Los errores de la izquierda
José
López
UCR 6 de
diciembre de 2008
El resurgimiento de la
izquierda en el siglo XXI no puede ocurrir sin el
análisis de los errores que se cometieron en el pasado.
La izquierda debe aprender de las experiencias
históricas para usar nuevas estrategias. Y dicho
análisis hay que hacerlo con un espíritu libre y crítico
que cuestione las verdades “intocables”. |
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La crisis ideológica es la principal
causa de la crisis de la izquierda. Como decía Lenin, Sin
teoría revolucionaria no hay práctica revolucionaria.
Actualmente tenemos una izquierda dividida fundamentalmente en
dos facciones contrapuestas. Por un lado, una “izquierda
reformista” que hace tiempo que ha renunciado a cambiar el
sistema, cuya única “ideología” es la sumisión al sistema, al
poder establecido, y que por tanto ha dejado de defender los
intereses del pueblo, de hecho, se ha convertido en el principal
aliado de la minoría dominante (no hay nada más engañoso, y por
tanto más efectivo, que “el lobo vestido de oveja”). Y por otro
lado, una izquierda transformadora que no ha renunciado a la
revolución pero que se encuentra profundamente dividida y cuya
ideología se encuentra prácticamente estancada en los postulados
de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Es decir,
tenemos una “izquierda” que ya no es izquierda y que ya no tiene
teoría y una izquierda fiel a sus ideales pero con una teoría
que se niega a evolucionar porque se niega a aprender de las
experiencias prácticas contradiciendo la filosofía de trabajo de
los “padres” de dicha teoría, una izquierda anquilosada,
marginal y alejada de las masas porque, entre otras razones, se
niega a considerar la situación actual y se “agarra” a los
postulados de hace más de un siglo. Tenemos los dos polos
extremos, una izquierda que ha renunciado totalmente al
marxismo, y una izquierda que se empeña en aceptarlo totalmente
sin la más mínima corrección o adaptación. Si bien es cierto que
hay distintas corrientes filosóficas pos-marxistas que han
adaptado ciertos postulados del marxismo a los tiempos actuales,
dichas corrientes no han tenido, hasta ahora, la relevancia
suficiente como para convertirse en referencias ideológicas de
movimientos políticos o sociales. Dichos intentos de
reformulación o evolución de la teoría marxista siguen siendo
claramente insuficientes. Sigue faltando una reformulación
global de una teoría revolucionaria adaptada a los tiempos
actuales y que tenga en cuenta las experiencias prácticas
recientes. Mención aparte merece el creciente movimiento
anarquista que, sin embargo, carece, por ahora, de
organizaciones que sean capaces de convertirlo en una seria
amenaza para el sistema, y cuyas teorías, sugerentes y
atractivas, especialmente en estos tiempos de “carestía
ideológica”, no parecen suponer más que el “opio” de una parte
de la sociedad que necesita creer que es posible un mundo
radicalmente distinto al actual, a pesar de la existencia de
ciertas prácticas anarquistas marginales en algunas partes
aisladas de la sociedad y a pesar de un pasado reciente donde
organizaciones anarquistas fuertes jugaron un papel muy
importante (por ejemplo la CNT en España). No cabe duda que el
auge del anarquismo en nuestros días se debe, además de a la
crisis cada vez más evidente y cruda del sistema actual, del
capitalismo, y además de a sus propias virtudes, a la crisis de
otras ideologías de la izquierda, a la inexistencia de otras
teorías o al desprestigio de otras teorías revolucionarias,
especialmente del marxismo (a pesar de que en los últimos
tiempos éste también parece estar resurgiendo), desprestigio
provocado por las aplicaciones prácticas distorsionadas de las
mismas. En una época de profunda crisis ideológica como la
presente, el anarquismo se está convirtiendo casi en una nueva
“religión”. Queda por ver si alguna vez dejará de ser el “opio”
de la izquierda para convertirse en el movimiento revolucionario
del siglo XXI. Incluso cabe la posibilidad de que ciertos
postulados del anarquismo combinados con una reformulación del
marxismo pueda dar lugar a una nueva teoría de la izquierda del
siglo XXI. Pero lo que es indudable, es que para poder cambiar
la sociedad es imprescindible tener teorías (posibles “guiones”
de la obra revolucionaria), y es imprescindible también
adaptarlas al momento histórico presente corrigiendo sus
defectos en base a las experiencias prácticas del pasado. Lenin
usaba con frecuencia una cita de Goethe que resume perfectamente
esta idea: La teoría es gris, pero el árbol de la vida es
siempre verde. Y a Engels le gustaba mucho usar el refrán
El movimiento se demuestra andando. Este ambicioso trabajo
pretende contribuir, desde una perspectiva alejada de todo
sectarismo y de todo dogmatismo, al imprescindible “rearme
ideológico” de la izquierda del siglo XXI.
Como ya expuse en mi anterior artículo
Los desafíos de la izquierda en el siglo XXI, la izquierda
(la que no renuncia a cambiar el sistema) tiene los grandes
retos de recomponerse internamente, de recuperar la comunicación
con la sociedad y de desarrollar la democracia para transformar
la sociedad (su fin último). Pero dichos retos no podrán
llevarse a cabo si no se analizan de forma crítica las
experiencias históricas del pasado. Para contraatacar es
necesario replantearse las estrategias en base a los éxitos y
fracasos de las experiencias prácticas. Sin nunca descuidar
la teoría, la práctica “manda” y debe “realimentar” a la primera
e incluso cuestionarla. Es absurdo no alterar en lo más mínimo
la teoría cuando su puesta en práctica ha sido un claro fracaso,
es negar la evidencia de la realidad. En la “ciencia”
revolucionaria también es imprescindible aplicar el método
científico (como de hecho, propugnaban y practicaban los
“padres” de dicha “ciencia”). Trotsky decía que Toda ciencia,
inclusive la “ciencia de la revolución”, está sujeta a
verificación experimental. Tras los experimentos del
siglo XIX y XX, se impone la verificación de las teorías que los
guiaron, como condición necesaria previa para el intento de
nuevos experimentos en el siglo XXI. Si asumimos que las
crisis del capitalismo son una consecuencia de sus
contradicciones internas, entonces la crisis actual de la
izquierda también debe ser consecuencia de sus contradicciones
internas. ¿Por qué no aplicar también el método dialéctico para
analizar las contradicciones internas de la izquierda?.
En este trabajo se analizan los
principales errores en los postulados teóricos defendidos por la
izquierda, los errores de fondo ideológicos y estratégicos
que, según mi opinión, fueron las principales causas de las
experiencias fracasadas de la izquierda en el pasado.
Evidentemente, al colapso de los regímenes llamados
comunistas así como al fracaso de las experiencias
anarquistas también contribuyeron ciertos errores “técnicos”
o “tácticos” (además de los obstáculos impuestos por la
burguesía, por supuesto), pero éstos, según mi perspectiva, no
explican por sí solos el resultado negativo de dichas
experiencias, es más, son consecuencia, en muchos casos, de
errores de fondo, de raíz. Y éstos son los que son objeto de
análisis aquí. Por supuesto, el hecho de que se hayan cometido
errores no es incompatible con el hecho de que se hayan logrado
aciertos. Que se critiquen ciertos postulados de ciertas
ideologías no significa que se cuestionen globalmente dichas
ideologías. Este trabajo pretende aportar un “granito de arena”
al debate actual de la izquierda centrándose en los errores
cometidos en el pasado, porque, por un lado, no es muy habitual
ver escritos sobre los mismos, y por otro lado, siempre se
aprende más de los errores que de los aciertos (aunque también
es importante saber reconocer estos últimos). Y por tanto, el
autor considera que se puede aportar más de esta manera, aunque
desde luego también se arriesga más. Siempre es más fácil
repetir los postulados de los “viejos” (ya muertos) ideólogos
que intentar criticarlos constructivamente en aras de dar un
paso adelante en las ideas. Al margen de las opiniones
expuestas, con las que se podrá estar de acuerdo o no,
obviamente, al margen de lo correcto o no de los razonamientos
aquí expuestos, el objetivo básico de este trabajo es sobre todo
plantear un debate, recuestionando lo que parece, demasiadas
veces, incuestionable. El objetivo básico es intentar aportar
algo, aun a riesgo de “morir en el intento”, aun a riesgo de ser
criticado implacablemente. Aquí lo importante no es obtener
reconocimiento personal (nada más lejos de mi intención) sino
que intentar aportar algo a la “causa” desinteresadamente (el
lector juzgará si dicho intento es fracasado o no).
Aunque el proletariado (asimilado
normalmente a la clase obrera industrial) en el siglo XIX (época
en la que se gestó la ideología marxista) no era aún la clase
mayoritaria en toda Europa (el campesinado era la clase más
numerosa en Rusia por ejemplo), crecía continuamente y estaba
llamado a ser más pronto que tarde la clase mayoritaria (como
así fue con el tiempo). El proletariado, la clase mayoritaria en
las ciudades, se erigía en representación de todas las masas
explotadas, en vanguardia de las mismas, en definitiva,
representaba al conjunto del pueblo (no hay que olvidar que su
alianza con el campesinado posibilitó la revolución rusa, por
ejemplo). Frente a aquellos que puedan objetar que el término
dictadura del proletariado en realidad se refería a la
dictadura de una minoría, en vez de a la de una mayoría,
simplemente decirles que, por un lado, cuando se planteaba la
alianza del proletariado con el campesinado (que formaban lo que
se podía denominar el pueblo, es decir la mayoría de la
población), la forma política de dicha alianza se denominaba
dictadura democrática, y que por otro lado, el proletariado
estaba “condenado” por el desarrollo del capitalismo a
convertirse pronto en la clase mayoritaria (y esto lo tenían en
mente los que postulaban la idea de dictadura del
proletariado). Es decir, de una u otra manera, se planteaba
el concepto de la dictadura de una mayoría o la represión
dictatorial de una clase minoritaria por otra mucho más
numerosa. Por ejemplo, Marx decía en el Manifiesto Comunista:
El movimiento proletario es el movimiento autónomo de la
inmensa mayoría, en interés de una mayoría inmensa. Y en
Critica al programa de Gotha afirmaba: Entre la
sociedad capitalista y la sociedad comunista media el periodo de
transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A
este periodo corresponde un periodo político de transición, cuyo
Estado no puede ser otro que la Dictadura revolucionaria
del proletariado. Por ejemplo, Lenin decía en El Estado y
la Revolución: […] la "fuerza especial de represión" del
proletariado por la burguesía, de millones de
trabajadores por un puñado de ricachos, debe sustituirse
por una "fuerza especial de represión" de la burguesía por el
proletariado (dictadura del proletariado). […] La
dictadura del proletariado, el período de transición hacia el
comunismo, aportará por primera vez la democracia para el
pueblo, para la mayoría, a la par con la necesaria
represión de la minoría, de los explotadores. […]
en la transición del capitalismo al comunismo, la represión es
todavía necesaria, pero ya es la represión de una minoría de
explotadores por la mayoría de los explotados. […]
Democracia para la mayoría gigantesca del pueblo y represión
por la fuerza, es decir, exclusión de la democracia, para los
explotadores, para los opresores del pueblo: he ahí
la modificación que sufrirá la democracia en la transición del
capitalismo al comunismo.
Por esto, a lo largo de este trabajo, se
usarán indistintamente los términos proletariado,
pueblo, masas o mayoría como sinónimos. Por
esto, el concepto dictadura del proletariado se puede
considerar sinónimo del concepto dictadura democrática o
del concepto dictadura de la mayoría, en definitiva, se
trata de la dictadura de una clase (o de varias clases) o de una
vanguardia que representa a la mayor parte de la población, la
idea fundamental es la represión explícita por la fuerza de una
minoría por una mayoría, la exclusión de una minoría (la
burguesía) de la democracia. En la actualidad, podemos
considerar que la mayor parte de la población pertenece al
proletariado, entendido éste, en un sentido amplio, como el
conjunto de trabajadores asalariados que trabajan por cuenta
ajena (en cualquier sector de la economía), es decir, que no
poseen los medios de producción. Basta recordar la definición
que daba Engels a la palabra proletariado: Por
proletariado se entiende, la clase de los trabajadores
asalariados modernos, que ya que no poseen medios de producción
propios, dependen de la venta de su fuerza de trabajo para poder
vivir. Y por tanto, el proletariado (aun con sus
subdivisiones internas, bajo sus distintas formas) representa
la clase mayoritaria de la sociedad.
1)
La cuestión del Estado
Si algo ha demostrado la historia, es que
no es posible pasar REPENTINAMENTE de una sociedad organizada
alrededor de un Estado dominado por una minoría (actualmente
la burguesía) a una sociedad sin Estado. Sin entrar en
consideraciones sobre si la sociedad será capaz alguna vez en un
futuro más o menos lejano de organizarse al margen del Estado,
si puede dudarse o discutirse sobre la posibilidad de una
sociedad sin Estado, de lo que no cabe ninguna duda es que no es
posible conseguirlo a corto plazo y menos aun de forma
inmediata, como el sentido común nos dice y sobre todo (el
sentido común puede engañarnos) como las experiencias prácticas
han demostrado. El Estado burgués no lo permitiría, como no lo
ha permitido. No se puede luchar de forma desorganizada y
desunida (como se hizo como consecuencia de la aplicación
inmediata del principio anarquista de autonomía)
contra un enemigo unido y altamente organizado. La
experiencia práctica ha demostrado que las revoluciones
anarquistas que luchan contra el Estado aboliéndolo de un
plumazo no son posibles porque son reprimidas en muy poco tiempo
(en cuestión de meses en el mejor de los casos). Represión que
evidencia el miedo que tiene el poder a la anarquía, como es
lógico, puesto que ésta supone la negación de cualquier
gobierno. El empeño del sistema actual en no dar la más mínima
opción al anarquismo para que pueda probar su viabilidad
demuestra que no es desde luego inviable a priori. ¿Si tan
imposible es, por qué no dejan que él mismo colapse?. ¿No sería
esto la mejor prueba de que no es viable?. ¿Por qué precisamente
ahora el llamado “comunismo” es menos peligroso?. Porque los
llamados regímenes “comunistas” colapsaron por sí mismos. En la
actualidad, el comunismo no representa un serio peligro porque
no funcionó, porque lo que se llamó “comunismo” o “socialismo”
colapsó por sí mismo (aunque también influyeron muchos factores
“externos”). Por ahora, y hasta que se redescubra lo que de
verdad significa el comunismo o el socialismo y se analice, se
concluya y se difunda que lo que ocurrió en los países del
llamado “socialismo real” dista mucho del verdadero socialismo,
el principal peligro ideológico para la burguesía es el
anarquismo. No ha habido experiencias prácticas anarquistas
fracasadas o desvirtuadas que permitan a la burguesía
desacreditar dicha ideología. No es de extrañar que el
anarquismo sea la más importante amenaza revolucionaria (por
ahora sólo potencial) del siglo XXI. Aunque en los últimos
tiempos, como consecuencia del análisis de lo que realmente
ocurrió en la URSS y en los países de su órbita, las ideas del
socialismo y el comunismo están volviendo a renacer. Poco a poco
el tiempo pone en su sitio a todos, incluso a las ideologías. La
burguesía no quiere dar ninguna opción a ningún sistema
alternativo que pueda quitarle el monopolio del poder. La
represión de las experiencias anarquistas significa que la
burguesía no tiene clara la presunta y proclamada inviabilidad
del anarquismo, pero tampoco demuestra por sí sola su
viabilidad. Realmente sólo podrá saberse si el anarquismo
puede funcionar cuando sea posible probarlo a una escala
espacial y temporal suficiente, es decir, en una zona
geográfica suficientemente significativa y durante un tiempo
suficiente. Que haya habido ciertas experiencias anarquistas
limitadas en el espacio y en el tiempo exitosas (por ejemplo
durante la Revolución española) no demuestra totalmente su
viabilidad, aunque desde luego sí supone una esperanza de que el
modelo de sociedad radicalmente distinto al actual defendido por
el anarquismo pueda alguna vez funcionar. De hecho, hay ciertas
organizaciones sociales en la actualidad que funcionan bajo
principios anarquistas, por ejemplo las cooperativas. El
anarquismo, tímidamente, se va abriendo camino en la sociedad
capitalista, aunque le falta aún mucho para convertirse en una
seria alternativa. Que en el pasado la sociedad humana se
haya organizado bajo principios anarquistas, no significa que la
sociedad actual pueda volver a organizarse de la misma manera.
Aunque tampoco significa que no sea posible. La forma de
organización estatal es realmente reciente en la historia de la
humanidad. Ésta se ha regido durante mucho más tiempo por el
comunismo anarquista. Pero, indudablemente, la sociedad ha
cambiado mucho en los últimos siglos. No puede asegurarse ni
descartarse nada hasta que se pruebe. Pero lo que está
claro, es que la burguesía (o la minoría dominante de turno)
hará todo lo posible para que el anarquismo no tenga ninguna
opción. Si es que es posible que alguna vez triunfe una
revolución anarquista, esto sólo será posible cuando exista un
movimiento anarquista suficientemente organizado que prepare
pacientemente el terreno y que sea capaz de coordinarse para
luchar de forma unida contra el enemigo, como con cualquier otro
tipo de revolución. Y queda por ver, e incluso al anarquismo le
queda por teorizar, cómo es posible sustituir la maquinaria del
Estado burgués actual (suponiendo que la burguesía no pudiera
impedir la implantación de una sociedad anarquista). Porque
esperar que simplemente una ciudad se declare autónoma e invite
a otras ciudades a seguir su ejemplo, como ocurrió en la Comuna
de París o en los levantamientos de España en 1873, es una
estrategia muy pobre, ilusa e infantil, que demostró su
inviabilidad por los resultados finales de dichas experiencias
históricas. No es de extrañar que dichos intentos fueran
reprimidos rápidamente por la burguesía. Tampoco se puede
luchar de forma improvisada y espontánea contra un enemigo
altamente organizado. No es serio plantear que puede
alcanzarse la anarquía de forma espontánea y libre. Esto suena
muy bonito pero no suena realista. Presupone que la gente puede
actuar libre y espontáneamente, que no hay un enemigo que
intentará impedir por todos los medios que la gente cambie. Se
olvida de que el individuo no tiene libertad absoluta o infinita
para elegir su destino, infravalora las condiciones reales y
actuales en las que se mueve dentro de la sociedad, condiciones
que limitan su libertad (aunque no llegan a anularla). Si bien
es cierto que dentro del anarquismo se plantean ciertas
estrategias encaminadas a difundir la idea, a propagar sus
principios por la sociedad, a concienciar a los ciudadanos (en
la medida de sus limitadas posibilidades), también es cierto que
dichas estrategias dan demasiado protagonismo al individuo. El
anarquismo, por su propia filosofía, da preponderancia absoluta
a la libertad por encima de todo. Y así, sin quererlo, cae en su
propia trampa. Al afirmar que el individuo y la sociedad deben
elegir su propio camino, no se molesta demasiado en mostrarlo,
en su afán por no condicionar, no se preocupa suficientemente en
orientar, en dar planes o tácticas de transición a la anarquía,
no se esfuerza suficientemente en concretar. De esta manera el
resultado práctico es que la anarquía se convierte
ineludiblemente en una utopía demasiado inalcanzable. Al
contrario que el marxismo que casi niega el libre albedrío, el
anarquismo lo sobrevalora. Mientras que en el primero la
sociedad tiene casi su futuro predeterminado, en el segundo lo
tiene casi totalmente indeterminado. Simplificando un poco, en
el marxismo se plantea una única opción y en el anarquismo no se
muestran las opciones. En este aspecto ambas corrientes están en
las antípodas. Una de las ideas que intento transmitir en este
trabajo, es que el principal problema de ambas ideologías es que
han llevado al extremo algunos de sus postulados, es que la
“virtud está en el equilibrio”. El anarquismo para dejar de ser
una utopía inalcanzable, tiene que pasar de las palabras a las
acciones, tiene que empezar a aplicar sus principios en
distintas partes de la sociedad (como ya está haciendo aunque
demasiado tímidamente aún), pero sobre todo tiene que plantear
estrategias serias para convertirse en una amenaza real y
concreta al sistema actual. Sin estrategia revolucionaria
tampoco hay revolución. La revolución para que triunfe debe
permitir el acceso al poder del pueblo (y ahora mismo el
anarquismo tiene descuidada esta parte del proceso
revolucionario) y debe tener una teoría para cambiar la sociedad
una vez alcanzado el poder (esta parte es la que más
desarrollada tiene el anarquismo). No sirve de nada decir qué se
haría una vez alcanzado el poder si no se dice cómo alcanzarlo.
Entendiendo el poder, no en el sentido literal de la
palabra (el anarquismo lucha contra todo tipo de gobierno o
poder), sino como el establecimiento de una sociedad anarquista.
Tan importante es describir en qué consistiría la anarquía
como especificar cómo alcanzarla partiendo de la situación
actual. Tan importante es describir cómo podría funcionar
una sociedad alternativa como indicar la manera de implantarla.
Mientras el anarquismo no se preocupe de esta segunda cuestión o
no plantee estrategias serias, será sólo un bello sueño
irrealizable, sólo existirá en los libros o en todo caso en
ciertas “islas” de la sociedad, no será una verdadera
alternativa global a la sociedad actual. Mientras sólo se
preocupe de decir que la sociedad ideal se alcanzará en algún
momento “por arte de magia” entonces sólo será el “opio” de
aquellos que necesiten tener fe en que otro mundo es posible, en
que en un futuro lejano la sociedad será capaz, no se sabe cómo,
de reconducirse. En definitiva, mientras el anarquismo no se
preocupe de cómo llevar a la práctica sus postulados, sólo será
una “religión”, no alcanzará el estatus de teoría
revolucionaria. Simplemente será el sustituto del socialismo
utópico. El anarquismo para convertirse en una alternativa real
debe adoptar un enfoque científico. Si es que es posible llegar
a una situación en la que no se necesite el Estado, esto sólo
podrá ocurrir progresivamente, no puede ocurrir de la noche a la
mañana, se necesitará una transición hacia la sociedad
utópica sin clases y sin Estado (si es que alguna vez se llega a
ella). Es necesario describir cómo debe hacerse dicha
transición, es necesario desarrollar teorías que indiquen cómo
alcanzar la anarquía, cómo llevarla a la práctica
partiendo de la realidad actual, partiendo del mundo tal como es
hoy, no tal como nos gustaría que fuera. La estrategia de la
huelga general como arma de parálisis del Estado burgués,
sustentada en el anarcosindicalismo como movimiento de
organización de los trabajadores, es una primera piedra
importante para construir una estrategia global revolucionaria.
No hay más que recordar el éxito inicial conseguido en la España
de 1936. Sin embargo, como la historia ha demostrado, no es
suficiente. Habrá que combinar la huelga general o la
acción directa, con otros métodos complementarios. Le
sigue faltando al movimiento anarquista una teoría general de
estrategia revolucionaria. Queda aún mucho trabajo teórico y
práctico por hacer. Es necesario también postular teorías,
no se puede dejar todo en manos de la práctica, de la
improvisación. En la ciencia revolucionaria debe usarse el
método científico, es decir, se deben postular teorías para
aplicarlas y a su vez aprendiendo de las experiencias prácticas
se deben refinar dichas teorías. Es muy difícil, cada vez más,
que se den situaciones revolucionarias en la historia, rara vez
el pueblo se rebela. La minoría dominante ha aprendido también a
controlar la situación, a evitar “tirar demasiado de la cuerda
para no romperla”. Ha aprendido a evitar situaciones extremas
que hagan que el pueblo estalle. Sabe que debe ceder un poco
para que su situación de privilegio y control de la sociedad no
peligre. Por consiguiente, es cada vez menos probable que se
produzcan estallidos populares. Por tanto, si se utiliza el
método de ensayo y error, de probar sobre la marcha, de la
acción sin guión, de la práctica sin teoría, entonces es muy
probable que sólo se consigan éxitos al cabo de muchos intentos,
de demasiados intentos. Los fracasos desaniman al pueblo.
Cuantas más veces fracase el pueblo, menos veces volverá a
intentarlo, o dicho de otra forma, más tiempo pasará hasta que
vuelva a intentarlo. Una estrategia revolucionaria seria que
pretenda ser eficaz (es decir, que consiga que el sistema avance
en el menor tiempo posible, pero que a su vez avance de verdad)
requiere un equilibrio entre teoría y práctica. La improvisación
y la espontaneidad, desgraciadamente, la mayor parte de las
veces, son enemigas de la eficacia. En general, siempre es más
difícil practicar que teorizar, pero más aún en situaciones
extremas tan complejas como los momentos revolucionarios. No se
puede pretender que sepamos mejor qué hacer “en caliente”, en el
calor de los acontecimientos, que “en frío”, que
“tranquilamente” antes de que ocurran. No se puede prever todas
las situaciones, desde luego, siempre es inevitable cierta
improvisación, pero cuanto más preparados estemos, menor
probabilidad de fracaso. La eficacia revolucionaria no significa
que lo importante sea sólo el factor tiempo, también es
importante que el avance que se produzca sea auténtico. Tampoco
vale de nada conseguir en poco tiempo el “éxito” si éste se
traduce en que el “nuevo” sistema implantado es demasiado
parecido al anterior, o incluso peor. Se trata de conseguir
una sociedad verdaderamente nueva en el menor tiempo posible.
En realidad, la cuestión es que se necesita un proceso
CONTINUO en el tiempo. Se necesita empezar a avanzar lo
antes posible (aunque inicialmente el avance sea pequeño) y
también se necesita no dejar de avanzar en ningún momento (para
que con el tiempo la sociedad cambie radicalmente). Este es el
dilema: ¿Empezamos a avanzar ya aunque sea poco o esperamos a
que en cierto momento podamos avanzar mucho de golpe?. Los
cambios en la sociedad, desgraciadamente, no se pueden hacer en
poco tiempo. Aunque esto no significa que haya que autolimitarse
o frenar el ritmo de los cambios, no significa que no haya que
aprovechar el momento histórico en el que las masas están ávidas
de cambios para acelerar éstos. El verdadero obstáculo para
imprimir cierto ritmo a los cambios es la pasividad de las masas,
una vez que ésta es superada, una vez que el pueblo decide
asumir el protagonismo (y una de las labores fundamentales de la
izquierda es precisamente ayudar a “despertarle”), la historia
se acelera. Lo que nunca tiene sentido es frenar a las masas en
esos momentos históricos tan excepcionales. Esa actitud sólo
puede significar la traición al pueblo. Lo único que tiene
sentido es tranquilizar a las masas si en el calor de los
acontecimientos se desata la violencia innecesaria, pero nunca
se deben reprimir los cambios sociales, en todo caso sólo hay
que encauzarlos. No es lo mismo plantear la estrategia
reformista cuando el pueblo está levantado (porque significa un
freno a la revolución), que plantearla cuando está adormecido
(porque en este caso puede suponer un impulso a la revolución).
No se puede aplicar la misma estrategia para todas las
circunstancias. En ciertos momentos, un avance, por pequeño
que sea, es todo un triunfo y puede suponer iniciar un
movimiento continuo, puede suponer “quitar el freno de mano”,
reiniciar el camino del cambio. Pero en otros momentos, cuando
el pueblo aspira a hacer grandes saltos, cuando parece posible
acelerar el ritmo de la historia, plantear un pequeño paso
supone desaprovechar la ocasión de avanzar, supone ralentizar el
cambio. En este caso el reformismo es en realidad
contrarrevolución. Esto lo demuestra el hecho de que aquellos
que plantean el reformismo en tiempos revolucionarios luego se
olvidan de él cuando las aguas están tranquilas. ¿Por qué en la
actualidad la socialdemocracia ha renunciado a su programa de
reformas continuas?. ¿Qué le impide aplicar su estrategia?. Si
afirmaba que las cosas había que hacerlas tranquilamente, paso a
paso, ¿por qué ha detenido la marcha?, ¿por qué incluso ha
puesto la marcha atrás?. Con la perspectiva del tiempo, los
acontecimientos pasados y presentes demuestran que tanto los
anarquistas como los bolcheviques y otros marxistas tenían razón
cuando acusaban a la socialdemocracia de traición al
proletariado. La historia ha demostrado que el papel de la
socialdemocracia (en especial de la alemana) era servir a
la burguesía para contener al proletariado desde dentro, para
dividir a la izquierda desde sus propias entrañas. Sin
embargo, a pesar de todo, la transformación de la sociedad no es
nunca un proceso rápido, aunque tampoco es un proceso que vaya a
velocidad constante. Las revoluciones suponen “pisar el
acelerador” de la historia. Como decía Marx, las revoluciones
son las locomotoras de la historia. Las llamadas
“revoluciones” han sido en realidad momentos concretos,
“instantes” en la historia de la humanidad, que han supuesto
“simplemente” el acceso al poder político de una nueva clase, de
un nuevo sujeto político. La verdadera revolución, la
transformación más o menos intensa de la sociedad, los cambios,
cuando los ha habido, han venido en un lento proceso posterior a
dicha toma de poder político. “La rotura de la presa es casi
instantánea pero la llegada del agua del río al mar lleva mucho
más tiempo”. La implantación de una sociedad anarquista o
comunista, o de cualquier sociedad radicalmente distinta a la
actual, sólo podrá producirse gradualmente. No es posible
crear hoy una sociedad basada en el apoyo mutuo, en la
solidaridad, cuando la mayoría de los individuos que
componen la sociedad actual carecen de ésta, cuando el egoísmo y
el individualismo son la nota dominante (porque el sistema
actual se ha esmerado en resaltar las peores características del
ser humano y en minimizar las mejores). La implantación de la
anarquía requerirá una profunda transformación de los
individuos que forman la sociedad. En la relación dialéctica
entre sociedad e individuo, ninguno de éstos cambia si no cambia
el otro (ver mi artículo La rebelión individual). Es
evidente que la transformación de la sociedad, su evolución, no
puede hacerse de la noche a la mañana. No se puede pretender que
la gente aprenda a convivir de forma radicalmente distinta en
dos días. Si esto era cierto hace más de medio siglo, ahora,
lamentablemente, lo es aún más. Porque si bien es cierto que
ciertas características del ser humano (como la solidaridad) no
pueden desaparecer del todo, mal que les pese a algunos, y a
pesar de todos los esfuerzos del sistema capitalista (y esto
debe suponer necesariamente una clara esperanza de que no es
imposible una sociedad más justa), también es cierto que en las
últimas décadas se han fomentado sus peores tendencias. Se ha
producido un claro retroceso en la forma de ser de los
individuos que conforman la sociedad. El capitalismo ha
aburguesado a la mayor parte de la población, ha echado raíces
en las conciencias de la mayoría de las personas. Una de las
primeras labores de la izquierda en general es “desprogramar” a
la población, es recuperar sus mejores características, es
combatir sus prejuicios. Prejuicios que el sistema ha fomentado
en su propio beneficio y en perjuicio del pueblo. La
izquierda debe ayudar a los trabajadores a liberarse de sus
propios prejuicios. Debe hacerles ver que son falsos y les
perjudican. Ahora bien, estas dificultades (que no deben
menospreciarse pero que tampoco deben sobrevalorarse, como
demuestra el hecho de que obstáculos aparentemente insalvables
se salvaban en poco tiempo cuando los acontecimientos lo
requerían) no deben desanimarnos para intentarlo, no deben
impedir el ir “sembrando el terreno”, no deben demorar el ir
construyendo una sociedad nueva dentro de la vieja, simplemente
hay que tenerlas en cuenta para que la lucha sea más efectiva.
La historia necesita su tiempo, pero el ser humano debe “darle
un empujón”, debe ser dueño de ella. Aunque la sociedad necesite
su tiempo para cambiar, ésta no cambiará por sí sola, sólo
cambiará en la medida en que los que la formamos, los seres
humanos, nos esforcemos por cambiarla, en la medida en que nos
esforcemos por imprimirle cierto ritmo de cambio (que podrá ser
mayor o menor, pero que nunca podrá ser a nuestro absoluto
antojo) y en la medida en que elijamos un rumbo adecuado.
Afortunadamente, dentro del propio movimiento anarquista, poco a
poco, se va planteando la necesidad de teorizar estrategias
globales para que la anarquía pueda llevarse a la
realidad en el menor tiempo posible, las carencias del
anarquismo son percibidas por los propios anarquistas. La
adopción del enfoque científico combinado con el libre albedrío,
el equilibrio entre idealismo y realismo, pueden hacer que el
anarquismo contribuya enormemente a la reconstrucción de una
gran teoría revolucionaria para el siglo XXI. El anarquismo es
una teoría viva que evoluciona, que gradualmente está dejando de
ser puro utopismo para convertirse en teoría revolucionaria.
La revolución del siglo XXI deberá tener en cuenta, en mayor o
menor medida, al anarquismo.
En resumen, la idea del anarquismo de que
es posible y necesario abolir el Estado en el mismo momento en
que el proletariado intenta tomar el poder, desgraciadamente, no
parece factible, aunque tampoco se puede descartar por completo.
Es muy difícil, pero no imposible, tomar el poder (o librarse
del poder “tradicional”) y SIMULTÁNEAMENTE construir una
alternativa al Estado (no digamos ya de forma improvisada y
espontánea). Si no se destruye el Estado en TODO su ámbito
geográfico (o en su mayor parte) en muy poco tiempo, entonces
aquellas partes del Estado supervivientes reaccionan y se
convierten en un obstáculo muy difícil de salvar. Es muy
complicado vencer la resistencia del viejo sistema y cambiarlo a
la vez, hacer la revolución política y la revolución social (la
transformación económica de la sociedad) al mismo tiempo. Se
pueden tomar algunas medidas para asentar la revolución social
(reparto de las tierras, toma de los medios de producción por
los obreros, distribución de bienes de primera necesidad, como
alimentos, vestimenta o vivienda, etc.). Pero no se puede
cambiar radicalmente la forma de organización de la sociedad
mientras se intenta derrocar la antigua forma. Se puede, y se
debe, “sembrar el terreno” de la revolución social mientras se
hace la revolución política. Pero la prioridad absoluta es
siempre primero quitar el poder a la minoría dominante que se
resiste o puede resistirse. Sin este primer paso no es posible
ningún paso más. La revolución política debe preceder a la
revolución social, la primera es condición necesaria (aunque no
suficiente) de la segunda. La principal lección de la
Revolución francesa de 1789 es que la revolución política es
insuficiente. Y una de las principales lecciones de la
revolución española de 1936 es que la revolución social no se
puede hacer sin la revolución política. Al no triunfar la
revolución social en todo el Estado español al mismo tiempo, al
no ser acompañada por la revolución política, al no culminar los
dirigentes de la CNT el acceso al poder y la destrucción del
Estado en la España de la República burguesa (por su
colaboración con el Estado republicano, a pesar de que éste sólo
tenía el poder formal, pues el verdadero poder estaba en manos
de los obreros dirigidos por la CNT), el enemigo pudo
reagruparse y contraatacar. Con la ventaja de que él ya tenía su
modelo de sociedad construido y maduro, de que ya contaba con un
ejército perfectamente estructurado y disciplinado (aunque
dividido en una fracción golpista y una fiel al gobierno
republicano). Incluso el triunfo de la revolución en todo un
país no evita el problema de la resistencia de la burguesía
internacional, no evita la amenaza de la intervención de otros
países (recordemos lo que ocurrió en Rusia o la ayuda que tuvo
Franco por parte de Alemania e Italia). Es muy difícil que un
ejército irregular (con tendencias indisciplinadas) recién
creado se imponga a un ejército regular (ya sea del bando
golpista o republicano) con mucha experiencia, puede tener
victorias parciales importantes, puede ganar ciertas batallas,
pero es muy difícil que gane una guerra. El pueblo armado puede
ser eficaz en la guerra de guerrillas, en la resistencia al
invasor o al dominador, pero es muy difícil que derrote a éste,
casi su única esperanza es desgastarlo y esperar que colapse. Es
más probable que el ejército popular irregular y descoordinado
colapse antes que el ejército regular, bien armado y organizado.
Aunque siempre cabe la posibilidad de que los soldados del
ejército regular se rebelen contra sus oficiales y se pongan del
lado del pueblo. Esto es muy difícil pero no es imposible
tampoco, como de hecho ocurrió en algunas revoluciones. Pero si,
como he dicho anteriormente, es necesario para poder luchar
contra el Estado burgués, destruirlo TODO de vez, entonces esto
significa que o bien en todo el ámbito territorial del mismo
surge la revolución simultáneamente o bien se destruye el Estado
desde dentro. “O se ataca simultáneamente todos sus tentáculos o
se ataca su cerebro”. Y esto requiere en cualquiera de los dos
casos una coordinación muy fuerte, requiere una visión
única, es decir, cierta centralización (ya sea a través
de una vanguardia con fuerte liderazgo, ya sea a través de una
confederación de organizaciones revolucionarias muy bien
coordinadas). Es muy difícil luchar de forma descentralizada
contra la centralización que se opone a ser descentralizada.
Es imprescindible luchar de forma coordinada contra un enemigo
muy coordinado. Y parece más fácil, y por tanto más eficaz,
luchar de forma centralizada frente a un enemigo altamente
centralizado. Parece mucho más fácil (más rápida e intensa) la
coordinación con la centralización que con la federalización.
