Laicismo frente a religión: Final
del trayecto
Francisco Aguilar Piñal
Europa Laica
2 de Enero de 2009
I EL SENTIMIENTO RELIGIOSO
Quien haya
visto a un animal, un perro por ejemplo, temblar de pánico ante
los truenos y rayos de una tormenta, podrá entender que los
primeros homínidos, ignorantes y temerosos de los violentos
fenómenos de la naturaleza terrestre, temblaran de emoción y de
terror metafísico al ser testigos de inundaciones, seísmos,
erupciones volcánicas, huracanes y tormentas que, al mismo
tiempo que le hacían sentir su impotencia y su pequeñez, le
obligaban a buscar amparo ante la adversidad, el sufrimiento y
la soledad. Y esa búsqueda le haría volver los ojos a la bóveda
celeste, con sus focos de luz nocturnos y diurnos, que le
devolverían la paz interior, la alegría de vivir y el
sentimiento de la gratitud. No tiene nada de extraño, por tanto,
que esos elementos naturales ‘consoladores’ se convirtieran para
él en ‘amigos’ a los que acudir, amar y venerar, entidades
sobrenaturales, seres protectores de infinito poder, cuya
esencia era sagrada e incomprensible, pero real.
En todas
las culturas primitivas, lo sagrado aparece como un poder
misterioso de orden distinto al natural, que “trasciende este
mundo, pero que se manifiesta en él” en frase de Mircea Eliade
(Lo sagrado y lo profano, Labor, 1967). El homo religiosus,
primate ya consciente de su yo, y que hunde sus raíces en el
paleolítico, “se mueve en un universo simbólico de mitos y
ritos” como reconoce el antropólogo Fiorenzo Facchini (Tratado
de antropología de lo sagrado, Trotta, 1995). El yo consciente
de este primate humano le permite convertirse en creador de
símbolos, es decir, objetos o signos sin contenido propio, que
representan y dan vida a otra cosa, unidas ambas por la
analogía. Cuando esto se produce, el símbolo consigue una
realidad indestructible para quien lo inventa, incapaz de
advertir la frontera entre lo real y lo virtual. Es de suponer
que no todos los primitivos humanos tuvieron acceso directo a
esta realidad simbólica, pero quienes sí lo consiguieron
ocuparon por este mismo hecho, una situación dominante en las
primeras colectividades o clanes tribales, que se han ido
sucediendo después con el nombre de chamanes, brujos, gurús, o
sacerdotes en las religiones más elaboradas. La propiedad más
característica del símbolo es su virtualidad, es decir, imagen
sin existencia real fuera de la conciencia, aunque en ésta pueda
aparecer como viva y realmente existente. Al vivir en pequeñas
comunidades, la fe individual en los símbolos se hace colectiva
con facilidad, mediante los ritos y ceremonias establecidas por
los líderes del ‘pensamiento sagrado’ que ordena la vida del
grupo. No puede haber religión social sin la mitología de los
símbolos ni la liturgia sagrada de los ritos.
En el
pensamiento primitivo, que se mueve por analogías, todo lo que
sucede depende de ‘algo’ o de ‘alguien’. En el caso tribal, el
hijo no encuentra dificultad en atribuir a los símbolos
‘creadores’ el poder activo del padre o el fecundante de la
madre, ‘inventando’ un dios creador. Si todavía no se puede
hablar de verdadera religión, estos primeros balbuceos de la
emoción religiosa se han mantenido a través de los tiempos, y
están en la base sentimental y psicológica de todas las
religiones, que no se deben llamar así hasta la sistematización
de una doctrina que exponga cómo deben ser las ‘relaciones’ con
ese supuesto dios creador. Curiosamente, la palabra Religión no
aparece en ningún texto sagrado de la antigüedad, ya que nace
con el latín de los romanos para significar precisamente la
‘relación’ o ‘religación’ con esos seres invisibles, simbólicos,
pero muy reales para la mente.
La sorpresa
ante lo inesperado, la admiración por lo maravilloso, la
curiosidad por desvelar el misterio, la sumisión a las
inevitables y poderosas leyes naturales, son los profundos
sentimientos individuales que se presuponen en el origen de la
conciencia religiosa. Lo cual no pudo ocurrir más que de dos
formas, excluyentes entre sí. O esa ‘conciencia’, ‘alma’ o
‘espíritu humano’ fue producto de un acto creador, ‘fabricada’
de la nada por un Ser Omnipotente, extraño a la naturaleza
humana, o bien, es inexistente y surge, por efecto de la
imaginación creadora, elaborada durante milenios en la mente,
cada vez más desarrollada, del simio homínido. Ambas teorías han
enfrentado durante siglos a teólogos y filósofos, partidarios de
una u otra según la fuente del conocimiento sea la fe o la
razón, la religión o la ciencia, la ‘autoridad’ de los
‘intérpretes de la divinidad’, o los argumentos de la
experimentación y la deducción científica.
