Toda emigración alienta un proyecto de encuentro, de mezcla, de mestizaje, un proyecto de vida mejor
 
La maleta invisible

Tahar Ben Jelloun - 05/09/2004

El escritor marroquí en lengua francesa Tahar ben Yelún habla de la maleta invisible, el conjunto de signos que constituyen la identidad del inmigrante, su única pertenencia, que lo vincula a la sociedad de origen. Esa maleta extiende ante la sociedad de acogida un rico paisaje, la diversidad cultural, que sólo puede ser disfrutado mediante una respuesta activa, base de todo intercambio. via jd

TLas personas que se desplazan, que emigran, suelen verse aquejadas casi siempre de exceso de equipaje. Acarrean demasiadas maletas, bolsas y cajas. Es el producto manifiesto de la angustia. La persona que emigra, por definición, es aquella que ha experimentado la carencia y que sigue teniendo miedo de la falta de algo. En consecuencia, adopta las correspondientes precauciones. Piensa en lo que le hará falta. Suele incurrir en previsiones o juicios erróneos, cargándose de cosas que no le servirán para nada. La angustia de lo desconocido, el miedo al vacío, la ausencia de puntos de referencia tranquilizadores… todo este cúmulo de circunstancias se confabula para inducir desasosiego y zozobra. La fatiga, en ocasiones el agotamiento y un cierto grado de irritación aportan al inmigrante los ingredientes de un estatuto propio y definido: es quien carece de suelo, en marcha hacia otra tierra cuyos límites y reglas de comportamiento desconoce. Por conocimiento entiendo aquí el hecho de haber integrado las leyes y normas del país donde depositará sus maletas, el lugar donde vivirá su familia, el lugar que le proporcionará una nueva memoria, nuevos puntos de referencia y nuevas esperanzas.

Todos los emigrantes del mundo experimentan esta prueba: cruzan una frontera con el corazón en un puño, penetran en un país como al asalto… en una palabra, experimentan una desazón que no se atreven a exteriorizar. Se comportan como si no estuvieran en regla ni fueran bien acogidos. Se trata de emigrantes que ya han dado el paso de emigrar, pero hay hábitos que no se inculcan. Por más que hagan el viaje, para la mayoría siempre es la primera vez; diríase que se trata de un traumatismo incurable. Sucede que este arrancamiento conlleva, en sí mismo, violencia; abandonar la propia tierra, abandonar una parte de la familia, arrancarse, es decir, extirpar las raíces transportándolas a otro lugar es una operación violenta que no se lleva a cabo sin dolor. Es normal, dado que se trata de un nuevo nacimiento. Nacer a otro mundo, nacer en otro mundo, pasar de lo conocido a lo desconocido o, al menos, a algo vagamente conocido y falto de consolidación en la propia memoria.

De ahí el exceso de equipaje a que antes me he referido: para evitar la angustia del tránsito –se pasa de un estado a otro– uno se tranquiliza llevando consigo elementos de cultura; es lo que yo llamaría la maleta invisible, puesto que contiene todo cuanto define el ser cultural, entendiendo aquí cultura en sentido amplio, es decir, lo que constituye la ontología identitaria.

El cuerpo que se desplaza, el cuerpo que vende su fuerza de trabajo, el cuerpo que sirve y se gasta respira, además del aire circundante, el aire de sus raíces, lo que podría llamarse la respiración de los orígenes. El cuerpo los necesita. El inmigrante se siente vinculado a ellos; este vínculo se convierte, en el transcurso del tiempo, en una desventaja cuando el padre trata de transmitir esta respiración a su progenitura. Comienza ahí otra violencia, la que caracteriza el conflicto entre quien ha hecho el viaje y quien no lo ha hecho. Se suele cometer el error de llamar inmigrados a los hijos de la inmigración. No, no son inmigrados; no han hecho la travesía; han nacido en la tierra adonde emigraron sus padres.

Estos niños no transportan la maleta invisible; no la perciben en el sentido originario del término ni consideran tan siquiera que pueda existir y constituir un patrimonio, un exponente de la cultura de los orígenes.

Algunos la zarandean, la pisotean, la rechazan como signo de una pertenencia que apartan de sí pero que en el fondo anhelan conservar. El problema fundamental no es económico sino cultural. ¿Qué cultura es ésta que se desplaza? Toda cultura es una manera de estar en el mundo; anuncia su realidad por la perpetuación de costumbres y tradiciones, se expresa y transmite a través de la lengua, la música, la cocina, los perfumes y las especias. Consta también de obras de arte, monumentos y muchas otras cosas. Pero la cultura del emigrante pervive en su memoria, en sus gestos, en su forma de ser, y a ella se agarra como un náufrago a un aro de salvamento. Sabe que es su identidad y su factor diferenciador de modo que la mantiene tan viva como puede; es decir, con los medios de que dispone. Descubre entonces que hay otras culturas, otras maneras de vivir y de pensar. La competencia es dura; su vía de expresión serán los hijos, que harán entrar en la casa del inmigrante esta diversidad; la impondrán a veces, incluso, de forma vehemente y casi a la fuerza. La cultura del país de acogida es inevitablemente más fuerte y potente pues está más estructurada y articulada, y goza de una mayor facilidad de transmisión en todos los ámbitos. La del inmigrante es una cultura disgregada, inconclusa y reviste a veces rasgos caricaturescos. Sufre de aislamiento y no tolera fácilmente el viaje y el desplazamiento. No se halla en condiciones de competir con la cultura dominante; se deja contaminar. Las mujeres de la inmigración lo han entendido inmediatamente y sacan el mejor partido de las oportunidades que se les ofrecen. No se han beneficiado únicamente de la cultura del Estado de derecho –principalmente, los derechos de la mujer– en Occidente, sino que constituyen de hecho un factor de presión casi incontenible en sus países de origen, que inevitablemente habrá de cambiar para incorporar algunos de estos derechos. Así ha sido en el caso del código del estatuto personal de la familia en Marruecos en el 2003, si bien en este caso se trató de una de las primeras iniciativas adoptadas por el nuevo rey, Mohamed VI.