Parece una estrategia más realista, o más fácil, conquistar
primero el Estado burgués para paralizarlo, impedir su oposición
a los cambios, y en segundo lugar, una vez vencida la burguesía,
ir transformándolo progresivamente hasta incluso, con el tiempo,
su completa extinción. O incluso aun admitiendo la posibilidad
de abolirlo a corto plazo, es inevitable siempre un periodo de
transición para por lo menos paralizarlo, es inevitable
sustituir el viejo poder por un nuevo poder transitorio, es
imperativo no aplicar de inmediato todos los principios
anarquistas (especialmente la abolición de toda autoridad)
para derrotar al viejo sistema. Juan Ignacio Ramos señala en
el prefacio del libro La revolución española de Trotsky:
A pesar de las enseñanzas que la historia de las
revoluciones ha proporcionado, en el pensamiento anarquista el
Estado se representa como un ídolo que desaparece por el simple
mecanismo de no reconocerlo. La experiencia de la
revolución española echó por la borda de manera dramática todo
este idealismo metafísico. La consecuencia inevitable de la
colaboración de los dirigentes de la CNT con los líderes
republicanos y estalinistas, justificada por las circunstancias
“excepcionales” de la guerra, no fue otra que su implicación en
la reconstrucción del Estado burgués. […] Los dirigentes
anarquistas, por la autoridad que poseían en el movimiento,
podrían haber generalizado los comités, coordinándolos a
nivel local y regional con delegados electos democráticamente en
los diferentes comités de base y, sobre todo, haber creado un
comité obrero estatal para centralizar y coordinar el naciente
poder de los trabajadores. Este era el camino, el único
camino para vencer al fascismo. Completar la revolución
socialista en el conjunto de la España republicana expropiando
económicamente a la burguesía y destruyendo su Estado y, al
mismo tiempo, llamar a las masas de la clase obrera mundial,
especialmente de Francia a seguir el mismo camino. Esa fue la
gran lección de la Revolución Rusa y la explicación de su
histórico triunfo. Como indica Juan Ignacio Ramos,
Solidaridad Obrera, el órgano de la CNT, hacía la siguiente
valoración de la entrada de la organización anarcosindicalista
en el gobierno republicano: La entrada de la CNT en el
gobierno central es uno de los hechos más trascendentales que
registra la historia política de nuestro país. De siempre, por
principio y convicción, la CNT ha sido antiestatal y enemiga de
toda forma de gobierno. Pero las circunstancias, superiores
casi siempre a la voluntad humana, aunque determinadas por
ella, han desfigurado la naturaleza del gobierno y el Estado
español. El gobierno, en la hora actual, como instrumento
regulador de los órganos del Estado, ha dejado de ser una fuerza
de opresión contra la clase trabajadora, así como el Estado
no representa ya al organismo que separa a la sociedad en clases.
Y ambos dejarán aún más de oprimir al pueblo con la intervención
en ellos de la CNT. Las funciones del Estado quedarán
reducidas, de acuerdo con las organizaciones obreras, a
regularizar la marcha de la vida económica y social del país.
Y el gobierno no tendrá otra preocupación que la de dirigir bien
la guerra y coordinar la obra revolucionaria en un plan
general. La propia CNT reconocía la necesidad de no abolir
de inmediato el Estado, reconocía que éste podía ser “neutral”,
es decir, que podía dejar de ser el instrumento de opresión de
la clase dominante y finalmente reconocía la necesidad de
coordinar la revolución. Frente a las responsabilidades
históricas, no tuvieron más remedio que renegar de ciertos
postulados clásicos del anarquismo, lo cual demuestra que la
realidad manda sobre los sueños. Esta decisión, no exenta de
polémica dentro de la propia CNT, fue impuesta por la necesidad
de sustituir el viejo poder por uno nuevo. El problema es que la
CNT, que representaba a la mayor parte del proletariado, y que
ostentaba el verdadero poder de facto, cedió la dirección del
poder político a fuerzas que no eran verdaderamente
revolucionarias, renunció a tener un papel protagonista en el
Estado y se limitó a participar en él en minoría. Se aceptó que
era inevitable una transición, que era necesario usar el Estado,
pero, en vez de conquistarlo, en vez de dirigirlo, se cedió la
iniciativa a la burguesía y a partidos políticos que temían la
revolución (la izquierda “burguesa” y la izquierda estalinista).
Como dice Juan Ignacio Ramos, No es posible tener un ejército
rojo, proletario, en el seno de un Estado burgués. Para disponer
de un ejército capaz de luchar contra el fascismo, librando una
guerra revolucionaria, el proletariado debía tomar el poder y
poner todos los recursos del Estado bajo su control. La
experiencia militar de la revolución y la guerra civil rusa
fueron extraordinariamente claras. ¿Cómo pudieron vencer los
bolcheviques? ¿Acaso porque tenían más armas que los ejércitos
imperialistas, más cuadros técnicos que el ejército blanco
contrarrevolucionario? Una y mil veces no, esta no fue la razón.
El factor decisivo de la victoria de los bolcheviques fue que
disponían de un Estado obrero y una clara estrategia
revolucionaria. El anarcosindicalismo ha dado muy buenos
resultados a la hora de organizar a los obreros alrededor de
sindicatos independientes del poder político, pero sin embargo,
no ha sido capaz de traducir su fuerza sindical en fuerza
política, como demuestra lo ocurrido en España. Como decía
Trotsky, El anarcosindicalismo, con su carencia de programa
revolucionario y su incomprensión del papel del partido, desarma
al proletariado. Los anarquistas “niegan” la política hasta que
ésta les coge por el pescuezo: entonces dejan el sitio libre
para la política de la clase enemiga. Los anarquistas
reconocieron que no tomaron el poder, no porque no pudieron
hacerlo, sino porque no quisieron, porque, por principio,
rechazan todo tipo de poder. Pero como dice Trotsky,
Renunciar a la conquista del poder, es dejárselo voluntariamente
a los que lo tienen, a los explotadores. El fondo de toda
revolución ha consistido y consiste en llevar a una nueva clase
al poder, dándole así todas las posibilidades de realizar su
programa. Es imposible hacer la guerra sin desear la victoria.
Nadie hubiera podido impedir a los anarquistas que
establecieran, después de la toma del poder, el régimen que les
hubiera parecido, admitiendo, evidentemente, que fuese
realizado. Ahora bien, la estrategia, defendida por el
marxismo, de sustituir el Estado burgués por el Estado
proletario, de conquistar primero el poder político, el
Estado, para posteriormente cambiarlo (y con el tiempo
extinguirlo) también ha demostrado sus peligros.
Lo que la historia reciente también ha
demostrado, es que la instauración de un Estado proletario
en base al concepto de dictadura del proletariado no es
posible. Si bien las revoluciones basadas en dicho concepto
han sido inicialmente exitosas, en el sentido de que se
consiguió derrocar al sistema anterior y sustituirlo por otro
nuevo que fue capaz de perdurar cierto tiempo (mucho más que en
el caso de las revoluciones anarquistas), su rápida degeneración
en todos los casos ha sido inevitable y por tanto el resultado
final ha sido también el mismo (aunque pospuesto en el tiempo),
e incluso peor, puesto que los regímenes basados en el concepto
de dictadura del proletariado han dejado una huella tan
negativa en los pueblos que los sufrieron, que éstos no quieren
ni oír hablar de ellos y han sido sustituidos por sistemas que
se suponían la antítesis del socialismo. No ha habido un solo
Estado de los llamados socialistas donde el pueblo haya
elegido seguir con el régimen basado en dicho concepto (cuando
ha podido elegir). La transición del “socialismo” al capitalismo
no ha generado importantes contestaciones populares en dichos
países, el pueblo no se ha resistido a dicha transición, más
bien al contrario. Y los pocos Estados que siguen funcionando en
la actualidad bajo la denominación de socialistas o
comunistas (basados en dicho concepto) bien se guardan de
preguntar directamente a sus respectivos pueblos sobre la
continuidad de sus regímenes. No es posible crear un Estado
proletario sin la participación directa del
proletariado (no sólo en su conquista sino que también
en su construcción). El pueblo debe participar no sólo en la
elección directa de sus representantes más cercanos (como los
diputados o los representantes de los soviets) sino que también
en la elección directa de los máximos representantes del Estado
(como el jefe de Estado). La democracia debe existir desde el
ámbito más cercano al ciudadano al más lejano, desde el ámbito
más local al más global de un país. La democracia debe
permitir también la libre asociación dentro de cualquier tipo de
partido político que respete ciertas reglas mínimas del juego
democrático, pero donde éstas no sean tan limitadas o no estén
tan viciadas que en la práctica liquiden la posibilidad del
verdadero pluripartidismo. Así como la posibilidad formal de
existencia de muchos partidos políticos no garantiza la
democracia (ver mi anterior artículo Los defectos de nuestra
“democracia”, donde se critica el modelo de democracia
liberal), tampoco es posible conciliar la verdadera
democracia con el partido único, se mire como se mire, aunque se
admita la posibilidad de presentarse a elecciones a candidatos
no pertenecientes a ningún partido. Nunca puede justificarse la
existencia de un solo partido político en una democracia, ni
siquiera en el caso de que así lo hubiera decidido el pueblo en
algún momento. En una democracia, todo debe ser sujeto siempre a
recuestionamiento, ninguna decisión debe convertirse en eterna.
Todo sistema político democrático debe estar sujeto a cambios de
acuerdo con las decisiones del pueblo, nunca puede cerrarse
ninguna puerta definitivamente, el pueblo tiene derecho siempre
a rectificar sus decisiones. El pluripartidismo formal es una
condición necesaria pero no suficiente, es un pre-requisito.
Nadie, ningún partido ni ninguna persona, tiene el derecho moral
de autoerigirse en representante y benefactor del pueblo. Esto
debe decidirlo el propio pueblo en una verdadera democracia
donde pueda elegir libremente entre las diversas opciones en
igualdad de condiciones. Y esto actualmente no ocurre en
aquellos países autoproclamados como democráticos
(democracias liberales), porque no existe igualdad de
oportunidades y la “democracia” está “secuestrada” por unos
pocos partidos políticos que tienen excesivo protagonismo
(“partitocracia”), ni en aquellos países donde hay un partido
único legal y la “democracia” está “secuestrada” por ciertas
personas que tienen excesivo protagonismo (“autocracia”). El
excesivo protagonismo (ya sea de personas o de partidos), que
llevado al extremo conduce al monopolio, es incompatible con la
auténtica democracia. Ambos casos son dos formas de
degeneración o deformación democrática, en ambos casos los
sistemas están monopolizados por personas o partidos, y en ambos
casos no hay verdadera alternancia en el poder. El concepto de
democracia debe ser lo más amplio posible (ver mi anterior
artículo El desarrollo de la democracia), y no debemos
conformarnos con las democracias liberales ni con
aquellas que pretenden ser alternativas o más avanzadas (y que
en ciertos aspectos parecen serlo) pero que impiden el reciclaje
de la cúpula del poder político de un país (impidiendo su
elección directa por parte del pueblo), como es el caso de Cuba.
Una verdadera democracia debe implicar siempre necesariamente la
renovación de los máximos dirigentes de un país (además de todos
los dirigentes intermedios), así como una verdadera alternancia
en el poder de partidos o personas que apliquen distintas
políticas. No hay alternancia cuando el máximo dirigente de un
país (o su partido) permanece o cuando los distintos partidos o
personas que se alternan en el poder no se diferencian casi nada
en el contenido de sus políticas (como ocurre típicamente con el
bipartidismo). Cuanto más intervenga el pueblo DIRECTAMENTE en
la elección de los principales dirigentes en TODA la jerarquía
del poder político de un país (tanto abajo como arriba), menor
posibilidad de degeneración o burocratismo, menor posibilidad de
que el poder popular “se pierda” a lo largo de la jerarquía (ya
sea desde abajo a arriba o al revés). Y obviamente, no se puede
concebir una democracia auténtica en la que sólo participe una
parte de la sociedad (aunque sea la mayoritaria y aunque su
participación sea mayor que la que había en las democracias
burguesas), como ocurrió en los principios de la URSS, en la
democracia de los soviets. El desarrollo de una democracia
verdadera deberá combinar lo mejor de los distintos modelos que
han existido (la participación directa del pueblo en ciertas
democracias de corte “marxista” en los estratos bajos del poder
deberá combinarse con la participación directa en los estratos
altos del poder, como ocurre en las democracias “liberales”).
Habrá que hacer compatibles la democracia representativa
(mejorándola notablemente y haciéndola evolucionar hacia una
democracia participativa y deliberativa), la
democracia directa de base y la autogestión
obrera, pero corrigiendo los defectos detectados (ver mis
anteriores artículos Los defectos de nuestra “democracia”
y El desarrollo de la democracia). La liberación del
pueblo trabajador de la explotación no puede realizarse sin la
propia participación directa del pueblo (de todo el pueblo) en
todas las esferas de la vida pública, sin una verdadera
democracia (tanto en el ámbito político como en el económico).
Como bien dijo el teórico marxista Antón Pannekoek: La meta
de la clase obrera es su liberación de la explotación. Esta meta
no se alcanza y no puede alcanzarse mediante una nueva clase
dirigente y gobernante que sustituya a la burguesía. Sólo puede
ser realizada por los obreros mismos siendo dueños de la
producción. Incluso el mismo Lenin decía en Obras
Completas: [...] una minoría, el Partido, no puede
implantar el socialismo. Podrán implantarlo decenas de millones
de seres cuando aprendan a hacerlo ellos mismos.
Por consiguiente, cabe preguntarse ¿qué
opciones nos quedan?, ¿cómo conseguir derrocar el Estado
burgués?, ¿cómo conseguir un Estado al servicio del conjunto
de la sociedad?, ¿cómo conseguir avanzar hacia la emancipación
de la sociedad?.
El razonamiento “tradicional” de una parte
importante de la izquierda, del marxismo, ha sido que dado que
el Estado es un reflejo de la sociedad, siendo ésta una lucha
constante de clases, entonces el Estado no puede estar al margen
de dicha realidad y siempre ha sido y será el instrumento de la
clase dominante, por lo que hay que dominarlo, por lo que el
proletariado (que junto con el campesinado constituía, en su
día, la mayoría de la población, es decir el pueblo) debe
conquistarlo. La toma del Estado por el proletariado supondría
la toma de posesión de los medios de producción por el Estado y,
con el tiempo, la desaparición de las clases y por tanto la
desaparición del propio Estado, su extinción. Según esta visión,
el Estado es un órgano de dominación de clase, el instrumento de
opresión de la sociedad por una clase dominante, ésta es su
razón de ser, su única finalidad, y por tanto, con la
desaparición de las clases desaparece su necesidad. Como decía
Engels, El gobierno sobre las personas es sustituido por la
administración de las cosas y por la dirección de los procesos
de producción. El Estado no será 'abolido'; se extingue.
El problema es que, sin democracia
verdadera, es decir, sin el poder del pueblo, ¿quién
domina el Estado en nombre del proletariado?, ¿quién se erige en
representante del pueblo cuando no lo elige el propio pueblo
porque éste no es consultado?, ¿cómo evitar que los que se
autoerigen en representantes del pueblo (del proletariado) se
conviertan en una nueva minoría dominante?, ¿cómo evitar que se
aprovechen del poder al que han accedido y en vez de usarlo para
los fines originales para los que accedieron a él (es decir,
para transformar la sociedad, para emancipar al pueblo) lo usen
para su propio interés?, ¿cómo garantizar que desaparezca
cualquier clase dominante en vez de que se sustituya una por
otra?, ¿cómo evitar la ineficacia de la nueva minoría dominante
si no hay un control externo a ella, si no responde ante nadie?,
¿cómo evitar que la situación transitoria de la dictadura de una
vanguardia no degenere en la dictadura permanente de la
vanguardia convertida en una nueva minoría dominante?. Las
experiencias históricas han demostrado que no se puede tener fe
ciega en las personas, que la única manera de evitar la
degeneración de todo proceso revolucionario o emancipador es
mediante el establecimiento de formas de hacer las cosas que no
dependan de la fe, que sean independientes de las personas,
mediante el uso de metodologías que garanticen la fidelidad a
los intereses del pueblo, que permitan la elección y el control
de los representantes del pueblo, es decir, mediante una
verdadera democracia. Sin una verdadera democracia es imposible
(o muy difícil) impedir este tipo de degeneraciones en las que
los ideales iniciales de las revoluciones son traicionados por
intereses personales, no se puede depender de la presunta buena
fe de las personas, no se puede depender de las pocas personas
íntegras que son capaces de no dejarse corromper por el poder,
que son capaces de permanecer fieles a los ideales originales,
no es seguro (como las experiencias reales han demostrado sin
ninguna duda).
Por un lado, aun sin clases, ¿es posible
que millones de personas puedan convivir sin algún organismo que
regule dicha convivencia?. Es decir, aun en la sociedad sin
clases, ¿es posible prescindir del gobierno de las personas?.
¿Es posible mantener un orden social (en la sociedad sin clases
un orden básicamente justo y equilibrado) “autorregulado”?.
Indudablemente en una sociedad más justa hay menos violencia,
hay menos delincuencia, ¿pero desaparece ésta por completo?. ¿Es
posible que algunas de las características del ser humano, como
la avaricia o la codicia o el egoísmo, desaparezcan por
completo?. Aunque una sociedad más justa necesite menos
represión de la violencia, ¿es posible que desaparezca por
completo el ejército o la policía o los tribunales?. Aunque
disminuya considerablemente el Estado policial, ¿puede
prescindirse de éste por completo?. En un mundo superpoblado y
globalizado como el actual, ¿es posible volver a formas de
organización social primitivas anteriores al Estado moderno?.
¿La tendencia actual, movida por un sistema económico que
elimina las fronteras, no es precisamente a que los Estados se
agrupen en “Súper Estados”, en Estados cada vez más globales que
abarcan poblaciones cada vez mayores?. ¿Es posible que la
sociedad se regule de forma totalmente descentralizada aplicando
el principio federativo propugnado por el anarquismo?. ¿Aunque
el Estado se descentralice notablemente, es posible que lo haga
hasta el punto en que ya no sea necesario?. ¿La tendencia de la
sociedad actual, de la economía moderna, no es precisamente
hacia una mayor centralización, hacia una mayor uniformización?
¿La globalización económica, es decir, la centralización cada
vez mayor de la actividad económica, es reversible?. ¿Una de las
causas del origen del Estado no es quizás precisamente la
necesidad de mayor centralización de la gestión y organización
de la sociedad? ¿No se planteó también desde el marxismo la idea
de los Estados Unidos Socialistas de Europa?. En su libro Qué
es el marxismo, Trotsky dice: Caerán las barreras
aduaneras completamente carcomidas. Las contradicciones que
despedazan a Europa y al mundo entero encontrarán su solución
natural y pacífica dentro del marco de los Estados Unidos
Socialistas de Europa, así como de otras partes del mundo.
La humanidad liberada llegará a su cima más alta. Y en su
artículo El desarme y los Estados Unidos de Europa dice:
La fórmula, Estados Unidos Soviéticos de Europa es
precisamente la expresión política de la idea de que el
socialismo es imposible en un solo país. El socialismo no puede
alcanzar su desarrollo pleno ni siquiera en los límites de un
solo continente. Estados Unidos Socialistas de Europa es la
consigna histórica de una etapa en el camino hacia la
federación socialista mundial. ¿La URSS no fue creada
precisamente con esta idea en mente?. En la Constitución de la
URSS de 1924 se proclamaba: El nuevo estado soviético está
abierto a todas las repúblicas socialistas soviéticas, tanto las
existentes como las futuras, y esto será el paso decisivo para
el camino de la unión de trabajadores de todos los países en una
república socialista soviética mundial.
Y por otro lado, si la función clasista
del Estado desaparece y el gobierno sobre las personas es
sustituido por la administración de las cosas, ¿hay cosas
que administrar por el conjunto de la sociedad?. Y si las hay,
¿quién debe administrarlas si no lo hace el Estado o algo
parecido aunque se llame de distinta manera?. ¿Es posible que la
sociedad actual pueda ser administrada al margen del Estado?.
Con la desaparición de las clases, ¿desaparecería la necesidad
de construir y gestionar infraestructuras públicas?,
¿desaparecerían los asuntos públicos?. Es decir, suponiendo que
el Estado deje de ejercer de instrumento de la clase dominante,
¿sigue siendo necesario?. ¿Es realmente posible, como decía el
anarquista italiano Errico Malatesta, confiar los servicios
públicos a la obra espontánea, libre, no oficial, no
autoritaria, de todos los interesados y de todos aquellos que
tengan voluntad para hacer algo?. Dicho de otro modo, ¿es
posible que el conjunto de la sociedad pueda prescindir de algún
mecanismo de representación política?, ¿es posible que la
sociedad se autogobierne sin la necesidad de elegir un gobierno
que la represente?, ¿es posible aplicar la democracia directa a
todo el conjunto de la sociedad de un país, es decir a un grupo
humano formado por millones de personas?, ¿es posible prescindir
de la democracia representativa (aunque ésta mejore notablemente
hasta convertirse en una verdadera democracia representativa)?
(ver mi anterior artículo El desarrollo de la democracia),
¿es posible organizar la sociedad de forma totalmente
descentralizada “troceando” el Estado en una confederación de
organismos cercanos al ciudadano que representen a grupos
relativamente pequeños de población, como propugna el
anarquismo?, es decir, ¿es posible invertir la aparente
tendencia histórica hacia la centralización territorial por su
tendencia opuesta?. ¿Que el Estado haya nacido como el
instrumento de una minoría para dominar la sociedad en su
beneficio (aun admitiendo que ésta sea la única causa de su
nacimiento), le impide transformarse en el instrumento del
conjunto de la sociedad?. ¿Es posible cambiar su función
original (aun admitiendo que ésta sea exclusivamente la
represora)?. Esto es tanto como preguntarse si un concepto
(cualquiera, en este caso el Estado), sólo puede ser o
existir de la manera en que nació, si es capaz de cambiar su
esencia y “rebelarse” contra su razón de ser original, si es
capaz de evolucionar. ¿Es que, por ejemplo, el concepto
familia siempre ha sido igual?. ¿Es que tiene algo que ver
el significado original de familia con el actual (familia
viene de famulus, “esclavo doméstico”, es decir,
familia significaba originalmente el conjunto de esclavos
pertenecientes a un mismo hombre)?. ¿Es que el concepto de
democracia no ha evolucionado desde la antigua Grecia (donde
sólo una pequeña minoría de la población tenía derecho a
participar en la democracia ateniense)?. ¿No es quizás
precisamente la evolución lógica del Estado, que aun habiendo
nacido para regular un orden social de acuerdo con los intereses
de una minoría “camuflados” del interés general, se transforme
progresivamente en el instrumento del conjunto de la sociedad
(su fin teórico)?. ¿Es que la industria moderna, que nació
únicamente por la necesidad de la burguesía de aumentar su poder
económico, no puede dejar de ser en esencia “la máquina de hacer
dinero” de la burguesía para convertirse en el motor de la
economía al servicio del conjunto de la sociedad?. ¿No es eso
precisamente a lo que aspira la izquierda?. ¿Por qué puede y
debe cambiar el sistema económico y no puede o no debe cambiar
el Estado (según la teoría marxista el “reflejo político” de
dicho sistema económico)?. Si según el materialismo histórico,
el Estado es el reflejo del sistema económico, ¿por qué no puede
cambiar el primero con el segundo?. Es más, según dicha teoría
precisamente, no sólo puede sino que debe. Si la producción
industrial moderna nació con el capitalismo pero puede
sobrevivir o reconvertirse o acelerarse con el socialismo, ¿por
qué el Estado moderno que nació también con la burguesía, con el
capitalismo, no puede sobrevivir o reconvertirse o incluso
reforzarse con el socialismo?, ¿no tiene precisamente mayor
razón de ser con el socialismo?. En el momento en que una
sociedad necesita gestionarse por el interés general (en vez de
por el interés de una minoría), ¿no necesita precisamente más
Estado?, ¿no es necesaria más coordinación cuando más gente
participa en una empresa común?, ¿y qué mayor empresa común que
la organización de toda una sociedad?. ¿No necesita más Estado
(un Estado diferente) la administración de las cosas, si
hay más cosas que administrar, porque pasan de ser muchas
de ellas de titularidad privada a titularidad pública?. Si los
medios de producción son socializados, es decir, pasan a
pertenecer a la sociedad, ¿a quién debe corresponder la
titularidad de los mismos si no es al Estado?. ¿Quién representa
a la sociedad si no el propio Estado (un Estado radicalmente
diferente al Estado burgués actual)?. Imaginemos que una
empresa X deja de pertenecer a unos pocos socios capitalistas
(modelo actual de la mayoría de las empresas privadas del
capitalismo). Tendríamos dos opciones: que pase a pertenecer al
conjunto de la sociedad, es decir, al Estado, o que pase a
pertenecer al conjunto de sus trabajadores. En el segundo caso
realmente la empresa no es socializada en sentido estricto,
sigue siendo privada aunque ahora sus titulares son muchos más,
son los propios trabajadores. ¿Pero son todos éstos titulares en
la misma proporción?. Es decir, ¿pueden todos ellos poner la
misma cantidad de capital?, ¿pueden invertir la misma cantidad
de dinero?. Obviamente no, porque como al “socializarse” la
empresa parten de una situación inicial de desigualdad, no todos
cobran igual, no todos pueden invertir lo mismo, y por tanto el
reparto de los beneficios lógicamente tampoco será igual, con lo
que, con el tiempo, se produciría de nuevo la acumulación de la
mayor parte del capital en unas pocas manos. Con el tiempo,
algunos de los socios trabajadores se harían más ricos que
otros, es decir, aumentarían las desigualdades entre ellos. ¿Y
si todos ponen el mismo capital, se alcanzaría la cifra
necesaria para cubrir todas las inversiones necesarias?. En
algunos casos quizás sí, pero en la mayor parte de los casos no.
No todas las empresas heredadas del capitalismo actual tienen la
misma situación económica, los trabajadores de unas empresas
tendrían mejores condiciones y podrían tener más beneficios que
los de otras empresas. Por consiguiente esta solución
colectivista de hacer que los dueños de cada empresa sean sólo
los trabajadores de la misma, y no la totalidad de la sociedad
en su conjunto, sólo podría producir desigualdades entre
trabajadores de la misma empresa, entre trabajadores de
distintas empresas y entre trabajadores de distintos sectores.
En definitiva, el capitalismo no sería realmente destruido sino
que sólo cambiarían sus formas. Como indica Frank Mintz en su
libro Autogestión y anarcosindicalismo en la España
revolucionaria ciertos cenetistas denunciaban el nacimiento
de un neocapitalismo obrero: […] En Barcelona y en casi todas
las ciudades de Cataluña, cada fábrica trabaja y vende sus
productos por cuenta propia; cada una busca clientes y compite
con las fábricas rivales. Ha nacido un neocapitalismo obrero.
[…] En el comercio el mismo neocapitalismo aparece a escala
menor. Los comités nacen en todos los negocios, en todas las
casas comerciales. Forma parte inclusive el ex-propietario, y
empleados y propietarios reunidos se ponen de acuerdo para
explotar al cliente. […] los comités nacidos de la revolución
[...] dieron resultados absolutamente negativos que llevaban la
economía a la ruina y daban vida a nuevas formas de egoísmo y de
explotación. Por lo que respecta a los sindicatos, cuando osaron
socializar, sea en Madrid como en Levante o en Cataluña, se
comprueban satisfactorios éxitos en la economía, la libertad, la
justicia. Según Frank Mintz esto es la opinión de un miembro
de la CNT que se inclinaba por un anarcosindicalismo dirigista,
pero lo interesante de dicha opinión es que poco después de la
revolución social ya aparecerían peligrosas tendencias que
reproducían los males de la sociedad anterior que se pretendía
abolir. Por consiguiente, si se quiere tender hacia la igualdad
social, la opción más segura (la más contundente o radical) es
que la empresa X (como cualquier otra) pase a dominio público,
pertenezca al Estado. Si además de la igualdad social, buscamos
la eficiencia en la economía, entonces con más razón se necesita
cierta planificación centralizada de la misma, es decir algo
equivalente al Estado, aunque se llame de otra manera. Podemos
entender el Estado como la organización más o menos centralizada
de la sociedad. Estado equivale a centralización. Y socialismo
implica mayor centralización económica. Por consiguiente,
socialismo implica más Estado. Si la empresa X pasa a
pertenecer al Estado, esto implica necesariamente dedicar
recursos de éste para gestionar la empresa X, además de para
“coordinarla” con el resto de las empresas del país, en una
economía planificada y racional. Por tanto, aun admitiendo que
la mayor parte de la gestión de la empresa X se haga por sus
propios trabajadores formados en consejo o soviet de la empresa
X, deberá haber cierta coordinación con el Estado. Es decir, que
el hecho de que la empresa X haya pasado a titularidad pública
ha supuesto el aumento (aunque ligero, si se procura
descentralizar su gestión trasladándola al máximo posible al
soviet de la empresa) de los recursos necesarios del Estado.
Incluso si se utilizara una fórmula mixta o intermedia en la que
la empresa X perteneciera en parte al Estado y en parte a sus
trabajadores (poniendo límites para evitar excesivas
desigualdades), alguna coordinación con el Estado haría falta
también. Sin olvidar que si la empresa X pertenece al Estado,
entonces todos sus trabajadores son entonces también empleados
del Estado. El Estado socialista está pues compuesto de una
parte burocrática formada por funcionarios y encargada de la
administración de la economía y del gobierno de las personas, y
de una parte productiva compuesta de obreros, campesinos,
comerciantes, etc. Normalmente se suele equiparar el Estado a su
parte burocrática, pero no hay que olvidar que si se socializan
los medios de producción, entonces todos sus empleados pasan a
formar parte del Estado. Así como una empresa necesita más
burocracia cuanto más grande sea o cuantos más proyectos maneje,
lo mismo puede decirse del Estado. La burocracia es
inevitable, pero para que no se convierta en obstáculo, debe
minimizarse, debe ser el medio y no el fin (debe servir a la
sociedad) y debe ser eficiente. Y todo esto sólo puede
conseguirse, como decía Lenin, con la democracia, con
la elegibilidad, la amovilidad y un sueldo parecido a los de
cualquier otro trabajador para los funcionarios, es decir,
haciendo que los funcionarios tengan condiciones laborales
parecidas al resto de trabajadores. Es decir, es
imprescindible que la burocracia sea controlada desde el
exterior, por el propio pueblo, y es imprescindible la
inexistencia de privilegios para sus funcionarios. Si
entendemos que el Estado es el conjunto de medios para
administrar la sociedad (burocracia), cuanta más población tenga
ésta o cuantos más asuntos sean de dominio público, más recursos
necesita el Estado. El socialismo implica por un lado un cambio
cuantitativo del Estado, se necesita más Estado (al menos
inicialmente mientras la sociedad no sea capaz de organizarse al
margen del Estado), pero por otro lado, simultáneamente, implica
un cambio cualitativo. El Estado policial (ejército, policías y
tribunales) debe tender a disminuir notablemente y el Estado de
bienestar, el Estado “técnico”, debe aumentar, y además el
Estado debe democratizarse a todos los niveles. El socialismo y
la democracia en todos los ámbitos de la sociedad no pueden
existir el uno sin la otra, socialismo y democracia vienen a ser
sinónimos. Como decía Bakunin, socialismo sin libertad es
esclavitud; libertad sin socialismo es barbarie. Pero la
libertad en sociedad no es infinita y absoluta, la libertad de
uno acaba donde empieza la de otro. La sociedad libre debe
aspirar a maximizar la libertad, pero nunca podrá alcanzar cotas
infinitas para la misma. Y la forma de conseguir la máxima
libertad posible en sociedad es mediante la democracia, la
verdadera democracia aplicada en todos los ámbitos de la
sociedad, incluido el económico. Podemos entender el
socialismo como la aplicación de la democracia en el ámbito
económico. En realidad, Engels reconocía que Todos los
socialistas están de acuerdo en que el Estado y, junto con él,
la autoridad política desaparecerán como consecuencia de
la futura revolución social, es decir, que las funciones
públicas perderán su carácter político y se convertirán en
funciones puramente administrativas, destinadas a velar por
los intereses sociales. Al margen de la primera parte de
esta aseveración, que yo me permito replantear aquí, lo que
quiero destacar de esta cita es que, en el fondo, se reconocía
que el Estado tenía una parte “técnica” y una parte “política”,
y se postulaba que, con el tiempo, como consecuencia de la
desaparición de las clases sociales, la parte política del
Estado perdería su sentido. Para el marxismo el Estado es
sinónimo del Estado político. Así pues la cuestión del Estado se
refería en realidad a su parte política. Pero la cuestión del
Estado o del Estado político sigue siendo la misma. Según el
marxismo, no es posible un Estado político libre de la
dominación de una clase, no es posible un Estado político
“imparcial”, un Estado siempre es la dictadura de una clase
sobre el resto de clases. Pero además, al negar la necesidad de
la parte política del Estado (en una sociedad sin clases), en el
fondo, se niega la propia política, que no es ni más ni menos
que el proceso y actividad orientada, ideológicamente o no, a la
toma de decisiones de un grupo para la consecución de unos
objetivos (pudiéndose hablar de la política de un país, de una
empresa, de una persona, etc.). Para administrar las cosas
hay que tomar unas decisiones, y el proceso de toma de dichas
decisiones de acuerdo con unas determinadas orientaciones o
directrices es precisamente lo que se puede entender, en un
término amplio, como política. Según el diccionario de la Real
Academia Española, una de las acepciones de política es
la actividad del ciudadano cuando interviene en los asuntos
públicos con su opinión, con su voto, o de cualquier otro modo.
El marxismo asocia política a la tergiversación de la misma, a
su degeneración, a su transformación en una lucha de poder, en
una lucha de clases, en definitiva, interioriza la práctica
aberrante de la política hasta la fecha con el concepto teórico,
ideal u original de dicha palabra. Lo reduce todo exclusivamente
a la lucha de clases, no admite que aun desaparecida ésta, pueda
ser necesaria la política, entendida ésta como la necesidad de
tomar decisiones sujetas a discrepancias, a distintas visiones,
a distintas ideologías. Y esto es así porque debido a la
aplicación “radical” del materialismo histórico, se entiende que
la ideología de una persona depende exclusivamente de sus
condiciones materiales, de su clase social, y por tanto,
desaparecidas las clases, desaparecen las distintas ideologías,
o dicho de otro modo, con la igualdad social se consigue la
completa uniformidad ideológica. Para el marxismo política
va siempre asociada a ideología y ésta a su vez a
clase social. En su afán por mostrar la importancia
(innegable) de la lucha de clases (motivada por las condiciones
materiales de existencia, es decir, por las condiciones
económicas), por luchar contra el extremo existente hasta la
fecha de negarla, cae en el extremo opuesto de darle todo el
protagonismo. Como el movimiento del péndulo pasamos de una
concepción antigua (apoyada por la minoría dominante de turno)
de negar el papel principal (que no único) de la lucha de clases
(de la economía) en el devenir de la historia de la humanidad,
en la estructura de la sociedad, de negar incluso la existencia
de la lucha de clases, y de negar casi (de obviar) la existencia
de clases, a la concepción opuesta de afirmar que TODO se debe
EXCLUSIVAMENTE a la lucha de clases. Ésta pasa de no existir en
las concepciones pre-marxistas a serlo todo en la concepción
marxista (o en una interpretación excesivamente “radical” del
marxismo). Esta concepción niega el concepto teórico de la
política por su aplicación práctica, como hace lo propio con
el Estado, o lo que es lo mismo, dichos conceptos sólo
tienen sentido alrededor del concepto de clase social. Quizás el
marxismo (o una interpretación demasiado “rígida” del mismo),
que supuso un avance notable e innegable en cuanto al
reconocimiento de la importancia, del papel central, de la
economía en la sociedad, de la lucha de clases como motor de la
historia, llevó al extremo dicha importancia hasta el punto de
adoptar una visión “unidimensional” de la sociedad negando
cualquier otro parámetro o “dimensión” que la explique. Según
esta concepción del marxismo llevado al extremo, el pensamiento
de una persona viene determinado exclusivamente por sus
condiciones materiales, en concreto por sus condiciones
económicas, es decir, por la pertenencia a una clase social
determinada. Esta visión “hipermaterialista”, en el fondo, niega
el margen de libertad de las personas, el libre albedrío, supone
la consagración de un nuevo determinismo. Hay que tener en
cuenta que el marxismo puede ser interpretado de forma mecánica
(es decir, rígida) o de forma dialéctica (es decir, de forma
flexible). Pero indudablemente, el marxismo también puede
contener ciertas “contradicciones internas” que en función de su
interrelación, de su “lucha interna”, puede producir resultados
muy distintos. Éste, en mi opinión, es uno de los problemas más
importantes del marxismo, su propia naturaleza dialéctica (Marx
aplicó la dialéctica para desarrollar sus teorías pero, a su
vez, su forma de explicarlas está “impregnada” de dialéctica). Y
la dialéctica es una herramienta muy poderosa pero también muy
peligrosa porque puede producir resultados aparentemente
opuestos, puede jugar malas pasadas. El marxismo según se
interprete puede resultar en ciertos momentos contradictorio.
Por esto ha habido (y sigue habiendo) tantas interpretaciones
del mismo, por esto sigue generando tanto debate. Engels, en una
carta dirigida a José Bloch, le responde a las dudas que éste
tiene sobre la concepción materialista de la historia: “...Según
la concepción materialista de la historia, el factor que en
última instancia, determina la historia, es la producción y la
reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo, hemos afirmado
nunca más que esto. Si alguien lo tergiversa, diciendo que el
factor económico es el único determinante, convertirá
aquella tesis en una frase vacua, abstracta, absurda. La
situación económica es la base... De otro modo, aplicar la
teoría a una época histórica cualquiera, sería más fácil que
resolver una simple ecuación de primer grado. Ya el hecho de
que Engels necesite escribir cartas para explicar mejor sus
postulados demuestra que éstos no eran suficientemente
entendidos o que por lo menos podían ser interpretados de
distintas maneras. Pero además, según esta carta, el marxismo no
afirma que el único factor determinante de la historia es la
economía, dice que es el principal. Pero sin embargo, por otro
lado, como acabamos de ver, se niega la necesidad de la política
una vez desaparecidas las clases sociales cuando se niega la
necesidad del Estado. Por un lado se reconoce que la economía no
lo es todo y por otro lado se dice que con una economía que
elimine las clases sociales ya no es necesario el Estado
político, ya no es necesaria la política, ya no hay
discrepancias ideológicas. ¿No es esto una contradicción?.
