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Los
primeros siglos del humanismo moderno (XIV…) provocaron diferentes reacciones,
entre las cuales podemos observar la resistencia al ideoléxico libertad.
Santa Teresa de Ávila lo definió así: “ahora se usa más que suele, y es
que toda la propia voluntad, y libertad llaman ya melancolía; […] no se debía
tomar este nombre en la boca (porque parece que trae consigo libertad) sino que
se llame enfermedad grave”. (Obras, 1573)
Si bien hoy en día el ideoléxico democracia se ha impuesto con una
valoración positiva, casi universal, éste fue resistido de formas diversas. A
más de sesenta años de la Revolución francesa, y en medio de un siglo de
tensiones políticas en España, Pi i Margall reconocía que hasta entonces, la
aristocracia y el clero “se reunían todavía bajo una misma bóveda para
legislar sobre los intereses de los pueblos […] los proletarios no exigían,
como los de hoy, las reformas de las leyes sociales para ver aliviados sus
padecimientos”. Luego, respondiendo a quienes aseguraban que la discordia del
siglo se debía a la libertad, Margall respondía que esa rebeldía no era
producto de la libertad sino falta de la misma. (Reacción y revolución,
1954).
La lucha semántica sobre el ideoléxico liberación aparece como
problema central en Instrucción sobre algunos aspectos de la “teología
de la liberación” (Santiago de Chile: Ed. Paulinas, 1986) del entonces
cardenal Joseph Ratzinger. Tres de los principios de la lucha de los ideoléxicos
consiste en (1) revalorar un término, (2) redefinirlo en sus fronteras semánticas
o (3) revindicarlo cuando se trata de un ideoléxico consolidado en su valoración
positiva. Para el siglo XX, el ideoléxico liberación podía tener una
implicación política negativa en algunos contextos conservadores, pero en un
sentido histórico y semántico más amplio su valoración es positiva.
Aunque el concepto de liberación es mucho más antiguo que el
cristianismo, no es incorrecto atribuírselo como una aspiración fundamental
desde sus orígenes clandestinos. Para el hinduismo era liberación de la vida
(salirse del sammsara); para el cristianismo, liberación de la muerte
(entrar en la vida eterna).
No obstante, Ratzinger explicaba que el surgimiento de los movimientos de
liberación en su siglo se debía al fenómeno tecnológico que había
provocado una excesiva concentración económica. La degradación de la
historia, propia de la tradición del pensamiento religioso, es así
atribuida al demonio de la máquina —esta concepción es central en el
pensamiento secular de Ernesto Sábato, especialmente formulado en Hombres y
Engranajes (1951)—. Atribuida la autoría del mal a un ente inerte, se
suspende uno de los problemas centrales de la crítica de los llamados
Movimientos de Liberación, especialmente de la Teología de la Liberación, que
es aludida en todo el texto del cardenal: la inocultable relación social entre
opresores y oprimidos, entre educados e ignorantes, entre herederos y desposeídos,
entre ricos y pobres y el rol funcional que las iglesias tradicionales pudieron
jugar en el mantenimiento de esas relaciones de poder.
Para Ratzinger, la liberación más radical es la liberación del pecado,
no la liberación social e individual de las estructuras heredadas como un orden
natural y divino. Pero el concepto de “pecado social”, desarrollado por los
teólogos de la liberación es demasiada acusación para aquellas instituciones
que han ostentado gran parte del poder social, político, económico y militar.
Por lo tanto, significa una amenaza que debe ser demonizada identificándola con
el marxismo y, por ende, con el pecado (individual).
La operación intelectual del autor de Instrucción… consiste no sólo
en la re-definición de los campos semánticos sino que, además, ésta es
realizada con otros ideoléxicos de alta abstracción: la liberación
es la restitución de la libertad; es la educación para la
libertad; es el uso recto de la libertad; la libertad “encuentra su verdadero
sentido en la elección del bien moral. Se manifiesta como una
liberación ante el mal moral”… y así ad infinitum o
hasta volver al comienzo.
Diferente a la arbitrariedad calvinista de la predestinación y preferencia de
Dios por el hombre rico, y consecuente con la doctrina del libre albedrío,
Ratzinger reconoce que el hombre “ejerciendo su libertad, decide sobre sí
mismo y se forma a sí mismo. En este sentido, el hombre es causa de sí
mismo”. No obstante, “la imagen de Dios en el hombre constituye el
fundamento de la libertad y la dignidad de la persona”. Poco después parece
contradecir lo anterior (aunque la teología medieval puede arreglarlo todo):
“El hombre no tiene su origen en su propia acción individual o colectiva
[definición de un C(-) sólido], sino en el don de Dios que lo ha creado”.