El
creacionismo, es decir, la teoría de una creación directa por un
ser sobrenatural, infinito y eterno, inmortal y todopoderoso
‘creador’ de una especie nueva, sin relación genética con las
demás existentes, es la propuesta más difundida por todas las
religiones deístas, pero muy especialmente por las tres
monoteístas, el judaísmo, el cristianismo y el islamismo. Sin
embargo, la sentencia cristiana de que “Dios creó al hombre a su
imagen y semejanza” no deja de ser un postulado sin base
científica, ya que da por supuestas las bases metafísicas sobre
las que se asienta, no demostradas: la existencia de Dios, la
posibilidad de la creación y la similitud del creador con su
criatura. Según esta alucinante teoría, una primera pareja de
humanos (Adán y Eva) habrían sido formados “de la arcilla” por
la mano omnipotente de un Ser Espiritual, ajeno a la materia
creada, como colofón extraordinario a toda su obra creadora
anterior, que abarca el universo entero conocido. Al dotar al
hombre de un alma inmortal, no sólo le hace diferente y superior
en grado sumo a todo lo creado, sino que además, por ser hecho
“a su imagen y semejanza”, adquiere derechos de filiación y
dignidad, que le permiten aspirar a otra vida, esta vez de
eterna felicidad, en un mundo maravilloso, sin los
condicionantes de la miserable vida que le aguarda en el planeta
Tierra. Este cuento de hadas, muy seriamente expuesto en la
Biblia, ha sido predicado y creído a pies juntillas por miles de
millones de humanos, a lo largo de la historia, sin más
contradicción que la de unos pocos pensadores, tachados de
herejes, ateos y apóstatas, por haber pretendido hacer primar la
razón sobre tanta locura emocional. Similares teorías
demenciales son creídas por los fieles de las demás religiones
teístas, que no quieren renunciar a la intervención de unos
supuestos seres divinos en la creación y destino del hombre.
Cuando la
teoría científica de la evolución de las especies (iniciada por
los biólogos Lamarck y Darwin) atacó este planteamiento, al
demostrar el parentesco de todos los seres vivos, sobre todo el
que existía entre el simio y el hombre, los teólogos hubieron
de adaptar sus posturas a los nuevos descubrimientos, mientras
se pudiera seguir manteniendo la teoría creacionista. La
posición privilegiada de los humanos dentro del plan de la
creación no se destruía por tener a un primate entre sus
ancestros. Podía seguir siendo válida si se aceptaba tras ella
la voluntad divina. Pero, ¿fue realmente un dios quien provocó
la transformación de las especies y el desarrollo de seres
superiores a partir de una sucesión evolutiva? Para los
filósofos Kant, Hegel y Schelling no había duda de esa
intervención divina. Pero Lamarck, por el contrario, pensaba que
la única responsable de los cambios era la propia Naturaleza.
Darwin fue un poco más allá encontrando la explicación en una
nueva ley natural: la ley de la selección. No era necesaria la
intervención de ningún ser espiritual, ninguna voluntad, sino un
principio mecánico, una casualidad ciega. El hombre, por tanto,
era producto no buscado de la selección natural (El origen de
las especies, 1869). La primera edición de este libro fue un
best seller el mismo día de ponerse a la venta. Los profesores
de biología Karl Vogt en Ginebra, Thomas Huxley en Londres y
Ernst Haeckel en Jena fueron los primeros “darwinistas” que
echaron por tierra la validez del fundamento espiritual de la
creación del hombre. A pesar de todo, la batalla intelectual
continúa y hoy día el creacionismo sigue teniendo sus
partidarios, que se resisten a creer en el origen genético del
hombre por mutaciones evolutivas del simio. Sin embargo, la
mayoría de los científicos consultados por la revista Nature en
los últimos meses del siglo XX no creen en Dios (45,3%) ni en
la inmortalidad (46,9%), cifras superadas cuando manifiestan no
desear que exista otra vida (64,2%). Al parecer, la religiosidad
depende más de un ‘prejuicio’ sentimental que de una convicción
racional. Pertenecer a una religión -cualquiera- permite formar
parte de una tradición espiritual que calme la angustia del
destino final. La pertenencia a una comunidad religiosa, para la
gran mayoría, supone la renuncia al uso crítico de la
inteligencia para embarcarse en el barco ilusorio de la
esperanza eterna.
