Sobre el divorcio que viene
Francisco de P. Blasco Gascó
Catedrático de Derecho Civil de la Universitat de València
Aunque
las leyes nacen con decidida vocación de futuro y de permanencia, no siempre se
logra materializar dicha aspiración. Paradójicamente, en nuestro país algunas
leyes nacidas con la impronta de la provisionalidad han llegado a ser
centenarias, como la ley (provisional) de aguas o la ley (provisional) del poder
judicial. Incluso la Constitución que más tiempo ha estado en vigor en nuestro
país, como fue la Constitución de la Restauración, nació con claro carácter
provisional. Uno, que no tiene propensión de futuro ni inclinación alguna de
permanencia más allá de sus días, envidia a veces esta persistente
provisionalidad.
Otras leyes, en cambio, nacen con la impronta de su reforma marcada a fuego. No
son necesariamente leyes malas ni leyes peores que otras, sino leyes que
responden a determinadas realidades, a concretos momentos históricos que
pretenden ordenar sin quebrar y corregir sin herir. Son leyes de su tiempo que
el propio tiempo y la realidad social convierten en leyes obsoletas. Son leyes
de rápida obsolescencia.
Éste es el caso de la ley 30/1981, de 7 de julio, que modificó la regulación
del matrimonio en el Código Civil, así como los procedimientos a seguir en las
causas de nulidad, separación y divorcio, conocida como la ley del divorcio. Lo
más llamativo y novedoso de la citada ley fue la (re) introducción en nuestro
sistema jurídico de la disolución o extinción del vínculo matrimonial en
vida de ambos cónyuges, es decir, el divorcio.
En su momento, hace ya casi veinticinco años, fue sin duda una ley de progreso,
abierta, moderna. No es preciso recordar que la última ley de divorcio vigente
en España fue la de la II República anulada (la ley, y también la República)
tras la contienda civil del 36; pero también ha sido una ley que ha soportado
todo el peso de la tradición, de más de cuarenta años sin divorcio, de
matrimonio indisoluble hasta la muerte, de matrimonio casi sacramentalizado,
aunque fuera civil.
De hecho, a pesar de todo, la configuración del matrimonio (civil) en la ley de
1981 responde aún a un concepto de matrimonio de clara inspiración católica,
de corte tradicional, de matrimonio fundador de la familia, si no legítima, sí
al menos normal, dando eficacia civil no sólo a la forma religiosa, sino también
a determinadas resoluciones canónicas sobre nulidad del matrimonio canónico y
sobre dispensa de no consumación del matrimonio.
Si miramos de dónde veníamos entonces, tampoco es discutible que ha sido una
ley moderna que regula civilizadamente las crisis matrimoniales a través de las
instituciones de la separación y del divorcio, que intenta ser escrupulosamente
respetuosa con el principio de igualdad y de no discriminación por razón del
sexo y que basa la quiebra formal del matrimonio en la previa ruptura material
del mismo.
Pero la ley tuvo que pagar determinados peajes y nunca abandonó absolutamente
la idea de divorcio-sanción ni de culpabilidad como juicio de reprobabilidad
social a la conducta de uno de los cónyuges, precisamente del que provoca la
ruptura de la convivencia matrimonial. Tanto la separación como el divorcio son
esencialmente causales, y en la causa, aunque negado, se esconde la idea de la
culpa, del reproche. La separación, judicial o de hecho, se configura como
antesala necesaria del divorcio y las causas de una y del otro acaban por
confundirse.
No deja de ser curioso, porque además no se ha explicado suficientemente o, al
menos, satisfactoriamente, la asimetría que existe entre contraer matrimonio y
extinguirlo o disolverlo en vida de los cónyuges y por los cónyuges. No deja
de ser curioso que sea más sencillo contraer matrimonio que disolverlo en vida.
Para lo primero basta esencialmente el consentimiento: solus consensus
matrimonium facit. Para lo segundo, ni el consentimiento de ambos cónyuges es
bastante.
Como fuere, pronto, muy pronto se vio que la ley de 1981 era hija de su tiempo,
que respondía, como mejor o peor fortuna, a las necesidades de la época en que
nació, manifestando las virtudes y soportando los gravámenes de dicho momento,
que en 1981 no eran pocos. Pero ha sido una ley rápidamente sobrepasada por la
evolución social. Por eso, ya no se entiende muy bien, como ya he dicho, que la
separación sea trámite prácticamente necesario y previo al divorcio, que no
baste el consentimiento ya no de uno sino ni siquiera el de ambos cónyuges para
divorciarse, que separación y divorcio precisen una causa distinta a la
voluntad de los cónyuges. Ya no se entiende que se requiera un tiempo mínimo
de convivencia matrimonial, el cual en el fondo es una cláusula de salvaguarda
del matrimonio que recuerda aquello de nuestras abuelas de que el roce hace el
cariño.
En la práctica diaria, los trámites para obtener la separación y el divorcio
se convierten en una carrera de obstáculos, en un valle de lágrimas casi
siempre derramadas del mismo lado, en una vida agónica cuando no trágica, con
hijos menores de por medio, cuya duración, paradójicamente, puede superar
incluso al del propio tiempo de la convivencia conyugal a la que se quiere poner
fin. Cuántas veces la separación o el divorcio han inaugurado una vida en
peores condiciones psíquicas y económicas no sólo que la vida matrimonial,
sino también que la vida ante matrimonial. Estas situaciones han sido
ciertamente suavizadas por la labor progresiva de unos jueces comprensivos de
que la causa de la separación o del divorcio se halla insita en la propia
demanda de separación o de divorcio, sin necesidad de probar otra causa, cuya
prueba a veces resultaba imposible o difícil y otras veces resultaba
vergonzosamente impúdica.
Este resultado es sintomático de que algo ha fallado en la ley de 1981, cuando
la separación y el divorcio, pensados como remedios civilizados y pacíficos de
las crisis matrimoniales, ahondan dicha crisis, dificultan la relajación o la
extinción del vínculo matrimonial o, en definitiva, acaban reprochando o
reprobando la conducta de uno de los cónyuges, culpabilizándolo.
La sociedad requiere ya un sistema de divorcio que no descanse necesariamente en
causa alguna, y menos si dicha causa esconde un juicio de culpabilidad, sino en
el consentimiento de ambos cónyuges o en la clara voluntad de uno de ellos. Es
preciso un divorcio basado en el consentimiento, que no suponga sanción, sino
solución a la crisis matrimonial. Y es necesario que los trámites para
conseguirlo sean rápidos, ágiles y limpios, sin obstáculos procesales que
retarden la resolución judicial o que se conviertan en cláusulas escondidas de
salvaguarda del matrimonio.
Ahora hay otras formas de convivencia entre las personas, por cierto, no
necesariamente, de distinto sexo; hay otras formas de entender la convivencia y
la familia que ni siquiera pasan por el domicilio común. Hay otras formas de
entender la ruptura matrimonial o convivencial que no descansan en el causalismo
y menos aún en un causalismo culpabilístico.
Otra cuestión seria es la custodia de los hijos. Que nadie se engañe: es
cierto que se separan y se divorcian los padres, no los hijos, pero no es menos
cierto que la custodia compartida o conjunta no es una panacea, sino una manera
determinada de solucionar un problema concreto y de acuerdo con unos criterios y
unas circunstancias que no siempre se dan.
Posiblemente el legislador debería aprender de sus propias leyes: un matrimonio
indisoluble puede quebrar a la tercera semana; un matrimonio provisional, puede
durar cien años.