La ley de la Razón. Almudena Grandes "Nosotros
no tenemos el poder, pero tenemos la razón. Y la razón importa, la razón
pesa, la razón duele o reconforta, la razón compromete. Y ese compromiso
no se puede negociar, el nombre de la razón sólo puede pronunciarse de
una manera. Por eso, creo que no debemos pedir, no debemos exigir, ni
siquiera negociar, sino afirmar. Porque tenemos la razón, no estamos
dispuestos a volver a la caverna, al espacio húmedo y tenebroso, oscuro y
frío, atemorizado y seco, donde ya ha sucedido la infancia de demasiados
niños, de demasiadas niñas, demasiadas veces, durante demasiados siglos,
en este país nuestro donde el progreso sigue siendo un milagro frágil y
azaroso, y el simple respeto un valor revolucionario." Escribí
estas palabras en febrero de 2004, para leerlas en un acto contra la LOCE
convocado, como el que nos reúne hoy aquí, por la CEAPA. He querido
comenzar con ellas mi intervención de esta tarde, en unas circunstancias
tan parecidas, y tan distintas a la vez a aquéllas,
para recordar, y recordarme, que la batalla por la civilización -el único
concepto del término "civilización" que sigue estando vigente
a estas alturas de la Historia, dije entonces y repito ahora-, es larga y
dura, áspera y trabajosa. Pero no, eso nunca, superior a nuestras
fuerzas. Porque la escuela pública mixta, laica, gratuita, obligatoria,
igualitaria y de calidad es el primer peldaño de la civilización, y cada
uno de esos conceptos, cada uno de esos adjetivos, cada una de esas
reivindicaciones, nos carga de razón. Otros
hablan de la Verdad. Una Verdad suprema, que se escribe con mayúscula
porque, al parecer, es el nombre propio de Dios, que, al parecer, es el
nombre propio de algo. Una Verdad que pretende suplantar y anular otras
verdades que, dando sentido a conceptos como la Libertad, la Igualdad y la
Justicia, alientan con mayúscula en nuestra conciencia, una Verdad que
desprecia las leyes del conocimiento y de la historia para remontarse a la
bruma glacial, pantanosa y preternatural donde se originaron el miedo y la
superstición, la desigualdad y la humillación, como atributos humanos. A
pesar de eso, yo no voy a hablar de la verdad. Y no porque no me lo pida
el cuerpo, desde luego. Lo que siento últimamente es una indignación
semejante a la que me inspira mi propia hija de siete años cada vez que
se coge un berrinche con tanto aparato eléctrico como ningún motivo, y
me entran unas ganas tremendas de darle un bofetón y decirle, toma, para
que llores por algo. El cuerpo me pide ahora algo parecido, toma, para que
te sientas perseguido por algo, pero, por muy partidaria que sea de mi
cuerpo, y por muy justa, oportuna, razonable, merecida y deseable que me
parezca esa satisfacción, no voy a incurrir en el error político de
perseguirla. Porque a la Iglesia Católica española le sobran mártires.
Ya tienen tantos, que en el Vaticano no dan abasto para canonizarlos a
todos. Así
que no voy a hablar de la verdad, ni de eso que los redivivos soldados de
Cristo que escriben artículos de opinión en ciertos periódicos llaman
el Derecho Natural, todo por supuesto con sus preceptivas mayúsculas
aunque a ningún jurista mínimamente sensato se le haya ocurrido volver a
invocarlo desde el siglo XVIII para acá. Porque a mí me interesan más
los derechos con minúscula, y entre ellos, el que puede poner en nuestras
manos la oportunidad modestamente histórica de impulsar la modernización,
incluso la normalización, de nuestro país. Es de eso de lo que estamos
hablando al exigir un modelo laico para la escuela pública. Porque
éste, que se llama España, es nuestro país, también nuestro país.
