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No consiento que se hable mal de Franco en mi presencia. Juan Carlos «El Rey»
Los límites de
la libertad religiosa
Juan
Francisco González Barón. 22
de Octubre de 2005
¿Es inherente al Estado laico configurarse como un límite a la libertad religiosa?
Si
somos consecuentes y no intentamos manipular la realidad ni distorsionar la
voluntad política que conduce a una sociedad democrática, regida por los
principios superiores de libertad y de igualdad, la respuesta obvia es que sí.
Si,
como la define Dionisio Llamazares, la laicidad puede entenderse “como una
condición indispensable para el pleno ejercicio de la libertad de
conciencia”, es inconsecuente sostener que el Estado laico no puede
configurarse como un límite a la libertad religiosa, sino como un límite a la
actuación de los poderes públicos.
Sólo
se llega a esta tesis incongruente desde una salto conceptual inadmisible entre
libertad de conciencia y libertad religiosa, defendida en España entre los ideólogos
del círculo próximo a la Fundación CIVES, a la Universidad Carlos III y a la
Asociación de teólogos Juan XXIII (Juan José Tamayo, Gregorio Peces-Barba y
el propio Dionisio Llamazares, entre otros), basada en una dicotomía
deformadora entre laicismo y laicidad o, si se prefiere, entre Estado laico y
Estado laicista. El mismo tipo de argumentación es recogido por los profesores
José María Contreras Mazario y Óscar Celador Aragón, ambos catedráticos de
Derecho Eclesiástico del Estado, en un reciente informe publicado por la
Fundación Alternativas.
Así,
el laicismo aparece como una actitud negativa y desfavorable hacia lo religioso
(podríamos entender, pues, que pone límites a la libertad religiosa y no únicamente
a la actuación de los poderes públicos).
Como
todos los autores aludidos demuestran conocer perfectamente las diferencias
cualitativas entre las nociones “libertad de conciencia” y “libertad
religiosa”, la falacia argumental introducida en los mismos textos en que
desarrollan la noción de Estado laico no puede ser atribuible a la ignorancia,
sino a intereses personales y/o políticos que ahora no procede desentrañar.
Lo
que sí prodece es examinar las consecuencias de tales distorsiones, en lo que
al análisis del grado de evolución de la libertad de conciencia en España se
refiere y a las propuestas para avanzar en su consecución.
La libertad religiosa puede entenderse, desde el punto de vista histórico y jurídico, de dos maneras absolutamente distintas e incompatibles:
1)
Como derecho de los individuos, de los seres humanos tomados de uno en uno. En
este caso, se trataría de un caso particular de la libertad de conciencia, cuyo
tratamiento político y jurídico debería ser el mismo que el de cualquier otro
sistema de convicciones o de creencias.
2)
La libertad religiosa, tanto en el desarrollo histórico de la noción como en
los actuales textos que conforman nuestro sistema jurídico, es concebida como
un derecho de los grupos, las confesiones, las comunidades, con exclusión del
individuo, que sólo es contemplado desde su pertenencia a alguno de estos
colectivos sujetos del derecho.
En
este segundo supuesto -el que realmente subyace en nuestro corpus legislativo,
en el Concilio Vaticano II, en los Acuerdos concordatarios-, el Estado laico no
sólo puede sino que está obligado a poner límites a la libertad religiosa, ya
que su deber es garantizar la libertad de conciencia como derecho de reclamación
individual.
Resulta,
por lo tanto, obvio que es el laicismo y no la laicidad el principio que conduce
a la configuración de un Estado laico, como lo es que el laicismo no contiene
ninguna actitud negativa y desfavorable a la libertad de convicciones y de
creencias (incluidas las religiosas) y sí las contiene la “laicidad”,
convertida en coartada para permitir el desarrollo o la permanenencia de la
libertad religiosa como derecho atribuible a las comunidades y, por lo tanto,
lesionador de la libertad de conciencia como derecho atribuible a los
individuos.
Las
consecuencias de esta distorsión que denunciamos se hacen patentes en cuanto
nos vemos en la situación de contestar a preguntas que, en principio, deberían
obtener una respuesta simple y unánime, claramente entendida por todos. (De
hecho, esta claridad, este carácter de aprehensión directa por parte del
ciudadano de a pie, de los derechos humanos, de los derechos fundamentales, es
una condición indispensable que está presente desde la Declaración de
derechos del hombre y del ciudadano de la Revolución francesa de 1789.) Veamos
un ejemplo: ¿Es el Estado español, configurado por la Constitución de 1978 y
su desarrollo legislativo hasta hoy, un Estado laico?
