Un estado confesional

Joaquín Navarro
La Razón

 

Se han estirado. Se han achulado. Se están destapando como en sus mejores tiempos. Capturado el botín constitucional y conquistados los Acuerdos de 1979 con la complicidad del más claudicante eunuquismo político, la única iglesia verdadera se permite lujos colaterales que parecían exclusivos del nacional-catolicismo. Privilegios económicos, docentes y fiscales la sitúan en el Edén del sistema, donde más se manda. Después de la exhibición de prepotencia en la tutela «compasiva» de los profesores de religión, ésta se torna en disciplina regular. Como si nada. En nombre de la cultura «integral» de los españolitos que vienen al mundo, cada vez con mayor riesgo de que se les hiele el corazón. Ni Estado laico ni Estado no confesional. Archicatólico, pero clandestinamente. En las catacumbas y en los palacios a un tiempo. «A escuras y en segura», con toda la luz del poder puesta de cara. Lo han utilizado para causar más muerte y sufrimiento en el sida, pred icando contra el condón mucho más que lo hicieron contra los pobres cátaros. Para, de paso, degradar la relación sexual pregonando la continencia San Alejo o la emasculación de los efebos cantores. Los han exhibido en su feroz persecución de los homosexuales, a los que hay que tratar con caridad, mas no con amor. Constituyen una patología que debe ser corregida y un disturbio moral que desagrada a la divinidad, a lo que se ve grandemente atenta a las travesuras y juegos sexuales de homosexuales y lesbianas.

Algunos de ellos podrían repetir los versos de Alcántara: «No digo que sí o que no / digo que si Dios existe / me debe una explicación». Más de una. La salutación del rey David a Jonathan no vale para nada. «¿Oh Jonathan, hermano mío, tu amor es para mí dulcísimo, mucho más que el amor de las mujeres!». Pues no señor. David era un peje mimado por el Dios de Noé y las aliteraciones y las metáforas exigen una lectura présbita. Ya no pueden disfrutar con el encarcelam iento de homosexuales, lesbianas y prostitutas. Gozaron lo suyo, pero ya pasó. No pueden tampoco prohibir, del bracete de la autoridad secular, anticonceptivos diversos y costumbres castivanas, oponiendo la cárcel a la diversión y al ingenio pornoerótico.

Pero sí pueden perturbar la conciencia de sus conmilitones ¬las reses del redil de Cristo¬ proscribiendo la unión legal de parejas de hecho. El argumento es genial. No existe más familia que la fundada en la unión heterosexual ni otro matrimonio que esa unión, pero sacramentada. Hay que reconocer que han avanzado mucho. Ya se han olvidado de que la casada por lo civil es una pecadora pública, una barragana. Con el veloz incremento de la casta de barraganas, fueron olvidando el asunto. A tiempo. De lo contrario, el príncipe tendría por novia un miembro de la casta de pecadores públicos. Pero el avance no va a más. De niños adoptados por parejas homosexuales, nada. Por el bien del niño, que conste. Necesitan todos ellos la figura paterna y materna (también en caso de viudez). Pero pueden adoptar los solteros y nada dice la iglesia. Es más, el legislador prefiere la adopción por una sola persona. Mienten.

Piensan que es horrible para la formación moral del menor que sea a doptado por una pareja homosexual. Mejor solo. En el orfanato. Huérfano de todo. La Santa Madre vela por esas criaturas a través del Paráclito. No las quiere directamente, sino por caridad. Por caridad las deja en bellísimos orfanatos. Si los científicos dicen que los niños adoptados por parejas homosexuales no se distinguen de los demás, si acaso por ser más abiertos, que se vayan a la mierda (herética, por supuesto) esos científicos. Una cruz, un imperio y una espada. ¿Qué pena tan lastimosa la carrera veloz del tiempo alado! ¿Qué gloria tan deslumbrante la pareja de hecho entre la iglesia el Estado! ¿Qué hermosura tan exquisita la alianza entre el altar y el trono! Junto a ello, los problemas de adopción quedan pequeñitos. Como de liliputienses.

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