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Divas, brujas y cantautoras, marujas y ‘superfans’

Sábado 24 de septiembre de 2016

El machismo y la supremacía masculina continúan presentes en la música popular mediática

Patricia Godes Público 17-09-2016

17 de Septiembre de 2016

El profesor ha llenado la pizarra de flechas, nombres y diagramas. Los alumnos le miran con los ojos a cuadros con tanta admiración como susto. Parece una fórmula complicadísima de alguna disciplina científica de alto calibre. No lo es.

Estamos recordando una secuencia del filme de 2003 School of Rock. El profesor es el actor cómico Jack Black interpretando al típico músico fracasado que se ha metido a dar clases para sobrevivir.

Fuera del universo de la ficción, el galimatías de términos y flechas de los estilos musicales sigue siendo la gran obsesión de los aficionados a la música. Dominar el organigrama de los estilos, subestilos y sus relaciones y transacciones incestuosas es considerado sinónimo de lo que normalmente se llama “saber de música”. Por lo general, la labor de la crítica consiste en poco más que encajar la música que suena en alguno de esos resbaladizos criptogramas que flotan en el éter sideral de la melomanía pasada por agua del siglo XXI. La obsesión por los estilos musicales tiene tanta fuerza que ha generado broncas, peleas y —en los 80— hasta muertes. Docenas, incluso centenas o millares, de nerdos de todo el mundo intentan ganarse la vida clasificando músicas y músicos. Entender de música moderna confiere, en nuestra sociedad, un aura de autoridad y puede llegar a ser una herramienta de ascensión social. Como los brujos en las sociedades primitivas, ese saber ignoto eleva al que lo posee hasta una estratosfera de fama y admiración que muchos persiguen con anhelo y que los que la poseen defienden a brazo partido.

La supremacía masculina en la música popular se da por supuesta en posiciones de poder como la crítica -profesional o doméstica- pero también en la manipulación de la historia musical femenina y la desvalorización de los méritos de las mujeres músicas o empresarias musicales y en la ridiculización del criterio musical de la mujer como consumidora.

En algún momento alrededor de 1969/70 empezó a aparecer en los discos un consejo estimulante: “Escuchar a todo volumen”. Era la época de la contracultura, cuando a los hippies les dio por creer que el mundo iba a cambiar porque ellos escuchasen a jóvenes blancos de pelo largo tocando escalas de blues a toda velocidad. Había surgido una escena de superhombres, héroes de las seis cuerdas, el electroimán y los parches Remo, a cuyo paso caían rendidas las mujeres más bellas, se acumulaban los milloncejos y temblaban los abuelitos. Por supuesto, ni las drogas, ni el alcohol ni el exceso de velocidad podían con ellos. La música de rock se había convertido en uno de los signos externos de la autoridad masculina y todo el mundo debía enterarse y oírla a muchos metros de distancia. Surge el mito de las groupies, delirio máximo de la más rancia supremacía machista.

A partir de ahora, un disco pasará a ser apreciado con el mismo criterio que se aplica a los cochazos: más caro, más grande, más rápido y más potente. Después de subir la regleta del volumen, se implantó la idea de la velocidad como valor musical. Hacia 1977/78, con la arribada del punk de boutique londinense, tocar rápido se convierte en canon de autenticidad musical y los músicos se desencajan las muñecas acelerando el tempo hasta lo ridículo. Las cajas de ritmos Roland permitieron que se pudiesen grabar patrones rítmicos a velocidades de más de 1.000 BPM (que el oído humano capta como un chirrido continuo y que hace a las mascotas salir corriendo y aullando). En cuanto a resistencia física, Bruce Springsteen, llamado The Boss, demuestra cada noche sobre el escenario que un mesías musical puede conseguir que la gente aguante de plantón un concierto suyo durante tres horas y 45 minutos. O más.

No nos olvidemos del precio. Durante décadas, los avances de la tecnología convirtieron la grabación de un disco en una inversión multimillonaria: desde los 500.000$ de A Night At The Opera que arruinó a Queen en 1975, hasta los cuatro millones que costó Garth Brooks in... The Life of Chris Gaines en 1999, grupos como Tears For Fears o Happy Mondays se habían acostumbrado a superar el millón de dólares en una grabación para no ser menos que los grandes dinosaurios del pasado. Esta mala costumbre se desplomó tal como los mismos avances tecnológicos abarataban aparatos que antes costaban verdaderas fortunas. Pero la vanidad del despilfarro como símbolo y herramienta de poder no se extingue por muchas generaciones que deshojen el calendario: en 2010, My Beautiful Dark Twisted Fantasy de Kanye West costó tres milloncejos de nada. El amor a las cifras exorbitantes se mantiene cuando se jalean las cantidades de asistentes a conciertos y festivales, ventas, incluso los precios pagados por entradas, discos y otros tipo de memorabilia musical.