Si puede dudarse sobre la necesidad del
Estado en la sociedad moderna, si puede dudarse sobre la
posibilidad de abolirlo de inmediato (como propugna el
anarquismo) o si puede dudarse sobre la probabilidad de que con
el tiempo se extinga por sí mismo como resultado de la
revolución social (como dice el marxismo); de lo que no cabe
ninguna duda, a la historia podemos remitirnos, es que la
sociedad evoluciona, cambia (a mejor o a peor), y por tanto,
la forma en que los seres humanos nos organizamos en ella
también. De lo que no cabe ninguna duda, es que el Estado no ha
sido siempre la única forma de convivencia en la humanidad
(recordemos, por ejemplo, las sociedades primitivas organizadas
en tribus, en el régimen gentilicio, las ciudades-estado griegas
o las ciudades/comunas europeas de la Edad Media unidas
libremente en base al principio federativo). El Estado no ha
existido siempre, se ha impuesto normalmente por la fuerza
sobre las formas de organización social anteriores, y además
ha cambiado con el tiempo. Y por tanto, puede cambiar e
incluso puede desaparecer en el futuro. El Estado no es el fin
en sí mismo, es el medio por el cual la sociedad se organiza.
Por consiguiente, ésta es la que debe decidir si le es útil o
no. De lo que no cabe ninguna duda, es que el Estado no es la
propia sociedad, es que el Estado no es inmutable, no es la
única forma en que la humanidad puede organizarse. Está
condenado (como lo está la sociedad) a cambiar, ya sea para
afianzar aún más el poder de la clase dominante actual, ya sea
para servir a una nueva clase, ya sea para dejar de ser el
instrumento de dominio de la minoría dominante de turno (como ha
sido siempre hasta ahora) y convertirse en el instrumento usado
por la sociedad para regular ésta de acuerdo con los verdaderos
intereses generales, ya sea para ser sustituido por otras formas
de organización social si no es capaz de responder a las
necesidades y expectativas de la sociedad, si no es capaz de
servir al conjunto de la misma. Tan equivocado es afirmar que
el Estado es imprescindible, como afirmar que es inmutable, como
afirmar que su desaparición es ineludible. La sociedad puede
evolucionar para ser más justa y libre de múltiples maneras. Ya
sea evolucionando las formas actuales de organización, ya sea
sustituyéndolas por otras nuevas. E incluso, quizás la opción
más probable, evolucionando inicialmente las formas actuales
para ser sustituidas con el tiempo por otras radicalmente
nuevas. Si nos fijamos en la historia, la evolución de la
sociedad ha sido siempre gradual, aunque con ciertos saltos
cuantitativos y cualitativos como las revoluciones, que en
realidad han supuesto la “oficialización” de una nueva sociedad
que iba poco a poco ganando terreno a la vieja hasta finalmente
sustituirla. Una de las leyes fundamentales de la naturaleza (y
de la sociedad) es que toda evolución necesita su tiempo,
lo cual no significa que la velocidad del cambio sea constante,
ni que no se produzcan paradas o retrocesos. Y otra de las leyes
fundamentales de la naturaleza (y de la sociedad) es adaptarse o
morir. O el Estado cambia o desaparecerá, tarde o pronto.
La misión de la izquierda es que no sea demasiado tarde y es que
el cambio sea a mejor en vez de a peor. Su misión es acelerar la
mejora de la sociedad. La misión de la izquierda es que los
cambios en la sociedad, inevitables, favorezcan a la mayoría de
ésta. La misión de la izquierda es también que el progreso
del conjunto de la humanidad no se haga a costa de la
explotación, no sea a costa de la opresión de unos seres humanos
por otros. La misión de la izquierda es que la humanidad
evolucione hacia un mundo libre y justo, en el que la libertad y
la igualdad sean reales para todos los seres humanos. Éste
es el objetivo fundamental, si esto sólo puede conseguirse sin
el Estado, pues entonces ¡al diablo el Estado!, pero tampoco hay
que descartar éste de ante mano. Sobre todo si no es seguro que
pueda prescindirse de él por el momento. El fin no es la
abolición o extinción del Estado en sí mismo, sino la
organización de una sociedad más justa. El deber de la izquierda
es explorar TODOS los caminos posibles para conseguirlo, sin
descartar ninguno, por mucho que se prefieran ciertos caminos
más que otros, por mucho que parezcan unos caminos más seguros
que otros. El deber de la izquierda es forzar la evolución de la
sociedad a mejor, pero considerando las condiciones actuales de
las que se parte. Y éstas, normalmente, limitan de una u otra
manera los posibles caminos a emprender. Sólo es posible
construir el futuro a partir del presente (y aprendiendo del
pasado), sólo es posible cambiar la realidad teniéndola en
cuenta.
Quizás el error de la izquierda fue
culpabilizar al Estado (a las instituciones en general) de todos
los males de la sociedad, como si no fuera también el reflejo de
ella, como si en su origen hubiera surgido de la nada, como si
unos pocos lo hubieran impuesto en contra de la voluntad
mayoritaria, como si no fuera responsabilidad de la mayoría de
los individuos el funcionamiento del conjunto de la sociedad, y
por consiguiente también del Estado. Quizás su error fue usarlo
de “chivo expiatorio” contra el que canalizar todos los males de
la sociedad, como si ésta no la formaran sobre todo las
personas, más que las instituciones, olvidándose de la relación
dialéctica entre el individuo y la sociedad (ver mi artículo La
rebelión individual). Quizás su error fue sobrevalorar el
papel del Estado en la sociedad, a la vez que infravalorar el
papel de las personas. Quizás se cayó en cierta demagogia al
evitar criticar o culpabilizar a las personas y desviar toda la
responsabilidad a la institución que representa (o debería
representar) a todas ellas, culpabilizando sólo a la minoría
dominante como si la mayoría dominada no tuviera parte de culpa
en dejarse dominar, como si la sociedad no fuera como es porque
la mayoría de sus componentes la hacen, por pasiva o por activa,
como es (sin dejar de tener en cuenta que algunos individuos
influyen más en ella que el resto). Quizás el error consistió en
pensar que si desaparece el Estado (fuente de todos los males) y
la sociedad se organiza de otra manera, entonces “por arte de
magia” la sociedad cambiará radicalmente, sin tener en cuenta
que mientras las personas no cambien, no importa tanto cómo se
llame la forma de organización, no es suficiente con organizarse
de manera distinta (aunque desde luego puede ayudar mucho), es
necesario también un profundo cambio de mentalidad y
comportamiento de las personas. Quizás el error consistió en dar
prioridad absoluta e inmediata a derribar los símbolos de la
sociedad (las instituciones) en vez de centrarse en cambiar
gradualmente a las personas para que al relacionarse (ya sea con
las viejas instituciones o con las nuevas) cambie la sociedad en
general. Quizás el error fue pensar que instituciones nuevas,
formas de organización nuevas, producirían personas nuevas, en
vez de al revés. Quizás el error fue pensar que con los hombres
de hoy se podía construir ya la sociedad del mañana. Por
ejemplo, en las experiencias anarquistas de la revolución
española, a pesar de la abolición de la autoridad estatal en
ciertas zonas del país, surgieron nuevas formas de dominación y
explotación, nuevas rivalidades, nuevos egoísmos, aunque a mucho
menor escala. Aunque a pesar de todo predominara la solidaridad,
muy poco tiempo después de las colectivizaciones empezaron a
surgir problemas debido a que las personas que intentaban
cambiar las cosas seguían siendo como el sistema anterior las
había hecho, no podían desprenderse del todo de sus peores
características de la noche a la mañana. Cabe preguntarse si con
el tiempo, si no hubieran sido reprimidas las experiencias
anarquistas, dichas tendencias negativas no hubieran degenerado
para reproducir los males de la vieja sociedad que se quería
combatir, aunque bajo otras formas. Quizás el error de una parte
de la izquierda, de una parte del anarquismo, fue pensar que con
la abolición del Estado se abolían todos los males de la
humanidad. Quizás el error de la izquierda fue pensar que el
Estado inevitablemente siempre debía ser el instrumento político
de la clase social dominante (como indudablemente en la práctica
lo ha sido hasta ahora), que el propio Estado es POR DEFINICIÓN
un ente corrompido cuya ÚNICA función es ser el instrumento
represor de la clase dominante. Quizás se equivocó la
izquierda al confundir la naturaleza conceptual o teórica del
Estado (como entidad cuyo verdadero fin es la organización
de una sociedad en beneficio del CONJUNTO de la misma) con su
aplicación práctica distorsionada o tergiversada (como
elemento represor de la minoría dominante), al confundir la
teoría con la práctica, al renunciar a lo que debía ser por lo
que ha sido, al tener en cuenta una sola de sus facetas (la
represiva en favor de los intereses de una minoría), faceta que
no debía haber existido, y olvidarse del resto de sus funciones,
que son o deberían ser precisamente su verdadera razón de ser.
Quizás se equivocó al tener una visión “unidimensional” del
Estado. Reduciendo la creación del Estado a una única causa,
convirtiendo su causa principal en única. Una visión que
considera que la lucha de clases es la ÚNICA causa del origen
del Estado, despreciando otras posibles causas, que aunque sean
menos importantes, puedan hacer que el Estado siga siendo
necesario con la desaparición de las clases sociales. Causas
como la sedentarización, el aumento considerable de la población
y del territorio gestionado por cada comunidad humana, la
división y especialización del trabajo y la necesidad de su
gestión y organización más o menos centralizada, etc. Causas
objetivas derivadas de la evolución de la humanidad que
provocaron, entre otras cosas, la división de la sociedad en
clases y las desigualdades, pero que no desaparecerían con la
eliminación de éstas. En su obra El origen de la familia, la
propiedad privada y el Estado, Engels justifica el origen
del Estado de los germanos por la asimilación del Estado romano
conquistado: […] entre los germanos vencedores del
imperio romano, el Estado surgió directamente de la conquista de
vastos territorios extranjeros que el régimen gentilicio era
incapaz de dominar. Es decir, según las propias palabras
de Engels, que justifica a lo largo de su obra el nacimiento del
Estado exclusivamente por la necesidad de la clase dominante de
institucionalizar su relación de dominio, el Estado germano
nació porque la antigua forma de convivencia (el régimen
gentilicio) no podía gestionar grandes territorios. ¿No está
reconociendo implícitamente, y quizás inconscientemente, que la
lucha de clases no es la única causa del origen del Estado?.
Quizás la izquierda renunció a que el poder político se sitúe
por encima del poder económico. Quizás asumió inconscientemente
el devenir de la historia en el sentido de que el Estado debía
de estar supeditado a la economía (y por tanto de que debía ser
siempre el instrumento de la clase económica dominante), y al
mismo tiempo, y contradictoriamente, intentó que lo conquistara
una clase (el proletariado) que realmente no tenía poder
económico, para una vez alcanzado el poder político, modificar
la estructura económica de la sociedad, contradiciendo así las
“leyes” de la historia postuladas por la propia izquierda.
Quizás se llevó hasta el extremo el materialismo histórico y la
lucha de clases hasta el punto de convertirse en una visión
“semideterminista” de la historia en la que ésta puede cambiarse
pero sólo siguiendo ciertas “reglas” fijas e inmutables. Una
visión de la historia excesivamente materialista en la que las
ideas son sólo efecto de las condiciones materiales y no a su
vez también causa (como de hecho proclama la dialéctica). Una
visión en la que la humanidad pierde casi el control de su
propia historia. Quizás el marxismo fue preso de este nuevo
“determinismo en las formas” que entró en conflicto con el
“libre albedrío en el fondo”. Quizás el marxismo entró en
contradicción consigo mismo al afirmar por un lado que nada
ocurre al azar y que la economía es el motor de la historia, que
las revoluciones son consecuencias “naturales” del devenir
histórico, pero al mismo tiempo, por otro lado, saltarse esa
regla, forzarla, al intentar de alguna manera acelerar el curso
de la historia, pero a la vez sin atreverse a alterar el
“guión”. Quizás no se atrevió a cambiar verdaderamente la
historia por no contradecir sus propias teorías sobre la misma,
pero al mismo tiempo, no las tuvo en cuenta para iniciar un
proceso de cambio histórico que luego fue “autorreprimido”.
Quizás asumió (aunque sólo en parte) que la sociedad es como la
naturaleza, que es posible entender sus leyes pero no es posible
alterarlas, pero al mismo tiempo, y contradictoriamente, intentó
saltarse dichas leyes para cambiarlas (aunque sin atreverse a
cambiarlas radicalmente). Quizás su base científica que tan útil
le fue para comprender la sociedad (como paso previo para poder
cambiarla), se convirtió en dogma y le imposibilitó cambiarla
radicalmente por su propia renuncia a hacerlo. La dialéctica nos
dice que todo cambia, que todo se interrelaciona con todo en
ambos sentidos, que las causas pueden ser efectos y viceversa
(sobre todo en la sociedad humana). La dialéctica nos permite en
primer lugar comprender el mundo para en segundo lugar
cambiarlo, nos permite convertir un efecto en causa o una causa
en efecto. El materialismo histórico nos proporciona los
suficientes conocimientos para comprender la evolución de la
historia de la humanidad HASTA EL PRESENTE, pero no nos dice que
la historia tenga que ser siempre la misma, no nos impide que
intentemos cambiarla para que la economía (causa) pueda
convertirse en efecto (pueda ser controlada por la política). El
socialismo científico nos da las pistas para poder cambiar la
realidad, conociéndola primero para posteriormente cambiar las
“reglas”. Y nada nos impide (por lo menos ideológicamente) que
el Estado pueda por tanto pasar de ser el efecto de la
organización económica de la sociedad (como ha sido hasta ahora)
a causa de la misma (donde el Estado interfiera y controle a la
economía). Es más, cuando un sistema económico se descontrola
por su propia naturaleza intrínsecamente caótica y se convierte
en un “animal salvaje” que lo arrasa todo y pone en peligro la
propia existencia de la humanidad (como ocurre con el
capitalismo), entonces, además, se hace necesario que se
convierta en efecto, que pierda su papel de protagonista casi
exclusivo de la historia, de motor de ésta, que pase a ser el
medio del que se sirve la sociedad, que sirva a la sociedad, en
vez de al contrario. Tan es así, que el propio Estado
capitalista (que tanto proclama la autorregulación de la
economía) interviene drásticamente cuando la “bestia” se
descontrola y estallan las crisis cíclicas (como consecuencia de
la exteriorización de sus contradicciones internas),
socializando las pérdidas cuando la economía va mal (pero
privatizando las ganancias cuando va bien). Hay que “domesticar
a la bestia”, hay que retomar el control, y para ello hay que
primero liberarse de su dominio. Y para ello el papel del Estado
tiene que cambiar radicalmente. Y para ello hay que primero
cambiar su concepción teórica (que en realidad significa
recuperar su razón de ser idealista inicial). El “guión” de la
historia debe cambiar radicalmente. Es necesario que el
Estado no sea el instrumento de ninguna clase social. Por lo
menos hasta que sea posible organizar la sociedad de forma
radicalmente alternativa, si es que ello es posible. En las
condiciones actuales, es más difícil, y por tanto menos
probable, organizar la sociedad al margen del Estado que
intentar cambiar la naturaleza de éste. Lo primero requiere una
completa transformación de toda la sociedad, sobre todo de la
mentalidad de los individuos, mientras que lo segundo podría
conseguirse desarrollando la democracia como más adelante
explico. Si puede dudarse sobre la posibilidad de que la
sociedad alcance cierto grado de perfección, llámese
comunismo o anarquía, de lo que no cabe ninguna duda
es que la sociedad actual puede y debe mejorar notablemente.
De lo que no cabe ninguna duda es que el interés de la humanidad
es que la sociedad cambie radicalmente. No se trata ya sólo de
una cuestión de ética, sino que de supervivencia. La cuestión es
si dicha mejora puede hacerse mediante un enorme salto
cualitativo y cuantitativo repentino o si, por el contrario,
sólo puede hacerse gradualmente, ya sea mediante una evolución
continua o mediante una sucesión de saltos o incluso mediante
ambos. Si analizamos la historia, veremos que normalmente los
cambios se han producido por una combinación de saltos
importantes y evoluciones graduales. Normalmente los saltos
repentinos surgen cuando la evolución de la sociedad ha
producido cambios cualitativos y cuantitativos que han provocado
dichos saltos en forma de revoluciones. Éstas han sido realmente
consecuencia de cambios graduales y profundos en la sociedad que
se estaban gestando desde hacía tiempo y que finalmente
“estallan” cuando las contradicciones internas de la sociedad
llegan a un punto insostenible. Como dice Alexander Berkman,
La revolución es meramente el punto de ebullición de la
evolución. Pero lo que está claro es que la sociedad,
como todo en la naturaleza, no puede cambiar bruscamente,
necesita tiempo. Si alguna vez es posible alcanzar el
comunismo o la anarquía, esto sólo parece posible
mediante una transición desde el sistema actual, es decir,
mediante el socialismo. Y como ya vimos, el socialismo
necesita, por ahora, el Estado. Parece muy poco probable,
implantar de golpe un comunismo libertario con individuos
educados en el capitalismo, aunque tampoco se puede descartar
taxativamente. Todo lo que postulamos está sujeto a verificación
en la práctica. Pero esto no impide, ni elude la necesidad, de
hacer el ejercicio teórico de postular. Por consiguiente, si
parece muy difícil, por ahora, prescindir del Estado, entonces
se impone cambiarlo radicalmente. El Estado debe ejercer
de árbitro de la sociedad, debe servir a la sociedad y dejar de
servirse de ella. Además, la izquierda no necesita de un
árbitro parcial para imponerse, tiene suficientes argumentos
para convencer a la población de sus postulados, pero necesita
que éstos lleguen a la gente. Haciendo un símil futbolístico,
“necesitamos un árbitro imparcial porque tenemos confianza en
nuestras posibilidades de ganar el partido, pero no podemos
ganarlo si el árbitro ayuda descaradamente al equipo
contrincante o si las reglas del juego le favorecen porque son
injustas”. Quizás el error de fondo del marxismo, fue renunciar
“oficialmente” al idealismo, a la utopía, como forma de
demostrar su “fidelidad” al materialismo, a la realidad, al
método científico, aunque, contradictoriamente, se aspirara a
una sociedad más justa y se “evitara” dicho idealismo asumiendo
que una sociedad sin clases era el destino casi “inevitable” de
la humanidad. Quizás su error fue aspirar sólo a acelerar la
historia, partiendo de la hipótesis de que el destino de la
sociedad no puede cambiarse (determinismo). Quizás su error fue
sustituir el idealismo por la combinación de materialismo y
determinismo. Quizás su error fue dejarse llevar por el
movimiento del péndulo de una concepción puramente idealista
(donde se obvia el mundo material), como rechazo a la hipocresía
de la ideología burguesa imperante, a otra puramente
materialista (donde el mundo material lo es todo y las ideas no
son nada sin él). Quizás su error fue caer en un relativismo
extremo, en el que ideas como justicia o libertad
pierden por completo cualquier rasgo de “absoluto”, en el que
los valores morales se relativizan por completo hasta el punto
de dejar de ser referencias independientes de la cultura, es
decir del espacio (del país) y del tiempo (del momento
histórico), como forma de protección frente a la hipocresía
burguesa “disfrazada” de absolutismo. Quizás su error fue
renunciar a los ideales y sustituirlos por los
intereses, como forma de distanciarse una vez más del
discurso hipócrita de la burguesía, que “camuflaba” sus
intereses materiales con los ideales del conjunto de la
sociedad. Quizás su error fue no llegar a un equilibrio entre
materialismo e idealismo, entre la necesidad de tener en cuenta
la realidad de la que se parte y la necesidad de fijarse
objetivos que puedan parecer más o menos utópicos, más o menos
ambiciosos, sin que dicho idealismo tenga por que ser
incompatible con el enfoque científico. La “ciencia
revolucionaria” no es una ciencia cualquiera en la que sólo se
desea conocer la realidad, sino que además se pretende
cambiarla. La izquierda pretende además de conocer las leyes de
la sociedad, cambiarlas. El ser humano puede cambiar su
historia, puede ser dueño de su destino. Quizás el marxismo
renunció, en el fondo, a la posibilidad de ser dueños de nuestro
propio destino, al renunciar a los ideales como “faros” a los
que dirigirse. A pesar de que el propio Marx dijera: Los
hombres hacen su propia historia, pero no la hacen
arbitrariamente, en condiciones elegidas por ellos, sino en
condiciones siempre ya dadas y heredadas del pasado. Quizás
el marxismo dio excesiva relevancia a las condiciones
heredadas del pasado hasta el extremo de no sólo condicionar
el futuro (como indudablemente hacen) sino que determinarlo por
completo. Quizás el marxismo, en su afán de dar la importancia
“olvidada” a las principales causas de la evolución de la
sociedad, llegó al extremo de no sólo decir que dichas causas
eran las principales sino que las únicas. La lucha de clases no
sólo “recupera” el protagonismo premeditadamente “olvidado” por
la historia “oficial” pre-marxista sino que pasa a ser
prácticamente el único parámetro en el marxismo. Éste fue
quizás, en mi opinión, el principal error del marxismo:
convertir la lucha de clases en la única dimensión que explica
la sociedad, en vez de conformarse con decir que es, con
diferencia, la principal (lo que ya de por sí suponía un
notable avance). El error fue pasar al otro extremo, fue dejarse
llevar por el movimiento del péndulo hacia el lado opuesto. De
no existir la lucha de clases se pasó a considerar que sólo
había lucha de clases. El problema con el marxismo (o con cierta
interpretación del mismo) es que ha llevado sus postulados (que
en mi opinión son básicamente correctos) hasta extremos
exacerbados. Así como el anarquismo peca de exceso de idealismo,
el marxismo quizás peca de defecto del mismo. Y lo mismo puede
decirse respecto del realismo pero al revés. Así como el
marxismo peca de exceso de realismo, el anarquismo peca de
defecto del mismo. En mi opinión, si los postulados defendidos
por estas dos grandes ideologías se “reequilibraran”,
avanzaríamos en el sentido de obtener una teoría revolucionaria
más sólida, avanzaríamos en su posible “integración”. A pesar de
todo esto, no cabe duda que el marxismo también puede y debe
contribuir enormemente a la reconstrucción de una gran teoría
revolucionaria para el siglo XXI. La revolución del siglo XXI
tampoco podrá prescindir del marxismo.
Decir que el Estado debe ser siempre
inevitablemente el instrumento de la clase dominante es tanto
como confundir el “ser” (la realidad actual) con el “debe ser”
(la utopía o la posible realidad del futuro). Y no
olvidemos que la izquierda aspira a que el “ser” se convierta en
el “debe ser”. Es tanto como decir, por ejemplo, que dado
que un juez es una persona, y las personas como tales no son
nunca imparciales, entonces el juez tampoco puede serlo en su
práctica profesional. Pero si asumimos este razonamiento,
entonces asumimos que la Justicia nunca puede ser imparcial y
por tanto que nunca puede ser justa. Estamos en el fondo
renunciando al propio concepto de Justicia. Sin embargo,
si consideramos que el juez debe aplicar leyes que, aunque hayan
sido redactadas por personas físicas, personas distintas que él,
son leyes que están por “encima” de las personas concretas, en
el sentido de que recogen las normas sociales del conjunto de
las personas (de la sociedad en conjunto, en una sociedad
verdaderamente democrática), entonces la posible parcialidad de
la persona que ejerce de juez puede verse superada por la
imparcialidad del juez (impersonal), del profesional. Esto es
tanto como separar la persona del profesional, o como decir que
las personas somos capaces de ser en ciertos momentos
imparciales (de aplicar criterios profesionales en contra de los
personales). Esto es tanto como decir también que existe un ente
llamado sociedad que está por encima de la persona,
al que debe servir el profesional del Estado. Esto es tanto como
decir que hay que aspirar a que los profesionales que escriben
las leyes y los profesionales que las interpretan, se comporten
como tales profesionales. De la misma manera en que dentro de
la propia izquierda se cuestiona cada vez más la naturaleza
socialista de los Estados que se llamaron socialistas en
el pasado siglo XX, es decir que no hay que renunciar al
concepto teórico del socialismo por sus experiencias
prácticas fracasadas o desvirtuadas, lo mismo puede decirse del
concepto de Estado. De la misma manera en que podemos
decir que la revolución proletaria fue traicionada y por tanto
no hay que renunciar a sus ideales (porque a pesar de todo,
tenía ideales), lo mismo puede decirse de la revolución burguesa
y por tanto tampoco hay que renunciar a los ideales de ésta, más
aun, cuando en ambos casos, los ideales eran en el fondo
prácticamente los mismos, a saber, la emancipación de la
sociedad. Ideales que han existido a lo largo de casi toda la
historia de la humanidad (en cuanto ésta se hizo “civilizada”),
a pesar de los cambios en el sistema económico-político. Aunque
indudablemente ideales como la Justicia dependen del
sistema, las ideas dependen de las condiciones materiales,
también es cierto que siempre ha permanecido la idea de que la
sociedad no es justa, de que unos pocos privilegiados viven a
costa de una mayoría más o menos explotada. La idea de la
necesaria emancipación no ha dependido tanto de la forma
concreta que tomaba la explotación, si bien es cierto que el
grado de explotación o su “camuflaje” sí ha influenciado, sino
que sobre todo del simple hecho de la existencia de explotación.
No todas las ideas cambian con la forma que toma la sociedad
porque dichos cambios de forma no se traducen en cambios de
fondo, a pesar de que los cambios de forma intenten ocultar la
continuidad en el fondo. Hay ideas que dependen de la forma y
otras del fondo. Por consiguiente, si bien es cierto, tal como
afirma el materialismo histórico, que la estructura
económico-política de una sociedad influye notablemente en
muchas ideas, también es cierto que hay otras ideas (ciertos
ideales) que no dependen tanto de dicha estructura porque
dependen de una “superestructura”, de unas premisas, de un
“guión”, que permanecen con el cambio de estructura. Mientras
haya explotación existirá el ideal de emancipación,
mientras haya privilegios existirá el ideal de igualdad,
mientras haya abusos existirá el ideal de justicia,
mientras haya coerción existirá el ideal de libertad,
mientras haya violencia existirá el ideal de paz. Si
bien es cierto que el sistema ideológico dominante (el que
sustenta a la clase minoritaria dominante de turno) influye
notablemente en la forma de pensar de las personas, también es
cierto que éstas siempre tienen cierto “margen de maniobra” que
le impide al sistema controlar por completo a las personas. Si
esto no fuera así, no serían posibles los avances sociales. Como
resultado de las contradicciones internas de la sociedad, como
resultado del conflicto de intereses, de la lucha de clases,
también existe una lucha de ideologías. No existe una ideología
única aunque sí existe una ideología dominante que intenta
imponerse sobre el resto como forma de garantizar el orden
social que beneficia a la minoría dominante. Renunciar a los
ideales equivale a no ver la continuidad en el fondo y
dejarse engañar por los aparentes cambios de forma.
Renunciar a los ideales es renunciar a cambiar el mundo, tanto
si dicha renuncia consiste en dejarse engañar para pensar que ya
se han alcanzado como si consiste en sustituirlos por los
simples intereses, es la victoria ideológica del enemigo. Los
ideales son necesarios para cambiar las cosas. Sin ideales no
hay verdaderos cambios. Los ideales están por encima de los
simples intereses, equivalen a los intereses del conjunto de la
humanidad. Los ideales son los intereses vistos con una
perspectiva más amplia y global. Los ideales son los
intereses generales. Los ideales nos hacen más humanos, en
el mejor sentido de la palabra. Sólo los ideales pueden salvar a
la humanidad de su propia autoextinción. Los ideales son los que
posibilitaron que personas, como Marx o Engels o Lenin o Trotsky
o Bakunin o Kropotkin, no pertenecientes al proletariado,
defendieran los intereses del proletariado, y por extensión, de
la humanidad en su conjunto. Los ideales son los que me han
impulsado a mí, como a tantos otros, a implicarme, a escribir.
Que haya habido gente hipócrita que bajo los ideales haya
escondido simples intereses materiales, que bajo el “disfraz”
del interés general hayan defendido el interés particular, no
significa que haya que renunciar a los ideales. Como tampoco hay
que renunciar a la ciencia por el mal uso que se haga de ella.
El mal uso de un concepto teórico no debe significar
necesariamente la renuncia a dicho concepto, no hay que luchar
contra el concepto si éste no es en sí incorrecto o aberrante,
hay que luchar por una buena (o distinta) aplicación práctica
del mismo. Lo mismo se puede decir del concepto de Estado
o del concepto de democracia. ¿Debemos renunciar al
Estado ideal?. ¿Debemos asumir que la única aplicación
práctica posible del Estado es la que ha existido hasta ahora?.
Proudhon decía que El objetivo supremo del Estado es la
libertad, colectiva e individual. ¿Debemos renunciar a dicho
objetivo?. ¿Debemos asumir que es imposible alcanzarlo?.
En una verdadera democracia (en la que
debe existir, entre otras cosas, el mandato imperativo, la
responsabilidad ante el pueblo, la revocabilidad de los cargos y
unas normas claras y rotundas que obliguen a que se impongan los
criterios profesionales sobre los personales), los profesionales
que escriben las leyes deben hacerlo de acuerdo con los
verdaderos deseos del pueblo. En este tipo de democracia es muy
poco probable (o por lo menos es mucho más difícil) que se
impongan los criterios de una minoría sobre los de la mayoría,
es mucho más probable que las leyes sean realmente (no sólo en
la teoría) el reflejo de los intereses del CONJUNTO de la
sociedad (en vez de los de una minoría). En definitiva, en
una democracia auténtica es muy poco probable que exista una
minoría dominante. En una auténtica democracia (por ahora
utópica), con el tiempo, desaparece la clase minoritaria
dominante porque se legisla y se gobierna en beneficio del
conjunto de la sociedad y ésta no lo hace para beneficiar o
perjudicar a ninguna minoría, lo que beneficia a la mayoría
también lo hace a las minorías, en todo caso el “perjuicio”
provocado sobre ciertas minorías sería “sólo” dejar de tener
privilegios, sería la tendencia a igualar las distintas clases
sociales. A diferencia de los sistemas existentes hasta ahora,
donde la clase minoritaria dominante perjudica claramente a la
mayoría dominada (explotándola, utilizándola, viviendo de ella),
una verdadera democracia beneficia a la mayoría de la sociedad
al tiempo que respeta a las minorías (en todo caso, la única
falta de “respeto” consistiría en quitar privilegios a ciertas
minorías, privilegios que nunca debieron existir). El matiz es
clave, en un caso se perjudica (se aliena) claramente a la
mayoría de la población y en el otro se deja de privilegiar a
una minoría. En una verdadera democracia no se sustituye una
minoría privilegiada por otra, simplemente se elimina en la
práctica el concepto de minoría dominante, o dicho de otro modo
la clase dominante es la que debe dominar, es decir, la
mayoritaria. Democracia y minoría dominante son incompatibles.
Democracia implica la tendencia a la igualdad de facto, a la
igualdad social, a la eliminación de los privilegios. En una
verdadera democracia la mayoría domina el Estado de forma
“natural”, de forma indirecta, automáticamente, no necesita las
mismas “trampas” ni la misma concepción del Estado que las
minorías que pretenden dominarlo, no necesita un Estado
“parcial”.
El Estado, aun siendo un ente compuesto
por personas físicas, debe tener una naturaleza “impersonal”,
debe ser “profesional”. Dicho de otro modo, el Estado debe ser
“imparcial”, debe ser el reflejo de la sociedad “idealizada” (en
la que no hay clases). El Estado debe ser nada más y nada
menos que el “instrumento técnico” de la democracia de un país.
Hay que distinguir entre el Estado y el poder político (jefe de
Estado, parlamentarios, gobierno, etc.). Mientras el primero
debe ser estrictamente “técnico” o “profesional” y libre de
ideologías y por tanto de la dominación de cualquier clase
social (si entendemos que la democracia no es una ideología sino
que una metodología), el segundo (que en realidad es un
subconjunto del Estado en su cúspide, un interlocutor entre el
pueblo y el propio Estado) tendrá cierta ideología y por tanto
no será “imparcial”, usará los instrumentos del primero para sus
fines políticos concretos. El poder político debe encargarse del
“qué hacer” y el Estado del “cómo hacerlo”. El primero debe
mandar (en nombre del pueblo) al segundo hacer cosas pero sin
preocuparse (ni inmiscuirse) en cómo el segundo las hace. El
Estado debe ser apolítico, su funcionamiento debe ser
estrictamente “técnico” y debe proporcionar las “herramientas”
necesarias para que el gobierno de turno (elegido por el pueblo)
aplique sus políticas. El Estado debe ser independiente del
gobierno. Un cambio de gobierno sólo debería implicar la
sustitución de unos pocos cargos públicos en las más altas
instancias (muy cercanas a los ministros, como los secretarios
de Estado) pero nada más. Se trata de separar claramente la
parte “técnica” del Estado (la mayor parte de éste) de la parte
política (su cúpula). Esto no significa que la estructura
del Estado no pueda alterarse, pero esto debería hacerlo
normalmente el propio Estado de manera autónoma sin depender del
gobierno de turno (de acuerdo con sus necesidades de mejorar el
cumplimiento de los mandatos “técnicos” del poder político), y
en el caso de necesitarse cambios menos “técnicos” o que tengan
que ver con las “reglas del juego democrático” entonces dichos
cambios deberían hacerse de manera análoga a cómo se hacen los
cambios constitucionales (es decir, con la participación directa
del pueblo). De esta manera el pueblo determina “qué debe
hacerse” (poder político) pero no se preocupa de “cómo hacerlo”
(el Estado “técnico”). El Estado es presionado por el poder
político para hacer las cosas mandadas por el pueblo de la forma
más eficiente posible. El Estado “técnico” es controlado por el
poder político (controlado a su vez por el pueblo) pero éste
respeta su autonomía. La clave de la eficiencia es el
control. El pueblo, en última instancia, debe tener siempre el
control.
El Estado ideal se
compondría por tanto de tres capas diferenciadas pero
relacionadas, independientes pero mutuamente controladas: una
parte política en su cúpula cuyo objetivo es hacer cumplir
el mandato del pueblo (en esta parte tendríamos a los políticos,
elegidos todos por el pueblo); una parte gestora o
“técnica” de dirección y organización de la sociedad para
cumplir las decisiones tomadas por la parte política (aquí
tendríamos los funcionarios), en la que tendríamos el poder
judicial, los cuerpos de seguridad (ambos deberían irse
reduciendo notablemente a medida que la sociedad sea cada vez
más justa y libre) y la administración general; y finalmente, en
una sociedad socialista donde los medios de producción
pertenecen a todo el mundo, es decir, al Estado, el resto de la
sociedad organizada en empresas de los sectores primario,
secundario y terciario (los trabajadores), es decir, una
parte productiva. Hacia dicho Estado ideal deberían
dirigirse todos los esfuerzos de la izquierda, en espera y sin
descartar en el futuro, que la sociedad pueda organizarse de
manera radicalmente distinta. En una sociedad socialista no hay
que olvidar que el Estado somos todos, los políticos, los
funcionarios y los trabajadores, aunque normalmente por Estado
entendemos sólo aquellas partes a las que pertenecen los
políticos y los funcionarios. Cada uno sirve a la sociedad según
su función (los políticos representan al pueblo, los
funcionarios dirigen y organizan la sociedad, los trabajadores
ejecutan los trabajos necesarios) y cada uno se sirve de ella
casi de la misma manera. Los políticos son los
administradores de la sociedad (sus funciones deberían
tender a administrar las decisiones tomadas, siempre que sea
posible, directamente por el propio pueblo), los funcionarios
sus gestores y los trabajadores sus ejecutores. En
el Estado ideal, las partes política y funcionarial son mínimas
y están controladas en todo momento por un lado por los
trabajadores para rendir cuentas de su gestión o administración
a éstos, y por otro lado, al pueblo entero para rendir cuentas a
la sociedad en general. El poder reside en todo momento en el
pueblo mediante mecanismos de control entre las distintas partes
del Estado y mediante la participación lo más directa posible
del pueblo en todos los asuntos públicos así como en la elección
de todos los cargos políticos (tanto los más cercanos al ámbito
local como los más lejanos, tanto en las posiciones de más abajo
en la jerarquía como en las posiciones de más arriba). En el
Estado ideal, la descentralización se lleva al límite de lo
posible, se procura que los asuntos sean gestionados y
discutidos en ámbitos lo más locales posibles, lo más próximos
posibles al ciudadano, se maximiza el poder de los municipios o
regiones y se minimiza el poder central. Éste sólo se encarga de
una mínima coordinación y de proteger a todos los ciudadanos
para que tengan los mismos derechos y deberes en todas partes.
Se uniformizan los derechos básicos pero se diversifica la
administración de la sociedad. Se centralizan los derechos
humanos, junto con los mecanismos que los garantizan, pero se
descentraliza la administración de la sociedad para hacerla más
próxima al ciudadano de a pie. En el momento en que los derechos
humanos se uniformicen en todo el planeta, en el momento en que
se apliquen para todos los seres humanos por igual, en el
momento en que el Estado ideal se “imponga” en todos los países
(y esto sólo podrá ocurrir poco a poco), la humanidad estará en
el umbral de la federación mundial. El Estado de cada país
cedería sus atribuciones al Estado mundial. La sociedad se
organizaría a escala planetaria mediante un Estado mundial que
centralizaría los derechos y deberes básicos de todos los
ciudadanos del planeta, que centralizaría todas aquellas
actividades que requieren una centralización y una visión global
a escala planetaria (política medioambiental, política
económica, etc.) y al mismo tiempo, delegaría la gestión de la
sociedad a organismos muy próximos al ciudadano. En esta
sociedad futura (organismos como la ONU o la Unión Europea,
fenómenos como la globalización económica y cultural, así como
adelantos tecnológicos como los modernos medios de transporte y
comunicación apuntan a que dicha sociedad no está tan lejos como
podría parecer a primera vista) la humanidad se organizaría de
tal manera que existiría UN Estado mundial, una federación
mundial, y Estados nacionales reducidos a la mínima expresión
(incluso quizás podrían hasta desaparecer) que servirían de
meros intermediarios entre el Estado mundial y la provincia o
municipio. Llevada al extremo, dicha sociedad futura pivotaría
sobre dos instituciones básicas: el municipio y el Estado
mundial. Las fronteras nacionales desaparecerían. Tendríamos un
planeta organizado en municipios más o menos autónomos y
coordinados por un Estado cuyo ámbito de actuación sería todo el
planeta Tierra. Municipios que podrían unirse o separarse en
función de lo que decidan sus poblaciones, pero que siempre
deberían garantizar los derechos humanos, que siempre deberían
someterse a ciertas directrices generales por el bien de la
humanidad en su conjunto. Estado mundial que se encargaría de
legislar leyes básicas válidas para todos los seres humanos, sin
importar su lugar de residencia, que se encargaría de la
coordinación y planificación de la economía a escala planetaria,
distribuyendo el trabajo entre las distintas zonas del planeta
en función de sus recursos y garantizando la distribución de los
productos necesarios y de la riqueza entre todos los habitantes
de la Tierra, así como los mismos derechos laborales en todas
partes, que se encargaría de mantener el orden social (pero al
desaparecer las injusticias, al desaparecer las fronteras
nacionales, al haber una sola policía y un solo ejército, al
desaparecer la posibilidad de guerras porque ya no hay países,
los esfuerzos y recursos necesarios para mantener el orden
serían reducidos al mínimo necesario), etc. Puestos a soñar, si
la humanidad fuera capaz de llegar a organizarse de esa manera,
entonces la explotación, la guerra, las desigualdades, el
hambre, pasarían al baúl de los recuerdos. Realmente la
humanidad pasaría de la pubertad a la edad adulta. Realmente la
humanidad, y la Tierra con ella, se aseguraría un futuro de
prosperidad y felicidad, casi inimaginable en nuestros días.