II
CAUSAS DE LA EMOCIÓN RELIGIOSA
La historia
científica -no religiosa- de los primates, desde la desaparición
traumática de los dinosaurios hace 65 millones de años, es la de
una lenta evolución genética de una gran familia que se comienza
a separar hace cinco millones de años en ramas diversas, y que
ya no volverán a encontrarse, aunque serán siempre parientes más
o menos próximos. Como se ha demostrado, hubo cientos de miles
de proyectos fallidos en el proceso evolutivo (que no conocerá
más final que el mismo del universo) siendo el primate-hombre
una más de las especies supervivientes. Las más conocidas de
estas ramificaciones son: el orangután, el gorila, el bonobo, el
chimpancé y el homo, especie a la que pertenecemos todos los
humanos. Según los antropólogos, hace aproximadamente un millón
de años comienza la repoblación humana de Europa, (por el
denominado homo antecessor, es decir, el antecesor directo del
hombre moderno) siendo los restos de Atapuerca, en la provincia
española de Burgos, los más antiguos encontrados hasta hoy en el
continente (Atapuerca. Un millón de años de historia, Editorial
Complutense, 1998). Formaban la gran familia de Neanderthal, muy
distinta de la de Cro-Magnon, con la que convivieron algunos
miles de años, hasta la total desaparición de la primera, hace
unos diez mil años. La antigüedad de los hombres de Cro-Magnon
se calcula en 200.000 años, pero la maduración de la
inteligencia y de la conciencia no se llegó a alcanzar hasta
hace unos cuarenta mil años, en que aparecen los primeros
vestigios rudimentarios de la religión y del arte. Son miles y
miles de años en los que el género humano va evolucionando, con
una lentitud agobiante, desde su primitiva condición de homínido
animal hacia la aparición del yo consciente y de la razón,
dependiente a su vez del crecimiento lentísimo del cerebro. Es
decir que la historia ‘computable’ del homo sapiens sapiens
equivale a la del homo religiosus. Por entonces, se calcula que
la humanidad contaba ya con unos seis millones de individuos,
que se fueron multiplicando hasta llegar a los ochenta y tantos
millones en el año 6.000 a.C., y a los seis mil millones de la
actualidad (Fiorenzo Facchini, El origen del hombre, Aguilar,
1990).
Tener
conciencia inteligente significa dar un salto casi infinito en
esta lenta evolución animal. El homo comparte con otras especies
la inteligencia y el sentimiento, pero en grado superior, lo que
supone la emancipación progresiva de la esclavitud animal, pero
también la responsabilidad de sus actos, que desde entonces
dependen, no del instinto, sino de una ‘fuerza espiritual’, que
llamamos ‘voluntad’, sometida a la disciplina del orden y de la
armonía por la batuta de otra ‘fuerza’ desconocida, la ‘razón’.
¿De dónde proceden estas nuevas ‘fuerzas’, de que carecen los
animales? ¿Es un producto aleatorio de la propia evolución? ¿O
será quizá, como afirman los creyentes, un regalo de algún dios
compasivo, con alguna intencionalidad ‘creadora’ de un ser
nuevo? Si, para los creacionistas, no es pensable nada
existente que no haya sido ‘creado’ por un dios todopoderoso,
mucho menos lo será esta ‘criatura humana’ capaz de seguir
senderos de bondad o de maldad, según lo dictamine esa
arrolladora ‘fuerza’, inexplicable en términos materiales, la
‘fuerza de la voluntad’, uncida al carro invisible del ‘alma’,
fuego espiritual, de cuya existencia sabemos por intuición, más
que por razonamiento. Pero sobre la que se construyen todas las
teorías religiosas, dando por supuesto que esa existencia no
material debe ser inmortal, sin pagar el peaje de la muerte,
camino de otra vida, esta vez eterna, incluso mediante la
reencarnación. El edificio de la teoría religiosa no puede
construirse sin la amalgama de la fe, que no necesita para nada
de la razón, orientadora de la voluntad, pero sí de una supuesta
‘revelación’ y del arrogado ‘criterio de autoridad’ de los
intérpretes de la supuesta divinidad, que pretende imponerse a
la razón individual. El soporte es, pues, bastante frágil, ya
que puede hundirse tras cualquier sacudida de los argumentos
científicos, fundados en la razón y en la experimentación.
El origen
del homo sapiens y el del sentimiento religioso individual deben
tener, más o menos, la misma edad evolutiva, ya que, según los
estudiosos, la creencia en espíritus separados del cuerpo es una
propiedad inherente a la misma mente humana evolucionada. Para
el antropólogo Juan Luis Arsuaga, investigador de Atapuerca,
como para tantos otros investigadores no creyentes en el
‘fideísmo’, nuestra mente tiene esa función imaginativa, que nos
separa y distingue de otras especies. Con ella podemos construir
universos de ficción, mundos imaginarios y casi siempre
simbólicos, de cuya existencia real no se duda. Esos mundos son
ensoñaciones, visiones nocturnas a las que el hombre busca
alguna explicación. Sueños que están ubicados por los
neurólogos en el hemisferio derecho de nuestro cerebro, donde
parece que se ‘fabrican’ las imágenes religiosas. La
neuroteología, que trata de la localización de las áreas
cerebrales relacionadas con la fe, es investigada principalmente
por el neurólogo americano Andrew Newberg, mediante tomografías
o fotografías del cerebro en estado de meditación. Hay
estudiosos que defienden la tesis de que las experiencias
religiosas son producidas por señales eléctricas en los lóbulos
temporales, que pueden ser provocadas por situaciones de
ansiedad, crisis dolorosas o falta de oxígeno o glucosa en
sangre. Sus efectos son muy parecidos a los ataques epilépticos,
como los sufridos (y científicamente demostrados) por Pablo de
Tarso o Teresa de Jesús (Ciencia-Mente, Obra colectiva, Olañeta,
1998).
