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Iglesia,
condones, muerte
Juan
Antonio Aguilera Mochón *
29 de Enero 2005
Estos días
se han generado unas expectativas extraordinarias en España ante la
eventualidad de que la Iglesia católica aceptase el uso de condones como medio
para prevenir la transmisión del sida. Se produjo una rápida excitación y una
felicitación precoz casi generalizada, pero algunos aplicaron el procedimiento
de la ‘marcha atrás’ y no se culminó lo que habría sido una magnífica
noticia: acabamos viendo, impotentes, que todo ha quedado como estaba, el uso
del condón es inmoral. Sin embargo, este asomarse a lo que podría ser y no es
nos permite reflexionar sobre el asunto con perspectiva.
¿Qué
supone el rechazo de la Iglesia a los condones, y a los métodos anticonceptivos
en general? ¿No tiene más trascendencia que la que le quieran conceder los católicos
adultos, informados y con posibilidades de elección con su mayor o menor
acatamiento? Si fuera así, tal vez no habríamos de preocuparnos mucho en países
como el nuestro, donde en general hay acceso suficiente a la información para
que cada cual decida, y, de hecho, parece que la mayoría de los católicos españoles
opta por utilizar métodos anticonceptivos, y en particular, aprueba el condón
como anticonceptivo y defensa frente al sida.
Sin embargo, ocurre que la Iglesia no se conforma con dictar normas para
que las sigan quienes quieran, sino que llega a mentir descaradamente para
respaldar su doctrina –en el asunto que nos ocupa, al afirmar que los condones
no previenen el sida– y pretende, hasta donde lo permiten sus posibilidades,
que aquellas normas afecten a todo el mundo. Y, dados su gran poder y su enorme
influencia, consigue un importante efecto a escala planetaria sobre las políticas
de control de la natalidad y de defensa contra el sida. Lo cual significa que la
Iglesia promueve una ingente cantidad de nacimientos de personas abocadas a la
desnutrición y a la miseria (esto le supuso enemistarse con la no precisamente
extremista UNICEF: le retiró su
apoyo por defender la anticoncepción en países donde los niños se mueren de
hambre). Y fomenta una profusión de contagios de sida (ya saben, la
enfermedad que, según la ministra de Sanidad, cada semana causa tantas muertes
como el reciente tsunami), pues, siendo otra la actitud eclesiástica, en buena
medida podrían haberse evitado. La Iglesia ocasiona, por tanto, muerte y
extraordinario sufrimiento a una escala que creo que distan mucho de alcanzar
los generalmente considerados peores fanatismos, cargados de odio. Obviamente,
entre sus objetivos no está el causar muerte y sufrimiento. En la actualidad
(no hablemos ahora de otros tiempos), ni pretende matar a nadie, ni utiliza el
terror como medio para alcanzar sus fines, ni persigue el exterminio sistemático
de un grupo humano, por eso no cabe utilizar palabras como terrorismo o
genocidio. De hecho, se la suele considerar la organización benéfica por
antonomasia. Pero por eso resulta más perversa su acción: desactiva mecanismos
de defensa. El que la Iglesia se proclame la gran defensora de la vida parece
hacer aceptable lo que de otro modo no sería tolerado. No voy a discutir que lo
que quiere la mayoría de los católicos es extender el bien… pero la muerte y
el sufrimiento son, más que efectos colaterales, consecuencias directas de las
afirmaciones y las acciones de la Iglesia en materia sexual, y la Iglesia es
plenamente consciente de ello. La Iglesia no busca activamente la muerte de
quienes no la siguen, pero sí lucha con ardor para que quienes no la siguen
puedan evitar la muerte mediante procedimientos que contravienen su doctrina
sexual. Se trata de un grado extremo de intolerancia, integrismo y
fundamentalismo. Las tareas humanitarias de la Iglesia en absoluto pueden
compensar esos estragos. El perjuicio específico que, al margen de lo ya
comentado, ocasiona la moral sexual católica en los homosexuales (negándoles
su ser) y en las mujeres (negándoles la emancipación biológica) es más difícil
de ponderar por no ser cuantificable como las muertes o los contagios, pero
piensen en una sola niña o niño o adolescente homosexual a quien hacen creer
que su tendencia sexual es una aberración antinatural, una enfermedad. Esto es
una mentira palmaria, una afirmación anticientífica y tremendamente cruel,
capaz de provocar daños difíciles de reparar.
En
mi opinión, es urgente reconocer estos hechos evidentes, pero invisibles
aparentemente para la mayoría, para ponerles freno. Es preciso ser conscientes
de que estamos ante una organización que posee un Estado que dista de ser un
Estado democrático de derecho, en el que se violan flagrantemente derechos
humanos. ¿Saben que el Vaticano -la Santa Sede- no ha firmado la Declaración
Universal de los Derechos Humanos, y que hasta 2002, de 104 convenios de
Naciones Unidas en defensa y promoción de los derechos humanos, la Santa Sede
había suscrito solamente 12? En este sentido, está en los últimos lugares,
detrás de países como Cuba, China, Irán o Ruanda. Como reconocen con dolor
algunos teólogos católicos, el Vaticano no puede aceptar la igualdad de
derechos de hombres y mujeres (éstas simplemente no son admitidas en toda la
jerarquía), ni la libertad de expresión y enseñanza sin sus particulares
recortes, ni las garantías jurisdiccionales en el enjuiciamiento y medidas
disciplinarias... En definitiva, el Vaticano se asemeja mucho más a un estado
totalitario, a una monarquía absoluta represora y sexista que a un estado de
derecho.
Ante
todo lo expuesto, me hago y les hago estas preguntas:
¿No están perseguidas por las leyes unas iniciativas que conducen a una violación manifiesta de derechos humanos básicos, que propagan la muerte y el dolor más atroces a escala mundial? ¿Cómo es posible que la organización que desarrolla esas iniciativas disfrute de privilegios de todo tipo en un país como España? En particular, ¿cómo se le puede conceder una asignatura para que transmita una doctrina con elementos mortíferos, fundamentalistas y anticientíficos en los centros de enseñanza públicos? y ¿cómo se puede permitir que esté al frente de centros de enseñanza privados, incluso si no se benefician del apoyo económico del Estado?
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*Juan
Antonio Aguilera Mochón es profesor de Bioquímica y Biología Molecular de la
Universidad de Granada y miembro de Granada Laica y Europa Laica.