Privilegios inconstitucionales de la Iglesia en la enseñanza.

 Nicolás García Rivas *

El anuncio del Gobierno de transformar la asignatura de Sociedad, cultura y religión en un área de enseñanza sobre la historia y cultura de las religiones, vuelve a poner sobre el tapete político el problema de la enseñanza de la religión. A finales de mayo se suspendió la entrada en vigor del sistema establecido en la LOCE, según el cual los centros de enseñanza públicos estaban obligados a impartir la citada asignatura en su doble modalidad religiosa y no religiosa. Desde ese momento, la Conferencia Episcopal española ha promovido sin rodeos una movilización de la sociedad civil contra la política gubernamental, campaña que se basa en el «derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones», un lema extraído del artículo 27 de la Constitución y que -a juicio de los obispos- obliga al Estado a introducir en el currículo de la enseñanza pública y obligatoria la materia de religión como una más, sin perjuicio del correspondiente derecho que asiste a los padres de elegir otra asignatura «alternativa», igualmente evaluable. Sin embargo, bajo la apariencia de una justa reivindicación constitucional, esta campaña esconde en realidad la defensa de los privilegios adquiridos por la Iglesia Católica en el Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede en materia de enseñanza, que data de 1979 y en cuyo contenido aparecen cláusulas abiertamente inconstitucionales.

Para empezar, conviene advertir de que ese derecho constitucional reconocido a los padres puede satisfacerse bajo fórmulas muy variadas y no necesariamente como predica la LOCE. En efecto, al garantizarse la libre creación de centros, los poderes públicos cumplirían con el precepto constitucional permitiendo que las distintas confesiones organizaran sus colegios de acuerdo a su respectivo ideario, sin necesidad de que la asignatura de religión se impartiera en los centros públicos. Otra alternativa consistiría en abrir éstos a las distintas confesiones para que divulgaran su doctrina fuera del horario escolar y, desde luego, al margen del currículo.

La primera posibilidad no se ha ensayado nunca en nuestro país; la segunda coincide básicamente con la propuesta actual del Gobierno, pero ambas chocan frontalmente con las pretensiones de la jerarquía eclesiástica, que intenta preservar con todos los medios a su alcance (y no son pocos) el modelo establecido en el citado Acuerdo, según el cual el Estado español se compromete a «incluir la enseñanza de la religión católica en todos los centros de educación, en condiciones equiparables a las demás disciplinas fundamentales» (art. 2º). Como se decía, la LOCE preveía la existencia de una sola asignatura (sociedad, cultura y religión) y obligaba a los padres a elegir entre una opción confesional y otra no confesional. Pero el carácter imperativo de esa elección era contrario al art. 16 de la Constitución, según declaró el Tribunal Supremo en sentencia de 14 de abril de 1998, porque vulnera el derecho a no hacer públicas las creencias que cada uno tenga. Un argumento que ha repetido el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (sentencia de 12 de marzo de 2003) al considerar inconstitucional todo sistema de matrícula en centros públicos que obligue a los padres a rellenar una u otra casilla de un único impreso para que sus hijos reciban o no enseñanza religiosa. Sólo si existe un segundo impreso para que lo rellenen voluntariamente los padres que lo soliciten quedará oportunamente garantizado el derecho reconocido en el art. 16 de la Constitución.

Pero en el citado Acuerdo del Estado con la Santa Sede existen otros preceptos que no permiten salvedad alguna y que son abiertamente contrarios a la Constitución. Así, el art. 1º establece que «la educación que se imparta en los centros docentes públicos será respetuosa con los valores de la ética cristiana». Por muy respetables que sean dichos valores, la Constitución garantiza el pluralismo ideológico y la consiguiente imparcialidad del Estado, que no puede asumir como propios los ideales de una confesión religiosa so pena de recrear el sistema confesional imperante durante la dictadura de Franco.

Por si ello no bastara, los arts. 3º y 6º del Acuerdo reconocen a la jerarquía eclesiástica sendas prerrogativas inadmisibles sobre la designación de los profesores y sobre la determinación del contenido de la asignatura de religión. La expulsión 'obispal' de varios docentes (divorciados, madres solteras, etcétera) por adoptar formas de vida contrarias a la doctrina de la Iglesia Católica demuestra que el criterio de la libre designación de los profesores por parte de los obispos favorece la existencia de verdaderas represalias ideológicas en el marco de la enseñanza pública. El compromiso asumido por el presidente del Gobierno de acabar con esta situación merece sin duda el aplauso, aunque con ello no va a desaparecer la norma que permite semejante injusticia. Con todo, resulta más aberrante todavía que el art. 6º del Acuerdo impida a las autoridades del Estado controlar de alguna manera el contenido de las enseñanzas que reciben los alumnos de religión, ya que atribuye a la jerarquía eclesiástica la facultad de «señalar los contenidos de la enseñanza y formación religiosa católica, así como proponer los libros de texto y material didáctico relativos a dicha enseñanza y formación». Si tenemos en cuenta la postura mantenida por la Santa Sede respecto a temas tan sensibles para los derechos civiles como la utilización de preservativos, la interrupción del embarazo o la eutanasia, la libre elección y disolución de la pareja (sea del mismo o de distinto sexo) y un largo etcétera, no es aventurado suponer que los niños recibirán una educación contraria a valores constitucionales tan importantes como la libertad sexual, la salud y la intimidad de la mujer, la autonomía del ser humano ante la muerte o la libre convivencia de las personas, entre otros.

Y eso es, en última instancia, lo que prohíbe el art. 27.2 de la Constitución, al decir que «la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales», declaración que, por lo demás, está en plena consonancia con una reiterada jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos según la cual la libertad religiosa tiene como límite infranqueable la preservación de los derechos fundamentales (SSTEDH, de 31 julio 2001 -caso Partisi y otros vs. Turquía- y de 27 junio 2000 -caso Chaare Shalom Ve Tsedek vs. Francia-). El tenor del art. 6º del Acuerdo sobre enseñanza no permite que el Gobierno legítimo controle el contenido de la asignatura de religión e impida la conculcación de esos derechos, lo que contradice abiertamente el tenor del citado art. 27.2 de la Constitución.

En consecuencia, puede afirmarse que la campaña desatada por la jerarquía católica no pretende defender ningún derecho constitucional de los padres sino un conjunto de privilegios inconstitucionales que deberían erradicarse definitivamente de nuestro ordenamiento jurídico mediante la oportuna denuncia de los Acuerdos suscritos en 1979. El Gobierno debe aprovechar este momento propicio a la reforma constitucional para sentar las bases de una relación igualitaria con la Santa Sede, que no convierta al Estado español en rehén de los intereses eclesiásticos. Mientras tanto, cabe llamar la atención a los obispos para que dejen de manipular la conciencia de los padres católicos con el único objetivo de mantener sus propias prebendas.

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 * Nicolás García Rivas es catedrático de derecho penal de la Universidad de Castilla La Mancha y miembro de la asociación Escuela Laica de Albacete. El presente artículo apareció el 30 de septiembre de 2004 en El Correo Digital, en su sección de Sociedad.

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