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No consiento que se hable mal de Franco en mi presencia. Juan Carlos «El Rey»
El
lado oscuro del Vaticano
Carolina
Fernández
Revista Fusión Marzo de 2005
Siempre he
pensado que la Iglesia tenía un cierto gusto por lo tenebroso, o un mal gusto,
matizo. Lo vamos a ver un año más en las multitudinarias procesiones de Semana
Santa, que están otra vez a la vuelta de la esquina. Siempre me ha llamado la
atención con qué regocijo salen a la calle esos feligreses encapuchados
portando al hombro pesadísimas figuras sangrantes, con los ojos desencajados
por las torturas y el padecimiento físico. Esa forma enfermiza de recrearse en
el dolor me parece, además de muy desagradable, un fenómeno digno de estudio.
¿Por qué tanto empeño en revivir una y otra vez el mismo episodio, regodeándose
en el realismo macabro de las escenas? Apostaría a que en un manual de
psiquiatría encontraríamos un nombre que definiera esa patología del gusto
por el sufrimiento. En cualquier caso, resulta casi obsceno para aquellos a los
que la tradición nos resbala por la pernera, y asistimos atónitos, cada año,
al espectáculo dantesco de la Semana Santa.
Hallábame yo en estas reflexiones cuando leo, como por casualidad, y con la
boca abierta hasta el suelo, que la Santa Sede no ha firmado la inmensa mayoría
de las convenciones internacionales sobre derechos humanos que tiene en su
carpeta las Naciones Unidas. Es decir, de ciento y pocas, la curia habrá
estampado su sello en una decena, no más. Semejante pereza para la rúbrica
resulta, como poco, chocante, con una institución que se llena la boca con el
"amaos los unos a los otros". Y no es que los papeles de las Naciones
Unidas tengan un clarísimo valor práctico, pero qué quieren, servidora no
puede evitar mirar de reojo a un estado que no ratifica las convenciones que se
han firmado sobre los genocidios, crímenes de guerra, crímenes contra la
humanidad o el apartheid. Ni tampoco las que tratan sobre la supresión de la
esclavitud, los trabajos forzados, la tortura y la pena de muerte. Y siguiendo
la lista de florituras, añadiremos que no encontraremos al estado Vaticano en
la lista de los defensores de los derechos de los trabajadores, las mujeres,
defensa de la familia y el matrimonio (sorpresa, sí, familia y matrimonio); y
para completar la enumeración de no-apoyos, añadiremos las no ratificadas
convenciones sobre la supresión de la discriminación basada en la sexualidad,
la enseñanza, el empleo y la profesión.
Después de estas líneas, una se hace cruces tratando de imaginar qué estado
será ése tan bárbaro, incivilizado, oscuro y terrorífico, capaz de ostentar
semejante currículum. Porque apoyar y firmar supone un gesto, al menos, simbólico
y de buena voluntad, y de gestos simbólicos y buenas voluntades la Iglesia sabe
un rato. Otra cosa son los hechos.
Esta información está extractada de una interesante ponencia de A. G. Movellán
(autor por cierto del libro "La Iglesia católica y otras religiones en la
España de hoy") que aunque tiene año y medio de antigüedad, la doy por
actual, dado que a mis oídos no ha llegado que en los últimos meses la Santa
Sede se haya despiporrado firmando tratados a diestro y siniestro -calculo yo
una media de cinco convenciones mensuales para ponerse al día con los países
punteros en la defensa teórica de los derechos humanos-. Bastante tienen con
apuntalar al santo padre para que no se desplome y deje a la institución huérfana
antes de que se haya rifado su puesto y todo quede atado y bien atado.
Pues bien, esta sequía de ratificaciones es la manera de evitar el compromiso público
y coloca a la Santa Sede a la cola de los estados defensores de los derechos
humanos, por detrás por ejemplo de Ruanda. Y cierro la boca no porque se me
acabe el asombro, sino porque se me seca la garganta.
Al hilo de estas reflexiones no puede una evitar acordarse de los escándalos de
abuso sexual, las condenas por pederastia, los casos de violaciones de
religiosas, repetidas y concienzudamente encubiertas, y otros episodios algo más
alejados en el tiempo, pero igualmente cercanos en la memoria, como el
estrechamiento de manos a individuos tan amantes de la raza humana como
Pinochet. Luego vienen los arrepentimientos "por las faltas cometidas
contra el hombre por los hijos de la Iglesia Católica".
Es sobradamente conocido que el mensaje original que en su día fue la piedra de
la Iglesia católica, hace ya tiempo que se extinguió de los pasillos
vaticanos. Su rastro sólo se puede encontrar en algunas actitudes personales,
alejadas de Roma y cercanas a lugares de los que diríamos que están
"dejados de la mano de Dios". Y suele coincidir que además de
pelearse con toda suerte de avatares que la vida pone por delante, también
tienen que torear la oposición, las críticas y el freno de sus propios compañeros
de profesión. Qué ironía.
Me pregunto qué diría su Maestro de todo esto.
Nada más que añadir.