En el fondo de toda emigración alienta un proyecto de encuentro, de mezcla, de mestizaje, un proyecto de una vida mejor. No se deja la propia tierra como por ensalmo. No hay un choque de culturas, sino una interpenetración. Las culturas no son bloques de hormigón; funcionan mediante flujos, lugares y espacios de tránsito. Se enriquecen recíprocamente sin que seamos plenamente conscientes de ello. La diversidad cultural es un hecho; existe y se desarrolla en silencio a través de las acciones y gestos de los hombres y mujeres. Al aludir al llamado choque de civilizaciones, se ha pretendido impresionar las mentes y la imaginación con un eslogan que no descansa sobre ninguna realidad precisa. Debería hablarse, en cambio, de un choque de ignorancias por la sencilla razón de que las culturas y las civilizaciones son fluidas, circulan como acabo de decir sin que seamos plenamente conscientes de ello y coexisten con toda tranquilidad aun generando conflictos; demostración de su viveza.

Esta diversidad cultural está bien presente actualmente en Europa, no exenta de cierta agitación y zozobra; ello provoca situaciones confusas en cuyo seno se utiliza la religión precisamente cuando debería preservarse su carácter y naturaleza. La religión no está para entrar en el ámbito público de lo político. En Francia –tras importantes luchas– se produjo la separación de la esfera política en 1905. La ley francesa sobre la laicidad ha permitido que se desarrolle una cultura del derecho y del Estado de derecho que comporta el reconocimiento del individuo en calidad de entidad única y singular. Es la base de la democracia. Es, asimismo, lo que inquieta y trastorna a la cultura musulmana cuando algunos inmigrantes la blanden como estandarte principal y con afán exclusivista, por no decir violento. Sucede que en su fuero interno es una identidad, un escudo contra el exilio; una cultura para poder vivir y sentirse menos solo en tierra extranjera. Es lo que pueden ofrecer a su descendencia como cultura originaria. A partir de ahí, todo puede manipularse: se mezcla lo verdadero y lo falso; el islam en tanto que religión y cultura se convierte en una ideología y experimenta las desviaciones y corrupciones bien conocidas, lo que da paso a la amalgama y el infortunio.

Más que nunca, el papel de la cultura de acogida debe ser activo: es menester ganar para la causa del derecho a estos millones de inmigrados, sombras quebradizas, rostros inquietos, miradas perdidas. La diversidad es una oportunidad que se ofrece; resta toda una labor por delante para que la cultura de los inmigrantes no se confunda con su religión. Por esta razón, es preciso apreciar en su justo valor esta cultura: la enseñanza de la lengua, la traducción de sus diversas literaturas, el interés constante por sus orígenes. La diversidad se mantiene gracias al intercambio, a la inteligencia del diálogo, al fomento de los valores universales que han de convertirse en valores comunes. Esta tarea debe realizarse por ambas partes. El inmigrado que trabaja no dispone del tiempo ni de los recursos necesarios para practicar estos intercambios. Es muy plausible que el mensaje pueda efectivamente transmitirse a través de los hijos de los inmigrantes. Sin embargo, estos niños, estos nuevos ciudadanos europeos no escapan a las solicitaciones provenientes de los extremos. Como ha subrayado Cioran, la juventud resuena cuando vibra la cuerda del fanatismo. Siendo como es apasionada, puede fácilmente caer en el extremismo e incluso el oscurantismo. Nuestro trabajo consiste en ofrecerle a esta nueva juventud europea, de piel morena, la pasión de descubrir, la pasión de saber; en suma, la pasión de vivir. Empecemos a tal propósito por reconocer y valorar la cultura de sus padres para que, a fin de cuentas, esta maleta invisible y muda se abra a plena luz del día y se convierta en una fuente de respeto y dignidad. Ahí radican precisamente los albores del mestizaje. No se trata de una amenaza susceptible de desestabilizar la civilización judeo-cristiana, sino de una promesa de mutuo enriquecimiento.

TAHAR BEN JELLOUN, escritor. Premio Goncourt 1987
Traducción: José María Puig de la Bellacasa

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