Para llegar
a ese estado alterado de la conciencia se han dado varias
explicaciones. La primera, por supuesto, es la teoría que
relaciona esas alteraciones con los alucinógenos, esos hongos y
plantas (como el beleño, el estramonio o datura, el opio y
tantas otras) conocidas desde antiguo en el mundo animal,
capaces de modificar la conciencia del individuo con
‘alucinaciones’ que, siendo fantásticas, toma por reales. Como
en el sueño fisiológico, esas imágenes no se generan a voluntad
sino caprichosamente o por motivaciones extrañas al sujeto. Pero
son intensas y capaces de originar deducciones fantasiosas de la
mente, que no sabe distinguir entre sueño y realidad, y que
imagina como seres reales, aunque separados del cuerpo. Seres
que conforman un ‘mundo simbólico’, tan vivo y real para el
sujeto como el material que le rodea. Parece claro que esta
creencia ‘animista’ se origina en la persona por deducción
propia, o inducida, pero las consecuencias pronto dejan de ser
individuales para transformarse en colectivas. Es muy posible
que sin la ‘sociedad’, por muy tribal que fuera, no se habría
sistematizado el sentimiento religioso. En esta socialización de
la emoción religiosa hemos de buscar el origen de casi todos los
conflictos de la historia humana.
Una segunda
explicación es la que sugiere como origen de este sentimiento,
tan humano y profundo, la ‘revelación’ o ‘intuición’ de lo
‘sagrado’. Lo explica muy bien el profesor de la universidad de
Bolonia Fiorenzo Facchini, antropólogo de reconocido prestigio:
“Desde el momento en que tuvo conciencia de sí mismo, el hombre
no pudo dejar de percibir su diferencia en relación a los seres
de su entorno, ni dejar de asombrarse por la bóveda celeste, los
astros, el poder de la naturaleza...Y más allá del asombro, la
percepción de algo que sobrepasa al hombre y lo trasciende,
frente a lo que se siente impotente o cuya naturaleza ignora.
Estas fueron las experiencias que engendraron el sentimiento de
lo sagrado” (L’Uomo, 1989). Sentimiento que, debido a la
ignorancia primitiva, indefectiblemente tuvo que venir
acompañado del terror a lo desconocido, de la angustiosa
dependencia de ‘algo’ inexplicable, fuese natural o
sobrenatural, causa de la aparición y destrucción última de todo
lo viviente. Sentimiento de la mente individual, pero en el
mismo grado de la colectiva, en cuyo caso, “lo que digamos de la
religión debe ser cierto para los distintos miembros de la
familia”, como precisa Walter Kaufmann (Crítica de la Religión y
la Filosofía, FCE, 1983, p. 107). El sentimiento de la religión,
que comienza siendo personal, se alimenta necesariamente de la
cultura ambiental, que propicia la creación de los mitos y de
los ritos colectivos.
La tesis de
que la religión es un fenómeno psicológico ha sido contestada
por Émile Durkheim en su obra fundamental, Las formas
elementales de la vida religiosa (Alianza, 1993), que la
defiende como ‘producto social’, un factor necesario y decisivo,
utilitario en último término, para mantener la cohesión social.
Ambas teorías son rechazadas por Gustavo Bueno en El animal
divino (Pentalfa, 1985) donde propone definir la religión como
“religación de los hombres con los númenes”, entendiendo por
numen “un centro de voluntad e inteligencia” que puede estar
incardinado en humanos (chamanes, héroes, profetas, santos,
etc.) o en animales totémicos. La conclusión de Bueno es que
“los hombres hicieron a los dioses a imagen y semejanza de los
animales” (op. cit. pág. 170). Así, la religión dejaría de ser
un sentimiento de origen psicológico o social para convertirse
en una “categoría ontológico-antropológica, en una relación real
entre los hombres reales y los númenes reales”.
Acude al
envite Gonzalo Puente Ojea, afirmando con rotundidad que “la
religión es invención, ilusión, y no realidad de númenes
inexistentes” (Ateísmo y religiosidad, Siglo XXI, 1997). Siendo
el animismo la mayor de las ilusiones, “la hipótesis animista no
menoscaba en absoluto la realidad de las religiones como hechos
históricos, como productos antropológicos”. Lo que el autor
niega no es la ‘realidad’ sino la ‘veracidad’ de las religiones.