Como se ve, dado que la humanidad puede evolucionar de tal
manera que aunque desaparezcan los Estados nacionales surja un
Estado mundial como extensión de aquellos, es imperativo no
descartar el concepto de Estado, es necesario intentar mejorarlo
por si acaso finalmente no puede prescindirse de él por
completo. Si intentamos mejorar el Estado tal como lo
conocemos hoy, no sólo mejoramos la sociedad en el presente sino
que además abonamos el terreno para un futuro seguro para la
humanidad. Si somos capaces de organizar a muchos millones
de personas de tal manera que se compagine la libertad con la
eficiencia, de tal manera que encontremos formas eficaces de
verdadera democracia, tanto para grupos pequeños de personas,
como para grandes grupos, entonces aseguramos el futuro de la
sociedad. Pero retrocedamos un poco en el tiempo y sigamos
elucubrando sobre el Estado ideal de un país. En dicho Estado
ideal, la representatividad está reducida a su mínima expresión
y tiene mecanismos seguros y eficaces para impedir que los
políticos defiendan intereses distintos que los del pueblo, no
hay grandes diferencias de salarios ni de condiciones laborales
(los políticos, los funcionarios y los trabajadores tienen
condiciones laborales parecidas, en todo caso para fomentar
ciertos trabajos se les darían ciertas ventajas, pero no
necesariamente económicas). El Estado ideal se basa en dar
preponderancia a la libertad sobre la autoridad, en la división
efectiva de poderes y en su verdadero control mutuo. Dicho
Estado ideal evoluciona constantemente porque en el momento en
que hay verdadera libertad la humanidad acelera su evolución,
todo es cuestionable, todo se discute, nada es tabú, aumentan
los cerebros que pueden trabajar conjuntamente, y por tanto,
aumentan las posibilidades de tender hacia la perfección. La
creatividad es hija de la libertad. Y a mayor creatividad mayor
progreso, mayor probabilidad de encontrar soluciones a los
problemas. En dicho Estado ideal no hay límites artificiales al
progreso, todo lo que se pueda hacer se hará, toda idea puede
ser probada o experimentada, incluso el Estado mismo no es
intocable, él mismo se cuestiona. En definitiva, el Estado ideal
está al servicio de la sociedad, de la mayoría de la población,
en vez de al revés. En el momento en que la sociedad decida que
el Estado es incompatible con el progreso, en el momento en que
sea un obstáculo para el perfeccionamiento de la sociedad, ésta
lo eliminará sin contemplaciones. Lo esencial es que la
sociedad sea dueña de su propio destino. Lo esencial es
retomar el camino de la evolución para ir acelerándola
progresivamente y sobre todo para impedir que vuelvan a
producirse paradas o retrocesos. Y para ello es preciso partir
de las condiciones actuales, aunque sean hostiles. El pasado y
el presente no los hemos elegido los hombres y mujeres de la
actualidad, pero el futuro sí depende también (aunque no
exclusivamente) de nosotros. Partiendo de las condiciones
actuales, que no hemos podido evitar, debemos construir caminos
que nos lleven hacia un mejor futuro. Dichos caminos no podemos
elegirlos por completo pero tenemos cierto margen de maniobra
que debemos explotar al máximo. La evolución entre dos
situaciones sólo puede producirse “uniéndolas”, es decir, sólo
es posible construir un mejor futuro partiendo de la realidad
inicial. Y es imprescindible diversificar al máximo posible
todas las posibilidades, es imprescindible intentar plantear
distintos caminos posibles para aumentar las posibilidades de
llegar a buen destino o por lo menos de iniciar la marcha.
Renunciar al Estado ideal equivale a desechar un posible camino,
quizás el más probable o factible, hacia una sociedad mejor.
Cuanto más claro tengamos cuál es el Estado ideal, más
claro tendremos cuan alejado está el Estado actual de él, más
concienciados estaremos de la necesidad de mejorarlo.
La naturaleza estrictamente “técnica”
del Estado, su “profesionalización”, su “despolitización”, junto
con un poder político fiel al mandato del pueblo (en una
democracia auténtica), garantizarían la independencia del Estado
respecto de cualquier clase social, posibilitarían su
naturaleza “impersonal” y “neutral”. A su vez, el funcionamiento
interno del Estado debería ser estrictamente democrático, como
en cualquier otro organismo donde tenga que haber convivencia
obligatoria, eligiéndose los máximos responsables de las
distintas áreas o departamentos de forma democrática por los
propios funcionarios. El funcionamiento interno democrático
del Estado garantizaría por un lado su mejor funcionamiento
(se elegirían los responsables más capaces, se impondría la
transparencia, etc.) y por otro lado, el espíritu democrático
de sus profesionales y por tanto del Estado mismo. Si el
Estado debe ser el instrumento técnico de la democracia de la
sociedad, ¿qué mejor manera de garantizar su “fidelidad” a la
democracia que aplicarla en su propio funcionamiento interno?.
La democracia es “contagiosa”, cuanto más se propague por la
sociedad, más se asegura su futuro y más se mejora su presente.
Y el Estado es la organización más importante de un país, debe
fomentar la democracia dando ejemplo, siendo la “vanguardia
democrática” de la sociedad. Finalmente, para evitar que el
Estado se sitúe por encima de la sociedad, para minimizar el
burocratismo, además de la democracia y del control directo del
pueblo, los funcionarios deben tener condiciones laborales
similares al resto de trabajadores.
Que haya habido una aplicación práctica
aberrante y distorsionada del Estado no significa que haya que
renunciar al propio concepto de Estado como instrumento
democrático del conjunto de la sociedad, libre de la dominación
de cualquier clase social. Que haya habido un Estado
corrompido como consecuencia de una falsa democracia, no
significa que no pueda aspirarse a un Estado mejor en una mejor
democracia. De la misma manera en que no hay que renunciar a la
verdadera democracia, a la democracia “utópica”, tampoco hay que
renunciar al Estado “utópico” libre de la dominación de
cualquier clase. No hay que renunciar a la utopía y ésta debe
servir de “faro” al que dirigirse, al que aproximarse. De la
misma manera en que la existencia de una Justicia injusta no
debe implicar “liquidar” la propia Justicia y renunciar a su
existencia, ni debe implicar sustituirla por otra Justicia
parcial a nuestros intereses (y por tanto también injusta,
aunque nos beneficie), sino que de lo que se trata es de
corregir dicha Justicia para que sea lo que debe ser, es decir
justa, es decir imparcial; lo mismo puede decirse del Estado, lo
que hay que hacer es reivindicar y conseguir que sea “neutral”,
que sea “el árbitro” de la sociedad en su conjunto (o por lo
menos intentar minimizar progresivamente su “parcialidad”). Y
dicha neutralidad debe ser implementada mediante la puesta en
práctica de una verdadera democracia, mediante unas “reglas
del juego” justas y prácticas (que no se queden en “papel
mojado”), que beneficien al conjunto de la sociedad, a todas las
personas sin importar su clase social. En base a dichas “reglas
del juego”, los gobiernos de distintas ideologías “harán juego”,
aplicarán políticas que evidentemente beneficiarán a unas clases
y perjudicarán a otras (aunque en una auténtica democracia la
probabilidad de que dichas políticas perjudiquen a la mayoría de
la sociedad es muy baja, poco a poco se irá “imponiendo” el
interés general, el verdadero). La democracia debe servir para
que haya verdadera pluralidad de políticas (para que haya
verdadera posibilidad de que accedan al poder partidos de
distintas ideologías) y para que dichas políticas las decida el
pueblo y se hagan con su consentimiento y control. La democracia
debe establecer la forma de hacer las cosas (“el cómo”), no las
cosas que hay que hacer (“el qué”), pero por supuesto, siempre
con los límites de los derechos humanos y de no transgredir las
“reglas del juego”, de respetarlas, o en todo caso de cambiarlas
con el consentimiento del propio pueblo, es decir las propias
“reglas del juego” deben establecer la forma de cambiarlas.
Quizás sea utópico pensar que el Estado
pueda estar libre de la dominación de cualquier clase social,
pero la izquierda no debe nunca renunciar a la utopía, ésta es
consustancial a ella. Si la izquierda aspira a una sociedad
utópica sin clases (y sin Estado), ¿por qué no aspirar
primero a la existencia de un Estado “imparcial” en espera de su
disolución (si es que ésta se produce, si es que es posible)?.
¿No es más utópico pensar que la sociedad moderna podrá
organizarse en algún momento sin la presencia de un Estado, que
pensar que es posible conseguir un Estado libre de cualquier
dominación clasista y auténticamente democrático?. Siguiendo con
nuestro símil futbolístico, ¿no es más utópico pensar que no es
necesario un árbitro que aspirar a que sea imparcial?. ¿Es
posible un partido de fútbol sin árbitro?. Quizás el error del
marxismo fue contraponer a la democracia liberal (o sea
la dictadura de la burguesía) la dictadura del
proletariado (término usado, a mi juicio, de forma poco
hábil, para decir que el Estado debía ser conquistado por el
proletariado para sustituir a la burguesía, porque se partía de
la hipótesis de que el Estado siempre debe “pertenecer” a una
clase social), en vez de la democracia popular, de la
verdadera democracia. Quizás el error del marxismo fue usar las
mismas “armas” que el enemigo, su misma concepción del mundo, su
“imagen especular” (en vez de una concepción verdaderamente
alternativa que no sea “invertida” pero a imagen y semejanza de
la actual). Quizás su error fue interiorizar la filosofía y el
lenguaje del enemigo. Quizás su error fue “cambiar los actores
sin aspirar a cambiar el guión de la obra”. Quizás su error fue
contraponer una dominación por otra, en vez de contraponer la
dominación existente por su liberación. Quizás su error fue usar
un “atajo” que se convirtió en “trampa”. Quizás su error fue
pensar que se podía cambiar el mundo cambiando simplemente los
“actores de la obra”. Quizás su error fue no darse cuenta de que
en los medios está el fin, de que tan importante es lo que se
hace como la manera en que se hace, de que tan importante es el
fondo como la forma, de que la forma puede desvirtuar el fondo.
Quizás el error del anarquismo fue pensar que organizándose de
otra manera la gente sería automáticamente de otra manera, sin
tener en cuenta que los mismos individuos, al margen de la forma
concreta en que se organicen, tienden a exteriorizar sus
miserias de una u otra manera. Quizás su error fue pensar que
era más fácil reconstruir toda la organización social, que
intentar primero transformar o mejorar la existente. Quizás su
error fue menospreciar el hecho de que la sociedad la hacen las
personas más que las instituciones. Quizás su error fue “huir”
de la manera de ser de la humanidad eludiendo cualquier forma de
organización que haga florecer sus peores características, por
ejemplo eliminando toda autoridad. Quizás su error fue “matar
moscas a cañonazos”. Evitar el mal uso del poder o de la
autoridad, eliminando directamente éstos, con la esperanza de
que la sociedad se pueda organizar de forma totalmente
horizontal, sin tener en cuenta que precisamente la organización
vertical actual de la sociedad también ha surgido como una
evolución de la propia sociedad, que el Estado actual no es más
que la forma moderna más sofisticada y a gran escala del
sentimiento humano de dominación, que simboliza el triunfo de
las peores características del ser humano (como el egoísmo)
sobre sus mejores (como la solidaridad), que es el resultado
social de la evolución de las formas de dominación, que la
dominación implica un dominante y un dominado, que no puede
haber dominación sin dominados, que es muy difícil explicar la
organización actual de la sociedad exclusivamente por el
“secuestro” de la misma por unos pocos, que aparte de la obvia
mayor responsabilidad de ciertas minorías dominantes, la
sociedad es como es porque la mayor parte de la gente que forma
parte de ella es como es. Quizás su error fue tener una visión
excesivamente optimista del ser humano, en la que la solidaridad
es en realidad más fuerte que el egoísmo y está “reprimida” o
“contenida” por las instituciones modernas, una visión en la que
los individuos son sólo víctimas de las instituciones, de las
formas de organización social. Quizás su error fue convertir al
Estado en el “demonio” de la sociedad que debe ser erradicado
para conseguir la “redención” de la humanidad. Quizás su error
fue llevar al extremo el libre albedrío y pensar que la historia
puede acelerarse hasta el punto de saltarse muchas etapas
intermedias de golpe, hasta el punto de librarse de todas las
condiciones heredadas del pasado. Quizás….…O quizás no. Pero lo
que está claro, es que si se ha intentado hacer las cosas de una
manera (y en base a una teoría) y no se ha conseguido lo que se
buscaba (el resultado práctico no ha sido el deseado o
previsto), entonces hay que replantearse la estrategia y
cambiarla (o por lo menos hay que cambiar el discurso usado, hay
que emplear un lenguaje distinto) e incluso, por qué no, hay que
replantearse también la propia teoría.
2)
Los errores del pasado
La autocrítica es imprescindible.
Los errores que cometió la izquierda hay que identificarlos y
analizarlos para corregirlos. Pero lo primero de todo es admitir
que se han cometido errores, sin este paso previo no hay nada
que hacer. Negar a estas alturas de la historia que se
cometieron errores o afirmar que no se consiguieron los
objetivos buscados debido exclusivamente a causas ajenas o
coyunturales, es simplemente negar la evidencia de la realidad,
es el peor favor que se puede hacer a la “causa”. Los errores
pueden haberse cometido en las propias teorías y/o en las
maneras de intentar llevarlas a la práctica. En mi opinión,
los errores históricos de la izquierda han sido a tres niveles.
a)
En las teorías
El estudio del pasado mediante la nueva
herramienta del materialismo histórico permitió ver que
el motor de la historia de la humanidad era la lucha de
clases, que la economía era la principal causa
(aunque no la única) de dicha lucha, que el modo de
producción de una sociedad era determinante en la forma que
tomaba ésta (en la estructura política, en la estructura
ideológica, etc.). Y en base a dicho análisis del pasado, se
extrapoló el futuro posible. Se dedujo que con un nuevo modo de
producción (el capitalismo) surgían nuevas clases dominante y
dominada y por tanto una nueva lucha de clases. La historia era
una continua sustitución de una clase dominante por otra clase
emergente que aspiraba a traducir su poder económico en poder
político. Una clase era sustituida por otra, pero siempre había
una clase dominante. Por tanto, en base a este análisis del
pasado (en mi opinión básicamente correcto), se dedujo un
posible futuro, se planteó un futuro inevitable como continuidad
natural de la historia. Se planteó que el proletariado estaba
llamado a ser el sustituto “natural” de la burguesía (aunque
como siempre mediante una lucha de clases, la conquista del
poder político nunca se producía por sí sola). Pero, en este
caso, había un detalle importante que quizás no se consideró
suficientemente: que el proletariado (el pueblo) era la clase
mayoritaria y que era una clase explotada sin ningún poder
económico. Nunca antes en la historia una minoría
dominante explotadora fue sustituida por una mayoría explotada
(recordemos que el ascenso al poder de la burguesía supuso
la sustitución de una minoría dominante, la aristocracia, por
otra minoría emergente, la propia burguesía). El principal error
teórico del marxismo fue pensar que el proletariado debía tomar
el poder de la misma forma en que lo hizo la burguesía, sin
tener en cuenta dichas características diferenciadoras CLAVES
entre ambas clases (o infravalorando el carácter clave de tales
diferencias). Por un lado, al ser la clase mayoritaria, es mucho
más difícil la existencia de intereses comunes que en una
minoría (es decir, una minoría tiene más desarrollada su
conciencia de clase que una mayoría), así como su coordinación y
su delegación o representación. Por otro lado, a diferencia de
las clases dominantes previamente existentes en la historia, el
proletariado es la clase oprimida, no es una clase emergente que
adquiere poder económico y aspira al poder político, simplemente
aspira a su emancipación, no aspira a ninguna dominación, no
tiene ambición de poder.
Es decir, a nivel teórico, el error fue
doble: no considerar la distinta naturaleza del proletariado
respecto de la burguesía (clase mayoritaria vs. clase
minoritaria) y además no considerar que el interés del
proletariado era completamente distinto del de cualquier minoría
que aspira a ser dominante (clase explotada vs. clase
explotadora y emergente). Una minoría que tiene ambición de
dominación sólo puede acceder al poder “por la fuerza” (por ser
minoría), sólo puede aspirar a que el Estado sea “parcial”,
necesita que sea parcial para que la parcialidad le beneficie, o
dicho de otro modo, aspira a sustituir a la clase dominante
previa pero necesita que el sistema no cambie en esencia,
necesita que siga existiendo el concepto de clase dominante
(“aspira sólo a cambiar los actores pero necesita mantener el
guión de la obra”). El ascenso al poder de la burguesía fue en
realidad la simple sustitución de la aristocracia por ella
misma, ascenso provocado y sustentado por un nuevo sistema de
producción, por el poder económico de la incipiente burguesía.
Fue “un cambio de actores disfrazado de un cambio de guión”. Y
aquí está uno de los resquicios que pueden ser utilizados en su
contra, ese aparente “cambio de guión” para enmascarar un simple
“cambio de actores”. Al hacer “un cambio de guión” (aunque
aparente), abrieron la “caja de Pandora”. Camuflaron una simple
sustitución de una minoría dominante por otra con el “disfraz”
de la emancipación de la sociedad. Al usar palabras como
democracia o libertad o igualdad o
fraternidad, “cavaron su propia tumba” (ideológicamente
hablando), crearon antecedente para que algún día ellos mismos
sean expulsados de su nueva situación de privilegio usando su
mismo discurso, su mismo “disfraz”, pero practicándolo en la
realidad hasta las últimas consecuencias. Abrieron la
posibilidad de la emancipación definitiva de la humanidad. El
problema es que esta contradicción interna, esta “autotrampa” no
ha sido explotada ni usada por la izquierda con todo el
potencial que tiene. Pero sobre esto volveremos un poco más
adelante.
Por consiguiente, dada la distinta
naturaleza de la clase proletaria y dado su distinto interés, su
forma de acceder al poder no podía ser la misma que la de la
burguesía (o de cualquier otra clase dominante que la
precedió). Una minoría que aspira al poder por ambición tiene a
su favor varios factores (a diferencia de la clase mayoritaria):
al ser minoría puede coordinarse mucho mejor, al tener intereses
comunes claros y muy coincidentes (una clase minoritaria es
normalmente una clase más homogénea) puede “autorrepresentarse”
mejor (cualquier subconjunto de dicha minoría puede acceder al
poder político en nombre de ésta sin el peligro de que traicione
sus intereses y por tanto los del resto de su clase), al moverle
intereses de ambición y afán de lucro, en definitiva, al desear
ser dominante, tiene más empuje, es más agresiva (la ambición es
un “motor” muy potente), al ser una clase que ya está corrompida
no hay peligro de que se corrompa y traicione sus ideales
(porque realmente no tiene ideales, sólo tiene intereses), al
ostentar ya un poder real económico (a diferencia del
proletariado cuyo único poder es “el tamaño”, es decir un poder
“potencial”, que en ciertos momentos es real cuando se produce
su unión pero que en otros desaparece cuando dicha unión se
debilita) tiene medio camino hecho. Es decir, como demuestra la
historia, el ascenso al poder político por parte de una nueva
minoría con poder económico emergente es casi un proceso
“natural” de la sociedad. Por consiguiente, el error
fundamental fue pensar que el acceso al poder del proletariado
(del pueblo) era simplemente el acceso al poder de una nueva
clase, como hasta entonces, cuando en realidad se trataba de la
emancipación del conjunto de la sociedad, fenómeno prácticamente
nuevo en la historia de la humanidad. Se trata por tanto de
un error de apreciación de la situación histórica, se extrapoló
el pasado para prever un futuro (incluso para construirlo) sin
considerar suficientemente importantes cambios “cualitativos”.
Si bien es cierto que a lo largo de la historia ha habido muchos
episodios de estallidos sociales, de rebeliones, episodios
silenciados en su mayoría por la historia “oficial”, también es
cierto que éstos han supuesto más bien la resistencia a
someterse a las nuevas formas de dominación social que
representaban los Estados modernos. Por ejemplo, las revueltas
de las ciudades/comunas europeas por mantener sus federaciones
libres frente a las tendencias centralizadoras de los Estados
emergentes. Eran más bien movimientos sociales por la
recuperación de formas de organización social perdidas, por la
oposición a las nuevas formas impuestas. Se trataba sobre todo
de movimientos de resistencia más que de emancipación.
Mención aparte merecen aquellas teorías
que despreciando la realidad actual (e incluso basándose en una
concepción del ser humano demasiado optimista) plantean
objetivos excesivamente utópicos. Planteamientos de
“intelectuales” alejados de la calle, propios de “tertulias de
salón”, que lejos de aportar algo, lo único que han conseguido
es dividir a la clase trabajadora, a la izquierda, o incluso
peor, restar credibilidad a los postulados de la izquierda
transformadora pero realista. Como decía Lenin en La
enfermedad infantil del ‘izquierdismo’ en el comunismo:
El medio más seguro de desacreditar una nueva idea política (y
no solamente política) y de perjudicarla consiste en llevarla
hasta el absurdo so pretexto de defenderla. Pues toda verdad, si
se la hace “exorbitante” (como decía Dietzgen padre), si se la
exagera y se extiende más allá de los límites en los que es
realmente aplicable, puede ser llevada al absurdo y, en las
condiciones señaladas, se convierte de manera infalible en un
absurdo. No es tan malo plantear objetivos “mega-utópicos”,
lo malo es plantearlos considerando que pueden alcanzarse a
corto plazo. No es malo aspirar a un mundo ideal y radicalmente
distinto, lo malo es plantearlo como algo que debe alcanzarse
sin ninguna etapa intermedia, lo malo es aspirar a todo o a
nada, lo malo es plantear que o se consigue cambiar radicalmente
el mundo ahora o mejor no cambiarlo. Lo malo es plantear cosas
sin concretarlas o sin explicar cómo alcanzarlas porque entonces
las ideas nunca dejarán de ser ilusiones, las utopías serán sólo
sueños inalcanzables. Lo peligroso es plantear una teoría sin
concretar cómo llevarla a la práctica porque entonces los
postulados de dicha teoría más bien suenan a “cantos de
sirenas”. Tan importante es fijarse objetivos como traducirlos a
la realidad y fijar posibles caminos para alcanzarlos. No es
suficiente con hacer meras declaraciones de intenciones. La
diferencia entre una teoría revolucionaria seria y una nueva
“religión” que postule sobre un mundo mejor, es que en este
último caso sus postulados son meros “mandamientos”. Una teoría
revolucionaria debe, además de plantearse un horizonte, además
de fijarse unos objetivos más o menos utópicos, indicar una o
varias estrategias para alcanzarlos. Los mandamientos son
insuficientes para cambiar el mundo (como las religiones han
demostrado con creces a lo largo de la historia). Una teoría que
aspire seriamente a cambiar el mundo debe preocuparse tanto por
los aspectos puramente teóricos como por los aspectos prácticos,
debe aspirar a llevar a la práctica sus postulados, debe
preocuparse por cómo aplicar sus ideas en la realidad. Plantear
cosas irrealizables en el momento actual y plantear el dilema de
eso o nada, se traduce en nada. No se puede pretender cambiar el
mundo radicalmente de la noche a la mañana. Para cambiar el
mundo hay que tener en cuenta el factor tiempo, todo necesita
más o menos tiempo, cuanto más utópico sea un objetivo más
tiempo se necesitará para alcanzarlo (si es que alguna vez se
alcanza), y no podrá alcanzarse si no se alcanzan previamente
objetivos menos utópicos. Siempre hay que considerar la realidad
actual para poder cambiarla, de lo contrario se cae en un
“revolucionarismo de salón” que no consigue nada en la práctica,
más bien obstaculizar la verdadera revolución. No se puede
luchar globalmente a largo plazo contra el sistema sin luchas
concretas a corto y medio plazo. Como dice Alexander Berkman en
su libro El ABC del Comunismo Libertario, al hablar del
papel de los sindicatos: La abolición del orden capitalista
con su gobierno y su ley sería la única defensa real de los
intereses de los trabajadores. Y mientras que el sindicato se
esté preparando para eso, también se ocuparía de las necesidades
inmediatas de los trabajadores, la mejora de las condiciones
presentes, en cuanto esto es posible dentro del capitalismo.
La utopía es también necesaria, pero como todo en la vida, en
su justa medida. Se necesita un equilibrio entre realismo e
idealismo. Sin el primero no puede iniciarse el largo camino
del cambio, y sin el segundo no hay rumbo, no hay destino al que
dirigirse, no hay verdadero cambio, sólo hay cambio en las
formas pero no en el fondo. “Si uno está con los pies demasiado
pegados en la tierra, si sólo mira el terreno circundante, acaba
por no ver más allá de sus propias huellas, también hay que
levantar la vista para ver el horizonte al que dirigirse.” Como
dijo Bakunin, Es soñando con lo imposible que el hombre ha
realizado siempre lo posible. Los que se han conformado con lo
que les parecía posible no han avanzado nunca de un solo paso.
Si se es demasiado realista, si se cae “preso” de la realidad,
entonces nunca se tiene el control, nunca se la puede cambiar,
más bien nos cambia ella. En la relación dialéctica entre la
realidad y los sueños, hay que tener cuidado de no dejarse
dominar por ninguno de los dos extremos. Si se es demasiado
soñador entonces se pierde el sentido de la realidad, pero si se
es demasiado poco soñador entonces se renuncia a cambiarla. En
ambos casos la realidad no cambia.
b)
En la forma de dar el poder al pueblo
En el segundo nivel, y como consecuencia
de los errores teóricos del primer nivel, tendríamos errores
en la manera en que se intentó que el proletariado tomara el
poder político. La conquista del poder en las revoluciones
“marxistas” debería haber supuesto la liberación de éste y no la
sustitución de la clase dominante por otra, debería haber
supuesto la instauración de un sistema auténticamente
democrático. Se usó el mismo método empleado por la burguesía
para conquistar el poder (que usó la revolución de las masas
agitadas por ella misma) y luego se hizo lo mismo que ella una
vez alcanzado el poder, cuando en este segundo paso debería
haberse diferenciado claramente la revolución proletaria. La
burguesía “frenó” la revolución (una vez conseguido el poder)
para usarla en su beneficio, y la “vanguardia proletaria” hizo
lo propio poco después de la conquista del poder político
(aunque quizás en este caso no para hacerlo en su propio
beneficio, al menos inicialmente), en vez de continuarla desde
el poder, cambiando el propio poder y cambiando todo el sistema
de “arriba a abajo” y de “abajo a arriba”. En todo caso, podría
haberse comprendido un periodo transitorio para “afianzar” el
poder, para defenderse de las agresiones externas e internas,
pero dicho periodo transitorio debería haber desaparecido con la
desaparición de dichas agresiones.
A pesar de la principal diferencia entre
la revolución proletaria rusa de Octubre de 1917 y las
revoluciones burguesas, consistente en que en el primer caso se
pretendía, además de conquistar el poder político, cambiar el
sistema económico (del capitalismo al socialismo), el método
empleado fue sustancialmente el mismo. La clara diferencia de
objetivos (emancipación del conjunto de la sociedad, eliminación
de la explotación y sustitución del sistema económico por uno
nuevo) no fue correspondida por una clara diferencia de métodos.
Si bien es cierto que en los comienzos del nuevo Estado
soviético se utilizaron métodos mucho más democráticos que
hacían participar a las masas desde abajo, en la democracia de
los soviets, también es cierto que rápidamente los soviets
pasaron a estar bajo el control de una élite que fue tomando
excesivo protagonismo y que fue progresivamente suplantando a
las masas. En definitiva, se siguió miméticamente el mismo
patrón de comportamiento que en las revoluciones burguesas
porque se interiorizó la concepción burguesa del Estado y de la
sociedad. Dado que la izquierda marxista, el partido
bolchevique, no se dio cuenta de (o menospreció) la diferente
naturaleza de la clase proletaria ni de la diferente naturaleza
de los intereses que la movían, no se dio cuenta de la necesidad
de usar diferentes estrategias para acceder al poder (o para
afianzarlo) y se limitó a usar las mismas estrategias que las
clases que la precedieron. “Se usó un vehículo diseñado para
otro tipo de viaje y para otro tipo de pilotos”. Y el resultado,
como es bien sabido, no fue en realidad el acceso al poder del
proletariado sino la creación de una nueva clase dominante que
en representación del proletariado usó el poder para en algunos
casos beneficiar a éste pero en otros casos a ella misma. A lo
largo de este trabajo, en el fondo, lo que propugno es que la
izquierda use “el vehículo adecuado para el viaje que desea
hacer”, que no es ni más ni menos que la emancipación de la
sociedad, no la sustitución de un sistema por otro similar pero
de diferente aspecto, no un cambio de forma, sino que un cambio
de fondo, sino que un sistema EN ESENCIA distinto (“queremos
cambiar el guión de la obra, no sólo sus actores”). Y dicho
“vehículo” no puede ser otro que la DEMOCRACIA, la verdadera
democracia (el poder del pueblo). La clase mayoritaria no
necesita un Estado “parcial” para dominarlo, su fuerza, que es
la mayoría, se impondrá indirectamente en cuanto el Estado sea
“imparcial”, es decir democrático. El proletariado no necesita
tomar el poder político “por la fuerza”. Le basta la fuerza de
la razón, no necesita la razón de la fuerza. Su fuerza reside en
su naturaleza mayoritaria y en sus postulados justos y
legítimos, en la lógica aplastante de que una sociedad sólo
puede sobrevivir a largo plazo si vela por el bienestar de la
mayoría de la misma, en la lógica aplastante de que sólo puede
haber paz si hay justicia. Querer reprimir explícitamente al
contrincante, en el fondo, denota falta de confianza en las
propias posibilidades de vencerlo en igualdad de condiciones.
Los postulados de la izquierda pueden vencer fácilmente a los
postulados de la derecha en cuanto se den las mínimas
condiciones para que ambos puedan ser oídos en igualdad de
condiciones por el pueblo, en cuanto la prensa sea libre, en
cuanto exista verdadera libertad de expresión, en cuanto haya
verdadera democracia. La izquierda no necesita las mismas
“trampas” para “imponerse”, tiene a su favor la legitimidad y
veracidad de sus postulados y el hecho de que defiende los
intereses de la inmensa mayoría del pueblo. El verdadero
acceso al “poder” del pueblo es la democracia. Por supuesto,
la verdadera democracia, no la que la burguesía ha “montado”,
pero tampoco la de los autoerigidos representantes del
proletariado que se niegan a poner sus cargos a disposición del
pueblo, que han sustituido una situación que debió ser
transitoria en “eterna”. ¿Qué hubiera ocurrido si tras el
triunfo de las revoluciones y pasado cierto periodo transitorio,
se hubiera construido una auténtica democracia (en la que la
nueva clase dirigente hubiera puesto su cargo a disposición del
pueblo mediante elecciones directas al final del proceso
democratizador)?.
c)
En la forma de defender las ideas
La izquierda se equivocó en el lenguaje
empleado en la guerra ideológica contra la ideología de la clase
dominante, es decir, contra la ideología burguesa. Frente
al concepto burgués de democracia liberal la izquierda
marxista usó la idea de dictadura del proletariado.
En vez de centrarse en desenmascarar y denunciar ante el pueblo
a la primera llamándola dictadura burguesa, se
“autoinculpó” llamando a la democracia popular dictadura del
proletariado (recordemos que el término "dictadura",
traducido del alemán, en realidad denotaba "hegemonía"). En
realidad, probablemente, lo que se quería expresar era la
aspiración a que el proletariado (el conjunto del pueblo)
tuviera la hegemonía que le correspondía como clase mayoritaria.
Para el marxismo, el Estado es igual a una dictadura de clase,
incluso la llamada democracia liberal se considera la dictadura
de la burguesía. Por tanto, al usarse el término dictadura del
proletariado, probablemente, se quería expresar el hecho de que
el Estado debía ser dominado por el proletariado (por el pueblo)
en vez de por la burguesía. Pero esta insistencia en la idea de
hegemonía no era realmente necesaria. Una vez que el Estado se
librara de la hegemonía de cualquier minoría dominante y fuera
realmente democrático, el proletariado hubiera sido la clase
hegemónica por su naturaleza mayoritaria (la democracia
representa la hegemonía de la mayoría, a veces se le llama
incluso la dictadura de la mayoría). No era necesario
insistir en esto. En este caso la hegemonía no había que
“forzarla” porque con una democracia verdadera vendría
automáticamente, indirectamente. Pero no sólo se cometió el
error de insistir en la cuestión de la hegemonía sino que
también se cometió el error de defenderla con un lenguaje poco
hábil. Es decir, la izquierda se “autodemonizó” mientras que
permitió que el enemigo se “autosantificara”. Se puso a la misma
“altura intelectual” que el enemigo, asumió su concepción del
mundo, de la sociedad, pero al mismo tiempo fue menos hábil que
él en el uso del lenguaje (en su afán de distanciarse de la
hipocresía del discurso burgués). La izquierda asumió la
concepción burguesa de la sociedad, del Estado, de la
democracia, y aspiró sólo a sustituir a la burguesía, aspiró a
sustituir el Estado burgués por el Estado proletario,
la democracia burguesa (denominada democracia liberal)
por la democracia proletaria (autodenominada dictadura
del proletariado). La izquierda debería haber contrapuesto
la verdadera democracia o democracia popular a la falsa
democracia o democracia liberal.
El término dictadura del
proletariado, uno de los conceptos más polémicos y ambiguos
del marxismo, ha sido fuente de intensos debates, de
tergiversaciones, de múltiples interpretaciones (a veces
contrapuestas: interpretación autoritaria vs. interpretación
democrática del término original hegemonía). No hay más
que recordar que Marx planteó la dictadura del proletariado
como el régimen necesario liderado por la clase obrera para
sustituir a la burguesía y evitar la resistencia de ésta a los
cambios encaminados a la implantación de una sociedad
socialista, pero no especificó la forma concreta que debía tomar
dicho régimen porque, fiel a su enfoque científico, esperaba que
las experiencias prácticas mostrarían el camino a tomar. Por
ejemplo, tras la experiencia de la Comuna de París, Marx
concluyó que el proletariado no sólo debía conquistar el Estado
burgués sino que además debía destruirlo, debía cambiarlo
radicalmente, a través de las comunas, consejos o soviets. Según
la interpretación marxista de dicha experiencia, la dictadura
del proletariado se refería a la verdadera democracia de
base, a lo que en algunos sectores del marxismo moderno se llama
ahora democracia obrera (una forma implícita de reconocer
lo inadecuado e inhábil del término original dictadura del
proletariado). Sin embargo, Engels puntualizó que la forma
de la dictadura del proletariado era la república
democrática, como expresó claramente en Contribución a la
crítica del proyecto de programa socialdemócrata de 1891:
Está absolutamente fuera de duda que nuestro partido y la
clase obrera sólo pueden llegar a la dominación bajo la forma de
la república democrática. Esta última es incluso la forma
específica de la dictadura del proletariado, como lo ha
mostrado ya la Gran Revolución francesa. Sin embargo, Lenin
interpretó esta afirmación diciendo que la República
democrática es el acceso más próximo a la dictadura del
proletariado (El Estado y la Revolución). Pero
además, Lenin decía que la dictadura del proletariado era en
realidad una democracia para los proletarios y una dictadura
para los burgueses (justo al contrario que en las democracias
burguesas): […] período de transición del capitalismo
al comunismo, al período de derrocamiento de la burguesía y de
completa destrucción de ésta. En realidad, este período es
inevitablemente un período de lucha de clases de un
encarnizamiento sin precedentes, en que ésta reviste formas
agudas nunca vistas, y, por consiguiente, el Estado de este
período debe ser inevitablemente un Estado democrático de una
manera nueva (para los proletarios y los desposeídos en general)
y dictatorial de una manera nueva (contra la burguesía)
(El Estado y la Revolución). Para Lenin, la dictadura
del proletariado debía significar una democracia para los
obreros y una dictadura contra la burguesía (como así
hubiera sido indudablemente e indirectamente en una auténtica
democracia, en la dictadura de la mayoría), propugnaba
elecciones libres y democráticas y revocabilidad de todos los
funcionarios, pero para él, además, la burguesía debía ser
temporalmente y explícitamente reprimida de forma violenta por
el nuevo Estado proletario dirigido por una vanguardia:
Educando al Partido obrero, el marxismo educa a la vanguardia
del proletariado, vanguardia capaz de tomar el Poder y de
conducir a todo el pueblo al socialismo, de dirigir y organizar
el nuevo régimen, de ser el maestro, el dirigente, el jefe
de todos los trabajadores y explotados en la obra de construir
su propia vida social sin burguesía y contra la burguesía. […]
Pero la dictadura del proletariado, es decir, la organización de
la vanguardia de los oprimidos en clase dominante para
aplastar a los opresores, no puede conducir tan sólo a la simple
ampliación de la democracia. A la par con la enorme ampliación
del democratismo, que por vez primera se convierte en un
democratismo para los pobres, en un democratismo para el pueblo,
y no en un democratismo para los ricos, la dictadura del
proletariado implica una serie de restricciones puestas a la
libertad de los opresores, de los explotadores, de los
capitalistas. Debemos reprimir a éstos, para liberar a la
humanidad de la esclavitud asalariada, hay que vencer por la
fuerza su resistencia, y es evidente que allí donde hay
represión, donde hay violencia no hay libertad ni hay democracia.
