Por
la Gracia de Dios
Rafael Padial Serrano
(*)
A
lo largo de la historia, caudillos y reyes han basado su poder, a falta de otras
justificaciones mejores, en el origen divino del mismo. Tal es el caso de
nuestros dos últimos jefes de Estado. Bueno, para ser justos, en el caso de
Juan Carlos, por partida doble, Dios y Franco. Lo que está claro es que monarquía
y confesionalidad han ido siempre de la mano.
Y
unas de las últimas pruebas de lo dicho lo podemos encontrar en la reciente
visita que realizaron el heredero a la jefatura del Estado y su recién
estrenada esposa a Wojtyla. Un encuentro entrañable y cordial si lo comparamos
con el que días después mantuvo el presidente del Gobierno, Rodríguez
Zapatero, y en el cual Wojtyla, reprochó en tono duro y enérgico al presidente
su política sobre el aborto, los matrimonios gays y la educación religiosa. Un
hecho, este último, poco menos que incomprensible. Incomprensible si tenemos en
cuenta que los reproches son realizados por la cabeza visible de una determinada
confesión religiosa a un presidente de un Estado teóricamente, insisto, teóricamente
aconfesional. Incomprensible también si lo vemos desde el prisma de las
relaciones entre dos Estados soberanos (hagamos por un momento el esfuerzo de
contemplar al Vaticano como un Estado en su más amplio sentido, y no esa
pantomima anacrónica surgida de la connivencia con el fascismo de Benito
Mussolini). Pocas veces se tiene la oportunidad de ver y oír como un Jefe de
Estado le dice al Presidente de Gobierno de otro país que valores deben de
impregnar su gestión de gobierno, bueno eso si exceptuamos las entrevistas
entre Bush y Aznar.
Pero
que nadie se lleve a engaño. No son cosas de la edad. Wojtyla sabe
perfectamente lo que dice y por qué lo dice. Nos tenemos que remontar a agosto
de 1953, fecha en la que se firmaba en Roma el Concordato entre el Vaticano y la
España fascista de Franco. Dicho Concordato, que fue publicado en el BOE con el
encabezado de “En nombre de la Santísima Trinidad”, fue un gran triunfo de
la dictadura. Si los acuerdos con los Estados Unidos fue para el régimen su
consolidación, el Concordato fue su justificación. La justificación de la
cruzada. Fue un acuerdo satisfactorio para ambas partes. El dictador conseguía
para si, entre otras, la vieja prerrogativa reservada a los monarcas de
designación de obispos, caminaba bajo palio y ante todo y sobre todo
justificaba y daba un toque divino al poder que encarnaba en su persona. Años
después designaría un divino sucesor a título de rey. Y a cambio de mirar
hacia otro lado, la Iglesia Católica tocó el cielo.
El
Concordato de 1953 sigue vigente en la actualidad. Y no lo digo yo. Lo dice el
acuerdo de julio de 1976 y los posteriores de enero de 1979, suscritos con el
Vaticano, que se refieren al Concordato de 1953 como “el vigente
Concordato”. Estos acuerdos supusieron el reacomodo definitivo de la confesión
católica a los nuevos tiempos que se le avecinaban, al igual que se acomodaron
otras rémoras del franquismo.
Es
evidente que Wojtyla sabe de qué habla. Pero, ¿qué papel juega en todo esto
la Constitución de 1978? La respuesta a mi entender es simple. Ninguno. Los
acuerdos suscritos en 1976 y más concretamente los de 1979 se realizaron de
espaldas a la constitución. Ésta introduce el concepto aconfesional
(neutralidad del Estado ante el hecho religioso). Término innovador en el
derecho comparado de los países de nuestro entorno si tenemos en cuenta que
dichos sistemas se decantan entre la confesionalidad o el laicismo que supone la
separación total entre Estado y cualquier confesión religiosa. No es casual
nuestro híbrido constitucional. Fue la manera de solapar, que no encajar, los
acuerdos de 1979 (publicados “misteriosamente” en el BOE días después que
la Constitución) en la carta magna. Y todo ello pese al choque frontal que
suponen dichos acuerdos con los Artículos 14, 16, 27 de la Constitución y con
la la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 a la que la
Constitución señala fidelidad en su Art. 10. Estamos, pues, ante unos acuerdos
categóricamente contrarios a la Constitución. Pero el considerar al Vaticano
un Estado (algo más que discutible para el caso que nos ocupa) da a estos
acuerdos con una confesión religiosa el carácter jurídico de acuerdos
internacionales, con el consiguiente sometimiento de la norma constitucional a
los mismos.