“Sueños y visiones -sigue diciendo- son los dos motores
principales del animismo original, activados por la experiencia
de la muerte. Esta idea seminal del alma, imprecisa, es una
invención del ser humano, que germina por el temor, en el deseo
de supervivencia”. Para entender con más precisión el origen del
sentimiento religioso hay que recordar, con Puente Ojea, que “la
ilusión animista es un fenómeno previo respecto de la ilusión
religiosa”. Primero es el ‘alma’, el espíritu que lo anima y
después la necesidad de conseguir por cualquier medio la
supervivencia personal. Porque lo que no deja lugar a dudas es
que el sentimento religioso es íntimo y muy personal: lo que
busco es ‘mi’ felicidad, ‘mi’ salvación eterna, ‘mi’
supervivencia en otro mundo mejor que éste. El sentimiento
religioso se hace colectivo cuando el clan sistematiza los
mitos, organiza los ritos y propone el culto a los familiares
fallecidos. Así como el fetichismo es individual, el totemismo
es un fenómeno corporativo, que encuentra en el ‘totem’ el
espíritu familiar que identifica y protege al clan, con poderes
tan mágicos como los del fetiche.
Si la
soledad, la menesterosidad y el ansia de inmortalidad del hombre
son estímulos que favorecen el nacimiento de la espiritualidad
personal, la necesidad de un orden social y de una autoridad
respetada por todos está en el origen de la religiosidad
colectiva, sometida al poder de los ‘espíritus’ inventados. Hay
que saber distinguir, por tanto, la ilusión religiosa individual
que da origen a las ‘almas’ y la colectiva que inventa a los
‘dioses’ (no importa que sean femeninos ni múltiples)
necesitados de la veneración colectiva y de los ritos de las
religiones, siempre tan diversas. Pero en todas hay un elemento
común, que forma parte constitutiva de la condición humana: el
deseo de felicidad y supervivencia. La religión, todas las
religiones, serían el medio más apto para alcanzar esta
necesidad vital del cerebro evolucionado. Porque, como afirma
Durkheim: “No hay religiones que sean falsas. Todas son
verdaderas a su manera, todas responden, aunque de formas
diferentes, a ciertas condiciones dadas de la existencia
humana”. Lo mismo exponen los dos antropólogos más celebrados en
el tema de las religiones comparadas: Brian Morris (Introducción
al estudio antropológico de la religión, Paidós, 1995) y E.E.
Evans-Pritchard (Teorías de la religión primitiva, Siglo XXI,
1991).
III LA RELIGION EN NUESTRA VIDA
La
multiplicidad de religiones que pueblan la Tierra (tanto si son
monoteístas como si son politeístas) sólo se pueden contemplar
bajo dos supuestos: o bien todos los dioses adorados por los
hombres son verdaderos, o todos son falsos. O tienen existencia
real fuera de la materia, o no la tienen, y son pura ilusión
virtual. Si lo primero, como defiende el creacionismo, sería
indiferente el pertenecer a una u otra religión; la polémica
sería exclusivamente ‘partidaria’ entre politeísmos y
monoteísmos, primero, y entre las religiones de un solo dios,
después, para dilucidar cuál de ellos es el único y verdadero.
Si la falsedad es, por el contrario, consustancial a todas
ellas, hay que clamar, aunque sea en el desierto, contra esa
múltiple, continuada y fanática alienación que adormece las
conciencias, impidiendo ver con claridad el camino para salir
indemne de tan loca servidumbre. Algo que solamente podrá llevar
a cabo la reflexión imparcial y profunda, el sometimiento de los
sentimientos a la razón y de las costumbres supersticiosas a los
dictados de la verdad racional, huyendo como de la peste de la
fe impuesta y propagada por los falsos profetas, que suelen
presentarse bajo el rótulo engañoso de la ‘auctoritas’. (No
admito más ‘autoridad’ que mi propia conciencia, de donde nace
mi propia dignidad). Cuando el delirio se adueña de la mente
humana, deja de ser racional para someterse a las exigencias de
la emoción delirante. Al hombre racionalmente sano le basta y
le sobra con su razón bien informada para dilucidar sobre la
verdad de las cosas, sin necesidad de seguir ningún ‘criterio de
autoridad’, aprendido en las escuelas del ‘pensamiento único’,
donde nadie enseña a vivir y pensar en libertad, que es el único
bien que me distingue del animal, y que debe guiar todas mis
acciones.
La primera
reflexión que se presenta a la consideración humana es la de
sustanciar si todas las religiones son iguales, o mejor,
igualmente falsas. En este supuesto, ninguna ha de ser
preferida por su veracidad, admitiendo la utilidad como el único
criterio válido de la fe. Tesis muy práctica, pero egoísta,
además de incompatible con el sentido de la espiritualidad.