Una vez revindicado el ideoléxico en disputa (liberación), el autor
comienza la valorización de la definición revindicada por el adversario:
“Pero la libertad del hombre es finita y falible. Su anhelo puede descansar
sobre un bien aparente; eligiendo un bien falso, falla a la vocación
de su libertad”. Luego, citando las Escrituras realiza una operación
tradicional: asocia diversos ideoléxicos mediante el copulativo “es” —sin
deducir uno del otro; podríamos decir que en retórica el copulativo “es”,
es un “verbo legislativo”—. Así confirma la antigua valoración negativa
de la desobediencia, cuya función política es entendida por sus
adversarios como profiláctica: “La auténtica libertad es
‘servicio de la justicia’, mientras que, a la inversa, la elección
de la desobediencia y del mal es ‘esclavitud del
pecado’”. La operación sobre los campos semánticos se reduce al dictado de
lo que es y no es haciendo uso de el único recurso de la asociación: desobediencia
= mal. Luego, se hace implícito que esa desobediencia no sólo es
institucional (referida a los teólogos de la liberación o a los movimientos
seculares) sino filosófica: el libre albedrío (precepto católico) si
cuestiona la interpretación de la autoridad es desobediencia, es
decir, es pecado; si es pecado es esclavitud, ergo es lo
contrario a la liberación. Así, la cadena de asociaciones libres (o
interesadas) adquiere un estilo deductivo. “Ésta es la naturaleza
profunda del pecado: el hombre se desgaja de la verdad
poniendo su voluntad por encima de ésta”. Voluntad, no razón
ni racionalidad.
El pecado consiste en “la voluntad de escapar a la relación de dependencia
del servidor respecto a su Padre”. Todo lo cual es comprensible desde dentro
de la religión y lógico desde cualquier teología. Sin embargo, al no hacerse
explícita la división entre el reino de Dios y el reino del César (al no
distinguirse la relación padre-niño de adulto-adulto y ley-individuo) se hace
implícita la confusión entre religión y política: la desobediencia a Dios es
desobediencia a las autoridades eclesiásticas y sociales.
Para los teólogos de la liberación, este enclaustramiento de estas santas y
santos no era entendido como virtud de pureza sino como simple y aborrecible egoísmo.
En cierto momento, Ratzinger logra una idea irrefutable: la aspiración de la
liberación por la salvación eterna “no debilita el compromiso en el progreso
de la ciudad terrenal, sino por el contrario le da sentido y fuerza”. Sin
embargo, también se puede afirmar que la ruptura de la obediencia que unen al
marginado del privilegiado no impide aspirar a la “salvación eterna”, sino
lo contrario. La liberación social no impide la liberación metafísica. Sólo
que luchar por la justicia terrenal con los ojos puestos en el Cielo no es una
lucha que pueda calificar como altruista. Tampoco califica como justa cuando,
por inocencia o por hipocresía, sirve los intereses del César.
Finalmente Ratzinger aprueba la reflexión teológica basada en la experiencia,
siempre y cuando “esta reflexión sea verdaderamente una lectura de la
Escritura, y no una proyección sobre la Palabra de Dios de un significado que
no está contenida en ella [idea del signo unívoco], el teólogo ha de estar
atento a interpretar la experiencia de la que él parte a la luz de la
experiencia de la Iglesia misma. Esta experiencia de la Iglesia brilla con
singular resplandor y con toda su pureza en la vida de los santos. Compete a los
Pastores de la Iglesia, en comunión con el Sucesor de Pedro, discernir su
autenticidad”.
Antonio Gramsci pensaba que “la religione è la piú ‘mastodontica’ utopia”.
(Quaderni del Carcere, 1933). Tal vez tenga razón si pensamos en las
aspiraciones más profundas de la metafísica religiosa. El Paraíso, la
Justicia, la Justicia al fin... Si pensamos en sus consecuencias terrenales, ya
es más difícil encontrar hombres más realistas que los líderes religiosos.
Realistas, sobre todo porque la realidad terrenal es obra de sus propios poderes
—poderes terrenales, aunque siempre en nombre del cielo.
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Jorge
Majfud
The University of Georgia