Vivimos,
pues, claramente en un Estado
confesional. Los acuerdos de 1979, o, llamando las cosas por su nombre, la
ratificación del Concordato de 1953 por los acuerdos de 1979, donde se regulan
aspectos jurídicos, económicos y educativos, conforman el marco de privilegio
por todos conocido por el que se rige la confesionalidad católica del Estado
español hoy por hoy.
Sin
entrar a enumerar todos los consabidos privilegios de la confesión católica, que hacen del Estado
de todo menos “neutral”, hay un aspecto, en mi opinión, más preocupante si cabe. Y es la hiriente confesionalidad del
Jefe de un Estado constitucionalmente aconfesional (funerales de Estado,
bodorrios reales, ofrendas al Apóstol Santiago……… y un largísimo etc.).
Postura incomprensible, si tenemos en cuenta que es un posicionamiento puramente
personal de su divina majestad, para nada obligado por concordatos o norma
alguna. Es más que evidente que pesan más en él los Principios Fundamentales
del Movimiento que juró respetar y que definían a España como un reino tocado
de la mano de Dios, que la Constitución que posteriormente abrazó. Y es que
viendo sus prerrogativas constitucionales y su actitud, parece decirnos el
monarca, como ya dijo su predecesor, que sólo es responsable ante Dios y la
Historia. Dicho esto, no es de
extrañar, que impunemente, como si de un continuo viaje oficial por “las
vascongadas” se tratase, su majestad se pase el día levantando su real dedo,
poniéndolo delante del Art. 16 de la Constitución.
Situación,
ésta, insostenible donde las haya. Insostenible y absurda. Absurda ya que, sin
olvidar el objetivo de la definitiva implantación de la libre conciencia que
garantiza un Estado laico, no podemos obviar que la solución inmediata a este
desaguisado pasa simplemente por la voluntad política de nuestros gobernantes.
Algún trasnochado podría añadir: voluntad y valentía. Pero no, es sólo una
cuestión de voluntad. En una reciente encuesta a nivel mundial, publicada en el
diario El País de 30 de junio, “se dibuja una sociedad española secularizada
y tolerante, muy por encima de la media mundial”. En el barómetro de mayo del
CIS el 78, 5% de los encuestados no creen que la monarquía sea una institución
de origen divino y un 55% la ven como algo superado hace tiempo. Por otro lado,
es importante indicar otro aspecto. En la exposición de motivos del acuerdo de
1976 se señala la necesidad de ese acuerdo por “el hecho de que la mayoría
de la población española profesa la religión católica”. Tenemos que tener
en cuenta que la adscripción a la confesionalidad católica no se realiza, a
efectos de datos estadísticos, por la libre aceptación a nivel individual de
unos preceptos morales y religiosos, si no por algo tan baladí como, que mis
padres, nada más nacer, me hubieran hecho socio del Club Deportivo Málaga y de
camino dicha decisión individual tuviera eficacia jurídica sobre el resto de
la sociedad. Si bien es cierto que una parte importante de la población profesa
la religión católica, no es menos cierto que los datos utilizados por la
confesión para sus fines son falsos. Es por ello que se impone con urgencia
actitudes como las 1.200 apostasías que se presentaron hace unos días en el
Obispado de Madrid, por otros tantos ciudadanos, denunciando los privilegios de
la Iglesia Católica y negándose a que sus datos sirvan para perpetuar
situaciones como esta.
España
es hoy una sociedad secularizada, dentro de un Estado confesional. No me hablen
pues de pérdida de votos. No hace falta que nuestros gobernantes sean
valientes, que no lo son, sino que como ya he dicho, tengan voluntad. La
voluntad de que en la próxima visita que realice Zapatero a Wojtyla , antes de
empezar a hablar, le ponga sobre la mesa la denuncia unilateral por parte del
Estado español de todos los acuerdos firmados con el Vaticano. Juan Carlos
dejaría de ser rey, al menos ya no, por la Gracia de Dios.
(*) Rafael Padial
Serrano es miembro de la Comisión Ejecutiva de Izquierda Republicana de Andalucía