Para
los autores arriba aludidos, que oponen laicidad a laicismo, la respuesta
inmediata es que sí, aunque encuentran defectos, camino por recorrer y aspectos
a revisar. Para quienes pedimos a esos mismos autores coherencia con sus propias
definiciones (la laicidad “como una condición indispensable para el pleno
ejercicio de la libertad de conciencia”), la respuesta es bastante diferente,
ya que la libertad de conciencia sólo está formulada de manera abstracta y retórica
y, desde el mismo artículo 16 de la Constitución, se concibe al mismo tiempo
como un derecho de los individuos y de las comunidades (16.1) y se excluye por
completo la consideración de convicciones de tipo no religioso (16.3). La
libertad de conciencia queda así reducida de inmediato, cuando sus opciones son
no religiosas, a mera “ausencia de convicciones” (Ley Orgánica de Libertad
Religiosa de 1980).
Esta tremenda falta de coherencia entre una realidad innegable y la afirmación de que estamos en un Estado laico o en un Estado aconfesional, ateniéndonos a las propias definiciones que proporcionan los partidarios de la “laicidad”, es tan patente que, en los propios círculos próximos a la Fundación CIVES, a la Universidad Carlos III y a la Asociación Juan XXIII, no logran ponerse de acuerdo y el enrevesamiento y el grado de confusión llegan al ridículo cuando pensamos que desde esa ensalada de contradiciones se pretende descalificar el laismo. Veamos algunas respuestas a la pregunta sobre si estamos en un Estado laico, que intentan sortear esa falta de correspondencia entre la realidad y la afirmación de laicidad:
-Gómez
Llorente y el “laicismo moderno”: La dicotomía Estado laico / Estado
aconfesional. Un análisis de la misma puede consultarse en el artículo Propuestas
para una sociedad laica,
http://www.audinex.es/%7Edariogon/G001.htm
-La laicidad inclusiva. También en Propuestas para una sociedad laica,
http://www.audinex.es/%7Edariogon/G001.htm
-La
pluralidad religiosa de Peces-Barba. Ver Gregorio Peces-Barba y el espíritu lockiano,
http://www.audinex.es/%7Edariogon/G020.htm
-La pluralidad religiosa de Tamayo y la prevención contra el pensamiento humanista. Ver Dos perlas lingüísticas de Juan José Tamayo,
http://www.audinex.es/%7Edariogon/G022.htm
-De
la dicotomía Estado laico / Estado laicista ya se ocupa suficientemente este
artículo.
Lo
que ocurre es que, sencillamente, se produce una ceguera intencionada, que no
permite extraer las consecuencias obvias de sus propias observaciones a autores
como Dionisio Llamazares, José María Contreras y Óscar Celador. La Constitución
española de 1978 permite, a través de sus flagrantes contradicciones, ser leída
en clave de laicidad o de aconfesionalidad y también en clave de
confesionalidad. La primera lectura, la que los defensores de la libertad de
conciencia podemos hacer en casos puntuales, para defender nuestros derechos en
el aquí y ahora, pese a las insuficiencias del actual sistema legislativo,
queda bloqueada en todos los planteamientos generales de desarrollo de los
derechos fundamentales desde la propia Constitución. Y en este sentido, y
siendo consecuentes, debería constatarse la realidad de un Estado confesional:
-En
el artículo 16.1 se reconoce la libertad ideológica, religiosa y de culto de
los individuos y las comunidades. Si este es un derecho de los individuos, ¿cómo
puede serlo al mismo tiempo de las comunidades? ¿De qué tipo de comunidades se
habla? ¿Puede un municipio declararse católico, protestante, musulmán, ateo?
¿Es un derecho de las comunidades religiosas, y por lo tanto de sus jerarquías?
Lo que aquí se hace es, simplemente, introducir la noción histórica de
“libertad religiosa”, excluyendo la noción de libertad de conciencia, como
demuestra la inmediata lectura que hace la Ley Orgánica de libertad religiosa
de 1980.
-El
artículo 16.3 no deja ya ninguna duda sobre esta exclusión de la libertad de
conciencia: Ninguna
confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta
las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las
consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás
confesiones. Al margen de la escandalosa mención explícita de una
confesión particular, es obvio que el Estado configurado por la Constitución
de 1978 sólo tendrá en cuenta las creencias religiosas, con exclusión de
cualquier otro tipo de convicciones, por lo que a lo más que puede llegarse
desde aquí es a un cierto grado de pluriconfesionalidad.
-La
existencia del invisible artículo “16.4” de la Constitución, cuyo larguísimo
texto está integrado por el renovado Concordato de 1953, actualizado en el
Acuerdo base de 1976, en los cuatro Acuerdos de 1979 y en toda la normativa
posterior emanada de ellos, que configuran un corpus jurídico de Derecho Eclesiástico
del Estado cuya simple existencia convierte en una mueca absurda la primera
frase del artículo 16.3: Ninguna
confesión tendrá carácter estatal.
Hablar
del invisible “artículo 16.4” no es sólo una manera más o menos humorística
de sostener la confesionalidad del Estado español (o la criptoconfesionalidad,
por usar la terminología de Gonzalo Puente Ojea, aunque ya no parece tan críptica
y se hace cada vez más notoria). Los profesores citados, Dionisio Llamazares,
José María Contreras y Óscar Celador, coinciden en sus análisis en situar
los Acuerdos concordatarios, en cuanto a jerarquía normativa, debido a su carácter
de tratados internacionales, por encima de las Leyes y, de facto, en un rango
parejo al de la propia Constitución, obligando a los poderes públicos, cuando
se entra en conflicto, a inclinarse por la lectura confesional de la misma.