(El Estado y la Revolución). Lenin apostaba, por un lado,
por la razón de la fuerza en vez de por la fuerza de la razón,
en vez de contar con la fuerza inherente del proletariado, como
era su naturaleza mayoritaria (o incluso aun admitiendo que no
era todavía la clase mayoritaria en Rusia, con la fuerza de sus
razones, con su capacidad de convencer al resto de masas
explotadas, con su capacidad de representación y liderazgo de la
mayoría), y por otro lado, por la necesidad de una vanguardia
(el partido bolchevique) que representara al proletariado y que
a su vez representara al pueblo en su conjunto. De esta manera,
se dejó la puerta ideológica abierta (se permitió una
interpretación peligrosa) a la implantación de una dictadura
pura y dura (no sólo transitoria), que con el tiempo, degeneró
en la dictadura de una clase burócrata minoritaria. Justo lo
contrario que el mismo Lenin (y por supuesto Marx) buscaba, como
demuestran sus comentarios acerca de la experiencia de la Comuna
de París: Precisamente sobre el ejemplo de la Comuna, Marx
puso de manifiesto que bajo el socialismo los funcionarios
dejan de ser "burócratas", dejan de ser "funcionarios",
dejan de serlo a medida que se implanta, además de la
elegibilidad, la amovilidad en todo momento, y,
además de esto, los sueldos equiparados al salario medio
de un obrero, y, además de esto, la sustitución de las
instituciones parlamentarias por "instituciones de trabajo, es
decir, que dictan leyes y las ejecutan". (El Estado y la
Revolución). O como demuestran sus comentarios cuando
critica a Kautsky: Kautsky no comprendió, en absoluto, la
diferencia entre el parlamentarismo burgués, que asocia la
democracia (no para el pueblo ) al burocratismo (contra el
pueblo ), y el democratismo proletario, que toma
inmediatamente medidas para cortar de raíz el burocratismo y que
estará en condiciones de llevar estas medidas hasta el final,
hasta la completa destrucción del burocratismo, hasta la
implantación completa de la democracia para el pueblo. (El
Estado y la Revolución). En vez de apostar por una auténtica
democracia, en la que, al ser la burguesía minoritaria, no era
necesario reprimirla explícitamente puesto que la mayoría se
impondría inevitablemente, Lenin apostó por una dictadura de una
vanguardia (por la dictadura del proletariado dirigido por una
vanguardia) que representaba al pueblo y que por tanto lo
suplantaba. En vez de centrarse en implantar una verdadera
democracia y en la forma de defenderla de sus enemigos (es
decir, de la burguesía fundamentalmente), se impuso la filosofía
de “atacar preventivamente” a la burguesía, pero con el
inconveniente de que al reprimir a ésta, simultáneamente, se
suplantaba al pueblo y por tanto no se cambiaba el sistema,
simplemente se cambiaban los “actores” e incluso se cambiaba a
peor “el guión”. En vez de conseguir más democracia que la
democracia burguesa, en vez de mejorarla, en vez de
desarrollarla hacia una auténtica democracia, se retrocedía
hacia una dictadura. Fue casi peor el remedio que la enfermedad,
porque no se usó el remedio adecuado. En mi opinión, éste fue su
principal error. No previó, hasta casi el final de su vida, que
esta apuesta entrañaba un peligro muy probable y claro de
sustitución de la dictadura burguesa por una dictadura de
una nueva minoría dominante. No se dio cuenta de que el concepto
dictadura de una vanguardia iba en realidad contra la
mayoría, contra el pueblo, y que conducía inevitablemente hacia
el burocratismo que tanto quería evitar. Poco antes de morir, a
pesar de su enfermedad, Lenin inició una campaña contra la
burocracia, que ya mostraba claros signos de degeneración, y
especialmente contra su máximo representante Stalin. Aunque,
aparentemente, en ningún momento Lenin se dio cuenta que él
mismo, sin quererlo, había contribuido a dicho peligro por su
concepción de la dictadura del proletariado y por su
concepción de un partido fuertemente centralizado y
disciplinado. Él explicaba la degeneración burocrática
exclusivamente por la influencia del antiguo orden capitalista
burgués así como por el aislamiento de la revolución en un país
campesino, atrasado y analfabeto. En la última carta dirigida al
congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, al que no
pudo acudir debido a su enfermedad, Lenin advertía sobre el
peligro de Stalin en los siguientes términos: El camarada
Stalin, al ascender a secretario general, ha concentrado
en sus manos un poder inmenso, y no estoy
convencido de que sepa siempre utilizarlo con la suficiente
prudencia. Y en la posdata de su Testamento, Lenin
recomendaba la destitución de Stalin como secretario general
porque es demasiado brusco y este defecto, plenamente
tolerable en nuestro medio, se hace intolerable en el cargo de
secretario general, y aconsejaba su sustitución por una
persona que sea más tolerante, más leal, más correcto y más
atento con los camaradas, menos caprichoso, etc. ¿Qué mejor
prueba del enorme poder de la élite que dirigía la revolución
rusa?. Una revolución donde incluso el “padre” de la misma,
convertido casi en su “zar”, deja en testamento sus
recomendaciones de quién no debe sucederle. Para Lenin el
problema era sobre todo que Stalin no era la persona adecuada.
El problema no era tanto la enorme acumulación de poder en pocas
manos, sino sobre todo la persona que lo había acumulado. El
simple hecho de las interminables polémicas entre “comunistas”,
entre las fracciones estalinista y trotskista, basadas en lo que
dijo tal o cual persona del partido bolchevique, habla por sí
solo del método revolucionario sustentado en una excesiva
personificación. Personificación que posteriormente derivó en el
culto a la personalidad, culto que en el fondo ya existía en
cierta medida en el marxismo para con el mismo Marx (quien por
cierto huía del término marxista). El concepto de
dictadura del proletariado traducido a dictadura de la
vanguardia del proletariado, contenía el germen, la
contradicción interna, que provocó, pasado poco tiempo, la
degeneración del “nuevo” sistema. La dictadura del
proletariado que debió significar con el tiempo la
dictadura de la mayoría, es decir, la auténtica democracia,
fue “liquidada” por la dictadura de su vanguardia, es decir, por
una dictadura. La dictadura del proletariado que fue
pensada originalmente como un régimen TRANSITORIO donde la
democracia era ejercida por el proletariado y el campesinado (a
través de los soviets) y donde la burguesía era temporalmente
excluida de la misma, degeneró en la dictadura permanente de una
élite en contra del pueblo en su conjunto. Las restricciones de
las libertades, pensadas inicialmente como una medida
transitoria contra la burguesía para evitar que ésta impidiera
los avances democráticos, se extendieron a todo el pueblo
indefinidamente. La experiencia de la Comuna de París, dicho sea
de paso que hay distintas interpretaciones sobre las lecciones
que proporcionó, para los marxistas mostraba la forma concreta
que debía tomar la dictadura del proletariado (como afirma
Engels en la introducción de La Guerra Civil en Francia:
Últimamente las palabras "dictadura del proletariado" han
vuelto a sumir en santo terror al filisteo socialdemócrata. Pues
bien, caballeros, ¿queréis saber qué faz presenta esta
dictadura? Mirad a la Comuna de París: ¡he ahí la dictadura
del proletariado!) y para los anarquistas era una
experiencia claramente libertaria, en realidad, en mi opinión,
enseñaba que la manera de combatir el Estado burgués
basado en su falsa democracia liberal era sustituyéndolo
por una auténtica democracia, por una democracia popular,
en la que el pueblo (la mayoría) tenía la hegemonía que le
correspondía y por tanto el Estado se democratizaba por completo
(desde “abajo a arriba”). La cuestión clave residía en cómo
implantar una verdadera democracia en la que el pueblo tuviera
el verdadero poder (la hegemonía o dictadura
del proletariado) y en cómo evitar que la minoría dominante
anterior (la burguesía) dejara de serlo, en cómo evitar su
resistencia a los cambios democráticos, en cómo “reprimirla” sin
liquidar o menguar la propia democracia. Aquí estaba la
clave. Lenin apostó por liquidar (o “amputar”) la propia
democracia para reprimir a la burguesía y de esta manera también
se acabó reprimiendo al pueblo, usó un “atajo” que se convirtió
en “trampa”. Lenin se equivocó (error aprovechado y llevado al
extremo por su sucesor Stalin para traicionar el espíritu
inicial del marxismo y del leninismo). El contexto histórico
desde luego fue determinante para su grave error, pero también
hay que reconocer que el “germen” de su error ya había “echado
raíces”. Porque Marx y Engels, a su vez, aun no sabiendo la
forma que debía tomar el concepto de dictadura del
proletariado se equivocaron también en el uso del término
“dictadura”, se equivocaron incluso en la insistencia de la
cuestión de la hegemonía, como ya comenté anteriormente. El uso
del concepto hegemonía y además su traducción como
dictadura posibilitó múltiples interpretaciones (algunas de
ellas muy peligrosas y que precisamente fueron las que se
impusieron finalmente), interpretaciones que ambos intelectuales
tenían que haber restringido y aclarado mucho más de lo que
hicieron. Pecaron de falta de previsión en la posibilidad de
tergiversación de algunos de sus postulados, tenían que haber
dejado las cosas más claras, tenían que haber hecho un ejercicio
de “autotergiversación” para “cerrar todos los flancos”
posibles, para evitar lo que en la historia tantas veces ha
ocurrido con tantas ideas: su distorsión o mala interpretación.
Su prudencia científica (o quizás su ambigüedad calculada, quién
sabe) les jugó una mala pasada. Como no tenían suficientes datos
prácticos para determinar la forma concreta que debía tomar la
dictadura del proletariado (a pesar de ciertos intentos,
como cuando Marx y Engels la asociaban a la Comuna de París, o
como cuando Engels la asociaba a la república democrática), no
sólo no pudieron especificar en qué debía consistir, sino que,
además, y lo peor, es que no dijeron tampoco en qué NO debía
consistir. Dejaron la puerta abierta a múltiples
interpretaciones (algunas de ellas muy peligrosas) de algunas de
sus ideas. Y éste fue, quizás, su principal error.
Como se ve, Marx y Engels fueron
interpretados de múltiples maneras (como era inevitable por la
forma en que expresaron algunas de sus ideas), Lenin fue a su
vez interpretado de múltiples maneras (porque él mismo decía
cosas aparentemente contradictorias, como por ejemplo, propugnar
por un lado democracia y por otro represión por la fuerza de la
burguesía por la vanguardia del pueblo), …, y el
resultado final fue la sustitución de un régimen deleznable por
un nuevo régimen que degeneró dando lugar a la barbarie del
estalinismo (un régimen aún más cruel, a pesar de ciertos
importantes logros, en particular, un crecimiento económico sin
parangón en la historia). Pero éste no surgió de la nada, “el
terreno estaba abonado para que germinaran las peores hierbas”,
no se puede achacar exclusivamente a Stalin la causa del colapso
de la URSS, de la degeneración de las revoluciones “marxistas”
(aunque no cabe duda que contribuyó enormemente). No se
produjo un solo error ni fue una única traición, se sucedieron
una cadena de errores. Errores de personas bienintencionadas que
fueron aprovechados por personas malintencionadas. No se puede
explicar la degeneración del nuevo régimen soviético por causas
exclusivamente coyunturales (aunque no cabe duda que el
retraso de la revolución en Europa, que el acoso del nuevo
régimen en forma de una guerra civil, que las consecuencias de
la primera guerra mundial y que el acuciante atraso de Rusia
influyeron notablemente). Coyuntura, por cierto, en parte
previsible. La mayor parte de lo que ocurrió después de la toma
del poder por los bolcheviques ya se esperaba. Ya se sabía que
la burguesía reaccionaría violentamente, ya se sabía que la
burguesía internacional no se iba a quedar de brazos cruzados.
Era muy probable la posibilidad de una guerra civil. Por esto se
planteaba la represión por la fuerza, la dictadura del
proletariado. La única previsión que no se cumplió fue la
extensión de la revolución internacional, en particular, no se
previó que fracasaría en Alemania (y no prever esta posibilidad
también fue un error). Y esto fue un duro revés que desde luego
creó enormes dificultades. No cabe duda también que, como indica
Ted Grant en su libro De la Revolución a la contrarrevolución:
El terrible atraso de Rusia, junto al aislamiento de la
revolución, empezó a pesar como una losa sobre los hombros de la
clase obrera soviética. La guerra civil, el hambre y el
agotamiento físico de los trabajadores provocaron la apatía
política y dieron lugar a deformaciones burocráticas crecientes
en el Estado y el partido. El contexto influyó mucho, esto
es evidente. Pero no es tan evidente que explique por sí solo
las deformaciones burocráticas crecientes en el Estado y el
partido. No se puede asegurar tan tajantemente, como hace
Ted Grant en su libro, que la degeneración burocrática de la
Revolución Rusa no surgió de ningún fallo teórico del
bolchevismo, sino de su acuciante atraso. No se puede echar
toda la culpa a las dificultades (muchas de ellas bastante
previsibles) y a la apatía política de la clase obrera
soviética (lógica y previsible también). Algo habrá influido
también la gestión de la élite que dirigía a las masas, algo
habrá influido el método empleado para hacer las cosas, algo
habrá tenido que ver el partido que dirigía la revolución. Y
quizás no sólo habrán influido, sino que probablemente incluso
fueron decisivos. Como decía el propio Lenin, La actitud de
un partido político ante sus errores es uno de los criterios más
importantes y más seguros para juzgar la seriedad de ese partido
y el cumplimiento efectivo de sus deberes hacia su clase y hacia
las masas trabajadoras. Reconocer abiertamente los errores,
poner al descubierto sus causas, analizar la situación que los
ha engendrado y discutir atentamente los medios de corregirlos:
eso es lo que caracteriza a un partido serio; en eso consiste el
cumplimiento de sus deberes […]. Negarse a intentar buscar
TODAS las posibles causas de la degeneración burocrática,
descartar de ante mano (sin suficiente argumentación) ciertas
posibles causas, negarse siquiera a investigarlas, es negarse a
buscar y reconocer los errores, es negarse a contribuir a evitar
su repetición, es el peor favor que se puede hacer a la causa. A
pesar de todas las dificultades que padecía la revolución
bolchevique, que una figura como Stalin, que no destacaba
precisamente por su nivel intelectual, ni por su capacidad de
liderazgo, fuera capaz de tomar el control del partido y del
Estado por sí solo sin la ayuda de una burocracia emergente es
inverosímil (y esto lo reconoce Ted Grant en su libro). Si
Stalin consiguió imponerse es porque el aparato burocrático del
partido le allanó el camino, es porque la democracia, incluso
antes de su consagración definitiva como nuevo “líder”, ya
flaqueaba, es porque la disciplina férrea (propugnada por Lenin)
fue poco a poco imponiéndose (en un contexto difícil donde la
autodefensa imponía medidas contundentes y extraordinarias)
hasta extremos muy peligrosos, es porque el poder fluía de
arriba a abajo y no al revés. En definitiva, no puede explicarse
que en un régimen auténticamente democrático donde las masas
tuvieran el verdadero poder, un nuevo dirigente mediocre
consiguiera imponerse, máxime cuando reconocidos líderes como
Lenin o Trotsky ya advertían del peligro de Stalin. Esto sólo
puede explicarse realmente por el hecho de que el país estaba ya
controlado, antes de ser Stalin su nuevo dirigente, por una
élite que marcaba el curso de los acontecimientos, élite que
incluso escapaba al control de su todavía líder, Lenin, y que
era cada vez más controlada por el que iba a ser su nuevo líder,
Stalin. En cuanto los mejores elementos de dicha élite
desaparecieron de la misma y fueron sustituidos por una nueva
remesa, por una nueva camarilla liderada por un “viejo
bolchevique” dispuesta a usurpar el poder en su propio beneficio
y en el de la nueva casta que le apoyaba (una burocracia nutrida
de muchos funcionarios ex-zaritas), los acontecimientos se
precipitaron y el régimen degeneró inexorablemente. Cuando el
método revolucionario da mucho poder (casi todo) a unas personas
concretas, a una vanguardia, se posibilita la traición a los
ideales revolucionarios iniciales cuando dichas personas no
tienen la integridad o la intención de las personas originales
que establecieron dicho método. Cuando se insta al pueblo a
confiar disciplinadamente en una vanguardia, que además le ha
demostrado suficientemente su fidelidad en el pasado reciente,
el pueblo no evita que dicha vanguardia degenere, no puede
discernir, más que con el tiempo, si los cambios en dicha
vanguardia le benefician o le perjudican. Si a esto añadimos el
cansancio derivado de una dura guerra civil, entonces el pueblo
se resigna y se deja llevar por los acontecimientos. En el
momento en que el pueblo pierde el control de la situación, en
el momento en que no hay verdadera democracia, el pueblo ha
perdido el poder, la revolución ha fracasado. En el momento
en que se establecen medidas excepcionales, aunque se planteen
como transitorias, que dan la espalda al pueblo, en el momento
en que la revolución se hace a pesar del pueblo en vez de
gracias a él, en el momento en que la vanguardia del
proletariado se queda casi sin proletariado (porque una parte
importante ha perecido en la guerra o por desnutrición, o porque
se desvanece su conciencia de clase al ser sustituido en muchas
fábricas por el campesinado) y se sitúa por encima del pueblo
(formado mayoritariamente por un campesinado en parte hostil o
no suficientemente favorable) para mantenerse a toda costa en el
poder (recurriendo a la cada vez más férrea disciplina), en ese
momento, la revolución ya no tiene sentido, ha perdido su razón
de ser, se sientan las bases para una dictadura pura y dura, no
la del proletariado, sino la de la vanguardia y su partido.
¿Cómo puede ser que un partido como el bolchevique que, según
explica Ted Grant en su libro, contaba inicialmente con la
mayoría de la población (de la mayor parte del proletariado y de
gran parte del campesinado), tuviera que recurrir a la
prohibición del resto de partidos como medida de “protección” de
la revolución?. Cuando la “vanguardia” del pueblo tiene que
recurrir a prohibir otros partidos, a prohibir incluso las
fracciones dentro del único partido legal, a imponer la
disciplina férrea en todos los ámbitos de la sociedad, es que
algo falla en la revolución, es que la vanguardia no confía en
sus posibilidades de liderazgo ni en el apoyo popular. Cuando se
utiliza la disciplina no tanto para hacer más efectiva la acción
conjunta de las masas, sino que para eliminar a los adversarios
políticos, que se suponen carecer de apoyo popular, es que algo
no cuadra. Es que la revolución ya ha fracasado porque las masas
ya no son partícipes y se han convertido casi en obstáculo.
No es posible una revolución en la que el pueblo no sea el
protagonista. La revolución no sólo consiste en el acceso
inicial al poder del pueblo sino que también en su permanencia.
Poco después del acceso al poder del partido bolchevique,
impulsado por las duras condiciones del momento histórico, pero
también como consecuencia de su filosofía revolucionaria (o de
algunas de sus premisas), y muy a su pesar, el leninismo (y en
parte el marxismo), sentó, desgraciadamente, las bases para que
posteriormente emergiera el estalinismo. El partido bolchevique
entró en una dinámica imparable de asentar el poder casi a
cualquier precio, incluso renunciando al apoyo popular,
renunciando a que el pueblo tuviera voz. Se impuso la jerarquía,
la disciplina de arriba a abajo y por tanto la democracia
inicial de los soviets fue desbordada por los acontecimientos.
La urgencia de defender el nuevo régimen a toda costa contra los
enemigos internos y externos liquidó el propio régimen
soviético. Se impuso un estado de excepción que se convirtió
posteriormente en “regla”, que no tuvo marcha atrás. Dicho de
forma dialéctica, las contradicciones internas del marxismo y
del leninismo “catalizadas” por las circunstancias, provocaron
que algunas de sus peores y más peligrosas tendencias afloraran
y se amplificaran dando lugar al estalinismo. Como proclama
la dialéctica, las peores tendencias de dichas ideologías se
impusieron hasta extremos insospechados e imprevistos (quizás
por falta de previsión). El estalinismo, que traicionaba los
ideales del marxismo-leninismo, se nutrió de él, se aprovechó de
sus errores. Descontextualizó algunos de sus métodos,
peligrosos métodos pensados para circunstancias extraordinarias,
extremas y transitorias, para perpetuarlos indefinidamente,
aunque la situación para la que fueron planteados dejara de
existir. Los seres humanos somos dialécticos también, no podemos
impedir caer presos de las contradicciones. Todos somos más o
menos contradictorios y nuestras ideas también. Todos podemos
pasar de un extremo al otro rompiendo el imprescindible
equilibrio, podemos incluso traicionarnos a nosotros mismos. Es
difícil que en el análisis de cualquier ideología o en el
análisis de la actuación o ideas de cualquier persona, no
afloren contradicciones, a no ser que dicho análisis se “auto
reprima”. Las contradicciones existen por doquier, en la
naturaleza, en la sociedad, en las ideologías, en las personas.
Podremos ser más o menos coherentes, pero nunca somos
perfectos, siempre tenemos algo de incoherencia. Y más aún
cuando estamos inmersos en un contexto tan complejo como por
ejemplo una revolución o una guerra. Marx, Engels, Lenin o
Trotsky mostraron un nivel de coherencia y de honestidad muy
superior a la media, pero esto no les exime de haber cometido
errores. Es fácil criticar tranquilamente postrado en un
despacho las actuaciones de personas que hicieron historia
“nadando contracorriente”. Siempre es más fácil analizar la
historia que hacerla. Siempre es más fácil ser espectador que
protagonista. De esto no cabe duda. Pero esto no impide, es más,
es un deber, intentar analizarla, intentar encontrar los fallos
de aquellos que hicieron historia. Es el mejor tributo que se
les puede rendir. Ellos harían lo mismo y de hecho hicieron lo
mismo en sus vidas. Se negaron a aceptar los dogmas y apostaron
por la rebeldía intelectual. Apostaron por usar la razón para
analizar. Apostaron por el pensamiento libre y crítico, por la
independencia de espíritu. Pero por supuesto sin partir de cero.
Nunca el pensamiento parte de cero. Se trata de basarse en las
ideas preexistentes pero no de forma acrítica. Se trata de
posibilitar el avance de las ideas, estudiándolas,
analizándolas, criticándolas, para enriquecerlas. Si se aceptan
las ideas tal cual y se evita a toda costa su replanteamiento, a
pesar de que las experiencias reales basadas en ellas lo
reclamen imperiosamente, se imposibilita el avance intelectual
de la humanidad.
Establecer un método que dependa de
unas pocas personas y esperar que éstas hagan siempre un buen
uso de él es pecar de ingenuos. Es estar “al filo de la
navaja”. Es “jugar con fuego”. Porque efectivamente, Marx,
Engels, Lenin o Trotsky pecaron de ingenuos al pensar que sus
sucesores o las personas que iban a llevar a la práctica sus
ideas iban a interpretar la idea de la dictadura del
proletariado de la misma manera que ellos. No previeron la
muy alta posibilidad de que alguien aprovechara esa ingenuidad,
traducida a un lenguaje muy peligroso, para traicionar los
ideales revolucionarios. Se equivocaron en el método empleado
para llevar a cabo la revolución al no prever esta posibilidad.
En definitiva, el concepto de la dictadura del
proletariado facilitó enormemente la traición a la
revolución, facilitó la sustitución de un régimen
revolucionario por un totalitarismo burocrático, facilitó la
sustitución de la vanguardia del proletariado por una
nueva casta burocrática que no sólo no representaba al pueblo ni
al proletariado sino que actuaba en contra de él y que
finalmente abrazó el capitalismo abiertamente cuando el régimen
“soviético” colapsó definitivamente. El concepto teórico de
dictadura del proletariado se convirtió en la práctica en
dictadura burocrática (así como el centralismo
democrático del partido bolchevique se convirtió en
centralismo burocrático) e impidió el desarrollo del
verdadero socialismo que fue sustituido por un capitalismo de
Estado (o un “semi-socialismo”) que finalmente se convirtió en
capitalismo puro y duro. Dicho en términos dialécticos, la
cantidad se convirtió en calidad, se produjo un peligroso cambio
cualitativo. El exceso de disciplina convirtió la
dictadura del proletariado en dictadura burocrática y
el centralismo democrático en centralismo burocrático.
La disciplina pasó del umbral por debajo del cual es beneficiosa
para convertirse en perjudicial, pasó de ser un “atajo” a
convertirse en una “trampa”. La forma de hacer la revolución
imposibilitó ésta, la forma desvirtuó el fondo. Y esta forma
errónea de hacer la revolución, de transformar radicalmente la
sociedad, provino, entre otras cosas, de una forma inadecuada de
defender las ideas, lo que provocó la distorsión de éstas. La
falta de concreción, las aparentes contradicciones y la falta de
claridad en el lenguaje se pagaron a un precio muy caro.
Cabe preguntarse si no era inevitable, tarde o pronto, la
degeneración de los regímenes basados en el confuso y ambiguo
concepto de dictadura del proletariado, aun suponiendo la
más democrática interpretación del mismo. Así como cuando uno
juega con fuego puede acabar quemándose, la izquierda también
acabó “quemándose”. El uso irresponsable e indiscriminado de la
palabra dictadura provocó finalmente la destrucción de la
democracia del incipiente Estado soviético, así como el abuso
del término disciplina liquidó la democracia interna del
partido bolchevique. El uso y abuso de un lenguaje muy peligroso
facilitó la aniquilación de la Revolución.
Este lenguaje equivocado (junto con
experiencias prácticas basadas en una interpretación
tergiversada, equivocada, desproporcionada o interesada del
mismo) fue un grave error estratégico que aún estamos
pagando en la actualidad. La dictadura burguesa “disfrazada” de
democracia liberal fue sustituida por la dictadura del
proletariado sin ningún “disfraz”, por una dictadura
“desnuda” y en muchos aspectos más implacable que la que
sustituyó, en vez de haber sido sustituida por una auténtica
democracia donde el pueblo (el proletariado) hubiera tenido el
verdadero poder. Se renunció a concienciar al pueblo sobre su
verdadero poder, se renunció a darle voz y protagonismo en su
emancipación, se impuso “desde arriba” su supuesta liberación,
se le suplantó en vez de liderarlo. El concepto de “vanguardia
proletaria” se impuso (más allá del acceso al poder) y provocó
la creación de una nueva clase dominante que decía actuar en
nombre del pueblo pero que no confiaba en él (ni en las propias
posibilidades de dicha “vanguardia” para convencerlo). La falta
de confianza de dicha supuesta “vanguardia del proletariado” en
su capacidad de liderazgo fue suplida por la imposición. En
definitiva, los ideales de la revolución proletaria fueron
traicionados y los regímenes que se suponían estar del lado del
pueblo degeneraron en regímenes burocráticos, donde se sustituyó
la burguesía por una nueva clase dirigente que acabó
corrompiéndose a sí misma (a pesar de ciertos logros
importantes), y finalmente cayeron estrepitosamente sin que el
pueblo hiciera nada para impedirlo (más bien al contrario). La
“agresividad” usada en las revoluciones para acceder al poder
fue relevada por una nueva “agresividad” para mantenerlo a toda
costa, aun a costa de los principios por los que se accedió al
poder. Se dio prioridad absoluta a afianzar el “nuevo” sistema,
pero desde la perspectiva de la “vanguardia obrera”, es decir,
el poder desde “arriba”, en vez de crear un sistema
verdaderamente nuevo, en vez de afianzarlo en las bases, en el
pueblo (lo que por otro lado hubiera sido más seguro para su
continuidad). Se hizo depender el sistema de una élite y cuando
ésta “falló” (lo cual no era nada improbable) el sistema se
colapsó, el sistema no “echó raíces” en el pueblo y se perdió
una oportunidad histórica única para avanzar hacia la verdadera
emancipación de la humanidad, para avanzar hacia la auténtica
democracia.
La apuesta por la dictadura del
proletariado (al margen de interpretaciones, tanto si
significaba realmente lo que aparentaba significar como si no)
fue un estrepitoso fracaso que, con la perspectiva del
tiempo, era bastante previsible. Este grave error estratégico ha
permitido que en la actualidad mucha gente asocie izquierda
transformadora con dictadura, con “antidemocracia”, con
“antipopular”. Ha facilitado la labor de falsa conciencia del
sistema burgués, ha dado argumentos al enemigo para permitirle
engañar aún más al pueblo. Incluso hoy en día mucha gente de la
izquierda desprecia la palabra democracia porque la
asocia a la versión burguesa de ésta, sin ni siquiera plantearse
la posibilidad de que haya otros modelos de democracia, sin
darse cuenta de que en realidad la izquierda defiende la idea de
democracia, en el verdadero sentido de la palabra (la hegemonía
de la mayoría), permitiendo así que la burguesía se apropie de
dicha palabra, permitiendo que democracia sea sinónimo de
la versión burguesa de la misma. Y lo mismo puede decirse de
otros conceptos como libertad o Estado. De esta
manera la izquierda “le ha hecho el juego” a la derecha, sin
quererlo, le ha hecho el mejor favor que podía hacerle. La
izquierda ha permitido que la derecha se apropie de sus ideas,
de su discurso (incluso se ven, y se vieron, nombres de
partidos de derecha o de extrema derecha apropiándose de
palabras tradicionalmente de la izquierda como popular o
democracia o incluso socialista). Esto ha hecho
mucho daño porque, por un lado, ha provocado que la gente piense
que no hay alternativas (o que las que se plantean son peores,
porque son “peor vendidas” o porque los antecedentes históricos
de sistemas “alternativos” son peores, además de fracasados), y
por otro lado, ha hecho que la gente pierda la esperanza en un
mundo mejor porque aquellos conceptos tan “bellos” que le han
“vendido” han perdido todo su “contenido” por la forma en que se
han aplicado (en las democracias liberales). Es decir,
este grave error ha provocado desilusión y escepticismo en la
gente corriente, y de paso, ha facilitado el pensamiento único
burgués. ¿Qué mejor manera de facilitar el pensamiento único
del enemigo que rechazar los conceptos teóricos por la
aplicación práctica que hace éste de los mismos, que asumir que
la ÚNICA aplicación práctica de un concepto teórico es la que
hace el enemigo?. ¿Qué mejor manera de dar a una teoría el rango
de “única posible” cuando se la rechaza al confundir ésta con su
aplicación práctica tergiversada y se plantean teorías
“alternativas” que suenan irrealizables (al menos a corto
plazo)?.
La forma de combatir la hipocresía del
discurso burgués no debe ser “ensuciando” nuestro discurso sino
que “desenmascarando” el del enemigo, haciendo contrastar la
teoría con la práctica pero sin renunciar a la primera,
aspirando a que de verdad la teoría se aplique en la práctica.
Si ellos hablan de democracia, nosotros debemos decir que
también la queremos pero al mismo tiempo debemos argumentar
porqué en realidad aún no la tenemos, en vez de despreciarla.
Nosotros debemos decir que queremos más democracia. Y lo mismo
puede decirse del Estado, de la libertad y de
tantos otros conceptos. La hipocresía del discurso burgués
hay que combatirla usando sus mismos conceptos y exigiendo que
se cumplan en la práctica, y no renunciando a los mismos
conceptos. Debemos usar su propio discurso contra ellos
mismos, debemos adelantarles “por la izquierda” (nunca mejor
dicho), debemos poner en evidencia su hipocresía por sus
propias contradicciones (entre sus propias ideas y sobre todo
entre su discurso y su práctica, entre lo que dicen y lo que
hacen). Debemos hacerles caer en su propia trampa y
forzarles a que hagan en la práctica lo que predican en la
teoría. Si ellos dicen que son democráticos, forcémosles a
que lo sean de verdad en la práctica, forcémosles a desarrollar
la democracia, aunque partamos de su modelo de democracia,
forcémosles a aplicar los postulados de su proclamada
democracia liberal, forcémosles a aplicar la separación de
poderes o la elegibilidad de todos los cargos públicos,
pongámosles en evidencia ante el pueblo para que no tengan más
remedio que ir aplicando lo que predican, para que la libertad
vaya ganando terreno, para que la evolución sea inevitable.
En definitiva, la burguesía ha usado el
lenguaje de forma más inteligente que la izquierda, ha
enmascarado sus intereses materiales con un discurso teórico
idealista y sugerente (difícil de rechazar) y la izquierda ha
combatido este discurso de manera equivocada cayendo en una
trampa “lingüística” ( e ideológica) que ha pagado muy caro. La
izquierda, el marxismo, no ha sabido usar la “caja de Pandora”
ideológica que abrió la burguesía, se ha conformado con “cambiar
los actores en vez de seguir cambiando el guión, en vez de
continuar el cambio de guión o llevarlo a escena”, en vez de
usar los propios conceptos que usó la burguesía para justificar
sus intereses materiales (como libertad, igualdad,
fraternidad, democracia) y llevarlos hasta la
realidad hasta las últimas consecuencias. Y no sólo eso, sino
que ha permitido que la burguesía cierre dicha “caja de Pandora”
o por lo menos que ella controle lo que sale de ella. Es
necesario que dicha caja se vuelva a abrir y se saque de ella
todo lo que hay, que no es ni más ni menos que un “cambio de
guión” continuo y profundo, un “cambio de guión” radical. Dicha
caja representaba la posibilidad de “cambiar el guión”
ilimitadamente y de eso se trata, de recuperar el “salto” que
representó abrirla para seguir avanzando.
Pero además de todo lo anterior, nunca hay
que olvidar que la izquierda defiende los intereses de la
mayoría, y si quiere llegar al pueblo es IMPRESCINDIBLE usar un
lenguaje que éste pueda comprender. La izquierda debe evitar
el clasismo intelectual, el elitismo intelectual, esa
actitud tan extendida entre ciertos “intelectuales” de negarse a
debatir directamente con gente corriente, esa actitud de
superioridad que muchas veces, en realidad, denota falta de
confianza en las propias posibilidades de explicar o convencer,
esa actitud distante y despreciativa hacia el “común de los
mortales”, esa actitud orgullosa rebosante de pedantería y
alejada de cualquier atisbo de humildad. Como decía Charles
Chaplin, Todos somos aficionados: en nuestra corta vida no
tenemos tiempo para otra cosa. Ese clasismo intelectual que
hace que mucha gente juzgue unas ideas en función de quién las
postula, que considera un escrito (por ejemplo publicándolo o
no, o dándole mayor o menor importancia) por quién lo firma. Ese
elitismo intelectual que obstaculiza la “democratización” de las
ideas, el debate de las ideas extendido a todo el pueblo, que
impide la aportación de nuevas ideas porque unos pocos
“privilegiados” pretenden tener el “don” de estar “iluminados”,
que antepone el conocimiento adquirido en los libros o en las
tertulias de café de los “intelectuales” al conocimiento
adquirido por un simple trabajador en su día a día “pegándose”
con la realidad que sufre la mayoría de la población. Ese
“intelectualismo” que da menos importancia a lo que se dice que
a la forma de decirlo, que convierte el lenguaje como fin en sí
mismo de lucimiento personal, aun a riesgo de perder eficacia en
la transmisión de ideas, primando la complejidad, el
exhibicionismo lingüístico, sobre la sencillez, disfrazando la
simplicidad de ideas con un lenguaje premeditadamente
sofisticado. Pedantería que tantas veces no es más que el
“escudo” de la ignorancia “ilustrada”. El auténtico mérito
consiste en ser capaces de explicar ideas aparentemente
complejas de forma sencilla y no al revés. La izquierda debe
transmitir sus ideas de forma eficaz, usando un lenguaje que la
gente corriente entienda, debe esforzarse por que cualquier
persona con un mínimo de inteligencia sea capaz de comprender lo
que se le expone, debe impedir que el ciudadano de a pie no
entienda lo que se le explica y tenga que recurrir a la fe, debe
esforzarse por que las ideas no sean “patrimonio” de nadie, debe
esforzarse por compartir conocimientos, debe fomentar la
participación activa de todos los ciudadanos para que todo
el mundo aporte sus ideas sin miedo al ridículo. Cuando uno lee
Trabajo asalariado y Capital, el resumen “popular” que
hizo Marx de El Capital (aunque inicialmente fue
publicado con anterioridad a su obra magna, Engels lo reeditó
tras la muerte de Marx) para que los trabajadores de su época
pudieran comprender sus importantes descubrimientos sobre el
capitalismo, no puede dejar de pensar si realmente los obreros
de su época fueron capaces de entender las ideas que el filósofo
intentaba explicar. Si ya en nuestros días, personas con
formación (aunque no económica) tenemos ciertas dificultades
para entenderlas, ¿cómo personas prácticamente analfabetas
pudieron comprender lo que se les decía?. Los obreros sólo
podían comprender que se pasaban la vida trabajando y que su
existencia era miserable, que mientras ellos eran cada vez más
pobres, sus amos eran cada vez más ricos. Incluso probablemente
no necesitaban comprender mucho más sobre las razones de la
necesidad de cambiar la sociedad. Pero deberían haber
comprendido mínimamente la forma en que se quería cambiar ésta,
deberían haber sido partícipes más activos de la revolución.