Siguiendo la idea de Freud de que la religión es una ilusión
necesaria, sin la cual el hombre no podría sobrellevar las
calamidades de la vida, escribió Antonio Gala (1995) que “todas
las religiones son innecesarias, pero mientras una religión
aquiete al hombre, lo mantenga en paz con sus semejantes y
ordene su espíritu para que se sienta acompañado, sea
bienvenida”. Este utilitarismo individual pasa a ser
‘políticamente correcto’ cuando la misma sociedad lo acoge como
propio: es la paz colectiva la que está en juego. Se admite la
religión en tanto en cuanto ‘sirve’ al proyecto político de la
comunidad. Pero todos sabemos que esta postura acomodaticia
atenta contra la dignidad del pensamiento humano. No importa que
los fundamentos religiosos sean absurdos ni que sus dogmas
anulen la razón y la libertad. Por encima de todo, por encima
del ser humano individual, se impone la ‘razón de estado’ de la
sociedad. Es preciso que el amor a la verdad se someta al
sosiego social. ¿Por qué, si no, han protegido las autoridades
civiles las crueldades de la cristiandad contra los disidentes y
aun los meros sospechosos a los inquisidores de la fe? ¿Por qué
admiten los seguidores del Islam la pena de muerte contra el
adulterio y la homosexualidad? Más aún, ¿por qué las autoridades
musulmanas obedecen el mandato coránico de “matar a los que no
creen en Alá” ? (Corán, s.IX.v.28) ¿No es la creencia religiosa
el aglutinante violento y agresivo del nuevo Israel? Para un
observador imparcial, resulta incomprensible que estas tres
religiones recen al mismo Dios y busquen, por medios tan
diversos, la unidad política y la salvación eterna para sus
fieles creyentes. En vez de la razón, la esquizofrenia es la
enfermedad que parece dominar al hombre.
Quienes
consideran que la ‘veracidad’ de una fe depende del número de
adeptos, yerran escandalosamente, porque un consenso
generalizado no prueba que una creencia sea cierta. En el colmo
del utilitarismo, se propugna una solución tan ‘diplomática’
como poco efectiva para salvaguardar la dignidad de la razón, es
decir, una mezcla de todas ellas, un ‘consenso’ entre las
autoridades religiosas, como hacen los políticos, aunque ello
supusiera ceder en sus fundamentos doctrinales.
Incomprensiblemente, para algunos filósofos, tenidos por
sensatos, como Eugenio Trías, “la única religión verdadera sería
aquella que fuese capaz de sintetizar las existentes” (Pensar la
religión, Destino, 1997). Como ya dijo, años antes, con
similares palabras, Raimon Panikkar, en El silencio de Buda, al
propugnar una “fecundación mutua” de las religiones, porque
ninguna está en posesión de la verdad absoluta.
En este
sentido, el Concilio Vaticano II, que reunió a las autoridades
eclesiásticas católicas en 1965, al reconocer (doctrina
‘novedosa’ en el seno de la Iglesia) la libertad religiosa como
uno de los derechos humanos fundamentales, promovió un proceso
ecuménico de unión doctrinal de todas las religiones (al menos
las monoteístas) por motivos ‘utilitarios’ de beneficio
espiritual para hombres y comunidades. Idéntica finalidad a la
que tuvieron en 1986 los representantes de las principales
religiones en la basílica italiana de Asís, “para orar en
común”. Este sincero movimiento de diálogo inter-religioso no
será nunca la solución al problema de la diversidad religiosa.
La misma Iglesia Católica está dividida, a pesar del Papa y de
los Concilios. El cardenal Carlo María Martini sostiene que la
salvación es posible “al margen de cualquier Iglesia, si cada
uno sigue la gracia de Dios y la conciencia moral”. Por su
parte, la Congregación para la Doctrina de la Fe, presidida por
el cardenal Joseph Ratzinger, hizo pedazos el proceso ecuménico
iniciado por Juan XXIII, al publicar en el año 2000 la
Declaración vaticana “Dominus Iesus”, firmada por Juan Pablo II,
en la que se sostiene, como era doctrina tradicional desde San
Cipriano, obispo de Cartago (siglo III), que “fuera de la
Iglesia Católica no hay salvación”. Idea que fue refutada
inmediatamente por casi cien teólogos, los más pertenecientes a
la “Teología de la Liberación”. Para los ultraconservadores, por
el contrario, quien piense que todas las religiones son iguales,
cae en el autoengaño y comete ‘el triste pecado del
indiferentismo’. En otras palabras, “quien no está conmigo, está
contra mí”, según el conocido adagio evangélico, que puede
respaldar cualquier doctrina integrista, de dominio absoluto,
sea civil o religiosa. Indiferencia que parece ser la senda
escogida por la juventud, según la encuesta “Jóvenes españoles
99”, estudio sociológico de la Fundación Santa María y publicada
por la autoridad eclesiástica en el suplemento semanal Alfa y
Omega. Por ella nos enteramos de que “la cuarta parte de los
jóvenes españoles dicen que pasan de Dios”. No se trata de
rechazar la, por otra parte, tan devaluada idea de lo sagrado,
sino de restarle importancia a la espiritualidad y al sentido
trascendente de la vida. Las nuevas generaciones vivirán en
guardia contra el síndrome de Peter Pan, en el que ha consistido
la tradicional educación religosa: “Si no os hiciéreis como
niños no entraréis en el reino de los cielos” (Mc: 10,15).