“Raro” no es un término musical. Pero el criterio de exclusividad, el placer de disfrutar de un patrimonio privado al que no tiene alcance el común de los mortales y el desprecio a lo que todo el mundo conoce constituyen un botín particular que hace sentirse al que lo posee superior a los demás. También supone el arcano de sabiduría y conocimiento definitivo. A estas alturas, ya no deben quedar muchos artistas de mérito abandonados en la cuneta del recuerdo, pero el que conoce al grupo más raro se convierte en el chamán que detenta el poder y domina a la tribu.

En resumen: fuerte, rápido, grande, caro y exclusivo. Criterios de chulería y ostentación en vez de valores artísticos. Una canción, a palo seco o con una producción millonaria, sigue siendo la misma canción. Pero estamos ante símbolos de una masculinidad anticuada y grosera que nada tienen de musicales pero que han marcado la difusión y la valoración de la música desde hace décadas. No es extraño que las mujeres no tengan ningún interés en seguir o ejercer la crítica musical, pero no hay que pasar por alto, por ejemplo, que quien primero apoyó la revolución punk de 1977 en las revistas fue Caroline Coon a la vez que, dejando de lado los prejuicios, aplaudía entusiasmada las canciones más melódicas de Donna Summer.

Presencias anónimas

El protagonismo de la mujer en las músicas populares es evidente e indiscutible. En todos los países existe una mujer que representa con sus canciones lo mejor de su cultura y de sus pasiones y sentimientos: Om Kalsum, en Egipto, Fairuz en Líbano, Maria Tănase en Rumanía, Chavela Vargas en México, Chabuca Granda en Perú, Edith Piaf en Francia, Amália Rodrigues en Portugal, etc. Hablamos de Italia y tenemos un colectivo de divas cuasi mítico: Mina, Milva, Ornella, Zanicchi, etc. Géneros enteros están dominados por mujeres, como la tonadilla, la música disco o el folk.

Si hablamos de jazz, el gran público piensa, sobre todo, en las legendarias grandes vocalistas como Ella Fitzgerald y Billie Holiday. Y en Aretha Franklin, Gladys Knight, Patti Labelle, Tina Turner, Chaka Khan, etc. con el soul. Punk y after punk son músicas de grupos, pero las figuras de Patti Smith, Siouxsie y Toyah son emblemáticas. No nos olvidemos que Vivienne Westwood y su marido fueron los cerebros detrás de lo que desde entonces se ha dado en llamar punk. En el pop español, el grupo más influyente, más querido y respetado es sin duda Vainica Doble. Todas estas grandes damas son queridas, recordadas y escuchadas por hombres y mujeres. Son los discos que nos traemos cuando viajamos a un país, los nombres que surgen en conversaciones y reuniones. Sin embargo, la autoridad de hecho de la música se niega a concederles el crédito que merecen y siempre serán encajonadas bajo epígrafes discriminatorios: mujeres, divas, grandes vocalistas o similares.

La existencia de Carol Kaye se reseña como una irregularidad en el orden normal del universo. La Sra. Kaye tocó el bajo y la guitarra en infinidad de clásicos del pop y el rock norteamericano desde 1957 y sus frases musicales son muchas veces tan esenciales para la canción en cuestión que hoy día (con posterioridad a los escándalos con el sampling de los años 80) su firma aparecería obligatoriamente como coautora de muchas de esas pequeñas obras maestras del vinilo (*). Carol Kaye no es la única mujer que ha estado detrás del telón trabajando para el éxito de otros. Y no hace falta salir de nuestras fronteras: una joven pianista clásica, Mariní Callejo, fue la arreglista y productora de los hits de los Brincos, Fórmula V, Mari Trini o Nino Bravo y muchos más. Curioso que no haya una figura similar en los 80, 90 y la década y media del milenio. Y más curioso que no exista eco mediático sobre ella. De hecho, no tiene ni página de Wikipedia.

La doble vara de medir es sólida y rígida en los anales del mundo musical anglosajón. Para la autoridad de hecho y sus acólitos, Yoko Ono siempre está supeditada a la figura de Lennon y Joni Mitchell a las de Leonard Cohen o Neil Young. En la historiografía musical oficial, Yoko es poco más que la maléfica oriental que disolvió a los sacrosantos Beatles. Mientras, Joni Mitchell aparece como una rubia liberada que consiguió que los genios de la canción de autor post-hippie le hicieran caso. No cuenta que la segunda esposa de Lennon esté considerada oficialmente una de las más grandes creadoras del arte conceptual de los dos siglos. Ni que, partitura en mano, las canciones de la canadiense tienen una riqueza y una complejidad de la que carecen sus dos colegas y amigos, especialistas en músicas sencillas y directas.

Por seguir con ejemplos históricos tomados al azar: los grandes clásicos del pop de los 60 no se adjudican ni a las cantantes que los interpretaron (Ronettes, Chiffons, Crystals o Tina Turner) ni a las compositoras (Ellie Greenwich, Carole King o Cynthia Weil) que escribieron sus letras y melodías. La firma y el prestigio se regalan exclusivamente al único gran representante del género masculino en ese pequeño mundo de mujeres con talento: el productor Phil Spector. ¿En qué otro caso se antepone al productor al artista en la historia de la música? ¿George Martin? ¿Andrew Loog Oldham? ¿Dave Goodman? ¿Craig Leon? ¿Tony Bongiovi? ¿Alguien sabe, así de memoria, quiénes son Dave Goodman, Craig Leon y Tony Bongiovi?

