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José María María Mendiluce *
El Periódico 31 de Marzo de 2006
Durante siglos, se nos ha dicho que sin religión y creencias los humanos no nos diferenciaríamos de una jauría de lobos, dispuestos a matar por nuestras conveniencias e incapaces de articular normas de conducta basadas en los nobles valores que sólo Dios nos enseña y cuya no observancia merece su implacable castigo. Recuerdo de mi infancia una escena terrorífica, con uno de aquellos individuos que desde un púlpito explicaba los horrores del infierno y cómo, gracias al miedo al castigo eterno, los humanos no andábamos matando, violando, robando y fornicando por las calles. Aprendí mucho sobre la categoría humana de aquel individuo que, afortunadamente, parecía creer y temer el castigo, pues Dios nos libró (bendito sea) de un terrible criminal potencial. Y me hice ateo.
Si tenemos en cuenta que a lo largo de la historia no se ha insultado,
torturado, encarcelado y masacrado, perseguido y exiliado, reprimido
pensamiento, ideas, avances y creatividad, por nada ni nadie como en el nombre
de Dios, quizá las cosas puedan analizarse desde otra óptica. Dostoievski,
en Los hermanos Karamazov, alerta de los peligros de una moral
nihilista y atea: si Dios no existe, todo está permitido. Ahora, como en el
pasado, nos enfrentamos a un nuevo nihilismo de corte contrario: en el nombre
de Dios, todo está permitido. Esos intérpretes exclusivos de la ortodoxia,
sean seguidores de cualquiera de los libros o del Libro, incitan al
odio y al combate contra todo lo que se oponga a los designios y disposiciones
divinas que ellos, y sólo ellos, pueden interpretar (si Dios existe tiene un
serio problema de derechos de autor).
ESA RABIOSA actualidad
de los nuevos fundamentalismos (se desarrollan por doquier y en varios nombres
distintos del mismo Dios) pone en peligro los valores sobre los que se
sustenta la convivencia entre los humanos. Y mala respuesta sería a su
confrontación (o choque) el de su alianza, pues si ésta se entiende
mal, podría llevarnos a un nuevo equilibrio de terrores dogmáticos que
ahoguen siglos de Ilustración y de sociedades ciudadanas a las que tanto ha
contribuido el ateísmo auténtico (no aquel otro fanatismo religioso
totalitario que reemplazó Iglesia por partido, papas por secretarios
generales y al hombre por el proletario, siendo su paraíso la sociedad
comunista eternamente en construcción: para muestra ver Fidel).
Cuando hace dos años debatíamos el borrador de Constitución europea, muchos
quisieron una referencia explícita a la tradición cristiana. Se logró un
compromiso, como siempre, y las cosas quedaron en “la herencia religiosa”.
Lamentable. Si hay algo que caracteriza a la Europa democrática es,
justamente, su carácter laico, producto del empuje de los ateos demócratas y
de una ciudadanía que ha reemplazado las leyes divinas y sus castigos
inquisitoriales por los derechos constitucionales y los códigos penales.
Europa es quizá el único territorio del mundo en el que el ateísmo es una
opción perfectamente legítima y no una sospechosa o amenazante actitud
anunciadora de todo tipo de desmanes. Y eso, justamente eso, es lo que tenemos
que defender.
Siempre he respetado y convivido con creyentes civilizados, capaces de
aceptarme como uno de ellos, porque hay valores superiores a las opciones
religiosas que nos permiten combinar creencias (personales o colectivas) con
responsabilidades, normas de conducta y derechos válidos para todas las
personas. Hace pocos días, tomando un café en mi pueblo, un marroquí inició
una conversación conmigo sobre la falta de respeto a su religión en nuestro
país. En algunos puntos le di la razón, hasta que, entusiasmado por mi
paciencia, elevó el tono del discurso hasta convertirlo en absolutamente
intolerable (por intolerante). Me recordó a cualquier vieja gloria del
nacional-catolicismo. Y actué de la misma manera que con ellos. Y pensé:
como se pongan de acuerdo con alguno de nuestros obispos, nos toca el exilio
(por cierto, conmovedora la comprensión de la Iglesia vaticana a las
protestas producidas por las famosas caricaturas).
NO ESTARÍA de más,
hermanos ateos, que exijamos respeto y reconocimiento por nuestras
aportaciones a la convivencia y pasemos a la acción, respetando a las
personas, pero siendo implacables con todos los personajes que en el nombre de
Dios nos acechan, y que pretenden llevarnos al oscurantismo terrorífico del
que tanto nos costó salir, pero al que pareciera ser tan fácil retornar. Y
que nos dejemos de paternalismos comprensivos con estos nihilistas viejos como
la humanidad y actuales como internet, instrumento que por cierto utilizan
crecientemente para llenar la red de odio a la libertad
La paz (o alianza) no deberían firmarla obispos y ayatolás, sino ciudadanos
ateos o creyentes que aman la democracia y sus agradables normas de
convivencia y respeto entre las personas y sus derechos. Amén.
* Ex eurodiputado y escritor