Hemos
llegado a la palabra mágica: educación. Si nos limitamos al
ámbito cristiano, educar ha significado siempre ‘manipular’. Es
decir, orientar la inocente conciencia del niño según los
intereses del educador. Intereses que pueden ser históricos y
políticos, estamentales, gremiales, familiares o religiosos.
Educando para el ‘bien’-se argumenta- se pone al escolar en el
camino recto o, lo que es lo mismo, en el respeto a Dios, a la
patria, a los padres, a la clase social, al trabajo y al
prójimo. Pero nunca se ha educado a nadie ‘en’ la libertad y
‘para’ la libertad de pensamiento, que es lo único que debe
interesarle a cada persona. Porque siempre se ha confundido
‘religión’ con ‘moral’, idea defendida, por ejemplo, por un
profesor laico de ética, como Aranguren, y rechazada por otro,
el rector Unamuno, siempre angustiado por la reflexión
religiosa, para quien la ética (o moral) es una cosa, y religión
otra. “No es lo mismo ser bueno que hacer el bien” (La agonía
del cristianismo). Ser bueno es perfectamente compatible con la
falta de fe. Una persona de bien puede ser un agnóstico, un ateo
o un indiferente en materia de religión. Incluso un no creyente
como el materialista Eugenio Trías puede ser un escritor
excelente, que pone en la ética su ‘filosofía del límite’, al
mismo tiempo que defiende como ideología una especie de
‘materialismo sagrado’. Porque la moral, como la materia, es
previa a toda religiosidad. La religión no se puede reducir a
una moral, ni al misticismo, ni a la filosofía, ni a la poesía,
aunque todo ello forme parte de su entorno. Como dice José
Antonio Marina, “la ética acaba marcando el camino a la
religión” (Dictamen sobre Dios, Anagrama, 2002, p. 191).
La religión
moldea a la persona, pero después de la infancia cada uno es
responsable de su compromiso religioso, sin tener que seguir, a
modo de borrego, el cayado del pastor. Como suele ocurrir cuando
se nace en el seno de una familia piadosa, de una sociedad
confesional, circunstancia determinante para el futuro del
creyente “social”. Una religión se hereda, como una propiedad, y
es preciso, al llegar a la mayoría de edad, decidir si se acepta
o se rechaza, eventualidad que queda abierta hasta la última
hora. Pero la reflexión inteligente y crítica con lo recibido ha
de enfrentarse a menudo con una tradición agobiante, que empuja
con fuerza en una dirección determinada. Esto permite hablar de
la religión ‘colectiva’, que se asume como un valor familiar y
comunitario que hay que preservar y defender ante la influencia
proselitista de otras religiones, siempre miradas con recelo. Y
quizás con mayor motivo se recela de la ‘conversión’
intelectual, de la apostasía de la fe recibida, a consecuencia
de la propia desapasionada reflexión, que puede dañar la
‘comunión’ salvadora del grupo, tanto si se da el paso hacia
otro sistema doctrinal, como si se termina abrazando el
agnosticismo, el ateísmo o el indiferentismo. Porque las
religiones han ido abandonado, a lo largo de su historia, el
carácter ‘sagrado’, el misterio simbólico de sus inicios, para
convertirse en una institución social más, y su liturgia en
ritos mecánicos, sin vida interior ni capacidad de alumbrar en
el corazón la febril emoción de la virginidad espiritual,
perdida en la trepidante vida moderna.
Quien haya
nacido en el Extremo Oriente, probablemente será budista o
sintoísta. Si su patria fuera el Medio Oriente, su dios sería
Alá y su gran ilusión sería peregrinar a La Meca. Si hubiera
llegado al mundo entre los indígenas de la selva americana, lo
más probable es que sus creencias no se apartarían de la
religión natural, sin hacer caso de más iglesias ni dioses
antropomórficos. Pero si el inevitable destino quiso que abriera
los ojos en una sociedad confesionalmente católica, así sería su
educación y su ‘circunstancia’, como diría Ortega. Esta
‘circunstancia’ vendría marcada por las ideas de quienes se
recibe el amor, la instrucción y la fe religiosa. Pero también
por la geografía, la historia, el arte y el mismo sistema
lingüístico en el que se desenvuelve la personalidad. ¿Cómo no
tener en cuenta las impresiones recibidas en los viajes, el
testimonio de una historia manipulada, de unos tesoros
artísticos que con preferencia nos hablan de temas religiosos?