Esta aparente obviedad deja de serlo en un momento como éste, en el que
los voceros de la derecha en general y de la Iglesia en particular vuelven
a invocar la Verdad y el Derecho con mayúscula, la tradición, sin
aclarar que hablan exclusivamente de la suya, y hasta el espíritu
nacional aquél que nos enseñaban en el colegio, para comportarse como si
ellos fueran los propietarios de este país y nosotros unos pobres
desgraciados que estamos aquí realquilados con derecho a cocina. Y lo
peor no es eso. Lo peor es que consiguen que una amplia parte de la opinión
pública se lo crea, y cuando se plantea, como en estos momentos, una
cuestión tan elemental como la conveniencia de separar la Iglesia y el
Estado, hay demasiada gente que se lleva un susto y utiliza la palabra
"provocación" como arma arrojadiza. Y ya está bien. Ya está
bien de manipulaciones, ya está bien de falsos victimismos, ya está bien
de que los auténticos provocadores reciban con una mano dinero del Estado
que sostenemos todos los españoles excepto ellos, y con la otra, abierta,
insinúen gestos ambiguos, a medio camino entre la petición de limosna y
la amenaza. Para mí, desde luego, ya está bien. Yo tengo tantos
apellidos terminados en "ez" como el que más, y no me asusto
porque no me da la gana. Los
que estamos aquí, representándonos a nosotros mismos y a bastantes
millones de españoles más, somos miembros de la sociedad civil que ganó
las elecciones generales el 14 de marzo de 2004. Y desde esa posición,
desde esa convicción, y me atrevería a decir que desde ese derecho,
debemos reclamar al gobierno que surgió de esas elecciones no valor,
porque el valor sobra, o al menos debería sobrar, cuando el poder se
ejerce democrática y legítimamente, pero sí lealtad consigo mismo, y
tanto a nosotros como a sus miembros, sangre fría, inteligencia y
firmeza. Porque nosotros no somos los provocadores. Nosotros somos los que
tenemos razón, y la razón es la única verdad que no necesita mayúsculas
para perdurar. La nuestra es una razón antigua, además. Una razón que
está en el origen de la mejor tradición que ha generado jamás este país.
Una razón que situó a España por primera y única vez en muchos siglos
a la cabeza del progreso de las naciones. Esa es mi tradición, la única
en la que quiero reconocerme, la única a la que pertenezco. Educación,
educación y educación. Este lema de la España republicana, laica e
institucionista, que se volcó con todo lo que tenía y aun con lo que le
faltaba, en la tarea heroica, admirable, de mejorar las condiciones de
vida de los habitantes de aquel país que sigue siendo éste, por el
procedimiento de erradicar su ignorancia, es una tradición indiscutible,
hasta castizamente española. Tan española como la estampa sombría del
acuerdo que un Estado ilegítimo, que ya no existe, firmó con una Iglesia
que, a pesar de eso, sigue reivindicando su vigencia con un ardor que
parecería digno de mejores propósitos en el mundo atrozmente cruel y
convulso en el que vivimos. Porque no está de más recordar que los
sucesivos acuerdos con el Vaticano, en esencia sólo renovaciones automáticas
del Concordato de 1974, no son ni siquiera anticonstitucionales. Son
preconstitucionales, lo que parecería un chiste si no fuera un disparate
y aún más, el condenado dinosaurio que contemplamos cada mañana al
despertar. Y sin embargo, ahora tenemos una oportunidad para poner cada cosa en su sitio. La Iglesia en el alma de sus fieles, la escuela pública en la vanguardia de la sociedad, el conocimiento humanista y científico en las aulas, las verdades con mayúscula fuera del debate político. La escuela es un lugar para saber y no para creer. Creamos en la escuela, en la educación pública, para poder creer en nosotros mismos, en lo que España es y en lo que fue, en lo que pudo ser, y en lo que será si no olvidamos que tenemos la razón, y que la razón importa, la razón pesa, la razón duele o reconforta, y la razón compromete. Y que ese compromiso no se puede negociar porque el nombre de la razón sólo puede pronunciarse de una manera. --------------------------------- Este texto fue elaborado y leído por la escritora Almudena Grandes, el pasado 24 de noviembre, en su discurso de apertura del acto reivindicativo de la campaña "Por una sociedad laica. La religión fuera de la escuela". |