Diario Vasco 26
de Enero de 2006
La educación será el
factor crítico de desarrollo en la sociedad del futuro. No lo será tanto
el acceso a la información, como dicen, sino las herramientas a partir de
las cuales procesar la información a la que se accede. Y esas habilidades
las aporta la educación, la educación formal.
Hace no demasiado Emmanuel Todd, un historiador y demógrafo francés,
escribía un ensayo sobre la educación y su influencia en el progreso de
las ciudadanías del futuro. Afirmaba que en nuestro horizonte social se
producirán fracturas derivadas del cultivo diferencial de la educación. En
España cambiamos la leyes orgánicas de educación cada legislatura,
tenemos una deriva centrífuga instalada en los curricula educativos de las
comunidades autónomas, mientras en Francia queman vehículos y en Finlandia
exigen una nota media de 9 en el bachillerato para que un alumno
preuniversitario acceda a cursar estudios de magisterio, que duran seis años
de carrera.
Aunque todavía existe una abundante proporción de población iletrada en
internet, por ejemplo, la información es accesible y lo será todavía más
en la medida que la telefonía móvil converja en sinergia casi indivisible
con la red. Las tecnologías de la información y la comunicación ponen ya
en contacto a poblaciones del mundo más deprimido con aquellas otras del
desarrollado y avanzado. En parte a través de esa comunicación, se generan
flujos migratorios azuzados por la construcción perceptiva de realidades
multimedia. Pues bien, el acceso no es un problema, sino el cómo se
interpreta la información disponible.
La calidad educativa producirá fracturas. Ya las está produciendo y España
tiene unos nefastos indicadores sectoriales al respecto. Cómo tendremos la
salud ciudadana que en vez de preguntarnos sobre cuál será la mejor
articulación para lograr que la educación sea una política de Estado,
todavía estamos dirimiendo si en nuestras curricula formales debe o no
incluirse asignatura religiosa. Nuestro atraso conceptual es antológico.
La religión debería extraerse del sistema educativo público y derivarse a
circuitos particulares y propios. Que una familia considera que el niño o
la niña deben recibir algún tipo de doctrina religiosa, que busque el
tiempo extraescolar para matricularlos en catequesis católica, musulmana,
judaica, budista o védica. Es de sentido común. Y las estructuras burocráticas
de las confesiones deberían estar encantadas de impartir esas enseñanzas.
También puede recurrirse a la escuela privada, con un menú a la carta que
incorpore segmentos de conocimiento confesionales. El tiempo dedicado en las
escuelas públicas a educación religiosa, que se asigne a la formación en
ciudadanía, asignatura de la que incluso los adultos más progresistas
estamos necesitados. Así se concilia el derecho a ser religioso con la
necesidad demócrata liberal de mantener la educación pública liberada de
servidumbres confesionales de cualquiera índole.
Otro aspecto capital de la educación formal del futuro, en las democracias
liberales globalizadas, tiene que ver con la idea de igualdad, con la
educación para la igualdad. Realmente, estoy persuadido de que se trata de
un planteamiento que nunca se ha abordado con inteligencia y con el mínimo
respeto a la biodiversidad del ser humano. Uno de los malos entendidos, de
las perversiones si quieren, más insidiosas del ideario democrático tiene
que ver con la igualdad. En nuestras sociedades, la igualdad real y social
entre seres humanos libres ha estado derivando durante décadas hacia la
uniformización. Pensamiento único, consumo, comportamientos
estereotipados, hasta llegar a la era de lo políticamente correcto. El
error, a mi juicio, radica en el discernimiento o, por mejor decir, en la
falta de discernimiento entre ser iguales y estar iguales, una disyuntiva
semántica en donde el castellano tiene ventaja semiológica sobre otras
lenguas.
Bajo la democracia, estamos iguales dentro de nuestras diferencias, en los límites
de las cuales somos distintos. Aprecien la belleza ontológica del juego de
palabras. Nuestra libertad acaba donde comienza la libertad del otro nuestra
diferencia termina en la igualdad referencial que compartimos con el otro
para gestar, para generar, el espacio social colectivo. Pues bien, hemos
sido incapaces, todavía, de trasladar esa idea al sistema educativo público
y articularla en un proceso resolutivo. Y hemos sido incapaces porque el
agente socializador por excelencia, la familia, tampoco lo tiene nada claro.
El ciudadano medio cree que estar igual, en términos democráticos, es
equivalente a ser igual. La igualdad democrática, ese estar democrático,
se traduce, en general, en el reconocimiento de los mismos derechos y las
mismas oportunidades para todos y todas en el marco de la ciudadanía, por
encima de diferencias individuales. El axioma tan básico se confunde, a
menudo, con la idea de que tenemos que actuar como si nuestros
comportamientos tuvieran que converger, que ser iguales, como si nuestras
personalidades e identidades no fueran significativas en la realidad social.
De este modo, se le pide al niño que se comporte igual que los demás, pero
al mismo tiempo se alaban sus ojos azules o su cabello rubio o su altura (su
diferencia) en detrimento de niños o niñas con rasgos más latinos, más
oscuros. El mensaje que reciben unos y otros niños es que son diferentes,
pero que se les pide que sean iguales. No se les enseña a amar la
diferencia, su diferencia, y tampoco la naturaleza de la igualdad que se les
demanda, que es social y no individual, pero que desde pequeños están
viviendo como individual y no como social porque así les trasladan el
mensaje los adultos a su alrededor. De ese modo, existen multitud de
pacientes en las consultas de Psicología cuyo principal agujero personal es
no aceptar quiénes son ni cómo son. Eso en un plano individual. Porque en
una dimensión más social, ese déficit de amor y aceptación a nosotros
mismos se bifurca hacia la no aceptación de la diferencia ajena, que quiere
hacerse pasar a toda costa por el tamiz de la uniformización. No es
necesario subrayar el obstáculo que supone todo este guirigay educativo e
identitario para la integración global de inmigrantes con otras pautas
culturales. Estos inmigrantes desconocen a menudo que existe un espacio común,
colectivo, social, donde es necesario encontrar vectores de convergencia
para estar como iguales. Las sociedades de acogida, al tiempo, adolecen de
insensibilidad para entender que son diferentes y que esas diferencias
necesitan de su respeto, al tiempo que de vehiculizaciones para su
canalización saludable y compartida. Nada de esto se enseña, porque
nuestra educación para la igualdad no es más que educación para la
uniformidad.