Frente a las ideas expuestas por Marx, sólo pudieron pensar que
aunque no las entendían, parecían hablar de su emancipación,
pero nada más. Tuvieron que depositar su confianza, su fe
prácticamente “ciega”, en una vanguardia intelectual para su
liberación de sus miserables vidas. Y ahí radicó quizás el
principal problema, pusieron su emancipación en manos de
“cuatro” líderes (de los cuales algunos de ellos indudablemente
lucharon ejemplarmente por el pueblo, pero otros no, como es
inevitable siempre). Dicha vanguardia intelectual cayó en el
error del culto a las ideas (el dogmatismo) y, lo que es peor, a
las personas. Muchas veces los debates “ideológicos” se
limitaban a discutir sobre lo que dijo tal o cual persona
(generalmente ya muerta, claro), al “palabra de”, se instauró un
“integrismo ideológico” consistente en despreciar argumentos por
no corresponder con la interpretación “oficial” y “ortodoxa” de
los postulados de tal o cual personaje histórico. Se sustituyó
el pensamiento libre y crítico por una nueva “religión”, y como
en toda religión, se produjo la típica “inquisición”, la típica
“caza de brujas” de los elementos “sacrílegos”. Los postulados
de aquellos ideólogos que tanto criticaban a la religión por ser
el opio del pueblo, se convirtieron en los nuevos
“mandamientos” de la nueva “religión”. Dicha vanguardia
intelectual tuvo excesivo protagonismo en la revolución, hasta
el punto de llegar al extremo de no sólo dirigir al pueblo sino
que de suplantarlo y finalmente traicionarlo. Era cuestión de
tiempo (poco) que la revolución fuera traicionada, el método
empleado y sobre todo la excesiva personificación lo hacían
inevitable. Culto a la personalidad, tendencia natural de la
humanidad, explotada y fomentada por aquellos “líderes” que
anteponen sus intereses personales a cualquier otro, que la
utilizan como “disfraz” para enmascarar la traición a los
verdaderos ideales de aquellas personas a las que dicen rendir
tanto culto. Culto a la personalidad también presente en
nuestros días. ¡Cuántos artículos o escritos se ven donde sus
autores repiten como loros los postulados de tal o cual ideólogo
pasado y diciendo lo genial que era sin atreverse a la más
mínima crítica, como si sus postulados fueran perfectos e
inmaculados, como si no hubieran existido experiencias prácticas
fracasadas en base a dichas ideas “perfectas”, como si esos
mismos ideólogos no fueran acérrimos defensores del pensamiento
libre y crítico que tanto obvian sus “defensores”!. El caldo de
cultivo de la degeneración de las revoluciones “marxistas”
estaba impregnado en las propias entrañas de las mismas (en
algunas partes de su ideología y en la manera de hacer las
cosas). En nombre de la “Revolución” llegaron las censuras, las
prohibiciones, las deportaciones, las ejecuciones. Es decir,
llegó la contrarrevolución. La misma élite que posibilitó la
revolución ejerció la contrarrevolución en cuanto las personas
que formaban parte de dicha élite fueron otras. El germen de la
contrarrevolución estaba en el seno de la misma revolución (como
proclama la dialéctica), en el método empleado, en la
posibilidad de redirigir la represión por la fuerza de la
burguesía (propugnada por Lenin) hacia los líderes
revolucionarios que no se sometían a la nueva élite que
traicionaba la Revolución de Octubre. Éste es el peligro del
método empleado, el peligro de que las “armas peligrosas” sean
mal empleadas y se vuelvan contra uno mismo. El peligro de que
las “armas” sean monopolizadas por una élite sin control, que
las use de una u otra manera, contra unos u otros. El peligro de
que unas pocas personas decidan por sí mismas cómo emplear
dichas “armas”. El peligro de que decidan por sí mismas qué es
revolucionario y qué es contrarrevolucionario. El peligro de que
el curso de los acontecimientos esté en unas pocas manos.
Ninguna revolución debe depender de la fe, de personas
concretas, esta dependencia es la garantía de su fracaso tarde o
pronto. Las masas deben comprender realmente los motivos de
su emancipación, deben participar activamente en ella, deben ser
lideradas pero nunca suplantadas. Si cada ciudadano es en primer
lugar capaz de comprender la necesidad y posibilidad de cambiar
las cosas y en segundo lugar capaz de involucrarse personalmente
en cambiarlas, entonces la probabilidad de éxito de cualquier
revolución se dispara. Sin embargo, si los ciudadanos se mueven
guiados por la fe en ciertos líderes, en cuanto fallan éstos
(como suele ser bastante habitual, tarde o pronto), la
revolución fracasa. La mayor garantía de éxito de cualquier
empresa social es la implicación del conjunto de personas
involucradas en la misma y dicha implicación no es posible sin
la motivación y sin la comprensión. No hay nada más
contrarrevolucionario que el culto de cualquier tipo (a las
ideas y sobre todo a las personas). Y no hay nada más
revolucionario que la auténtica libertad (especialmente la
libertad de pensamiento y de expresión). Sin un método donde
la libertad sea la protagonista, no es posible la revolución.
La libertad no debe ser vista como caos, la auténtica libertad
no es lo mismo que el libertinaje. La libertad no es
incompatible con la organización, con la unidad de acción. Es
más, sin libertad no hay verdadera unión, sólo hay una unión
aparente y “forzada”, “artificial”, que en cualquier momento se
resquebraja, en cuanto el “pegamento” usado para conseguirla
deja de ser efectivo (véase el ejemplo de tantos partidos que de
la noche a la mañana pasan de aparentar ser muy cohesionados e
invencibles a desaparecer o hundirse irremediablemente, véase el
ejemplo de cómo se disolvió en muy poco tiempo la URSS, en
cuanto el “pegamento” artificial de la disciplina férrea, de la
represión, desapareció o incluso disminuyó ligeramente). La
verdadera unión debe sustentarse en el compromiso personal
adquirido en base a la decisión libre, y no en base a la
disciplina férrea o al miedo. La unión basada en la libertad es
más difícil de obtener, requiere más tiempo para conseguirla,
requiere más trabajo y paciencia, pero también es más segura, es
más duradera en el tiempo, es más eficaz. Una unión basada en la
libertad es más sólida que una basada en la pura disciplina o
represión porque en el primer caso se actúa por convencimiento
personal, se actúa movido por la motivación, se actúa con
iniciativa. La auténtica libertad debe permitir que los
procesos revolucionarios se hagan sin límites, se hagan con el
protagonismo del pueblo. La libertad, junto con su “hermana
gemela” la democracia (la auténtica), evita la degeneración de
todo proceso revolucionario. La revolución no consiste sólo en
la conquista del poder político por parte del pueblo sino que
sobre todo en la transformación de la sociedad en una más libre
y justa. En este sentido la revolución no tiene por que ser
necesariamente violenta y brusca. No hay que tener la visión de
un solo tipo de revolución posible. No es posible que el pueblo
mejore sus condiciones de vida materiales (a largo plazo) sin
libertad ni justicia. Y no es posible alcanzar la libertad sin
usarla (sabiamente mezclada con una mínima e imprescindible
disciplina). Los ideales son necesarios para mejorar las
condiciones de vida materiales, no hay que renunciar a ellos. La
verdadera emancipación del conjunto de la sociedad sólo podrá
producirse cuando los ideales de justicia (es decir, igualdad) y
libertad se lleven a la práctica hasta sus últimas consecuencias
(esto no significa que puedan alcanzarse de la noche a la
mañana). En este aspecto, las revoluciones burguesas eran más
ambiciosas y revolucionarias (ideológicamente hablando), por
esto la traición de la burguesía a sus propios ideales iniciales
fue aún mayor (y sobre todo más hipócrita). Hay que retomar
dichos ideales y llevarlos realmente a la práctica. Éste era
inicialmente el papel del proletariado: continuar la revolución
que la burguesía inició para posteriormente pararla una vez
alcanzados sus intereses de clase. La revolución proletaria
tenía como objetivo fundamental continuar la revolución
burguesa, retomando sus ideales y llevándolos a la realidad
hasta las últimas consecuencias, para conseguir la verdadera
emancipación de TODA la sociedad.
El lector podría preguntarse ¿por qué por
un lado se dice en este trabajo que por el hecho de que el
Estado haya sido aplicado en la práctica de forma aberrante
no significa que haya que renunciar al Estado “ideal” o
que no hay que renunciar al concepto teórico del socialismo
por sus experiencias prácticas fracasadas o desvirtuadas y sin
embargo, por otro lado, no se dice lo mismo con respecto a la
dictadura del proletariado?. El Estado no parece
prescindible en la sociedad actual (no hay ningún país que se
organice al margen de él en el presente), ni siquiera parece
posible organizar la sociedad sin él a corto/medio plazo (y
esto, los que postulaban el concepto de la dictadura del
proletariado, lo tenían muy en mente). Sin embargo, la
dictadura del proletariado es totalmente prescindible (no
existe en la mayoría de países en la actualidad, y la mayoría de
los países que la implantaron en el pasado, la abandonaron en
cuanto pudieron elegir). Por tanto, es imperativo aspirar a
mejorar lo imprescindible pero puede renunciarse a mejorar lo
prescindible. O dicho de otra forma, es más urgente aspirar a
mejorar lo que es menos prescindible. Es más, la dictadura
del proletariado implica otra aplicación práctica aberrante
del concepto de Estado (en algunos aspectos aún más
aberrante que el Estado burgués). Es un modelo de Estado
que ya en la teoría parece problemático, supone sustituir una
aberración práctica de un concepto teóricamente y aparentemente
correcto por un modelo teórico ya de por sí incorrecto. Supone
el traspaso a la teoría de una aberración práctica sustituida
por otra. El Estado burgués que en teoría es aceptable
(puesto que en teoría es un Estado “imparcial” al servicio de
toda la sociedad) pero que en la práctica es inaceptable (porque
en la práctica es un Estado al servicio de la burguesía) es
sustituido por el Estado proletario que ya es inaceptable
en la propia teoría porque reconoce directamente (desde luego de
forma menos hipócrita, eso es bien cierto) que está al servicio
del proletariado y porque éste es representado por una
vanguardia que se autoerige en benefactora del pueblo. En el
primer caso se trata de un error en la puesta en práctica y en
el segundo caso se trata de un error teórico (puesto que asume
el error práctico del primer caso en su propia teoría). Desde el
punto de vista teórico o conceptual no existe ninguna razón para
que el Estado deba aplicarse siempre de forma aberrante
en la práctica, y si se analiza el concepto teórico de
socialismo, se verá que, aunque los países que se
autodenominaron como tales tuvieron algunos elementos
característicos de él (la propiedad pública de los medios de
producción), otras características del socialismo no se
cumplieron o se cumplieron muy insuficientemente (el control
democrático de los medios de producción o la tendencia a la
disminución de las desigualdades sociales). Por el contrario, el
concepto de dictadura del proletariado es en sí mismo
aberrante o erróneo desde el punto de vista teórico, como he
intentado explicar a lo largo de este trabajo. Sí parece
posible, al menos no parece haber ningún impedimento sobre el
papel, conseguir una aplicación práctica del Estado lo
más cercana posible al ideal, pero parece inevitable la
degeneración de la aplicación práctica del concepto dictadura
del proletariado. Ésta no es sólo prescindible (a diferencia
del Estado) sino que además constituye un obstáculo para
la implantación del verdadero socialismo. El problema es
que el Estado o el socialismo tienen unas
concepciones ideales a las que se puede y se debe tender, pero
la dictadura del proletariado, en su afán por huir de los
idealismos, en su afán por aceptar la realidad sin más, aspira a
modificar ésta sustituyendo simplemente un error por otro (e
incluso agravándolo). La diferencia entre Estado,
socialismo y dictadura del proletariado es que en
este último caso el propio concepto teórico es un problema. De
una teoría aparentemente correcta se pueden conseguir buenos
resultados prácticos o no, pero de una teoría ya de por sí
incorrecta es inevitable conseguir malos resultados prácticos.
Como dice Alexander Berkman en El ABC del Comunismo
Libertario: Por su misma naturaleza una dictadura está
limitada a un pequeño número de personas. Cuantas menos sean,
tanto más fuerte y más unificada es la dictadura. La realidad es
que la dictadura se encuentra siempre en las manos de una
persona, el hombre fuerte, cuya voluntad fuerza siempre al
consentimiento de sus codictadores nominales. No puede ser de
otra forma, y así ocurrió con los bolcheviques. Aunque
también es cierto que para Alexander Berkman, lo mismo puede
decirse del concepto de Estado. Para él, como para
cualquier anarquista, el Estado es también un concepto
teórico incorrecto del que nunca podrá conseguirse una
aplicación práctica que no sea mala. Sin embargo, para el
marxismo o el anarquismo el Estado es un concepto teórico
incorrecto porque su aplicación práctica lo ha demostrado. Es
decir, ambas ideologías han llegado a dicha conclusión, no
razonando exclusivamente en la teoría, sino que contrastando
ésta con la práctica, pero, y aquí está su error en mi opinión,
asumiendo que la única aplicación práctica del mismo es la que
ha habido hasta ahora. Ambas corrientes no han sido capaces de
demostrar en el campo de la teoría que el concepto de Estado
es por naturaleza incorrecto. Hay que tener en cuenta que muchas
aplicaciones prácticas de las ideas sólo tienen en común con sus
correspondientes conceptos teóricos el nombre. De hecho, la
mayoría de las ideas de la humanidad han sido aplicadas en la
práctica de forma totalmente distorsionada, parece que la
principal especialidad del ser humano es convertir en la
práctica en negro lo que en la teoría era blanco. ¿O es que
tiene algo que ver, por ejemplo, lo que predicaba Jesucristo con
las prácticas de la iglesia llamada cristiana?. Si asumimos que
un concepto teórico es incorrecto por su aplicación práctica,
entonces probablemente la mayoría de los conceptos, sino todos,
son incorrectos. Sin embargo, si ya en la teoría, se llega a la
conclusión de que un concepto es incorrecto entonces nunca podrá
aplicarse con buenos resultados en la práctica. En un caso no es
casi necesario llegar a la práctica, es fácil prever los
resultados prácticos, y en el otro es necesario intentar
llevarlo a la práctica, y su fracaso no garantiza la
incorrección teórica. También podríamos decir que la aplicación
práctica fracasada de la anarquía en el pasado o en los
momentos breves de la historia reciente demostrarían que es un
concepto teórico incorrecto. ¿El hecho de que la anarquía
“primitiva” no haya sido capaz de evitar ser sustituida por el
Estado hace que sea una teoría incorrecta?. Si asumimos
que una cosa es la teoría y otra la práctica, y que una
aplicación práctica errada de un concepto teórico no tiene por
que significar que éste es incorrecto, entonces de la misma
manera en que la anarquía no puede considerarse como una
teoría incorrecta, tampoco puede afirmarse de otros conceptos
como Estado o socialismo. Si no somos capaces de
concluir que el Estado es inevitablemente un concepto
erróneo sin recurrir a comparar su teoría con su práctica,
entonces tampoco podemos afirmar que la anarquía es
imposible porque en un momento dado de la historia no pudo
sobrevivir o porque aún no se haya alcanzado en una sociedad
moderna. Puede afirmarse con certeza que un concepto es
erróneo cuando razonando en la propia teoría se llega a la
conclusión de que ese concepto es por naturaleza, por
definición, incorrecto, cuando “navegando en el propio mar
de la teoría se llega inevitablemente a mal puerto”. En
cualquier otro caso una aplicación práctica problemática no
significa necesariamente una teoría mala. Esto sólo puede
afirmarse con rotundidad cuando para aplicar el concepto teórico
a la práctica se han seguido a rajatabla TODOS sus postulados.
Por ejemplo, si al aplicar la teoría del socialismo, se hubieran
aplicado todos sus postulados, y no sólo algunos de ellos,
entonces su experiencia fracasada demostraría irremisiblemente
lo erróneo de dicha teoría. Si en la aplicación práctica del
socialismo no se ha cumplido el control democrático de los
trabajadores, entonces el socialismo sólo se ha aplicado en
parte y por tanto no puede descartarse por completo por su
experiencia fracasada. En mi opinión, la dictadura del
proletariado, a diferencia del socialismo, del
comunismo, de la anarquía e incluso del Estado
(y en esto discrepo del marxismo y del anarquismo), es, por
definición, un concepto erróneo. Es inevitable, es imposible,
una aplicación práctica de la dictadura del proletariado
que no derive en una dictadura como la que ocurrió en la URSS.
Podrá tener distintas caras, pero siempre derivará en la
dictadura de una minoría en contra del pueblo, no puede ser de
otra forma. Dictadura y proletariado o pueblo
son conceptos totalmente antagónicos. Dictadura del
proletariado es un contrasentido teórico que no lleva a nada
bueno en la práctica, significa en realidad dictadura contra
el proletariado en nombre del proletariado.
3)
La necesidad del cambio
en las ideas y en las estrategias
En todo caso, al margen de si el lector
está de acuerdo o no con estas opiniones que intentan aportar un
“granito de arena” al necesario debate en la izquierda para
su resurgimiento, lo que sí está claro es que es
imprescindible este debate para que se produzca dicho
resurgimiento. Y este debate debe ser abierto, sincero, valiente
y sin ningún límite, hay que replantearse hasta lo que parece
incuestionable, hay que perder el miedo a criticar lo que parece
que incluso dentro de la propia izquierda son “verdades
intocables”. Es preferible decir tonterías, que a lo mejor no lo
son tanto o que si en efecto lo son pueden ser fácilmente
rebatidas, que quedarse callado por miedo al ridículo e impedir
que se pueda aportar algo. Si uno acepta sin más los dogmas y se
queda callado entonces no ayuda a que la izquierda pueda renacer
algún día, es el peor favor que se le puede hacer. Además, ser
de izquierdas no es sólo defender unas ideas (ajenas y que
muchas veces ni se comprenden realmente), es sobre todo una
actitud ante todas las cosas de la vida (incluida la política).
Es una apuesta personal por el pensamiento crítico y libre sin
el que es imposible cambiar la realidad.
Por un lado, siempre es imprescindible
actualizar y refinar las teorías en base a los éxitos o fracasos
de las experiencias prácticas. Como decía Trotsky,
Los grandes acontecimientos
someten infaliblemente a prueba las ideas, las organizaciones y
los hombres. Hay que huir de los dogmatismos. Hay que
aplicar el método científico. Es decir, la teoría nunca debe ser
estática, debe ser dinámica, debe evolucionar, debe ser
“realimentada” por la práctica, ésta es la que “manda”. En este
punto quizás sería necesario integrar las distintas corrientes
ideológicas de la izquierda en una teoría general que recoja lo
mejor de cada una de ellas, en base a las experiencias
prácticas. Quizás nos haga falta un nuevo “ismo” (que podríamos
llamar “democratismo”, por ser, en mi opinión, el desarrollo de
la democracia la clave de la evolución de la sociedad) que
integre al socialismo, al comunismo, al marxismo, al anarquismo.
Quizás nos haga falta una “hoja de ruta” general que integre los
“mapas parciales”, que nos dé una visión de conjunto. Así como
la ciencia física busca su particular “santo grial” en forma de
una teoría general unificadora que explique el mundo físico en
su conjunto, quizás también estemos en un momento histórico en
el que la izquierda necesite encontrar también su particular
“santo grial”, es decir, su teoría general unificadora, una
teoría general que nos proporcione una visión de conjunto sobre
la evolución de la sociedad y su posible mejora. Esta “teoría
general de la sociedad” debería construirse mediante la
evolución de las teorías que intentan explicar su historia (el
materialismo histórico, la ley del desarrollo desigual y
combinado, etc.), mediante la aportación de las distintas
teorías que intentan explicar cómo puede mejorar en el futuro
(el socialismo, el comunismo, el anarquismo, etc.), y mediante
la aportación del conocimiento adquirido en las experiencias
prácticas de la historia más reciente de los intentos de
mejorarla (es decir, la imprescindible “realimentación” de la
práctica). Hay que continuar el trabajo que los principales
ideólogos de la izquierda iniciaron ya en el siglo XIX (e
incluso antes). Hay que recoger el legado de la Ilustración, del
socialismo, del marxismo, del anarquismo, etc. Hay que tomar el
relevo del trabajo iniciado pero mejorando el método de trabajo,
corrigiendo la forma de trabajar, en particular, no perdiendo
nunca de vista la realidad, la práctica, y promocionando la
interdisciplinariedad, es decir, la colaboración entre las
distintas corrientes teóricas, hay que “encajar las piezas del
puzzle”, hay que romper los “compartimentos estancos”. En
definitiva, es imprescindible el equilibrio entre teoría y
práctica y una mentalidad abierta e interdisciplinaria.
Y por otro lado, hay que probar nuevas
formas de hacer las cosas en vez de empeñarse en seguir
haciéndolas de la misma manera. Hay que dar oportunidad a “otros
caminos”. Como dice el filósofo marxista Domenico Losurdo,
Los procesos revolucionarios son procesos de aprendizaje.
Cambiar el mundo es una ardua (pero no imposible) labor que debe
hacerse paso a paso, no se puede hacer de la noche a la mañana,
requiere de un trabajo continuo y planificado a corto, medio y
largo plazo, y a su vez, requiere de un proceso de cambio
CONTINUO de estrategia. Hay que hacerlo por etapas
progresivamente utópicas, hay que empezar por objetivos menos
utópicos para proseguir con objetivos cada vez más utópicos,
requiere de una “jerarquía de utopías” que deben alcanzarse en
cierto orden secuencial en el tiempo. Pero esto no quiere decir
que el camino a recorrer tenga que tener siempre las mismas
etapas, ni que no puedan saltarse algunas de éstas, ni que el
camino deba recorrerse siempre a la misma velocidad. Simplemente
significa que cambiar el mundo equivale a recorrer un largo
camino y esto debe hacerse por etapas sucesivas, pero dicho
camino no tiene por que ser el mismo en todos los casos (en
todos los países o en todos los momentos históricos), puede ser
más o menos largo, puede tener unas etapas u otras, puede
recorrerse más o menos rápido, pero nunca puede recorrerse de
golpe, siempre llevará más o menos tiempo. Y además, recorrer un
camino desconocido siempre requiere una adaptación permanente al
terreno para evitar los obstáculos imprevistos que van
surgiendo.
Primero intentemos formar un Estado
verdaderamente democrático y libre de la dominación de cualquier
clase social y después ya veremos si es posible, deseable o
necesario abolirlo, o ya veremos si se extingue por sí mismo.
Primero intentemos mejorar el Estado (mejorando la
democracia) antes que reproducir sus vicios o sustituirlos por
otros o renunciar a un Estado sin vicios o al propio Estado. Y
para ello, la izquierda debe esforzarse en desenmascarar al
Estado burgués actual, es decir, en hacer ver al pueblo
la naturaleza parcial del Estado al servicio de la minoría
dominante en vez de al servicio de la sociedad. Y esto debe
hacerlo la izquierda especialmente, aunque no exclusivamente, en
los momentos de crisis que es cuando el propio Estado muestra su
verdadero rostro. Y al mismo tiempo, la izquierda debe
reivindicar un Estado neutral que esté al servicio del conjunto
de la sociedad, es decir, un Estado realmente democrático. No
sirve de nada denunciar un Estado burgués si luego se
reivindica un Estado parcial a otros intereses, la verdadera
alternativa al Estado burgués actual no es un Estado
proletario sino un Estado auténticamente democrático. Y a
la vez que intentamos cambiar la naturaleza del Estado, ¿por qué
no ir organizando poco a poco a la sociedad de manera
alternativa?. Si finalmente no es posible conseguir un
Estado neutral, ¿por qué no ir construyendo, en la medida de lo
posible, su sustituto, en vez de esperar a que sea abolido o
extinguido?. Por ejemplo, se podría ir organizando a la gente a
nivel local, a nivel vecinal, a nivel laboral. Se podría ir
acostumbrando a la gente a acudir a asambleas vecinales o
municipales (en aquellos municipios que no sean demasiado
grandes) para discutir sobre los asuntos de interés cercano,
para ir practicando la democracia directa, aunque dichas
asambleas sean informales. Se debe reactivar el
anarcosindicalismo que tan buenos resultados dio en el pasado,
que consiguió poner en jaque al Estado burgués. Si alguna vez
queremos sustituir al Estado centralizado (organizado desde
arriba) o si queremos que evolucione hacia una progresiva
descentralización (además de democratizarlo), ¿por qué no ir
acostumbrando a la gente a nuevas formas de hacer las cosas, a
involucrarse en sus asuntos sin depender de nadie?, ¿por qué no
ir construyendo los “andamios” de una nueva sociedad?. La mejor
garantía de que, cuando sea necesario, se pueda sustituir el
modelo de Estado actual (si no da más de sí y no puede conducir
a una sociedad mejor) es ir construyendo en paralelo un nuevo
modelo, para que así la transición a una sociedad radicalmente
distinta sea menos traumática, sea más rápida, para que tenga
más posibilidades de éxito. Intentar por un lado que el Estado,
tal cual es en la actualidad, mejore notablemente, y
simultáneamente por otro lado, ir creando nuevas formas de
organización basadas en el federalismo o en la autogestión, no
debe ser visto como estrategias incompatibles, ambas se
complementan. Hay que “atacar” al sistema actual por todos los
frentes posibles, hay que ir acorralándolo por todos los
flancos. Hay que ir sembrando el terreno para recoger frutos. Si
aspiramos a una sociedad organizada de forma radicalmente
democrática en la que cada ciudadano participe de forma cada vez
más activa, debemos ir haciéndolo participar poco a poco. La
democracia debe ir echando raíces en las bases para que éstas
vayan presionando hacia arriba.
Y en cualquier caso, estemos siempre
abiertos a cuestionar (y en su caso a corregir) nuestras propias
ideas o estrategias para adaptarnos a la práctica. No
olvidemos que los principales ideólogos de la historia de la
izquierda huían ellos mismos de los dogmatismos, sabían
rectificar sus ideas y reconocerlo en público, eran los primeros
en reivindicar el pensamiento crítico y libre, tan
imprescindible en todo proceso revolucionario, recordaban
constantemente la necesidad de adaptar sus postulados al espacio
(al país del que se trate) y al tiempo (al momento histórico),
aplicaban siempre el método de pensamiento dialéctico. No
importa tanto si se equivocaron o no (en algunas cosas quizás
no, pero en otras quizás sí), por supuesto que importa en la
medida que permita mejorar la lucha revolucionaria, pero lo que
de verdad importa es la esperanza que transmitieron de poder
cambiar las cosas, es la puerta que abrieron a una posible
emancipación definitiva de la humanidad. Si ellos siguieran
vivos, probablemente serían los primeros en denunciar las muchas
degeneraciones y tergiversaciones que ha habido de sus
postulados, serían los primeros en cambiar sus propias teorías
para mejorarlas y adaptarlas a los cambios de la sociedad,
serían los más fervientes defensores de cambios de estrategias
para llevarlas a la práctica de forma más eficaz. “Serían”
porque “fueron”, porque lo hicieron en sus vidas. Ese es su
auténtico legado: su espíritu de lucha, de aprender, de
comprender el mundo para mejorarlo, de aplicar métodos basados
en la razón, en el método científico, para hacer más efectiva la
lucha revolucionaria, su forma de hacer las cosas, su
compromiso, su apuesta por la verdad y por la libertad
auténtica. Como decía Plutarco, La verdadera libertad es
sujetarse a las leyes de la razón. No hay más que recordar
la broma que les hacia Marx a sus amigos marxistas cuando les
decía: Yo no soy marxista. No hay más que recordar lo que
decía Lenin en Las tesis de abril: No queremos que las
masas simplemente acepten nuestra palabra. No somos charlatanes.
Queremos que las masas superen sus errores a través de la
experiencia. Hay que retomar las indudables aportaciones
de Marx, de Engels, de Proudhon, de Bakunin, de Lenin, de
Trotsky, de Rosa Luxemburgo, de Kropotkin, de Voltaire, de
Rousseau, de …, pero siempre de forma crítica, reconociendo las
importantes aportaciones de todos ellos (a pesar de sus
discrepancias) pero también reconociendo sus equivocaciones o
sus contradicciones, intentando corregirlas, sin resistirse a la
inevitable evolución del pensamiento (como nos enseña el método
dialéctico: todo fluye, todo cambia, nada permanece), sin caer
nunca en el culto a las personas o a las ideas y por tanto sin
caer en el sectarismo, que tanto daño hace, principal obstáculo
para la unidad de acción de la izquierda. Pero sobre todo, hay
que tomar ejemplo de las actitudes de todos estos hombres y
mujeres que, a pesar de sus errores, de sus imperfecciones, de
sus miserias, mostraron una gran capacidad de pensamiento y una
muy noble actitud de superación y de servicio a la humanidad en
general, tanto en el campo teórico como, en algunos casos, en el
práctico. Todos ellos representan el auténtico espíritu de
evolución, de cambio, de mejora, de lucha, que puede llevarnos a
la tan deseada emancipación de nuestra especie.
4)
La nueva estrategia: el
desarrollo democrático
Una vez identificados los errores se
impone corregirlos. No sirve de nada analizar si luego en base a
dicho análisis no se intentan aportar soluciones. Se trata de
aprender las lecciones que los aciertos y sobre todo los errores
nos proporcionan.
Tan importante es lo que se hace como la
manera en que se hace, dependiendo de la forma se puede
tergiversar el fondo. Como decía Gandhi, El fin está
contenido en los medios como el árbol en su semilla; de un medio
injusto no puede resultar un fin justo. La revolución
está tanto en el fin como en el medio de alcanzarlo. No
puede llevarse a cabo un fin revolucionario sin un medio
revolucionario, sin una nueva manera de hacer las cosas. No
puede conseguirse un mundo nuevo con los viejos métodos de
siempre, con éstos sólo se consigue cambiar el aspecto del mismo
pero no su esencia. Un objetivo revolucionario no se puede
conseguir sin una herramienta revolucionaria. La
democracia auténtica debe ser la herramienta que permita la
revolución de la sociedad porque ella misma es a su vez
revolucionaria. En realidad, la verdadera revolución
consiste en cambiar radicalmente la manera de hacer las cosas, y
la democracia verdadera es la más revolucionaria de todas las
formas de hacer las cosas. Tan es así que prácticamente aún no
se ha intentado en la historia de la humanidad (si exceptuamos
la época anterior a la “civilización” en que se aplicaba una
democracia más o menos directa en ciertas tribus “primitivas” o
ciertas experiencias posteriores como la de las ciudades/comunas
federadas libremente en la edad media europea).
La interdependencia dialéctica entre el
fin y los medios está perfectamente ilustrada en los versos de
Ferdinand Lasalle:
No muestres sólo el fin, muestra
también la ruta,
Pues el fin y el camino tan unidos se
hallan
Que uno en otro se cambian,
Y cada nueva ruta descubre nuevo fin.
La democracia verdadera es la auténtica
“herramienta” de transformación social. Si queremos cambiar
la sociedad, primero debemos proveernos de la “herramienta”
adecuada para hacerlo, y dicha “herramienta” sólo puede ser la
DEMOCRACIA (con mayúsculas). Quizás hasta ahora “se ha intentado
talar el árbol sin contar con las herramientas adecuadas, a
pelo, o con las herramientas del enemigo que no están diseñadas
para ello”. “Primero construyamos el hacha adecuada y luego
talemos el árbol”. No caigamos en el error (como ya hicimos) de
usar el “hacha” del enemigo porque se puede volver contra
nosotros. En todo caso, “partamos de su hacha para
perfeccionarla y conseguir talar el árbol.” La izquierda tiene
argumentos más que suficientes para convencer al pueblo de sus
postulados, para transformar la sociedad CONTANDO con la mayoría
de ésta, pero necesita de la verdadera democracia para que
dichos postulados puedan ser oídos por el pueblo (en las
“democracias liberales” actuales esto no es posible).
Entre la ruptura brusca y violenta con el
sistema capitalista sustentado en la democracia liberal (en una
democracia limitada y falsa que en realidad es la forma más
sofisticada que tiene la clase dominante de engañar al pueblo
para mantener el control de la sociedad) y un falso reformismo
consistente en “cambiar todo para no cambiar nada”, en cambios
aparentes que esconden una continuidad en lo esencial (cuando no
un retroceso), existe una tercera vía, un término intermedio,
que consiste en usar las propias contradicciones y resquicios de
la democracia liberal para “conquistarla” por vías
pacíficas y democráticas, para cambiarla desde dentro, para
hacerla evolucionar hacia una auténtica democracia mediante una
sucesión CONTINUA de reformas profundas y verdaderas de las
“reglas del juego”, de su Constitución. Es necesario forzar
la EVOLUCIÓN de la democracia liberal a la democracia
popular, es decir, a la auténtica democracia (el poder
del pueblo), a la “democracia del proletariado” (en vez
de su sustitución inmediata y brusca por la “dictadura del
proletariado”). La izquierda debe aspirar a una democracia plena
en todos los ámbitos de la sociedad (“desde arriba a abajo y
viceversa”). Hay que forzar la evolución CONTINUA de la sociedad
(actualmente estancada o en retroceso). En primer lugar,
desarrollando notablemente la democracia, haciendo evolucionar
el Estado burgués hacia una Estado plenamente y verdaderamente
democrático. Y a continuación, impidiendo que el proceso
evolutivo se detenga e incluso acelerándolo cuando los
obstáculos iniciales sean superados, hay que ir tendiendo
progresivamente hacia una sociedad anarquista o comunista o como
se quiera llamar, pero siempre de acuerdo con los deseos del
propio pueblo. Inevitablemente, en cuanto la libertad vaya en
aumento, en cuanto el pueblo sea dueño de su propio destino, la
sociedad aspirará a mejorar de forma ilimitada, el pueblo querrá
cada vez ser más libre, aspirará a una sociedad cada vez más
justa. “En cuanto el camino esté despejado de obstáculos, en
cuanto la presa se rompa, el agua fluirá libremente hasta donde
ya no pueda seguir más”. Lo más importante es que el pueblo
tome el control de su destino. Hay que probar otros
“caminos” alternativos, hay que intentar nuevas estrategias.
Ésta es una de las reglas de oro de cualquier lucha. Recordemos
que el mismo Lenin (que si algún mérito indiscutible tiene es el
de haber posibilitado, gracias a una elaborada táctica y
estrategia política, que tuviera lugar la revolución proletaria
en un país que estaba atrasado y que no era precisamente el
“idóneo” para dicho tipo de revolución) propugnaba el uso de las
“armas legales” combinada con las “ilegales” (en un contexto
donde no sólo no había libertad sino que además había represión
violenta), como expresaba en La enfermedad infantil del
‘izquierdismo’ en el comunismo (auténtico “manual” de
estrategia política revolucionaria): Venciendo dificultades
inauditas, los bolcheviques desplazaron a los mencheviques, cuyo
papel como agentes burgueses en el movimiento obrero fue
admirablemente comprendido después de 1905 por toda la burguesía
y a los cuales, por eso mismo, sostenía de mil maneras contra
los bolcheviques. Pero éstos no hubieran logrado nunca
desplazarles si no hubiesen aplicado una táctica acertada,
combinando la labor ilegal con la utilización obligatoria de las
“posibilidades legales”. Mientras haya “posibilidades
legales”, hay posibilidad de cambiar el sistema desde dentro, y
normalmente siempre hay alguna “posibilidad” o “resquicio” legal
al que agarrarse. O se cambia el sistema desde dentro o se le
derroca desde fuera. Pero incluso la segunda opción no puede
existir sin la primera, ésta es una de las principales
enseñanzas de la revolución bolchevique. Siempre es necesario
primero (o simultáneamente) intentar cambiar el sistema desde
dentro, es imprescindible acudir a donde están las masas sin
esperar a que éstas acudan a nosotros. La revolución rusa
triunfó (en cuanto a que se consiguió derrocar el sistema
anterior) no por casualidad, sino por la labor constante de una
vanguardia que “sembró” pacientemente el terreno, labor
realizada también desde dentro del propio sistema. Cada
experiencia histórica nos enseña mucho tanto por sus aciertos
como por sus errores. En el caso de la revolución rusa sus
aciertos tuvieron que ver más con el éxito alcanzado en
organizar el movimiento obrero alrededor de una organización
fuerte que posibilitó su acceso al poder, aunque también dicha
organización (su degeneración) posibilitó la contrarrevolución
en cuanto la élite del partido bolchevique cambió. Hay que
retomar las enseñanzas de dicha experiencia para volver a
organizar al proletariado alrededor de una organización fuerte y
unida pero evitando los problemas que hubo y adaptándose a los
tiempos actuales. Pero también hay que retomar las enseñanzas de
otros movimientos proletarios que de distinta manera
consiguieron importantes éxitos, por el ejemplo el
anarcosindicalismo español. Se trata de combinar distintas
estrategias, de no depender de una sola, de atacar al “castillo”
por todas partes.
La izquierda debe ser ACTIVA y
denunciar en TODOS los frentes posibles los defectos de las
“democracias” actuales (ver mi anterior artículo Los
defectos de nuestra “democracia”), debe esforzarse por
deslegitimar al sistema actual, y al mismo tiempo, debe ir
creando una sociedad nueva dentro de sus organizaciones
populares. La izquierda no sólo debe preparar el terreno a
una posible futura revolución sino que también debe ir forzando
cambios en el presente. La izquierda no debe agarrarse a la idea
de que una revolución vendrá en el futuro y debe iniciar una
revolución tranquila pero continua, paso a paso. Debe forzar
cambios en la sociedad sin esperar a que se dé el contexto
social favorable a un estallido popular (aunque también debe
estar preparada por si esto ocurre). Para cambiar la sociedad no
se puede depender de una sola vía, no se puede depender
exclusivamente de que el pueblo se rebele movido por la
desesperación, es imprescindible probar distintas estrategias
que deben complementarse. Hay que hacer una labor de acoso
CONTINUO al sistema actual. Tampoco hay que descartar la vía
de las reformas, siempre que éstas sean verdaderas, siempre que
no sean simples cortinas de humo y siempre que nunca se renuncie
a más. Tampoco se puede tener la estrategia de renegar de los
cambios continuos pero moderados en espera de que en algún
momento se puedan hacer cambios radicales y bruscos. La reforma
no tiene por que ser vista como contrapuesta a la revolución. El
simple hecho de iniciar un proceso continuo de reformas puede
facilitar la revolución siempre que dichas reformas sean
verdaderas y permitan el debate, el replanteamiento del sistema.
