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Supresión del crucifijo
Jesús Salamanca Alonso 19 de Agosto de 2006
El
cardenal arzobispo de Toledo, Antonio Cañizares, en su homilía con motivo
de la festividad de la Virgen de Agosto, ha propuesto volver a colgar los
crucifijos en los edificios públicos. En algunas provincias se viene
debatiendo este tema desde hace algún tiempo, mientras que las Consejerías
de Educación correspondientes -- asustadas por la opinión pública y
publicada -- lo dejan en manos de los Consejos Escolares de cada centro de
enseñanza, “echando balones fuera” siempre que pueden.
Es un tema en el que se impone el respeto a las partes, pero también el
cumplimiento constitucional. Durante el año 2006 se cumplen setenta y
cuatro años de un amplio debate en la prensa nacional: el tema religioso.
Los diarios iniciaron el año 1932 con titulares sobre los sucesos políticos
más llamativos del momento. Algunos periódicos, además, dedicaron un
amplio espacio a la Carta Pastoral Colectiva que el Episcopado español
dirigió a los fieles, consignando las normas que debían regular la
conducta de los mismos respecto al nuevo Estado laico.
Los gobernantes entendían que debía aplicarse, sin dilación, el contenido
de los programas. En algunos consistorios se propusieron mociones
consistentes en enviar un escrito al Presidente del Gobierno para que no se
demorase más el cumplimiento de la Constitución y de las leyes votadas en
el Parlamento.
Las soluciones que la República pretendía dar al tema religioso tenían
claras repercusiones educativas. La polémica que subyacía albergaba una
doble vertiente: la de quienes defendían una enseñanza laica y la de
quienes pretendían continuar con una enseñanza confesional.
Sin duda, la enseñanza era un importante "caballo de batalla". Más
de un diario se hizo eco de las manifestaciones de Manuel Azaña en el
teatro Pereda de Santander, respecto a la Ley de Confesiones y
Congregaciones religiosas que se aprobaría en junio de 1933: "Ya sé
que promoverá ruido y que se dirá de ella que es un ataque a la
convivencia religiosa, pero el artículo veintiséis de la Constitución nos
habla de la República laica…".
Manuel Azaña no estaba dispuesto a ceder un ápice en el cumplimiento de la
constitución. La misma decisión mostró Rodolfo Llopis, desde la Dirección
General de Primera enseñanza, al incidir en que la escuela - por imperativo
constitucional - debía de ser laica y "...por tanto, no ostentará
signo alguno que implique confesionalidad". Los gobernadores civiles
ratificaron ese mismo pensamiento, a la vez que recomendaban a todos los
alcaldes que se abstuvieran de dirigir requerimientos a los maestros públicos
para que en sus escuelas pusieran signo religioso de cualquier clase.
Consecuencia de ello fue la retirada del crucifijo de las aulas. Muchas
localidades fueron testigos de numerosas alteraciones en demanda de la
reposición del crucifijo y de la enseñanza religiosa en las escuelas
nacionales, tanto en la capital como en los pueblos de la provincia.
En mi abundante correspondencia personal con un maestro nacional, que
permaneció oculto durante veintidós años tras los sucesos de 1936, consta
que los maestros, unos y otros, tanto los de izquierdas como los de
derechas, no podían negarse a cumplir las órdenes que recibían del
Ministerio. Es más, la mayoría de los maestros conocían perfectamente los
pueblos cuyas escuelas regentaban y, a pesar de verse muchas veces
"entre la espada y la pared", supieron conducirse con mucha
cautela y los máximos respetos para evitar situaciones desagradables con el
vecindario. Sin embargo, no faltaron situaciones llamativas. En muchos
pueblos, mientras nadie osara tocar el crucifijo todo marchaba bien: en cada
escuela un crucifijo, una paz sin hendiduras y todos tan conformes; pero si
el mismo era retirado, al día siguiente irrumpían en la escuela cuarenta,
cincuenta, sesenta crucifijos,... tantos como niños asistieran a las
clases.
Siempre será una incógnita conocer lo acontecido si la Dirección General
de Primera enseñanza, en vez de ordenar la supresión de los símbolos
religiosos de la escuela, lo hubiera dejado a criterio del pueblo y
retirarlos allí donde lo solicitaran. Seguramente se hubiera respetado la
voluntad popular y, a la vez, evitado enconadas protestas. Pero ello no era
posible: la supresión del crucifijo únicamente era el signo externo de una
actuación, una filosofía y un pensamiento que ya recogía la Constitución.