Escuela y religión: hacia una solución justa
Juan
Antonio Aguilera Mochón
El
estatus de la religión en la educación se está viendo sujeto a los vaivenes
derivados de la alternancia de los partidos en el poder. Casi todos estamos de
acuerdo en que sería muy deseable alcanzar una solución duradera y justa (no
discriminatoria para nadie), y la moratoria del PSOE en la aplicación de la Ley
Orgánica de Calidad de la Educación (LOCE) parece que, afortunadamente, va en
esa dirección. Mi propósito aquí es demostrar que la estricta aplicación de
la Constitución, con la ayuda para su interpretación de algunas sentencias del
Tribunal Supremo, conduce a una solución inequívoca que, además, resulta de
sentido y de respeto común.
La Constitución dispone en el artículo 27.3 que «Los poderes públicos
garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la
formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones».
Lo primero que llama la atención es que no se dice que esa formación deba
tener lugar en la escuela, en los centros financiados con dinero público, pero
supongamos que se quiere que sea así. En este caso, es ineludible tener en
cuenta que las convicciones de los padres pueden ser muy, muy diversas. Se
estima en varios miles el número de religiones existentes. Y muchas personas no
se reconocen en ninguna: son irreligiosas o incluso antirreligiosas; algunas
preferirían que se fomentara en sus hijos un humanismo ateo como una
alternativa racionalista a las religiones. Podría llegarse a situaciones
concretas (cursos) en que tendría que haber casi tantas asignaturas
alternativas como alumnos, pues en este terreno no vale garantizar sólo la
formación en las convicciones mayoritarias: ninguna debe tener un trato
preferente. La sentencia de 3/02/94 del Supremo recuerda que el principio de
igualdad «proclamado por los artículos 9 y 14 de la Constitución, del que se
deduce que no es posible establecer ningún tipo de discriminación o de trato
jurídico diverso de los ciudadanos en función de su ideología o de sus
creencias (...), significa que las actividades religiosas de los sujetos de
derecho no pueden justificar diferencias de trato jurídico»; la sentencia cita
al Tribunal Constitucional: «Todas las instituciones públicas, y muy
especialmente los centros docentes, han de ser, en efecto, ideológicamente
neutrales».
Este reconocimiento de la diversidad e igualdad jurídica de las convicciones,
junto con la constatación del derecho de los padres sobre la formación moral
de sus hijos, llevó al Supremo (sentencia de 30/06/94) a una declaración de
impotencia con un sorprendente tono, próximo a la chanza: «los poderes públicos
no pueden garantizar que en todos y cada uno de los puntos del territorio
nacional existan colegios o centros de enseñanza que respondan a las
preferencias religiosas y morales de todos y cada uno de los padres españoles,
pues eso sería tanto como exigir la existencia de cientos, miles o millones de
colegios, tantos como progenitores con ideas religiosas o morales distintas
existan en una localidad determinada». Donde dice colegios podría decir
asignaturas alternativas.
Pero es que eso está lejos de ser todo: las convicciones de bastantes padres
incluyen unos deseos conciliadores y convivenciales que les llevan a pedir que
no haya ninguna asignatura específica de proselitismo de «convicciones»:
tampoco de las suyas. En mi opinión, una serie de consideraciones morales,
educativas, sociológicas y científicas (que aquí no caben) apoyan esta posición.
Repárese en que, en la escuela actual, niños de las más tiernas edades
conviven en todas las asignaturas salvo cuando toca Religión: ¡la Religión es
lo que los separa!
En cualquier caso, ¿no es insostenible que el supuesto derecho de unos alumnos
a recibir clases de «convicciones» obligue a quienes no las desean a recibir
clases de «algo» que, además, según diversas sentencias, debe parecerse a «nada»,
pues no debe redundar en una mejor preparación académica? De hecho, en pleno
acuerdo con las consideraciones anteriores y con un sentido común poco
discutible, el Tribunal Supremo (sentencia de 1/04/98) dijo que «no existe pues
norma jurídica que exija la existencia de actividades complementarias paralelas
y simultáneas al estudio de la Religión para quienes no decidan elegir su
estudio». Ésta es una de las sentencias en que se apoya el PSOE cuando se
opone a la opción de «Hecho religioso» (contemplada en el desarrollo de la
LOCE) y arguye que, según el Supremo, «los padres tienen derecho a que sus
hijos puedan recibir religión, pero eso no puede comportar la obligación para
los demás de cursar otra materia concreta». Lo cual nos llevaría a que
mientras que den Religión -una Religión- los que lo deseen, los demás
puedan no recibir clases de ningún tipo. Sin embargo, sabemos que esta solución
genera quejas justas por los dos lados, el de los religados y el de los relegados.
Por ejemplo, la de que es inadmisible privar de horas lectivas a estos últimos.
Hay quien -ignorando la señalada diversidad de convicciones- propone como
alternativa a la Religión una asignatura sobre derechos humanos, o sobre
valores cívicos o constitucionales, que promueva la convivencia en la
diversidad (si bien éstas son materias principalmente transversales:
deben impregnar todo el sistema educativo) y que valga para todos. Sin embargo,
si se impone como alternativa, de ese «todos» estarían excluidos,
precisamente, los alumnos de Religión: ¿acaso el adoctrinamiento católico,
musulmán, protestante, judío hace innecesaria esa educación para la
convivencia? ¿No tienen las religiones - por muy bienintencionados que sean sus
propósitos originales- un papel como generadoras o nutridoras de conflictos,
incluidos muchos de los más graves enfrentamientos armados pasados y actuales,
e incluidas algunas formas de terrorismo especialmente devastadoras? Algo
similar puede argüirse con cualquier otra alternativa realmente educativa:
también deberían cursarla los de Religión. Pero si la asignatura se implanta
como común, de nuevo tenemos a la Religión sin alternativa.
Es evidente, por tanto, que la única solución satisfactoria es que la Religión
(y sus «millones» de alternativas) salga fuera del currículum escolar, que no
se imparta en los centros de enseñanza financiados con fondos públicos. Esto
significaría una escuela laica, que al fin y al cabo es la que corresponde a un
Estado que se declara no confesional y defensor de la libertad de conciencia. El
Estado defendería el derecho de los padres a educar a sus hijos según sus
convicciones precisamente no inmiscuyéndose en el asunto, dejando en libertad
la iniciativa de los padres (una «protección indirecta», que diría el
Supremo). La Iglesia católica en particular no tendría mucho motivo de queja
por dejar de recibir en este asunto un trato preferente e incompatible con un
Estado aconfesional, pues, incluso al margen de la escuela, posee un formidable
aparato de indoctrinación: locales, instructores y medios económicos y
propagandísticos no le faltan.
Soy consciente de que esta conclusión, derivada racional y razonablemente de la
Constitución, entra en conflicto con los acuerdos (de 1976 y 1979) entre
nuestro Estado y otro Estado, la Santa Sede. Pero debe ser evidente que el
problema está en la pervivencia de estos acuerdos (que se cerraron antes de que
se aprobara la Constitución y que meramente actualizaron el Concordato que en
1953 ponía letra al nacional-catolicismo, otorgando a la Iglesia católica unos
privilegios desorbitados), pues nadie pondrá en duda que no deben aplicarse si
perjudican derechos fundamentales amparados por nuestra Carta Magna.
* Juan Antonio Aguilera Mochón es profesor de la Universidad de Granada.