Hay que desbloquear la situación actual en la que no se avanza y
simplemente se espera a que en algún momento estalle el sistema
para iniciar el avance, porque a lo mejor el sistema no estalla.
No se puede esperar eternamente a que el capitalismo colapse por
sí mismo porque quizás no lo haga. El capitalismo ya ha
demostrado en numerosas ocasiones su capacidad de readaptación y
supervivencia. La izquierda tiene que tomar la iniciativa.
No debe permitir que la iniciativa la lleve la derecha o sus
acólitos. La revolución es un largo proceso con muchos hitos,
siendo el acceso al poder uno de los más importantes, pero no el
único. La revolución es el proceso de transformación de la
sociedad, tiene diversas etapas pero éstas no tienen por que ser
siempre las mismas. Toda revolución necesita ser preparada con
mucha antelación mediante una labor de concienciación,
organización y movilización de las masas, implica en cierto
momento el acceso al poder del pueblo (y esto no tiene por que
hacerse siempre de la misma forma, no tiene por que ser siempre
violento, pero básicamente se traduce en un cambio importante en
el sistema político) y prosigue transformando la sociedad
radicalmente (esta tercera fase es realmente la más larga y la
que podemos llamar en sentido estricto la revolución social). En
este sentido una sucesión continua de reformas auténticas
equivale a la revolución. Lo importante es conseguir que la
sociedad avance, que mejore notablemente, ya sea “de golpe” o
“progresivamente”. Incluso si esto implica que el poder actual
tenga que ir cediendo gradualmente para sobrevivir, ya es en sí
un triunfo. Si se inicia una dinámica de mejoras sociales
entonces es muy probable que el pueblo no se contente con
migajas, en cuanto vea que la situación se desbloquea y que es
posible ir construyendo una sociedad más justa y libre entonces
forzará la situación, ya sea obligando a los partidos políticos
actuales a readaptarse a sus demandas, ya sea forzando la
aparición en la escena política de nuevos partidos que realmente
defiendan sus intereses. En definitiva, lo primordial es
desbloquear la situación actual, momento histórico en el que no
sólo la sociedad no avanza sino en el que ciertos logros
conquistados en el pasado con enormes sacrificios corren
peligro. Sin descuidar nunca la teoría, la izquierda debe dar
prioridad a la práctica, debe estar siempre en permanente
contacto directo con la realidad, escuchando al pueblo, es
decir, a los trabajadores, a los desfavorecidos, a la población
en general (e incluso a los privilegiados, para tener una visión
global y fiel a la realidad de la sociedad que pretende
mejorar). Debe incitar a los trabajadores a asociarse en
cooperativas, en empresas democráticas de titularidad conjunta,
formando, asesorando y apoyando lo máximo posible (en base a
otras experiencias, empezando por las de las propias
organizaciones populares de la izquierda). Hay que ir
construyendo poco a poco realidades alternativas a las actuales,
pasando de las palabras, de la teoría (pero sin nunca descuidar
ésta, imprescindible primer paso) a los hechos, a la práctica.
Hay que ir experimentando nuevas formas de organización social,
hay que ir poco a poco aplicando las teorías propugnadas
(especialmente interesantes son las ideas del anarquismo en
cuanto a las formas de organización tendentes a maximizar la
libertad y minimizar la jerarquía, a dar el máximo protagonismo
a las bases, el poder desde abajo) de forma limitada y
controlada, aprendiendo de dichas experiencias para ir refinando
las teorías. Las organizaciones populares de la izquierda deben
servir de “conejillos de indias” en el proceso de desarrollo de
formas alternativas de hacer las cosas, de organización basada
en modelos avanzados de democracia, como la democracia
directa o la democracia participativa o la democracia
deliberativa. Las organizaciones populares de la
izquierda deben representar la “avanzadilla”, la “quinta
columna” de la nueva sociedad que se pretende crear. En ellas
deben hacerse experimentos sociales a pequeña “escala” que luego
puedan ser “exportados” progresivamente a la sociedad. Las
organizaciones de la izquierda deben ser los “laboratorios” de
experimentación social donde las teorías puedan ser probadas.
Por ejemplo, si se puede tener dudas sobre la viabilidad de
ciertos postulados del anarquismo, ¿qué mejor lugar para
probarlos que las organizaciones populares de la izquierda donde
la burguesía no puede obstaculizar su puesta en práctica?.
Bakunin, por ejemplo, sostuvo que la organización de los
sectores de comercio, su federación en la Internacional y su
representación en las Cámaras de Trabajo, no sólo crean una gran
academia, en la que los trabajadores de la Internacional,
combinando la teoría y la práctica, pueden y deben estudiar la
ciencia económica, sino que también tengan en sí mismos los
gérmenes vivos del nuevo orden social, que es el de sustituir el
mundo burgués. Se trata de crear no sólo las ideas sino también
los hechos del futuro mismo.
La izquierda debe liderar a las masas
formándolas, concienciándolas, asesorándolas, apoyándolas,
dirigiéndolas, pero NUNCA debe suplantarlas. Debe ayudarlas
a autoemanciparse, no debe caer en el error de infravalorarlas y
de pensar que nunca podrán hacerlo por sí solas. En todo caso,
si no tienen aún la capacidad suficiente para hacerlo, lo que
debe hacer la izquierda es posibilitar que tengan dicha
capacidad, nunca debe caer en el error de hacerlo por ellas. Y
para esto es imprescindible una labor de concienciación y
formación de las masas así como el establecimiento de una
auténtica democracia que por un lado posibilite dicha
concienciación masiva (mediante una verdadera libertad de
expresión) y que por otro lado dé el verdadero poder al pueblo
para que pueda emanciparse por sí mismo. Cuanto más
desarrollada esté la democracia, menor probabilidad de que el
pueblo sea suplantado (ya sea por los “políticos” de la
“democracia liberal” que aun siendo elegidos directamente por el
pueblo en realidad sirven a los intereses de una clase
minoritaria dominante, ya sea por la clase burocrática dirigente
de la “dictadura del proletariado” que se autoerige en
representante del pueblo y que bajo la excusa de servirlo acaba
sirviéndose de él, acaba convirtiéndose en una nueva minoría
dominante). La izquierda debe hacer una labor de
“integración” de las distintas clases sociales para conseguir
una “alianza” de todas las clases explotadas. Debe hacerles
ver más lo que les une (el hecho de que son explotadas) que lo
que les separa (la forma concreta y el grado de explotación,
dependiendo del sector económico). Frente al concepto de
dictadura del proletariado, debe usarse el concepto de
democracia popular. Frente a la aparente compleja división
actual de las clases sociales (complejización fomentada por la
burguesía para dividir a los trabajadores), la izquierda debe
hacer ver a la gente que en realidad hay dos grandes clases
sociales, la clase social explotadora (los capitalistas) y la
explotada (los trabajadores asalariados). Sigue siendo válida la
afirmación de Marx en el Manifiesto Comunista: Hoy y
cada vez más abiertamente, toda la sociedad tiende a separarse,
en dos grandes grupos enemigos, en dos grandes clases
antagónicas: la burguesía y el proletariado. La izquierda
debe concienciar sobre la dualidad existente en la sociedad
entre una minoría que la controla (que no trabaja) y una mayoría
dominada (que trabaja). Hay que recuperar el concepto de
pueblo, o dicho de otro modo, hay que ampliar el concepto de
proletariado para asimilarlo al anterior. A lo largo de
la historia la composición en clases sociales ha ido cambiando
en las formas, pero en el fondo, se mantiene el concepto de
pueblo controlado y explotado por una minoría. Cambian las
formas pero se mantiene el fondo. Los cambios en las formas no
deben impedir seguir viendo la continuidad en lo esencial.
Frente a la labor de la derecha de dividir al pueblo basándose
en las diferencias aparentes, en las formas, la izquierda debe
unirlo basándose en las características comunes, en el fondo. La
izquierda debe concienciar a TODOS los trabajadores (obreros
manuales y mentales, en la fábrica, en la oficina y en el
comercio, en la ciudad y en el campo, en el sector primario, en
el secundario y en el terciario, en los sectores más
tradicionales y en los más nuevos, en el sector privado y en el
público, etc.) de sus intereses comunes. Debe hacerles ver que
la lucha común es por la sustitución del sistema actual por uno
más lógico, racional y justo. Debe hacerles ver que sólo es
posible tener una vida mejor si el sistema capitalista
desaparece, que no es posible mejorar (a largo plazo) las
condiciones de vida más que aboliendo el capitalismo. Que el
sistema económico basado en la apropiación por unos pocos del
trabajo de la mayoría conduce inevitablemente a la alienación de
ésta. Que la raíz de todos los males del sistema actual (la raíz
“técnica”) es el sistema capitalista y su falsa “democracia”.
Que los parches no arreglan los problemas de fondo, e incluso,
con el tiempo, los agravan. Pero además de concienciar a los
trabajadores sobre sus intereses comunes y antagónicos a los de
la clase capitalista, la izquierda debe recordarle siempre al
pueblo, a la clase trabajadora, que la sociedad no puede
funcionar sin ella, que el poder efectivo es del pueblo. La
izquierda debe concienciar insistentemente al pueblo sobre su
verdadero poder. Ningún gobierno ni sistema puede funcionar
sin el apoyo, explícito o implícito, consciente o inconsciente,
del pueblo en su conjunto, y de la clase trabajadora en
particular. Como decía Alexander Berkman, Incluso el poder de
los gobiernos más fuertes se evapora como el humo en el momento
en que el pueblo rehúsa reconocer su autoridad, inclinarse ante
él y le niega su apoyo. La izquierda debe fomentar la
unidad de TODOS los trabajadores y a la vez su autoemancipación
mediante organizaciones políticas y sindicales donde la
democracia radical permita que las bases tengan el control de
las mismas. Los sindicatos pueden y deben organizarse de tal
manera que la solidaridad entre los trabajadores de distintos
sectores o profesiones permitan aumentar notablemente la
eficacia de las huelgas. Sólo cuando la clase trabajadora
recupere el protagonismo y su verdadera unidad de acción
(sustentadas en la conciencia de clase, en la solidaridad y en
la verdadera democracia), será posible cambiar el sistema.
La izquierda debe hacer una ardua labor de concienciación
masiva para combatir el conformismo y la pasividad, para
cambiar el pensamiento general de que “esto es lo que hay”, de
que “siempre ha sido así y siempre será así”. Hay que combatir
la idea de que el anarquismo o el comunismo son imposibles.
Simplemente basta con recurrir a la historia para combatirla.
La memoria histórica es el sustento del despertar del pueblo.
La izquierda debe redescubrir la historia ante el pueblo, debe
recuperar la historia silenciada, debe recuperar para la memoria
colectiva aquellos episodios en los que se intentó (y en algunos
casos se logró) cambiar las cosas, aquellas épocas en las que la
anarquía o el comunismo eran las formas habituales
de convivencia. La izquierda debe llegar a la gente
“despertando” sus mejores sentimientos y sus mejores cualidades
mentales como seres humanos, es decir, apelando al corazón y a
la razón. Debe hacer ver al pueblo que hay alternativas al
sistema actual, que es posible y necesario cambiarlo. Y para
esto, es imprescindible usar un lenguaje sencillo, directo,
concreto y asequible al ciudadano medio, al trabajador, a toda
la población. Y asimismo, la izquierda debe potenciar la
libre difusión de ideas, facilitando el acceso del ciudadano
medio a todo tipo de ideas, no sólo a las ideas afines sino que
también a las opuestas, para que sea el propio ciudadano quien
pueda contrastar las distintas visiones o filosofías, para que
cada ciudadano pueda moldear su pensamiento de la forma más
libre posible. Es especialmente importante facilitar al
ciudadano de a pie el acceso a ideas alternativas
organizándolas de manera eficiente en documentos accesibles
gratuitamente (por un lado documentos introductorios que le
permitan tomar contacto de manera resumida, breve, amena y
cómoda con las principales ideas, y por otro lado, documentos de
referencia que le permitan profundizar en las ideas expuestas en
los primeros documentos). Es imprescindible hacer una exhaustiva
labor de recopilación y selección de documentación para evitar
desbordarlo de un abrumador exceso de información caótica y mal
organizada. Tras una larga y dura jornada laboral, el trabajador
no tiene tiempo ni ganas de leer libros complejos, de leer
multitud de literatura dispersa. Por tanto, hay que facilitarle
el acceso a la información, al conocimiento, primando la calidad
sobre la cantidad, intentando que tenga que dedicar el mínimo
tiempo posible y que tenga que esforzarse poco. Es
imprescindible que las ideas se le presenten de forma sencilla y
escueta. Es necesario dar a conocer por un lado las ideas del
marxismo, del anarquismo, del socialismo, del comunismo, de la
socialdemocracia, …, y por otro lado las ideas del liberalismo,
del conservadurismo, del capitalismo, …, porque la mejor manera
de que el pueblo sea protagonista de su emancipación es que él
mismo esté lo mejor informado y concienciado posible. La mejor
manera de que cada ciudadano elija libremente entre las
distintas ideologías políticas es conociéndolas todas en
igualdad de condiciones, es rompiendo el monopolio del sistema
para que pueda acceder por fin también a ideas “prohibidas” o
“non gratas”, pero sin caer en el error de a su vez “prohibir” o
evitar el acceso a las ideas del enemigo. La mejor manera de que
el pueblo se convenza de que los postulados de la izquierda son
justos y veraces, de que representan los intereses de la mayoría
de la sociedad, de que representan los mejores ideales de la
humanidad en su conjunto, es que los pueda conocer de primera
mano y que los pueda contrastar libremente y sin limitaciones
con los de la ideología burguesa dominante. Pero sin olvidar que
hay que contrastar también las ideas con los hechos, con la
práctica. La izquierda debe ayudar también al ciudadano a
distinguir entre lo que se proclama de palabra y lo que
realmente se hace. Debe ayudarle a desenmascarar la hipocresía,
la retórica, las falacias. Debe hacer ver al ciudadano que no
hay que dejarse engañar por las apariencias o por los discursos.
La mejor manera de que el pueblo se emancipe a sí mismo es que
se conciencie por sí mismo de la necesidad de su emancipación
(lo cual no impide facilitarle dicha labor de concienciación),
es que piense por sí mismo. La izquierda debe fomentar el
análisis, el debate libre, la confrontación sana, abierta,
ilimitada y sincera de las distintas ideologías. En definitiva,
debe potenciar el pensamiento crítico, debe fomentar la
libertad en general (especialmente la libertad de expresión y
de pensamiento), como mejor garantía de que el pueblo
protagonice su emancipación.
Debe crearse un frente unitario
internacional de izquierdas (que a su vez aglutine a los
frentes unitarios de izquierdas nacionales o locales) que
consiga una verdadera unión sustentada en el respeto
escrupuloso de todas sus corrientes, en la priorización de sus
objetivos comunes y en la democracia radical (tanto en las
ideas defendidas como en la forma de defenderlas, tanto en sus
postulados como en su funcionamiento interno). La única manera
de combatir el capitalismo es de manera global. El capitalismo
trasciende fronteras, la globalización económica no debe
plantear ninguna duda sobre el carácter internacional del actual
sistema económico-político (a pesar de que este carácter
internacional se traduzca de distintas maneras en los distintos
países, debido a sus peculiaridades particulares). Sin dicho
carácter mundial, el capitalismo no existiría porque es
consustancial a él. El capitalismo sólo será definitivamente
superado cuando el socialismo se imponga en la mayor parte de
países del mundo, pero esto deberá producirse gradualmente, el
socialismo empezará poco a poco a imponerse en diversos países e
irá cundiendo el ejemplo, se producirá un efecto dominó a escala
planetaria (por esto la burguesía quiere evitar a toda costa el
triunfo del socialismo, y de la democracia verdadera que es la
única que puede posibilitarlo, en cualquier país). En la medida
en que el socialismo de dichos países consiga, por un lado, una
sociedad más justa (y esto sólo es posible con una auténtica
democracia, en particular, extendiendo la democracia al ámbito
de la economía, como decía Trotsky, La economía necesita la
democracia como el ser humano necesita el oxígeno o como
decía Bakunin, Socialismo sin Libertad es Esclavitud;
Libertad sin Socialismo es Barbarie) y, por otro lado,
sobrevivir inicialmente con el capitalismo internacional,
consiguiendo que los productos producidos por él puedan competir
en el mercado internacional, el socialismo triunfará sobre el
capitalismo inexorablemente. El socialismo sólo podrá triunfar
en la medida en que consiga compatibilizar justicia social con
competitividad, ética con eficiencia, en la medida en que la
aplicación de la democracia, hasta las últimas consecuencias,
consiga mayor igualdad social y a la vez mayor eficiencia de la
economía, mayor productividad. Y a este respecto, tenemos una
clara ventaja ahora con respecto a la época de Marx, tenemos una
serie de experiencias prácticas reales que nos deben dar
importantes lecciones. Los intentos de aplicar el socialismo que
han existido en el pasado reciente deben proporcionarnos
interesantes aportaciones (tanto por sus errores como por sus
aciertos) para intentarlo de nuevo. Muy optimista había que ser
para pensar que en el primer intento las cosas saldrían bien.
Cuando se intenta hacer algo nuevo en base a una teoría que no
ha sido aún probada en la práctica, es lógico que los
experimentos no funcionen a la primera (y sino que se lo
pregunten a cualquier científico). Pero lo que está claro, es
que la “guerra” contra el capitalismo es internacional, y este
hecho histórico objetivo requiere una estrategia internacional
(adaptada a cada país) dirigida por una organización
internacional, es imprescindible una visión global, una
coordinación mundial. La izquierda debe recuperar el
internacionalismo. No hay que olvidar que la solidaridad
internacional de la clase obrera evitó que el capital
internacional ahogara la revolución rusa de 1917 (la presión de
los obreros, especialmente en Gran Bretaña, sobre sus
respectivos gobiernos limitó mucho la ayuda de éstos al ejército
blanco contrarrevolucionario). Es imprescindible recuperar la
solidaridad internacional obrera como mejor antídoto contra
la contrarrevolución. En este sentido, hay que aprovechar los
medios modernos de comunicación (especialmente los más libres
como Internet) para fomentar la conciencia de clase y la unidad
proletaria internacional. Pero además, la izquierda tiene que
ser ejemplar en sus comportamientos para tener credibilidad.
La izquierda no puede pretender alcanzar la democracia si no la
aplica, si no es coherente y no da ejemplo. Además de
ejemplarmente democrático, dicho frente unitario tiene que tener
una organización muy eficiente, tiene que estar muy bien
estructurado para que su funcionamiento sea viable y pueda
realmente llevar a cabo su ambiciosa labor de liderar y forzar
cambios en la sociedad. Tan importante es una unión
éticamente aceptable como una unión eficaz en su funcionamiento,
sin lo uno no es posible lo otro. En este sentido, la
izquierda también tiene mucho que aprender de las experiencias
prácticas del pasado. Se trata de encontrar alguna fórmula que
permita compaginar democracia y eficiencia, llegar a un
equilibrio entre el extremo de una organización disciplinada y
homogénea que posibilita la eficacia mediante una unidad de
acción e ideológica bien definida pero que como inconveniente
puede degenerar en una dictadura de la élite de un partido (como
así ocurrió con el modelo leninista de partido que degeneró bajo
la batuta de Stalin) y el otro extremo de una organización con
tantos intereses distintos (a veces incluso contrapuestos) que
se debilita su capacidad de acción, llevando al límite el
sectarismo y conduciendo inevitablemente a las escisiones (como
así ocurrió en el pasado tantas veces). Se trata de hacer un
gran esfuerzo por ver más lo que une que lo que separa, por
evitar que ciertas diferencias secundarias impidan la unidad de
acción en base a los puntos de coincidencia primarios. Se trata
de ponerse de acuerdo en los objetivos comunes irrenunciables,
en los principios filosóficos y teóricos sobre los que construir
la unidad (el objetivo básico fundamental sería la
transformación de la sociedad actual en una sociedad más justa,
más igualitaria, el rechazo del modelo actual de la sociedad),
pero a su vez, de admitir las discrepancias sobre la manera de
alcanzar dichos objetivos, de tal manera que la democracia
interna de la organización permita discutir con plena libertad
sobre las posibles estrategias a emplear, decidir cuáles emplear
para cierto periodo de tiempo y para cierto ámbito geográfico, y
a continuación, acatar disciplinadamente las decisiones
adoptadas democráticamente para conseguir llevarlas a cabo de
forma eficaz. Disciplina para con los principios básicos y para
con las decisiones adoptadas y democracia para decidir las
estrategias a usar en el espacio y en el tiempo, así como para
la elección de todos los cargos de la organización. Nada debe
ser intocable pero no todo debe ser igualmente tocable. Las
estrategias deben cambiar con más frecuencia que los principios
(y ciertos principios, como el objetivo elemental de buscar una
sociedad más justa, de no conformarse con el modelo actual, o
como el uso de la democracia en toda organización humana,
deberían ser intocables). Se trata de llegar a un equilibrio
entre libertad y disciplina, entre ética y eficiencia. Sin
cierta disciplina es imposible la acción conjunta y coordinada,
pero con demasiada disciplina se traicionan los principios
fundamentales. Recurrir a una disciplina férrea puede ser a
corto plazo un “atajo” que posibilite la acción inmediata, pero
se puede convertir en “trampa” a largo plazo al provocar
burocratismo e inmovilismo. El uso de la democracia puede ser
más lento pero también es más seguro (además de más ético y
ejemplar). Se tarda más en convencer que en imponer, pero es más
difícil que una organización democrática degenere o acabe
traicionando los ideales iniciales. Es esencial que haya una
comunicación fluida y bidireccional entre la dirección de una
organización y sus bases. La izquierda debe hacer un enorme
esfuerzo por encontrar el tipo de organización que posibilite
llegar a dicho equilibrio “disciplina-democracia”. Y para
ello es necesario tener una visión más a largo plazo. Es casi
preferible desperdiciar la ocasión de hacer una revolución que
hacerla de manera rápida, improvisada o en base a métodos
peligrosos como el recurso fácil a la disciplina férrea. Es más
contraproducente hacer una revolución mal hecha que no hacerla
(sobre todo cuando se consigue llegar al poder pero no se
consigue mantenerlo o no se consigue la posterior transformación
de la sociedad). En la actualidad, muchos de los problemas que
tiene la izquierda para volver a intentar liderar cambios en la
sociedad se deben al “lastre” de los errores cometidos en el
pasado. Aunque también es cierto que pocas veces en la historia
se dan las circunstancias favorables para que pueda producirse
una revolución. El deber de la izquierda es estar preparada para
dichas ocasiones, es “preparar el terreno”, para que dichas
condiciones históricas objetivas sean aprovechadas para culminar
un cambio profundo en la sociedad. No hay revolución posible
si no se da cierto contexto social y si no existe una
organización preparada para servir de catalizador de la misma.
Asimismo, toda revolución, para que no fracase, para que sea una
verdadera revolución social, debe preparar a las masas con
suficiente tiempo de antelación, debe concienciarlas, debe
fomentar su cambio de actitud. La transformación de la sociedad
requiere de una labor de transformación de cada individuo. La
revolución individual es la semilla de la revolución social (ver
mi artículo La rebelión individual). Una sociedad nueva
sólo puede surgir con una actitud nueva de la mayor parte de los
individuos que la conforman. Cualquier revolución que no se vea
acompañada de una nueva forma de pensar y de actuar de los
individuos, significa tan sólo un cambio de formas pero no de
fondo. No puede surgir una sociedad libre si las personas no
aprenden a pensar y actuar en libertad. La verdadera
revolución social implica, entre otras cosas, y sobre todo, un
cambio de mentalidad generalizado. Y esto necesita mucho
tiempo (aunque probablemente menos del que pueda parecer a
primera vista). El proceso de transformación radical de la
sociedad no puede ser visto con una perspectiva temporal ceñida
exclusivamente al futuro inmediato, debe ser visto con una
perspectiva temporal muy amplia, también a largo plazo. La
sociedad no puede cambiar de la noche a la mañana, su
transformación requiere recorrer un largo camino que sólo puede
hacerse por etapas y con una visión amplia del mismo. Cualquier
“mal paso” dado se paga muy caro, produce importantes paradas o
retrocesos. Los “atajos” se pagan muy caros, se convierten en
“trampas” muy peligrosas, como la historia ha demostrado sin
ninguna duda. Con esto en mente, la izquierda no puede caer en
la precipitación. La izquierda debe reorganizarse sin pausa pero
sin prisas. “Para recorrer el camino habrá que proveerse de las
botas adecuadas, tan importante es no echarse a andar
precipitadamente antes de tener el calzado adecuado como no
esperar eternamente a que aparezca el calzado mágico perfecto,
hay que echarse a andar cuando el calzado sea mínimamente
adecuado y sobre la marcha habrá que ir perfeccionándolo para
que la marcha mejore”. La reunificación es uno de los retos
más importantes de la izquierda en el siglo XXI. A este
respecto, es importante retomar el modelo que planteó Lenin
basado en el centralismo democrático y analizar las
causas de su degeneración en la dictadura del Comité Central, en
el centralismo burocrático. Asimismo se deben estudiar
otros modelos contrapuestos de organización que también
resultaron exitosos, por ejemplo, el del sindicato anarquista
español CNT. Se trata de estudiar los éxitos y fracasos de
las distintas experiencias. Hay mucho que aprender de las
experiencias históricas. Tenemos ahora un importante legado
de experiencias prácticas que nos pueden enseñar muchas
lecciones. Debe complementarse la organización de los
trabajadores en partidos con su organización en sindicatos y los
métodos usados en uno de dichos tipos de organización no tienen
por que ser incompatibles con el otro tipo. Es necesario
encontrar un modelo de partido/sindicato que compagine el modelo
centralista y el modelo federal, que posibilite la unidad de
acción pero que evite la liquidación o degeneración de la
democracia interna. Sin embargo, es deseable ir tendiendo
progresivamente hacia un modelo lo más descentralizado posible
donde la élite sea cada vez menos protagonista, donde la
jerarquía vaya desapareciendo, donde las bases sean las que
marquen las pautas, donde el poder fluya de abajo hacia arriba
(en vez de al revés), donde los delegados electos sólo sean
ejecutores y coordinadores de las decisiones tomadas en
asambleas de base mediante la democracia directa. En la medida
que las circunstancias lo vayan permitiendo, siempre que no se
resienta la unidad de acción y la imprescindible coordinación,
incluso partiendo inicialmente de un modelo más o menos
centralista, se debe ir avanzando hacia un modelo federal o
confederal (especialmente interesantes son las ideas propugnadas
por el anarquismo para la organización de las masas).
Especialmente importante es evitar los personalismos,
antesala de los liderazgos excesivos, que en el pasado
desembocaron tantas veces en los sectarismos. Es muy importante
combatir el pensamiento de grupo con el pensamiento libre y
crítico. Toda organización social debe tener en cuenta los
conocimientos actuales de psicología y sociología para evitar
degeneraciones peligrosas. Se debe ir tendiendo hacia
organizaciones horizontales. Se debe descentralizar lo
máximo posible siempre que no se sacrifique la coordinación.
Hay que compaginar descentralización y coordinación. No debe
descartarse nada de ante mano, no tienen por que considerarse
los distintos modelos incompatibles. Se trata de ir probando
distintos modelos, incluso se puede intentar combinar modelos
aparentemente contrapuestos. La experiencia debe ir perfilando
el tipo de organización que consiga llegar al equilibrio
necesario entre libertad y unidad de acción, entre ética y
eficacia. Cuando la izquierda (es decir las masas organizadas)
haya sido capaz de organizarse eficientemente bajo los
principios de la verdadera democracia, es cuando realmente será
posible “exportar” dicho modelo de democracia al conjunto de la
sociedad. Sólo con una izquierda verdaderamente unida (y por
tanto fuerte), verdaderamente comprometida con cambiar el
sistema y capaz de hacerlo por su propia experiencia, será
posible ir rumbo a la democracia, será posible desbloquear el
desarrollo democrático, como paso previo imprescindible para
transformar la sociedad.
La unificación de la izquierda debe
implicar la integración, en la medida de lo posible, de sus
ideologías, de sus distintas estrategias revolucionarias. La
izquierda debe superar sus diferencias, debe desprenderse de los
sectarismos, de los “integrismos” ideológicos (consistentes en
ver al que discrepa como un agente de la contrarrevolución). El
arribismo, el oportunismo, las “quintas columnas de la
burguesía” deben ser puestos en evidencia a través del debate,
de la razón, de la democracia, de la libertad. Nunca deben
usarse los métodos del enemigo porque al asumir sus métodos nos
convertimos en ellos. Hay que dar el protagonismo a las bases,
ellas sabrán discernir los que están de su parte de los que
realmente no lo están. Como dijo el propio Lenin, La clase
obrera es más revolucionaria que el partido más revolucionario.
Hay que combatir el Estado burgués con todas las armas
posibles, en todos los frentes. En el terreno político
(alrededor de un partido o coalición de partidos lo más amplia
posible), en el terreno laboral (con sindicatos independientes
del poder político y donde los obreros lleven la voz cantante,
quizás el modelo del anarcosindicalismo sea el más apropiado),
en el terreno social (haciendo participar al pueblo en asambleas
vecinales, recuperando los viejos métodos del activismo
callejero, manifestaciones, octavillas,…, y combinándolos con
los nuevos métodos que brindan las nuevas tecnologías como
Internet), en el terreno cultural (conciertos, exposiciones,
actividades lúdicas alternativas de todo tipo que den la
oportunidad de expresarse con plena libertad a todos aquellos
que no pueden hacerlo por vías oficiales, …), en el terreno
económico (creando o ayudando a crear modelos económicos
alternativos a pequeña escala, como empresas autogestionadas o
cooperativas), etc. Combinar la lucha política (en los
parlamentos cuando sea posible, en los tribunales, en las
instituciones nacionales o supranacionales) con la lucha
sindical (no hay que olvidar el enorme poder revolucionario de
la huelga general). Combinar la lucha desde dentro del sistema y
desde fuera. Combinar el reformismo con el revolucionarismo. En
resumen, para luchar contra un enemigo muy poderoso es
ineludible usar TODAS las armas y estrategias posibles
SIMULTÁNEAMENTE. Y es imprescindible adoptar una actitud
abierta y flexible para mejorar y cambiar las estrategias en
función de las circunstancias y de los resultados prácticos.
Evidentemente, la gente de hoy no es la de hace medio siglo, el
sistema ha hecho muy bien su trabajo de domesticar a las masas.
Éstas no podrán ser movilizadas hasta que no se las vuelva a
“despertar”. Éste es uno de los principales y más urgentes retos
de la izquierda del siglo XXI. El “despertar” del pueblo llevará
cierto tiempo, por esto no se puede depender sólo de las masas
para ir empezando a acosar al sistema, hay que empezar
haciéndolo ya desde “arriba” mientras se va sembrando “abajo”,
animando al pueblo a ir asumiendo el protagonismo perdido,
dándole ejemplo, empezando la lucha en las instituciones. La
lucha debe ser global, las luchas parciales deben
complementarse, no se puede depender de una sola estrategia.
Por supuesto, no hay que caer en la
ingenuidad de pensar que la burguesía se va a quedar de brazos
cruzados para ver cómo pierde el poder o el control. No hay más
que recordar las experiencias prácticas del pasado para ver cómo
reacciona cuando incluso siguiendo “sus propias reglas del
juego” alguien intenta ir más allá de lo que está dispuesta a
consentir. El caso del Chile de Salvador Allende es
prácticamente inédito en la historia de la humanidad: el intento
de hacer la revolución pacíficamente y partiendo de un sistema
diseñado para controlar al pueblo bajo el disfraz de una
“democracia”. Allende lo dijo muy claro cuando llegó al poder:
Nosotros vamos a hacer una democracia auténtica porque va a
participar el pueblo y no una minoría como hasta ahora. El
caso chileno es muy interesante porque puede considerarse como
un caso intermedio, como una vía alternativa a las revoluciones
“clásicas” marxista o anarquista. Al igual que en el caso de las
revoluciones basadas en el concepto de dictadura del
proletariado, se consiguió alcanzar exitosamente el poder
político a gran escala (en todo un país), en este caso
pacíficamente. Y esto es muy interesante por doble motivo, en
primer lugar por el ahorro en vidas humanas y en segundo lugar
porque al usarse métodos no condenables no pueden desvirtuarse
tan fácilmente sus causas como cuando hay violencia. Los métodos
violentos usados en muchas revoluciones han servido de fácil
excusa a la burguesía para desprestigiar las ideas que buscaban
llevar a la práctica dichos métodos. Y al igual que las
revoluciones anarquistas, el nuevo sistema implantado no colapsó
por sí mismo, no degeneró por sí mismo (quizás porque no tuvo
tiempo suficiente, aunque tuvo mucho más tiempo que las
revoluciones anarquistas pero mucho menos que la dictadura
del proletariado). Tuvo que ser reprimido exteriormente y
directamente, lo cual mantiene la esperanza de que con
suficientes medios para defenderlo, de que aprendiendo de los
errores que se cometieron (para defenderlo sobre todo) pueda ser
posible volver a intentarlo. Como el nuevo sistema implantado no
tuvo la oportunidad de funcionar, no tuvo suficiente tiempo para
ser probado, no sabemos si puede funcionar (aunque empezó a
funcionar bien, los problemas que empezaron a surgir cierto
tiempo después del acceso al poder de Allende se debieron
fundamentalmente a las presiones continuas de la burguesía con
el apoyo de países externos, Estados Unidos sobre todo,
presiones que fueron “in crescendo” hasta su culminación en el
golpe de estado) y por tanto es posible que funcione (a
diferencia de la dictadura del proletariado que colapsó o
degeneró por sí misma, aunque también influyeron factores
externos). Los éxitos y fracasos de la experiencia chilena
deben proporcionarnos las lecciones necesarias para que sea un
antecedente y no un caso aislado, olvidado e imposible de
repetirse. Debemos aprender de sus éxitos (la manera en que
se alcanzó el poder, la integridad de la figura de un político
dispuesto a servir al pueblo hasta el final, la manera en que
usando las propias armas legales del enemigo se empezó a cambiar
el sistema radicalmente desde dentro), pero también debemos
aprender de sus errores (la excesiva dependencia del proceso
revolucionario de una sola figura, la falta de reacción para
defenderse de la inminente agresión que en forma de golpe de
estado acabó finalmente con dicha experiencia, la falta de
comunicación y colaboración entre “arriba y abajo”, entre el
poder político en la cumbre y el poder popular en las bases). El
pueblo debe involucrarse para conquistar el poder político
pacífica y democráticamente, pero también debe participar
activamente en el cambio del sistema (una vez alcanzado el poder
político) y en la defensa de la democracia ante las inevitables
agresiones de quiénes se oponen a ella. La democracia debe
“echar raíces” en las bases para su propia supervivencia. ¿Qué
hubiera ocurrido si el pueblo chileno hubiera salido en masa a
defender a su presidente en el palacio de la Moneda?. Ningún
sistema político puede estar ajeno a la contestación popular.
El pueblo debe ser consciente de que no puede depender de ningún
líder, de que debe involucrarse activamente en su emancipación.
Los líderes deben dirigir los cambios pero no deben ser sus
únicos protagonistas, deben ser apoyados desde las bases y a su
vez deben apoyarse en ellas. Los procesos revolucionarios no
deben depender de unas pocas personas.
La instauración de la verdadera
democracia sólo podrá ocurrir con la participación activa del
conjunto del pueblo en TODAS sus etapas (en su conquista, en su
desarrollo y en su defensa). Es especialmente importante
desarrollar una teoría que posibilite la defensa EFECTIVA de la
democracia, que posibilite la transformación segura de la
democracia liberal en una auténtica democracia, pero sin
liquidar el propio proceso democratizador, he aquí otro gran
reto de la izquierda del siglo XXI. Y para ello es
imprescindible analizar las distintas experiencias históricas
detenidamente porque en ellas puede estar la solución a este
reto clave (en particular, la Comuna de París junto con la
revolución española, la revolución rusa y la experiencia chilena
son casos significativos y representativos de las distintas
formas en que se ha intentado cambiar a fondo el sistema,
constituyen tres modelos distintos, de los cuales, cada uno de
ellos puede enseñarnos importantes cuestiones para encontrar la
“fórmula mágica” que nos permita establecer definitivamente la
Democracia). La gran revolución francesa de 1789 enseñó que la
revolución política no es suficiente, que debe ser acompañada
por la revolución social, que es necesario además transformar el
sistema económico de la sociedad para conseguir llevar a la
práctica la libertad, la igualdad y la fraternidad. Enseñó que
no es suficiente con la declaración de intenciones, que no hay
que dejarse engañar por los discursos. La revolución rusa de
1917 enseñó que es posible que el proletariado alcance el poder
político si se organiza adecuadamente y si se establece una
clara estrategia revolucionaria, pero que es necesaria la
democracia auténtica para evitar que el pueblo pierda el poder,
que sólo es posible mantener el control mediante la democracia,
que no se debe dejar en manos de una élite la revolución. Las
experiencias de la Comuna de París de 1871 y la revolución
española de 1936 han demostrado que no es posible la revolución
social sin la conquista del poder político para su posterior
transformación, que la revolución social necesita la revolución
política, que es imprescindible luchar de forma organizada y
coordinada contra un enemigo altamente organizado. La
experiencia del Chile de Salvador Allende ha demostrado que es
posible alcanzar el poder político desde el sistema diseñado por
la burguesía, que es posible cambiar el sistema desde dentro,
que es posible desarrollar la democracia liberal hacia
una auténtica democracia, pero que es imprescindible también
saber defender ésta para no perderla, que es imprescindible
hacer participar activamente al pueblo en todas las etapas de
democratización de la sociedad. El mayo francés de 1968 ha
demostrado que el pueblo sigue anhelando la libertad y la
igualdad, pero que sin organización es imposible cambiar el
sistema, que es imprescindible que las masas se organicen desde
abajo, que no se puede confiar en la mayoría de las
organizaciones existentes en la actualidad. La revolución
alemana de 1918 y sobre todo las políticas aplicadas por los
llamados gobiernos “socialistas” o “socialdemócratas” en la
actualidad y en las últimas décadas, han demostrado, sin ninguna
duda, que la “socialdemocracia” es el principal y más eficaz
sustento del capitalismo, al contener a las clases trabajadoras
haciéndoles creer que defiende sus intereses y creándoles falsas
expectativas con su supuesto “reformismo”, y al mismo tiempo, al
defender realmente cada vez más los intereses del gran capital y
la burguesía, como demuestra el hecho de que el sistema
capitalista se hace cada vez más agresivo, como demuestra el
hecho de que los derechos de los trabajadores, que tanto
sacrificio y esfuerzo costaron lograr en el pasado, han sufrido
grandes retrocesos, especialmente bajo gobiernos supuestamente
de izquierdas, como demuestra el hecho de que frente a las
crisis del capitalismo, los gobiernos acuden en masa a ayudar al
gran capital o a la banca mientras a los trabajadores se les
contiene con ayudas simbólicas, superficiales y en algunos casos
ridículas, en el mejor de los casos. La socialdemocracia no sólo
no ha posibilitado el avance gradual hacia el socialismo (como
de hecho proclama su “ideología”), sino que ha supuesto el
afianzamiento del capitalismo. Afianzamiento sustentado en una
sabia e inteligente política basada en ceder mínimamente para
evitar el recuestionamiento del sistema capitalista cuando no
hay más remedio y en volver a tomar la iniciativa contra el
proletariado en cuanto las circunstancias lo permiten de nuevo.
