marido o compañero. Por el momento no solo los hombres no pagan el trabajo de su esposa, que ellos utilizan como trabajo doméstico o como trabajo profesional, sino que el Estado le paga una buena parte del coste de mantenimiento de esta mujer. Evidentemente, la obligación de pagar el salario de una esposa «inactiva» se debe asociar a la erradicación de la ayuda del Estado. Sin esta ayuda la mayoría de los maridos no podrían pagar el salario de su mujer. Esto no garantizará que ellos hagan su parte del trabajo doméstico, pero garantizará que si no pueden pagar un salario a su esposa, no puedan «mantenerla en casa». Las mujeres que hoy se consideran inactivas (ya sean amas de casa a tiempo completo o ayudantes de sus maridos) recibirán de todas maneras un salario, de sus maridos o de otro empleador, y podrán disfrutar de una medida de independencia financiera. El derecho al trabajo (entiéndase «al empleo remunerado») garantizado por la Constitución francesa sería por fin una realidad.

– las ventajas fiscales: hemos visto que la sociedad pagaba hasta 50.000 francos al año en 1985 (el equivalente a un sueldo) a los hombres cuya esposa no trabajaba gracias al sistema del cociente conyugal. Para las mujeres esta subvención es una «desincitación» a trabajar y, por lo tanto, una incitación a permanecer en la dependencia. Por el contrario, sería deseable conceder una desgravación fiscal a las parejas en las que ambas personas tienen un empleo.

También habría que replantearse los subsidios y los servicios colectivos existentes: ¿El trabajo de quién sustituyen? ¿A quién sirven? ¿Quién debería hacer este trabajo? ¿Quién debería pagarlo? Cuando un servicio o una prestación sustituye ya sea en especie o en dinero la parte de los hombres, entonces este servicio o esta prestación no beneficia a las mujeres, para quienes es un juego en el que unos ganan a expensas de los demás. En cambio, la sociedad subvenciona el ocio de los hombres, pero también su disponibilidad para el trabajo remunerado. Por consiguiente, las mujeres pagan por partida doble, si no triple, estas prestaciones y servicios: ellas pagan la parte no subvencionada (por ejemplo, las guarderías), pagan el trabajo doméstico y pagan en discriminación en el mercado laboral. Hoy se sabe lo suficiente sobre el reparto de las tareas domésticas en las familias de todo tipo: se sabe lo que hacen las mujeres, también se sabe lo que no hacen los hombres; en resumen, se sabe lo suficiente como para establecer un sistema por medio del cual se penalice financieramente a los hombres que no hagan su parte.

En un momento en el que no solo «el ascensor social» está averiado, particularmente en lo que concierne a las relaciones patriarcales, y en el que la situación económica de las mujeres en el mercado laboral se degrada a consecuencia del neoliberalismo y del efecto de cambio de tornas antifeminista más general en todos los dominios, aquí no se plantean sino algunas sugerencias para relanzar unas acciones reivindicativas. Me parece importante retomar la iniciativa al menos en algunos dominios cuando en muchos, ya se trate de la violencia o del marcado laboral, se ponen en tela de juicio, a veces ferozmente, los pocos logros de treinta años de lucha feminista y cuando las fuerzas feministas sobre el terreno no llegan siempre a impedir graves derrotas, al tiempo que padecen la desmoralización que se desprende el hecho de estar a la defensiva.

Christine Delphy

2003

[Traducido del francés para Boltxe Kolektiboa por Beatriz Morales Bastos.]

Fuente: http://lmsi.net/Le-travail-menager-...

Nota de lmsi: Reproducimos este texto con la amable autorización de la revista Nouvelles questions féministes, donde se publicó originalmente en 2003 (volumen 22, n° 3, Editions Antipodes), con el título de «¿Por dónde atacar un “reparto desigual” del trabajo doméstico?».

Obras citadas

Brousse, Cécile (2000): «La répartition du travail domestique entre hommes et femmes», en Michel Bozon y Thérèse Locoh (Eds.), Rapports de genre et questions de population, I. Genre et population, nº 84 (pp. 89-106), INED, París.

Chabaud, Danièle, Dominique Fougeyrollas y Françoise Sonthonnax (1985): Espace et temps du travail domestique, Méridiens, París.

Cresson, Geneviève y Patrizia Romito (1993): «Ces mères qui ne font rien: la dévalorisation du travail des femmes», Nouvelles Questions Féministes, 13 (3), 33-62.

Delphy, Christine (1995): «Egalité, équivalence et équité: la position de l’Etat français au regard du droit international», Nouvelles Questions Féministes, 16 (1), 5-58.

Delphy, Christine y Diana Leonard (1992): Familiar Exploitation, a new analysis of marriage in contemporary western societies, Polity Press, Cambridge.

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Zaidman, Claude (1997): «Comment assurer un traitement égalitaire dans une situation d’inégalités?», Les Cahiers du MAGE, 3-4, 129-137. * La autora hace una distinción teórica y empírica entre el trabajo doméstico (travail ménager), el que hacen todas las mujeres, ocuparse de la casa y de los niños, y el trabajo familiar (travail domestique) que además incluye el trabajo paraprofesional de las mujeres que participan en el trabajo de sus maridos (agricultor, médico, mecánico, etc): trabajan en el campo, llevan la contabilidad, hacen de enfermera o de secretaria, etc. (N. de la t.)

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