Lo lamentable es que de ello no se extraigan las consecuencias obvias, se continúe en la pretensión de que estamos en un Estado laico que necesita pequeños retoques y se pretenda descalificar desde esta posición el movimiento laicista y su coherente compromiso con la libertad de conciencia:
1)
Necesidad urgente de reformar la Constitución en su artículo 16 para reconocer
la libertad de conciencia como derecho atribuible a los individuos, a los seres
humanos tomados de uno en uno (lo que no excluye su derecho a asociarse en torno
a convicciones -religiosas o no-, derecho de reclamación individual ya recogido
en otro artículo de la Constitución).
2)
Modificar la redacción confusa del artículo 27.3 para acercarlo, en la letra y
en el espíritu, a su artículo homólogo (el 26.3) de la Declaración Universal
de Derechos Humanos de 1948, texto con el que está directamente comprometida la
Constitución española desde su artículo 10.2: Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación
que habrá de darse a sus hijos. Esta redacción de la DU, que contempla
realmente un derecho universal y no un privilegio de algunas confesiones, no lo
restringe a los padres con convicciones religiosas excluyendo a los padres con
otro tipo de convicciones. Y, desde luego, no plantea, por lo imposible de dicha
pretensión, que las distintas morales particulares –religiosas o no- sean
acogidas y financiadas dentro de la escuela en sus itinerarios oficiales.
3)
Abrogación definitiva -y no revisión- del Concordato de 1953, vigente aunque
modificado en la totalidad de su contenido a través del Acuerdo de 1976, de los
Acuerdos de 1979 y de la normativa posterior emanada de ellos. La noción de
Estado laico es incompatible con la existencia de un Derecho Eclesiástico del
Estado, sobre todo si dicho derecho se sitúa, por su carácter de tratado
internacional, al mismo nivel que la Constitución, como un artículo invisible
de la misma que la hipoteca de manera permanente. El caso de la Iglesia católica
es único, ya que es la única confesión religiosa que al mismo tiempo se
configura como un Estado (aunque se trate de una parodia, sin ciudadanos mujeres
y niños, por ejemplo, creada por Benito Mussolini en 1929).
4)
Abrogación de la Ley Orgánica de libertad religiosa de 1980, para sustituirla
por una ley orgánica de libertad de conciencia que asegure un trato idéntico y
en perfectas condiciones de igualdad para su ejercicio a todas las posibles
convicciones particulares, sin discriminar a los individuos –sujetos de este
derecho- en función de la índole religiosa o no religiosa de las mismas. Es
notorio que la actual Ley de 1980 reduce las creencias y convicciones de carácter
no religioso a “ausencia de convicciones”, con las consecuencias inmediatas
que ello tiene en todas las leyes orgánicas que regulan el derecho a la educación
y en el vigente Código Penal. Es este punto, es de notar que el estudio de José
María Contreras y Óscar Celador se hace eco por primera vez en España de la
denuncia de esta Ley, emprendida por la Asociación Europa Laica desde su
fundación, aunque, claro está, sin citar a la misma (no existe ninguna
denuncia previa a la puesta en marcha de dicha campaña). Tampoco se extraen de
esta aceptación las consecuencias necesarias en lo que se refiere al sistema
educativo y a la normativa penal de protección de la libertad de conciencia
(ver el Plan
de Acciones y Campañas de 2005 de la Asociación Europa Laica).
5)
La no financiación de un parafuncionariado de curas y de obispos pagados por el
Estado y la no existencia de otro parafuncionariado de catequistas en la escuela
pública o financiada por fondos públicos. El Estado laico, si realmente se
concibe como protector de la libertad de conciencia, no puede ser un brazo
secular tendencioso de adoctrinamiento.
6) En definitiva, y para no alargar este artículo con pormenorizaciones que asociaciones laicistas como Europa Laica recogen en sus planes de acciones y campañas (http://www.europalaica.com), un tratamiento en perfectas condiciones de igualdad de todos los sistemas de convicciones (y con ellos de las organizaciones privadas que los sustentan), en lo que a reconocimiento de derechos positivos y a deberes se refiere, sin aceptar ningún tipo de discriminación en función del carácter religioso o no religioso de los mismos. Lo que también conlleva el rechazo a la inclusión de una asignatura obligatoria para todo el alumnado de ”religión no confesional” (¿??), cuyo carácter apologista y tendencioso frente al pensamiento humanista no religioso no puede escapar a nadie, además de ser un recurso, desde la raíz de su propuesta, para convertir en funcionarios públicos a los actuales catequistas de religión católica que están presentes en el sistema educativo gracias a los Acuerdos de 1979.