La burguesía, representada por la socialdemocracia, su más
eficaz aliada, ha aprendido a “no tirar demasiado de la cuerda
para no romperla”. Como decía, las experiencias históricas nos
pueden proporcionar importantes lecciones y antecedentes. Las
experiencias prácticas de democracia obrera (autogestión)
sustentadas en los consejos o comunas o soviets (en particular
las que tuvieron lugar en los inicios de la URSS, en España y en
Yugoslavia) pueden proporcionar importantes conocimientos sobre
cómo aplicar la democracia en el ámbito de la economía.
Indudablemente, no tiene por que valer la misma solución en
todos los países. Recordemos que la estrategia revolucionaria
debe adaptarse al tiempo (al momento histórico) y al espacio (al
país). Pero, indudablemente también, como ya he dicho, dado que
el sistema actual tiene claros rasgos comunes en la mayor parte
de países, dado el carácter internacional del modelo
económico-político-social, sí es posible encontrar algunas
líneas generales de actuación válidas para la mayor parte de
países en la actualidad (aunque adaptándolas a cada situación
concreta). Dicha “fórmula mágica” debe posibilitar que la
Democracia se alcance a su vez democráticamente pero a la vez
debe evitar los obstáculos que la burguesía impone para
alcanzarla (y aquí juega un papel fundamental el papel del
ejército, de la fuerza militar, como último resorte del poder de
una minoría dominante que intenta evitar perder su control de la
sociedad). El ejército burgués debe transformarse en el ejército
del pueblo, en un ejército al servicio de la democracia, del
conjunto de la sociedad. Trotsky lo decía muy claro en
Primeras lecciones de España: La dominación de la
burguesía, es decir, el mantenimiento de la propiedad privada de
los medios de producción, es inconcebible sin la ayuda de las
fuerzas armadas. El cuerpo de oficiales constituye la guardia
del gran capital. Sin él, la burguesía no podría mantenerse ni
un solo día. Toda transición hacia la verdadera
democracia, deberá hacerse tomando simultáneamente varias
medidas de defensa del proceso democratizador: 1)
transformar el ejército para evitar que éste se convierta en el
principal obstáculo de dicha transición mediante la renovación
completa de su cúpula por una nueva cúpula fiel al gobierno y a
la democracia y quizás, simultáneamente, mediante la renovación
de su funcionamiento interno implantando cierto grado de
democracia dentro del mismo (elegibilidad de los jefes); 2) la
creación de un ejército popular de “reserva” transitorio que
complemente al ejército “oficial”; 3) la concienciación del
pueblo sobre el proceso democratizador a través de los medios de
comunicación, fomentando el libre debate, la participación
ciudadana, la libertad de prensa, la libertad de expresión,
combatiendo las falacias de la burguesía enfrentándose a ella
abiertamente mediante debates públicos donde se la pueda poner
en evidencia ante el pueblo, usando la fuerza de la razón en vez
de la razón de la fuerza (si tenemos razón, no debemos temer el
enfrentamiento ideológico respetuoso, libre y en igualdad de
condiciones); 4) el fomento de la solidaridad internacional
mediante la participación en todos los foros internacionales
posibles, invitando a organismos internacionales de reconocido
prestigio a ser testigos de los cambios producidos en el país,
denunciando en todos los foros posibles los intentos de evitar
el proceso democratizador, creando alternativas a los organismos
internacionales oficiales y propugnando cambios en los oficiales
para conseguir que sean verdaderamente democráticos, fomentando
la colaboración entre países y sobre todo entre organizaciones
populares, exportando las ideas de la revolución
internacionalmente; 5) la movilización del pueblo para la
defensa activa (pacífica) de la democracia, desarrollando toda
una serie de métodos de presión, de resistencia, que posibiliten
que el pueblo en su conjunto inste al ejército o a la burguesía
a respetar la democracia. Es esencial que durante el proceso
democratizador se conciencie al pueblo sobre su verdadero poder.
La clase trabajadora debe ser consciente del enorme poder de la
huelga general. Se trata de dar el máximo protagonismo
posible al pueblo, se trata de despertarlo. Se trata de defender
la democracia con todas las “armas” posibles, dando
preponderancia a los métodos pacíficos basados en la
participación MASIVA de la población, en su movilización llegado
el momento crítico de defenderla, en el uso de la fuerza de la
mayoría del pueblo. Esta cuestión de la defensa de la Democracia
es quizás la clave para conseguir una transición segura y
pacífica a la misma. Ya no se trata sólo de saber cómo alcanzar
el poder político, sino también de cómo mantenerlo, de cómo
defenderlo cuando se alcance. No nos sirve de nada alcanzarlo,
si luego no podemos ejercerlo o no podemos defenderlo. Todo el
esfuerzo y sacrifico ejercido para alcanzarlo es inútil si luego
no somos capaces de mantenerlo. Mucho del desánimo actual para
volver a intentar alcanzarlo se debe al hecho de que en el
pasado no se supo mantenerlo. La izquierda debe centrarse no
sólo en cómo alcanzar la democracia sino que también en la
cuestión de la defensa popular de la democracia para que,
una vez alcanzada ésta, el esfuerzo no haya resultado en vano.
Conclusiones
Los errores de la izquierda fueron
ideológicos (por la extrapolación directa del pasado al
presente y al futuro sin tener en cuenta ciertos cambios
“cualitativos” fundamentales) y estratégicos (en la
estrategia usada para dar el poder al pueblo, en la forma de
luchar contra la ideología de la minoría dominante, en el
lenguaje usado, en el hecho de combatir las ideas burguesas en
vez de usarlas contra la propia burguesía, en vez de forzar a
ésta a practicar lo que predica so pena de ponerse en evidencia
ante el pueblo, y en el hecho de usar muchas veces un lenguaje
inasequible a la mayor parte de los ciudadanos corrientes).
Tanto el marxismo como el anarquismo pecan de haber llevado
algunos de sus postulados a extremos exacerbados. En ambos casos
se renuncia a la posibilidad de cambiar la naturaleza del
Estado, se considera que siempre ha sido y será el instrumento
de la clase dominante. En ambos casos se asume la concepción
burguesa del mismo (pero trasladando a la teoría su aplicación
práctica distorsionada). En el marxismo se aspira sólo a
sustituir a la burguesía, se aspira a sustituir el Estado
burgués por el Estado proletario, en espera de que se
extinga con el tiempo, mientras que en el anarquismo se “corta
por lo sano” y se postula su abolición directa e inmediata. En
ambos casos, se renuncia a mejorar la democracia
representativa. En el anarquismo se postula sustituirla por
la democracia directa (mediante una descentralización
radical de la sociedad) mientras que en el marxismo se apuesta
por la dictadura del proletariado. El anarquismo peca de
excesivamente idealista y el marxismo de excesivamente realista.
Mientras en el primero se subestiman las condiciones heredadas
del pasado que limitan el libre albedrío, que de alguna manera
predeterminan el futuro, en el segundo, por el contrario, se
sobrevaloran y se cae en el determinismo. Los principales
errores del marxismo fueron: asumir la concepción burguesa de la
sociedad, tener una visión excesivamente determinista de la
historia, es decir, asumir que las leyes de la sociedad
descubiertas son fijas e inmutables, su renuncia al idealismo, a
la utopía, la apuesta por la dictadura del proletariado (el uso
de un lenguaje con peligrosas interpretaciones, a veces
contrapuestas), caer en un excesivo materialismo, tener una
visión unidimensional de la sociedad y del Estado (la lucha de
clases como única dimensión), caer en una excesiva
personificación, cierto elitismo intelectual, ante sala del
culto a las personas y a las ideas. Los principales errores del
anarquismo fueron: postular que es necesario abolir el Estado
como condición ineludible para hacer la revolución sin concretar
suficientemente cómo hacer la transición desde el sistema actual
a la anarquía, no preocuparse demasiado por teorizar una
estrategia revolucionaria para acelerar la historia, es decir,
no tener un programa revolucionario concreto, dar excesiva
importancia al Estado como “símbolo” de todos los males de la
sociedad, tener una visión demasiado optimista del ser humano,
no considerar suficientemente la situación actual, infravalorar
al enemigo (la burguesía o la minoría dominante de turno). Pero
a pesar de sus errores, tanto el marxismo como el anarquismo
pueden y deben aportar mucho a una reformulación global de la
teoría revolucionaria del siglo XXI. Del marxismo debe tomarse
fundamentalmente su enfoque científico, su riguroso (y hasta
ahora insuperable) análisis del capitalismo, es decir, su
detallada explicación del sistema de explotación actual, el
materialismo histórico como teoría más plausible acerca de
la evolución de la sociedad hasta el momento (aunque
“moderándolo” para tener en cuenta otros factores,
reconsiderando que la lucha de clases es el principal
motor de la historia, pero no el único), sus teorías para hacer
la transición del capitalismo al comunismo pasando
por el socialismo (aunque sustituyendo el concepto de
dictadura del proletariado por el de democracia popular),
sus tácticas y estrategias revolucionarias. Del anarquismo debe
tomarse su ambición, su apuesta decidida por cambiar
radicalmente la sociedad, por atajar los males de la sociedad de
raíz, su oposición a toda autoridad y liderazgo, su apuesta
decidida por la libertad, sus interesantes métodos de
organización social horizontal (autogestión y
federalismo), sus interesantes métodos de acción directa,
su filosofía en general por una completa emancipación del
individuo y de la sociedad. El marxismo y el anarquismo están
“pidiendo a gritos” su integración en una nueva teoría que
aglutine lo mejor de cada uno de ellos. De hecho, a pesar de
ciertas diferencias importantes, también tienen muchas ideas
comunes, además de un objetivo común, es más lo que les une que
lo que les separa. Es un deber de todo izquierdista auténtico
buscar caminos de conexión entre las dos principales corrientes
de la izquierda. Resaltar las diferencias frente a las
coincidencias es el mejor servicio que se le puede hacer a la
burguesía. Es ineludible integrar las ideologías de la izquierda
para conseguir también la ansiada e imprescindible unificación
de la izquierda. Pero entendiendo la integración no como la
simple suma o resta de sus postulados, no como la imposición de
una sobre la otra, sino como la reconstrucción de una nueva
teoría sobre las bases de las anteriores teniendo en cuenta las
lecciones prácticas que nos ha dado la historia. Su integración
puede ser “forzada” o bien puede ser consecuencia de su
evolución independiente. Puede ser el resultado de refinar ambas
teorías por separado. El anarquismo se puede acercar al marxismo
y a su vez el marxismo puede acercarse al anarquismo.
“Reequilibrar” cada una de ellas puede conducir a su fusión. La
nueva teoría revolucionaria deberá tener en cuenta al
anarquismo, al marxismo y también al reformismo, sin descuidar
nunca las grandes ideas de la Ilustración. El cambio de la
sociedad va a necesitar las tres ramas de la izquierda.
Combinándolas cuidadosamente podemos llegar a tener una teoría
revolucionaria en la que se consiga el imprescindible equilibrio
entre realismo e idealismo, entre disciplina y libertad, entre
programa y espontaneidad, entre fines y medios, entre ética y
eficiencia. Una teoría en la que se especifiquen varias posibles
“hojas de ruta” con sus hitos correspondientes a corto, medio y
largo plazo. Pero una teoría sometida siempre a la práctica, la
experiencia es la que manda. Es imposible encontrar una “fórmula
mágica” en la que todo esté calculado de ante mano, las
circunstancias (que dependen del lugar y del momento) son
imprevisibles y mandan, pero es necesario intentar encontrar
líneas generales de actuación, planes de acción. La dificultad
(o imposibilidad) de encontrar dicha “fórmula” no debe impedir
intentar buscarla. Cuanto más planificado esté todo mejor. La
improvisación, aun siendo inevitable, es uno de los peores
enemigos de la revolución. Para reiniciar el camino del cambio,
habrá que “arrancar” con el reformismo, “poner la marcha” del
marxismo y finalmente “acelerar” con el anarquismo, a la vez que
combinar los distintos métodos de los tres a lo largo del
camino.
Como suele decirse, se aprende más de los
errores que de los aciertos. Los graves errores cometidos
sólo pueden y deben servir para darnos más fuerzas en el
siguiente capítulo de la larga guerra de la humanidad por su
emancipación. Además el contexto histórico es determinante y
quizás lo que se hizo en su momento era necesario o inevitable
hacerlo. Ante un Estado agresivamente y descaradamente parcial
era lógica una reacción opuesta aunque “especular” de que sólo
era posible luchar contra él “cambiando sólo los actores y no el
guión”, es decir, conquistándolo, o bien eliminándolo
directamente (ya se sabe, el clásico movimiento del péndulo).
Pero dado que el contexto histórico cambia, también hay que
cambiar la forma de hacer las cosas. Ante un Estado
aparentemente imparcial (el peligro es precisamente que su
verdadera naturaleza parcial ahora está más “camuflada”) no
puede contraponerse un Estado parcial, “no vende” ante el
pueblo, hay que desenmascarar su verdadera naturaleza y hay que
aspirar a que sea realmente lo que aparenta ser. Asimismo,
plantear su inmediata destrucción no convence al pueblo porque
éste está demasiado acostumbrado a su presencia. Por ahora, no
asume la sociedad sin él. Sólo con el tiempo podrá convencerse
de su posible abolición o sustitución. Por el momento, al pueblo
sólo le resulta creíble su transformación. Tampoco se trata de
mentir al pueblo con “cuentos de hadas”. Si hay alguna
posibilidad, y en mi opinión la hay, de mejorar el Estado para
avanzar hacia una sociedad más libre y justa, entonces hay que
explotar al máximo dicha posibilidad, hay que quemar todos los
cartuchos disponibles antes de agotarlos. Y si además dicha
posibilidad convence más al pueblo, entonces mejor que mejor
porque entonces es más probable que se lleve a cabo
exitosamente. La democracia representativa tiene aún
mucho margen para ser mejorada (ver mi anterior artículo El
desarrollo de la democracia). Lo importante es empezar a
andar, ya habrá tiempo sobre la marcha de enseñar al pueblo que
la marcha no tiene por que detenerse. ¿Qué mejor manera de
convencerle de que es posible una sociedad mejor que ir
mejorándola poco a poco?. ¿Qué mejor manera de enseñarle que el
Estado no es inmutable, de que quizás no es imprescindible a
largo plazo, que consiguiendo que cambie a corto y medio plazo?.
¿Qué mejor manera de que la utopía deje de serlo consiguiendo
mejoras concretas a corto plazo y sobre todo consiguiendo que la
gente se convenza de que es posible, además de necesario,
mejorar notablemente la sociedad?. Lo importante es reiniciar el
camino y que el pueblo sea dueño de su destino. Lo
verdaderamente importante es que el pueblo se conciencie de su
poder, de que sólo podrá mejorarse la sociedad si se convence de
ello y lo lleva a la práctica. Que se hayan cometido ciertos
errores no significa que haya que desechar toda la teoría o que
haya que tirar por tierra toda la experiencia adquirida en las
luchas populares. Simplemente significa que hay que ir
perfeccionando la lucha para hacerla más efectiva, para
conseguir que algún día dé los frutos deseados. No se trata de
hacer borrón y cuenta nueva, se trata de borrar sólo aquellas
partes que se hicieron mal para que el “conjunto de la obra” (de
la obra revolucionaria) mejore. Se trata de tener en cuenta
los resultados prácticos para ir refinando las teorías y las
estrategias, para mantener lo bueno o correcto de ellas y
eliminar lo malo o incorrecto de ellas, además de para adaptarse
a los tiempos. En cualquier disciplina científica el avance se
produce normalmente (aunque no siempre) pasito a pasito, no se
desecha toda una teoría de golpe sino que se retoca alguna de
sus partes. Pero siempre la práctica debe ser considerada, la
práctica es el “motor” de la evolución teórica. De lo mismo se
trata en la “ciencia” de la lucha revolucionaria. Aunque esta
”ciencia” se distingue de las demás ciencias por un factor
clave: no sólo pretende conocer la realidad sino que sobre todo
pretende cambiarla. La “ciencia” revolucionaria comparte con el
resto de las ciencias “clásicas” el objetivo básico de
comprender las leyes del universo objeto de estudio (en este
caso la sociedad humana), así como el método basado en el
contraste de la práctica con la teoría para ir depurando ésta,
pero se diferencia de todas las demás en cuanto a que pretende
cambiar también dichas leyes. En la “ciencia” revolucionaria no
sólo se observa la realidad de forma pasiva sino que además se
interacciona con ella de forma activa. Por esto, dicha “ciencia”
revolucionaria no debe caer nunca en el determinismo, debe
considerar la realidad actual y pasada de la que se parte, pero
no sólo no tiene por que asumir que las leyes descubiertas son
inmutables, sino que además debe aspirar a cambiarlas, aunque de
una forma realista. Es una “ciencia” que fluctúa entre el
aparente “determinismo” de la evolución de la sociedad hasta la
actualidad y el supuesto “libre albedrío” de lo que puede
deparar el futuro. El ser humano tiene cierto margen de
libertad, de maniobra, que le puede hacer dueño de su destino.
La humanidad puede y debe ser dueña de su destino. Como decía
Allende, La historia es nuestra y la hacen los pueblos.
La “ciencia” revolucionaria pretende cambiar el futuro pero debe
basarse en el presente y en el pasado. Es una “ciencia” que
requiere estudiar el pasado y actuar en el presente, pero que
también requiere prever el futuro. Y esto último requiere de
mucha imaginación y de mucho riesgo. La “ciencia”
revolucionaria, más que ninguna otra ciencia, está condenada a
cometer muchos errores, y por esto mismo, requiere, más que
ninguna otra, una constante reformulación de sus postulados.
No es posible alcanzar un fin
revolucionario sin un método revolucionario. Y no es posible
evitar la degeneración de cualquier revolución, si se deja ésta
en manos de una élite. Ésta debe dirigir a las masas pero nunca
debe suplantarlas. Ninguna revolución debe depender de unas
pocas personas. Sólo la auténtica democracia puede impedir la
degeneración de la revolución. El pueblo debe participar
activamente en todas sus etapas. El pueblo debe tener
siempre la última palabra, debe tener el control durante todo el
proceso de emancipación. Nadie debe suplantarlo y autoerigirse
en su benefactor. Es inevitable, y necesario, cierto liderazgo,
pero éste debe ser limitado y transitorio. La vanguardia que
lidere al pueblo debe hacer participar directamente a éste, debe
protegerse de ella misma (de que se transforme en una nueva
minoría dominante), recurriendo al pueblo en todo momento para
que éste no pierda en ningún momento el control. Y nunca debe
pretender tener el monopolio de su liderazgo, debe ganárselo
frente al pueblo compitiendo en igualdad de condiciones con
otras organizaciones o partidos. Nunca podrá alcanzarse la
verdadera democracia en un régimen de partido único. El
monopolio es incompatible con la democracia. Desgraciadamente,
el liderazgo es una necesidad para el hombre del presente (de
esto se ha encargado el sistema vigente basado en la
dominación). No se puede pretender que los trabajadores, que el
pueblo, acostumbrado a siglos de sumisión a la autoridad,
acostumbrado a comportarse como “ovejas” conducidas por su
“pastor”, pueda prescindir del liderazgo repentinamente. Pero
dicha necesidad de liderazgo debe ser combatida, debe ir
desapareciendo progresivamente. La mejor garantía de evitar la
traición o degeneración de la revolución, es que poco a poco el
pueblo vaya prescindiendo de los liderazgos. El pueblo debe
emanciparse por sí mismo, aunque inicialmente necesite un
“empujón”. La verdadera revolución consiste en la eliminación
gradual de toda autoridad, de todo liderazgo. Consiste en la
construcción de un mundo basado en la responsabilidad compartida
de todos los seres humanos, en la eliminación progresiva de las
jerarquías verticales, en la “horizontalización” de la sociedad,
en su descentralización. La autogestión debe ir extendiéndose
por la sociedad. El objetivo, a largo plazo, debe ser, si no la
extinción, por lo menos la minimización de la autoridad, la
extinción de todo tipo de dominación, la desaparición de todo
tipo de explotación. El fin es conseguir una sociedad libre y
justa en la que todos los seres humanos tengan las mismas
oportunidades de desarrollarse plenamente como personas, en la
que todos tengan las mismas posibilidades de ser felices. Una
sociedad en la que el destino no esté casi determinado por las
condiciones iniciales de existencia, en la que la familia, la
situación económica, o el lugar no condicionen el futuro de una
persona. Una sociedad en la que el futuro de cada individuo le
pertenezca, en la que tenga libertad real para elegirlo. Una
sociedad construida sobre los pilares básicos de la libertad y
la igualdad. No puede haber la una sin la otra. Pero esto no
podrá conseguirse en poco tiempo. Es imprescindible tener
ciertas “hojas de ruta” con metas concretas a corto, medio y
largo plazo. La democracia debe ser la que nos permita ir
avanzando hacia dicha sociedad utópica. Debe ser el
“vehículo” que nos permita llegar a ella. Debe ser la
“herramienta” que permita ir descentralizando el poder en la
sociedad, su distribución equitativa entre todas las personas
que la conforman. El desarrollo de la democracia debe permitir
pasar de una situación como la actual en la que el poder está
concentrado en muy pocas manos, a una situación en la que dicho
poder esté en la totalidad de la sociedad. Sólo cuando se llegue
a esta fase, la humanidad podrá emanciparse a sí misma,
mientras, sólo podrá aspirar a mejorar sus condiciones de vida,
a ciertas emancipaciones parciales. Sin embargo, aunque llevará
tiempo llegar a la sociedad totalmente emancipada (si es que
alguna vez se llega), urge reiniciar este largo camino cuanto
antes. Estamos en un momento crítico de nuestra historia en el
que nuestro futuro no está asegurado. Por primera vez, podemos
autodestruirnos, podemos destruir nuestro planeta. Ya no se
trata sólo de la lucha por una sociedad mejor, se trata de la
lucha por su supervivencia. Como dijo Kropotkin, La igualdad
en las relaciones mutuas, y la solidaridad que de ella resulta
necesariamente: he ahí el arma más poderosa del mundo animal en
su lucha por la existencia. La humanidad en el presente
tiene grandes retos de los que depende su futuro. En particular,
queda por ver cómo es posible compaginar la realidad de una
economía cada vez más centralizada, que por tanto fomenta la
concentración del poder económico y político, que fomenta la
autoridad, con la tan deseada descentralización de la sociedad
para que el poder esté lo más distribuido posible. Es decir,
queda por ver cómo conciliar tendencias opuestas de
centralización y federación, de autoridad y libertad. Queda por
ver si es posible que la política esté por encima de la
economía. Si la humanidad desea ser dueña de su destino, si
desea que éste no esté en manos de unos pocos, debe buscar
soluciones teóricas y prácticas para que la economía se ponga al
servicio del conjunto de la humanidad. En cualquier caso, ya sea
en una sociedad cada vez más centralizada, ya sea en una
sociedad cada vez más descentralizada, la única manera de que la
libertad tenga más preponderancia que la autoridad (los dos
principios contrapuestos en los que se basa todo sistema
político, como decía Proudhon), es desarrollando la democracia
en general, por un lado, mejorando notablemente la democracia
representativa (necesaria en una sociedad centralizada) y
haciéndola evolucionar hacia una democracia participativa
o deliberativa, y por otro lado, desarrollando la
democracia directa (cuyo ámbito natural de existencia sería
una sociedad descentralizada). No sabemos si la sociedad
evolucionará hacia mayor o menor centralización, existen
tendencias contrapuestas, por lo que es imperativo estar
preparado para todos los futuros posibles. No podemos cerrarnos
ningún camino tan sólo porque no nos guste, la realidad nos
superará, el destino no tendrá por que ser el que más deseemos
(aunque nuestro deber, nuestra responsabilidad, es intentar que
sea el mejor posible). No sabemos siquiera si a lo mejor en la
sociedad futura convivirán partes donde impere la centralización
y partes donde impere el principio federativo. Pero en cualquier
caso, la mejor manera de que la libertad supere a la autoridad,
la mejor manera de acotar ésta al mínimo posible, es mediante la
auténtica democracia. El gran reto de la humanidad es el
desarrollo de la democracia. Como decía Proudhon, El
problema político, reducido a su más sencilla expresión,
consiste en hallar el equilibrio entre dos elementos contrarios,
la autoridad y la libertad, y yo extendería esta afirmación
a cualquier tipo de problema. El problema del futuro de la
humanidad consiste en hallar el equilibrio entre la
centralización y la descentralización, entre la economía y la
política, entre el individuo y la sociedad, entre las ideas y
las acciones. El problema del futuro de la izquierda reside,
como ya dije, en hallar el equilibrio entre teoría y práctica,
entre libertad y disciplina, entre realismo e idealismo. La
consecución del equilibrio supone la salida de la crisis de
cualquier sistema o problema, en el caso que nos concierne puede
suponer la salida de la crisis de la izquierda. La clave está
en el equilibrio. Pero no hay que confundir el equilibrio
con la igualación, no se trata de que las fuerzas opuestas estén
equiparadas, se trata de encontrar la situación en la que dando
prioridad a una de ellas (a la ideal o más benefactora), el
sistema o problema de que se trate se estabilice, es decir,
llegue un momento en que la correlación de dichas fuerzas no
produzca bruscos cambios. La forma de saber cuándo la sociedad
llega al equilibrio es viendo si ésta se estabiliza, es viendo
si no hay el peligro de que se produzcan grandes convulsiones.
Una sociedad donde se producen guerras, donde la amenaza de
autodestrucción está a la orden del día, donde a periodos de
crecimiento económico importantes suceden de repente grandes
crisis, donde la violencia es cada vez más generalizada, donde
en vez de disminuir los problemas aumentan (tanto porque los
viejos no se resuelven sino que por el contrario se agravan,
como por la aparición de nuevos retos que no se solucionan),…,
es una sociedad que está muy lejos de haber llegado al
equilibrio. Cuanto más profundos y/o frecuentes sean los
altibajos mayor desequilibrio. ¿Y qué nos enseña la naturaleza?.
Que cualquier sistema que no está en equilibrio está condenado a
desaparecer o a transformarse radicalmente. Equilibrio y
existencia son en este aspecto casi sinónimos. Cuanto más en
equilibrio esté un sistema, o cuanto más “sólido” sea el
equilibrio en el que se sustenta, mayor probabilidad de
existencia, o dicho de otra manera, mayor duración de su
existencia. Un sistema sólo puede existir durante cierto tiempo
si durante éste tiene cierto equilibrio y cuanto mayor sea éste
más tiempo durará. El objetivo fundamental de la sociedad, y de
la izquierda en particular, como vanguardia de la misma, es
llegar al equilibrio que garantice la supervivencia de nuestra
especie, que maximice la probabilidad de que la humanidad
sobreviva. Y la sociedad sólo tiene futuro si el bienestar de la
mayoría supera el de la minoría y a su vez si es posible
compatibilizar el bienestar de la sociedad con el de cada
individuo, o por lo menos con el de la mayoría de los individuos
que conforman la sociedad. La humanidad sólo podrá garantizar
su supervivencia como especie cuando logre que la inmensa
mayoría de los seres humanos alcancen un mínimo grado de
bienestar material y espiritual. Es decir, cuando el poder o
la riqueza se distribuyan lo más equitativamente posible, cuando
unos pocos dejen de acaparar lo que pertenece a todos,
cuando los resultados del trabajo y del esfuerzo de todos
sean disfrutados por todos. Pero esto no podrá ocurrir si
todos no tienen la posibilidad de determinar el destino
de la sociedad, es decir, sin la democracia llevada hasta sus
últimas consecuencias y aplicada en todos los ámbitos de la vida
social, en particular en la economía también. El conjunto de la
sociedad no puede tener futuro si no es dueña en conjunto de su
propio destino, si éste depende de una minoría irresponsable.
La democracia debe garantizar que la sociedad sea dueña de su
propio destino, debe evitar que éste sea controlado
exclusivamente por cualquier minoría. El futuro de la humanidad
debe ser responsabilidad de toda ella. Toda ella
debe participar en su construcción, y esto sólo es posible con
la democracia. No sabemos, nadie puede saberlo, sólo la
experiencia nos lo dirá, si la sociedad moderna del futuro podrá
funcionar bajo el régimen del socialismo, del
comunismo, del anarquismo, o de cualquier otro “ismo”
que pueda surgir, no sabemos si es posible sustituir el
capitalismo por completo, no sabemos ni siquiera si a lo
mejor será necesario combinar varios de estos sistemas, quizás
el sistema económico del futuro llegue a un equilibrio entre
capitalismo y socialismo, pero lo que sí sabemos con
certeza es que así como la sociedad ha cambiado a lo largo de la
historia, puede y debe cambiar en el futuro. Lo que sí podemos
saber con certeza es que la humanidad sólo podrá alcanzar cierto
grado de perfección, que sólo será posible alcanzar la sociedad
ideal, que sólo será posible mejorarla notablemente, si
el conjunto de la sociedad alcanza cierto grado mínimo de
libertad, si la libertad deja de ser formal para convertirse en
real, si va acompañada por la igualdad real. Sólo será posible
saber qué “ismo” funciona si hay opción de probar e ir refinando
las distintas opciones, si la humanidad tiene la suficiente
libertad para experimentar y probar distintas formas de
organizarse. Sólo es posible recorrer el camino del progreso si
se tiene el vehículo adecuado. Y este vehículo sólo puede ser
aquel que dé el máximo protagonismo al conjunto de todos
los ciudadanos. Este vehículo se llama democracia.
En el terreno político, el desarrollo
de la democracia debe ser la nueva estrategia de la izquierda en
el siglo XXI. La democracia verdadera debe permitir cambiar
la sociedad mediante la participación directa de ésta (como es
por otro lado obvio, aunque esta obviedad no se tuvo siempre en
cuenta en su día), debe ser la herramienta de transformación de
la sociedad. La causa democrática es fácil de ser aceptada
por el pueblo y por tanto puede convertirse en el “catalizador”
del renacimiento de la izquierda si ésta sabe abanderarla
adecuadamente. De hecho, parece que la nueva estrategia de
la izquierda del siglo XXI ya está en marcha (aunque no sin
dificultades) y empieza a dar sus primeros frutos en ciertos
países de Latinoamérica. Países que han iniciado una nueva
revolución pacífica (a pesar de ciertos brotes de violencia
provocados por las clases privilegiadas que se oponen a los
cambios) y democrática. Estrategia consistente en reformas
constitucionales que posibiliten las mejoras que sus sociedades
reclaman con tanta urgencia, es decir, en el desarrollo de la
democracia como herramienta de transformación social. Pero la
estrategia en el terreno político debe combinarse con
estrategias en otros terrenos, especialmente en el sindical.
Hay que recuperar el poder de movilización de la clase
trabajadora. De ésta depende el funcionamiento de la sociedad en
su conjunto. La huelga general puede poner en jaque, como
ya hizo en el pasado, al Estado burgués. Hay que combinar la
lucha legal con la ilegal, desde dentro del sistema y desde
fuera de él. Hay que combinar el reformismo con la revolución,
pero siempre que las reformas sean verdaderas, sin dejarse
engañar por el falso reformismo, sin hipotecar la verdadera
revolución, sin renunciar nunca a ella. El reformismo debe
ayudar a la revolución, nunca debe sustituirla. Dependiendo de
las circunstancias, del contexto histórico, tiene sentido
aplicar una estrategia u otra. La estrategia siempre debe
adaptarse al espacio y al tiempo. El reformismo ha servido
de freno a la revolución en las épocas revolucionarias pero
puede servir de “catalizador” de la revolución en las épocas
inmovilistas, como la actual. Dar un paso adelante, aunque
pequeño, siempre es mejor que estar parado o retroceder, pero
nunca hay que olvidar el destino al que hay que dirigirse, nunca
hay que conformarse con lo conseguido hasta la fecha. El simple
hecho de dar un paso significa movimiento, debe servir para ir
progresivamente acelerando la marcha para no detenerla nunca.
Hay que combinar la lucha institucional, “arriba”, con la acción
directa, “abajo”. Hay que combatir el capitalismo construyendo
poco a poco dentro de él el socialismo, creando alternativas,
antecedentes, ejemplos de maneras distintas de hacer las cosas.
Pero el socialismo no hay que imponerlo, vendrá con la
democracia, cuando el pueblo lo elija como la extensión de la
democracia al ámbito económico. El pueblo debe determinar hacia
dónde debe ir la sociedad. Sólo es posible que la sociedad
cambie si ella misma decide hacerlo. La izquierda sólo debe
posibilitar que el pueblo tenga la libertad para elegir su
propio destino, debe ayudar a que se emancipe por sí mismo. Hay
que atacar al sistema actual también por la retaguardia. Es
imprescindible luchar contra el sistema en todos los frentes, es
imperativo combinar todas las estrategias posibles, ninguna por
sí sola puede acabar con él. La lucha debe ser tanto a nivel
local como a nivel internacional. Pero la lucha debe ser
ejemplar, debe ser pacífica. Hay también muchas posibilidades de
combatir al sistema sin recurrir a la violencia, hay que usar la
imaginación. La coherencia es una poderosa aliada. La mejor
manera de combatir la ideología burguesa, la manera más eficaz
de poner en evidencia a la minoría dominante, es diferenciándose
claramente de ella en el fondo y en las formas, es practicando
lo que se pregona en la teoría, es dando ejemplo. El pueblo debe
usar la fuerza de la razón y no la razón de la fuerza. Y su
fuerza consiste en su naturaleza mayoritaria, su fuerza reside
en su unión. La clase trabajadora debe ser consciente de su
enorme poder. La sociedad no puede funcionar sin los
trabajadores. Hay que recuperar el viejo lema de que el
pueblo unido jamás será vencido y llevarlo a la práctica
para que deje de ser sólo una bella frase. Finalmente, la lucha
colectiva debe ser complementada con una lucha individual por
cambiar el mundo. Es la responsabilidad de todos y de cada uno.
José López, enero de 2009.
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- Si quieres hacer algún comentario
al presente trabajo, puedes dirigirte a:
jose.lopez.sanchez@hotmail.es
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Referencias bibliográficas
Todas las referencias indicadas pueden
obtenerse gratuitamente por Internet introduciendo el título
entrecomillado en cualquier buscador. Aunque todas estas
referencias son muy interesantes, me he permitido resaltar
algunas que recomiendo especialmente.
·
El origen del Estado. Antonio Guerrero Torres &
Moisés Vacaro Fernández.
·
La dialéctica como arma, método, concepción y arte.
Iñaki Gil de San Vicente.
·
Introducción al pensamiento marxista. Néstor Kohan
& Claudia Korol.
·
Un resumen completo de El capital de Marx. Diego
Guerrero.
Ø
El Manifiesto Comunista. Carlos Marx & Federico
Engels.
Ø
Trabajo asalariado y capital. Carlos Marx.
·
De la autoridad. Federico Engels.
Ø
Del socialismo utópico al socialismo científico.
Federico Engels.
·
Los bakuninistas en acción. Federico Engels.
·
El origen de la familia, la propiedad privada y el
Estado. Federico Engels.
·
Sobre Carlos Marx. Federico Engels.
·
Discurso ante la tumba de Marx. Federico Engels.
Ø
El Estado y la Revolución.
Lenin.
Ø
La enfermedad infantil del ‘izquierdismo’ en el
comunismo. Lenin.
·
Lenin (la coherencia de su pensamiento). György
Lukács.
·
La revolución permanente. León Trotsky.
Ø
La revolución traicionada. León Trotsky.
·
Qué es el marxismo. Su moral y la nuestra. León
Trotsky.
·
La revolución española. León Trotsky.
·
Lenin y Trotsky, qué defendieron realmente. Ted
Grant & Alan Woods.
·
De la Revolución a la contrarrevolución. Ted
Grant.
·
Tesis sobre la lucha de la clase obrera contra el
capitalismo. Anton Pannekoek.
·
La ley del desarrollo desigual y combinado de la
sociedad. George Novack.
·
Burocracia y régimen soviético. Ángel-Manuel
Abellán.
·
Bitácora de la Utopía: Anarquismo para el Siglo XXI.
Nelson Méndez & Alfredo Vallota.
·
El principio federativo. Proudhon.
·
Socialismo sin Estado: Anarquismo. Bakunin.
·
El principio del Estado. Bakunin.
·
Anarquismo: lo que significa realmente. Emma
Goldman.
Ø
El Estado. Pedro Kropotkin.
·
La moral anarquista. Pedro Kropotkin.
·
La conquista del pan. Pedro Kropotkin.
Ø
La Anarquía. Errico Malatesta.
Ø
El ABC del Comunismo Libertario. Alexander
Berkman.
·
Autogestión y anarcosindicalismo en la España
revolucionaria. Frank Mintz.
Ø
Anarquismo y comunismo. Evgueni Preobrazhenski.
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