Xarxa Feminista PV

Babayagas: juntas los años no pesan

Miércoles 3 de mayo de 2017

Andrea Olea 25-04-2017 Pikara

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Mina, Catherine y otra compañera elaboran una pieza de arte urbano./ Teresa Suárez

La Casa de las Babayagas es una vivienda para mujeres mayores situada en las afueras de París, autogestionada, feminista y solidaria. Sus integrantes muestran y se demuestran a sí mismas que es posible envejecer de forma distinta: fomentando el empoderamiento, la autonomía y la sororidad.

En una tarde soleada de marzo, en el centro de la plaza del ayuntamiento de Montreuil, localidad del extrarradio parisino, se celebra una performance de arte urbano con motivo del Día Internacional de las Mujeres. De lejos, puede verse a las artistas afanadas entre sprays de colores y mascarillas protectoras creando estarcidos con los rostros de iconos feministas como Angela Davis o Louise Michel. Solo cuando la visitante se acerca descubre que las grafiteras peinan canas… unas cuantas.

Las Babayagas son una veintena de señoras de entre 60 y 75 años que, a la edad de la jubilación, no quisieron seguir el guion de dedicarse a dar de comer a las palomas y contemplar sentadas el ocaso de la vida. Juntas han levantado una asociación, La Maison Des Babayagas, que es al mismo tiempo una residencia de mujeres mayores autogestionada, feminista, ecologista y solidaria.

Fijar una entrevista con ellas es como enfrentarse a una agenda ministerial: todas ocupan su tiempo en una sucesión interminable de talleres -inglés, sofrología o pintura, impartidos por ellas mismas aunque abiertos a personas ajenas a la asociación-, sesiones de cineclub, exposiciones y todo tipo de acciones reivindicativas. Jubiladas, sí, pero ni mucho menos retiradas.

“Entre nosotras hay unas cuantas artistas y nos estimulamos las unas a las otras. Aun cuando no tenemos ganas, nos obligamos a aprender nuevas cosas”, apunta Odette Menteau, artista plástica y nueva presidenta de la asociación tras la muerte de su predecesora, Iro Bardis, el pasado febrero.

A pocos pasos de la plaza se encuentra el inmueble donde residen, una vivienda de protección oficial de seis plantas divididas en estudios de entre 25 y 45 m2, varias salas comunes y un jardín. Los apartamentos están reservados a mujeres de más de 60 años salvo cuatro de ellos, en los que viven estudiantes o trabajadores menores de 30 años. A diferencia de otros centros para la tercera edad, este no cuenta con personal auxiliar, administrativo o médico contratado: las residentes se reparten de forma colectiva la organización y la gestión de las instalaciones. Entre ellas se ayudan y se cuidan.

La asociación -que toma su nombre de los cuentos rusos, en los que las Babayagas son personajes míticos, mitad ogros, mitad brujas- tiene por objetivo impulsar una forma de envejecer distinta, fomentando el empoderamiento, la autonomía y la sororidad entre mujeres mayores. La iniciativa nació de la mano de Therèse Clerc, carismática militante feminista fallecida el año pasado a los 88 años, que batalló durante más de una década hasta ver la inauguración de este proyecto de vivienda participativa femenina. Paralelamente creó Unisavie, una escuela popular para transmitir el saber de las personas ancianas y reflexionar sobre los temas que les afectan.

“Queríamos demostrar que podemos apañamos solas”, resume Catherine Vialles, profesora de educación especial semi-retirada, ágil y de actitud jovial. En la sesentena bien llevada, la que es una de las residentes más veteranas admite que los inicios fueron difíciles: conceptos como feminismo, solidaridad o vida en comunidad eran entendidos de forma muy distinta por las participantes.

“No fue en absoluto idílico: había un problema de liderazgo y de orientación, y cuando el proyecto por fin vio la luz, las mujeres que más trabajaron para que se hiciera realidad estaban tan decepcionadas que se habían marchado casi todas”, rememora. “El grupo restante estaba desunido, las primeras reuniones fueron bastante tormentosas y tres meses después de llegar aquí, yo misma formaba parte de quienes querían desertar”.

Pero no era momento de tirar la toalla, y pasadas las turbulencias de los inicios, las residentes aprovecharon la llegada de una nueva presidenta para ponerse manos a la obra y revivir el espíritu inicial de la asociación. “El jardín nos unió”

“Organizamos una exposición con cuadros de artistas locales para comprar materiales para el jardín, que por aquel entonces era un bosque de maleza y ortigas”, recuerda. Las piezas se vendieron a 20 euros y la mitad de la recaudación fue para la asociación. “Compramos útiles y semillas, y mientras algunas trabajábamos para adecentarlo, el resto de mujeres que estaban en sus apartamentos nos oyeron conversar, reír, y fueron bajando poco a poco. Eso nos permitió volver a empezar”.

“Con las ortigas arrancadas hicimos una gran sopa, lo que tiene un punto de rito de brujería acorde a nuestro nombre que nos encantó. Luego invitamos a cenar a los vecinos del barrio. Desde ese momento, se han sucedido las reuniones, las acciones, las fiestas… no hemos parado, cada vez surgen nuevos proyectos y hay una verdadera convivencia”, asegura.