En todos los pueblos, por pequeños que sean, un templo siempre
domina el caserío. Acá y acullá, en las grandes ciudades
catedrales y basílicas, iglesias y conventos, monasterios en los
más retirados y bellos rincones naturales. Por todo el mundo,
iglesias, mezquitas, sinagogas, pagodas, templos de las más
variadas confesiones, las más de las veces lujosos hasta la
extenuación. La historia, escrita casi siempre por los
vencedores y por los líderes de masas, no hace sino justificar
todas las crueldades en nombre del Dios de la Victoria, sin
hablar del Dios de la Misericordia; se magnifican las obras
misioneras, siempre admirables en su labor altruista, pero muy
equivocadas al predicar dioses tan diferentes. El idioma en que
nos entendemos, por su parte, cumple a las mil maravillas el
objetivo de seducir las conciencias con el uso constante de los
términos religiosos, y sobre todo la palabra Dios, enquistada en
lo más profundo de la conciencia lingüística, en modismos y
expresiones habituales. El arte, sufragado en todos los siglos
por el dinero eclesiástico, ha conseguido sus obras maestras al
tratar los temas religiosos. El cristianismo, sobre todo desde
el siglo IV, ha sabido emplear sabiamente sus fondos, crecientes
desde que supo atraerse a la nobleza y a los acaudalados, en la
protección y mecenazgo de los grandes artistas, fuesen
arquitectos, escultores, pintores, orfebres o músicos hasta
conseguir el patrimonio más impresionante de la humanidad,
siempre al servicio de su ‘divina causa’. Pero no ha conseguido
la obediente sumisión de la ciencia. Antes bien, la ha
perseguido y anatematizado en tantas ocasiones, que J.W. Draper
ha podido publicar un extenso estudio de esa rivalidad
histórica, en su Historia de los conflictos entre la religión y
la ciencia (1987). Un resumen insuperable de esa “ilusión
trascendente” en que consiste la religión (todas las religiones)
se puede encontrar en Ateísmo y religiosidad (Siglo XXI, 1997,
pp. 97-256) de Gonzalo Puente Ojea, gran propulsor del debate
religioso desde las más recientes proposiciones de la filosofía
y de la ciencia. El pensamiento laico ha de navegar contra
corriente.
Para el
positivismo, con su aversión a la metafísica, la ciencia
experimental es la única fuente verdadera del conocimiento.
Precisamente porque la religión nace de la emoción del miedo,
sentimiento involuntario de angustia y dependencia ante el
futuro incierto, para proporcionar al individuo alguna esperanza
en su ansiosa búsqueda de felicidad duradera. La ciencia, por el
contrario, se basa en la razón deductiva, sin hacer caso de las
emociones, busca la verdad por el camino de la experimentación,
paso a paso, al margen de revelaciones, mitos y supersticiones.
Ni la metafísica ni la teología son capaces de dar una respuesta
científica a la pregunta básica: por qué hay algo en lugar de no
haber nada. En cambio, el espectacular avance de la ciencia nos
va revelando que resulta innecesario acudir a ningún Dios para
justificar el origen de la materia, según la teoría del Universo
Inflacionario, que propugna un universo sin principio ni fin.
Divididos, como todos los humanos, los científicos buscan la
verdad de la naturaleza y de la vida, pero dudan en lo más
íntimo de su conciencia, aunque la duda es incansable y ha de
estar acompañada inevitablemente por el sufrimiento psíquico, lo
más noblemente digno que puede soportar cualquier ser humano.
La fe religiosa individual es un ‘postulado’ imaginario y
personal, pero la sociedad de la convivencia, de la justicia y
de la paz no se puede fundamentar sobre ningún postulado
religioso. No queda más que un camino a seguir, la renuncia a
todo tipo de compromiso social con cualquier tipo de religión.
La definitiva y sincera separación de la Iglesia y el Estado. La
confesionalidad ha de quedar para lo más íntimo de la conciencia
individual. El conjunto de la sociedad, múltiple en sus
creencias y devociones, no tiene más solución pacífica que la
asunción del laicismo en todas sus instituciones. Si de algo han
de servir las enseñanzas de la Historia, la paz y el bienestar
de la humanidad solamente se habrán de conquistar en la cultura
de todos los pueblos cuando se instale la conciencia libre del
laicismo. A la esclavitud colectiva de las religiones ha de
suceder, en un futuro próximo, la plena libertad del laicismo en
las escuelas, en las costumbres colectivas, en las instituciones
sociales.
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Francisco Aguilar Piñal
es miembro de Europa Laica
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