También en los despachos

Vayamos al mundo de las finanzas musicales. Marion Keisker era la responsable del Memphis Recording Service, una compañía que grababa y fabricaba discos por encargo en dicha capital estadounidense. Cuando el propietario del negocio buscaba un cantante blanco que sonase como un negro, ella le sugirió a un chico que había grabado hacía unos meses un disco para su madre. La cultura popular ha tallado en letras de oro los nombres de Sam Phillips y Elvis Presley. Pero Marion fue la verdadera descubridora del joven que dio el pistoletazo de salida para la era del rock. Anna Gordy era una joven de Detroit que consiguió la distribución en su región de los discos de blues del sello Checker de Chicago. Con los beneficios fundó un pequeño sello discográfico.

El hermano pequeño de Anna, un boxeador fracasado llamado Berry, la imitó con sus propias producciones musicales que ella misma distribuía. La historia se acuerda del hombre que fue capaz de poner en marcha Tamla Motown, uno de los más productivos y creativos negocios musicales negros, pero no de la mujer que estableció el negocio. Sylvia Robinson, una cantante neoyorquina que había obtenido varios éxitos en distintas etapas de su vida, fundó en los años 70 un sello discográfico donde dirigía y producía todos sus lanzamientos. Fue ella quien tuvo la idea de grabar un disco con el pequeño truco hablado que tenían los DJs del Bronx para hacer bailar a la gente: “Rapper’s Delight” de Sugarhill Gang obtuvo gran éxito en clubs y listas y supuso el inició la era del hip hop. Diane Warren es la compositora que más éxitos ha cosechado con sus canciones.

Géneros enteros, considerados inferiores solo porque parecen gustar a las mujeres, como el teatro musical, el folklore y la canción romántica carecen de eco

No son casos aislados ni excepciones. La lista de ejemplos que puede entresacar alguien que conozca a fondo la evolución de la música popular podría llegar hasta el infinito, pero tenemos que ocuparnos del desprecio masculino a las preferencias musicales femeninas: “cosa de marujas”, “para niñas”, “gusta a las mujeres”, etc. son frases que se utilizan en la crítica, en los negocios y en las discusiones de cafetín. Desde tiempos inmemoriales, la industria y la crítica tienen en marcha su propia cruzada para acabar con ese supuesto gusto femenino –que no nos engañemos, básicamente se trata de lo que podía gustar a sus madres en un rizar el rizo freudiano de manual-. De hecho, la batalla está casi ganada y toda la música bonita, tierna y dulce va desapareciendo de los mercados. La industria diseña constantemente productos basura para el público femenino. Géneros enteros, considerados inferiores solo porque al parecer gustan a las mujeres, como el teatro musical, el folklore y la canción romántica carecen de eco en los medios.

La experiencia me demuestra que, en general, las mujeres están más liberadas en sus gustos musicales. Su aproximación a la música es instintiva, visceral y sin prejuicios. Se dejan llevar por el oído y por su gusto y no por el qué dirán. No buscan en las canciones poder, prestigio, victorias pírricas ni pertenencia a la tribu sino belleza, diversión, sentimientos y placer. Excepto cuando tienen la presión de sus novios o amigos, las preferencias del público femenino son sinceras y espontáneas y han cambiado varias veces el curso de la historia musical. Gardel, Sinatra, Elvis, los Beatles, los Rolling Stones, Michael Jackson o Madonna, incluso los Doors o Creedence Clearwater Revival, consiguieron el amor y el aplauso del público juvenil femenino antes de que los sesudos críticos otorgaran permiso al público masculino para disfrutarlos. Las fans chillaban y hacían el primo en presencia de los ídolos, pero se estaban divirtiendo y rompiendo tabúes. El poder masculino tuvo que contraatacar y se apropió de los ídolos femeninos. Se empezó con los titulares sensacionalistas, siguieron los análisis sociológicos. Y finalmente se reconocieron los méritos musicales.

Juegos de tronos musicales, olvidos de calibre histórico, interpretaciones sesgadas de una historia que es preciso reescribir, complejos freudianos y humillaciones constantes. El horizonte del panorama musical es machista y discriminatorio, como la sociedad que lo sustenta. Pero la historia de la difusión y explotación de la música popular en la era del sonido grabado se ha convertido en la historia de un fracaso: estamos hablando de un negocio y de unas profesiones en vías de extinción. Habría que empezar a plantearse si no tendrá algo que ver el hecho haber alienado y despreciado al 50% de la población.

(*) Esta cifra no es aleatoria, sino que aparece al buscar en Google la cadena fastest guitar solo ever.

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