Posiblemente, quien más orgullosa se siente del pequeño vergel es Kerstin Emanuelsson, sueca afincada en Francia desde hace 50 años y llegada a la Casa de las Babayagas en junio de 2016. Aunque aún es invierno y el huerto luce un aspecto algo desangelado, Kerstin, la que más horas le ha dedicado a la pala y la azada, va señalando animada aquí y allá, desgranando con afecto los cultivos presentes: “¿Ves ese manzano? Son como los caracoles, hermafroditas, se reproducen solos. En el caso de las peras y los kiwis, en cambio, hacen falta señor y señora”. “Ahí, acelgas, allá coles, por ese lado, cebollas, calabazas…”, continúa apuntando al resto de plantas dispuestas en una suerte de permacultura intuitiva.

Kerstin, topógrafa, llegó a Francia en 1968, poco tiempo después de casarse con su marido francés, al que había conocido en Noruega. Recuerda el choque cultural con su nuevo país de acogida, su sorpresa como mujer sueca al enterarse de que era necesaria la autorización del esposo para abrirse una cuenta en el banco. O de que su suegra insistiese en enseñarle a hacer la compra y desaprobase su afición por el patinaje. “Me decía: ‘las mujeres casadas no patinan’”, narra divertida con su voz de fumadora empedernida.

Pese a no haber militado nunca, siempre se ha considerado una feminista. “Trabajé y crié a mis dos hijas. Los veranos conducía mi coche entre París y Hagfors, mi ciudad natal en Suecia. Yo misma me encargo del bricolaje y la fontanería en casa. Soy una mujer autónoma e independiente”, asegura, casi molesta por tener que explicar una obviedad.

Su pequeño estudio, con vistas al ayuntamiento de Montreuil y a varios “edificios monstruosos” en construcción, está decorado de forma austera, al estilo escandinavo. Algunas instantáneas familiares en las paredes, una planta, un par de decenas de libros, el mobiliario básico y poco más. Con un ligero acento que arrastra pese al medio siglo vivido en el Hexágono, explica sus aprensiones antes de decidirse a vender su casa y mudarse a la residencia, dejando atrás trastos y recuerdos. “Temía encontrarme en un gueto de viejas”, apunta maliciosa. Luego vino el flechazo. “Al llegar entendí que empezaba una nueva vida. A mis 73 años, ¡me sentí como si tuviera de nuevo 23!”

De la iniciativa destaca el apoyo mutuo, la solidaridad y los proyectos comunes que comparte con el resto de mujeres haciéndola mantenerse activa, pero también el respeto dea la privacidad de cada una. “Tenemos un jardín común, sí, pero luego cada una tiene su jardín secreto”.

Hoy, el pequeño terreno se ha convertido en un punto de encuentro para las babayagas, entre ellas y con el resto del vecindario, donde existe una fuerte tradición asociativa. Los segundos viernes de cada mes celebran un almuerzo comunitario al que acuden familiares y amistades de las residentes, colectivos del barrio, artistas o periodistas interesados en el proyecto, y cualquiera que desee compartir comida, conversación y compañía.

Hace poco invitaron a un grupo de mujeres musulmanas de Montreuil. “Vinieron de lejos, de zonas complicadas de la ciudad, y llegaron con sus sonrisas, cargadas de enormes fuentes de cuscús”, relata Catherine. Todas en la asociación tienen vocación feminista, señala, pero “hay maneras distintas de militar y no pedimos carnet al entrar. A nuestra edad ya no tenemos que demostrar nada y tampoco lo exigimos”.

“Yo creo que hay que abrirse al diálogo, no pararse delante de un velo y decir, esto no va funcionar”, añade a su lado Anne-Marie Vrillet, Mina, otra de las residentes. No es una cuestión baladí en un país en el que el movimiento feminista mantiene un debate enconado sobre la vestimenta y la religión musulmana.

Una cuestión política

Para Mina, artista y militante por el derecho al aborto que desarrolló su carrera en el teatro y el mundo del espectáculo, la vejez, y más concretamente, en el caso de las mujeres, es una cuestión eminentemente política. Se trata de una parte de la sociedad especialmente afectada por la precariedad y el aislamiento, y en un contexto de envejecimiento masivo de la población en el continente europeo, los poderes públicos no le prestan suficiente atención, considera.

De hecho, el proyecto de las Babayagas permaneció largo tiempo atascado: sus fundadoras solo consiguieron la luz verde de las autoridades tras la oleada de muertes de personas ancianas ocurridas durante la canícula que golpeó Europa en el verano de 2003. Francia se llevó la peor parte con miles de decesos y muchas de esas personas murieron solas.

Por lo demás, la vejez y la muerte se viven con naturalidad en la Casa de las Babayagas. “Desde que estamos aquí, hemos tenido tres fallecimientos. El último, el de Iro (la última presidenta), nos ha afectado especialmente porque su labor ha significado mucho para esta asociación”, concede Catherine. “Pero la muerte forma parte de la vida. Morir entre nosotras es menos doloroso, menos anónimo que en un edificio ordinario. Así que rendimos homenaje a quien se ha ido, bebemos a su salud y seguimos mirando al futuro”.

En diciembre, la asociación albergó un coloquio europeo sobre vivienda participativa en el que conocieron experiencias similares de residencias de mujeres en Holanda, Polonia, Alemania o Bélgica. “Continuamente recibimos peticiones de entrevistas de periodistas, artistas, universidades… gente interesada en conocer lo que hemos construido aquí”.

Las integrantes de La Casa de las Babayagas creen que este tipo de solución habitacional es un proyecto de futuro por el que merece la pena apostar, frente a la dependencia y la soledad de los últimos años de vida. “La vejez no es una patología, sino una bella etapa de la existencia”, solía decir su fundadora, Thérèse Clerc. “Con esa esta casa autogestionada mostramos que se puede envejecer juntas, de una forma distinta, en total autonomía y libertad”.

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