El príncipe Felipe o el villano en su rincón
Higinio Polo
Rebelión
Existen personas que
tienen un escaso sentido de la oportunidad, aunque es probable que a ellas les
importe poco, habituados como están al servilismo de sus criados y al halago de
los funcionarios del poder. Es el caso del príncipe Felipe, que estrena
palacio. No sé si tendrá otras virtudes, pero es seguro que Felipe de Borbón
no cuenta con los atributos de la oportunidad y la prudencia, más si atendemos
a la circunstancia de que vivimos un momento especialmente conflictivo en España,
aunque es seguro que se siente satisfecho de su nuevo palacio, igual que el
villano en su rincón.
Mientras los ciudadanos atendíamos las noticias que llegaban sobre la
desesperación en la Argentina, donde al hambre y la miseria se añadía la
represión y el asesinato por la policía de varios manifestantes en las calles;
mientras nos llegaban las crónicas de los asesinatos selectivos de dirigentes
palestinos por el ejército israelí y de la intensificación del terrorismo de
Estado contra todo un pueblo; mientras escuchábamos atónitos el plan de paz de
Bush para Oriente Medio y sus preparativos de agresión militar en diferentes
puntos del planeta; al tiempo que oíamos que en la cumbre del G-8 en Canadá se
abordarían (aunque no sabemos para qué, a juzgar por los resultados
anteriores) los problemas de África, un continente en el que malviven 250
millones de seres humanos sin agua potable y 350 millones de pobres; en el
instante en que las bolsas se conmovían por la persistencia de la crisis bursátil;
en el preciso momento en que nos llegaban las noticias del nuevo escándalo
financiero norteamericano en la gigantesca trasnacional WordlCom mostrando el
capitalismo de bandidos que gobierna el mundo; en ese día preciso, Felipe de
Borbón presentaba satisfecho su nueva mansión a los periodistas españoles,
entre sonrisas y comentarios felices, como si él viviera en otro mundo y esas
noticias aciagas apenas fueran una ráfaga fugaz perdida en el embrutecimiento
servido por las televisiones y no un siniestro y persistente rumor de fondo.
Claro que el ciudadano bienpensante podría considerar que ninguno de esos
asuntos tiene que ver con Felipe de Borbón. Es lo que el mismo príncipe
piensa, también, y por eso se dedica a supervisar decoraciones y no a otras
cosas más útiles.
Sin embargo, a juzgar por los afanes que muestra el heredero Borbón, es
probable que sea así, que viva en otro mundo. Seis días después de una huelga
general que había paralizado España, y que había sacado a las calles en
gigantescas manifestaciones a centenares de miles de ciudadanos en protesta por
el despojo que el gobierno del presidente Aznar pretende realizar con los ya
escasos derechos de los trabajadores en paro, la inefable casa real española
mostraba el último capricho de su heredero, como si el nuevo palacio fuese una
necesidad del país, un dispendio obligado por la alta dignidad del príncipe,
un gasto indispensable para la representación y el funcionamiento de España.
No deja de ser una burla más para el ciudadano: mientras el gobierno
arrebataba, a los que han tenido la desgracia de perder el trabajo, el derecho a
la percepción de unos pobres salarios de tramitación, creía oportuno mostrar
el derroche ocasionado por el antojo de un príncipe al que no se le conoce
ninguna función útil para el país.
Las risas de Felipe de Borbón mientras enseñaba la mansión estaban
justificadas. El palacio del príncipe cuenta con 3.150 metros cuadrados, aunque
algunos periódicos pícaros o piadosos rebajaban el espacio a dos mil metros
cuadrados, (¿habrá leído Felipe de Borbón esos anuncios inmobiliarios en los
que ofrecen, a precios de escándalo, pisos de cincuenta metros cuadrados con el
gancho de ?ideal parejas??, ¿sabrá algo de los problemas de los jóvenes?), y
dicen que ha costado al presupuesto público 4.250.000 euros, es decir, más de
setecientos millones de pesetas, aunque mucho me temo que las cifras reveladas
esconden muchas cosas: de ser así, apenas nos ha salido el palacio a los
ciudadanos por unas doscientas treinta mil pesetas el metro cuadrado, igual que
si fuera un piso para obreros en Leganés o Santa Coloma. Todo ello sin contar
lo que habrán costado muebles y tapicerías y la lujosa decoración interior.
No hay duda de que su construcción ha superado con creces los mil millones de
pesetas, aunque es probable que nunca lo sepamos. El palacio, con tres plantas y
amplias buhardillas, cuenta con un semisótano para la servidumbre, siguiendo el
ejemplo de la ruin nobleza inglesa, con jardines y piscina, con gimnasio,
salones. Solamente la piscina tiene una extensión de 180 metros cuadrados, a
los que se acompañan pérgola y vestuarios. Por lo que cuentan las sumisas
revistas del poder y los complacientes periódicos, para la decoración del
palacio incluso han echado mano de piezas artísticas propiedad del Estado,
aunque ninguno de los cronistas se ha preguntado con qué derecho utiliza Felipe
de Borbón propiedades públicas para su usufructo personal.
Para guardar las formas, esos satisfechos cronistas de palacio explican que la
mansión es propiedad del Patrimonio Nacional, sin reparar en el agravio
comparativo de que hasta el propio príncipe Carlos de Inglaterra se ha pagado
su nuevo palacio de su bolsillo particular. Aunque no puede descartarse que la
monarquía española lo haya decidido así en una muestra más de su inclinación
por las obras sociales, sugiriendo de esa forma a las empresas inmobiliarias la
cesión en usufructo de por vida a las parejas jóvenes de los pisos que
construyen; al fin y al cabo, las constructoras podrían estar tranquilas puesto
que los pisos continuarían siendo nominalmente suyos. Con el mismo afán de
justificar el capricho principesco, los portavoces de la casa real han explicado
que esa nueva residencia, ese boato innecesario, será utilizado para ?actos
oficiales muy concretos?, como si no conociésemos las andanzas y correrías de
estos sujetos que viven a costa del presupuesto y de los impuestos que paga el
ciudadano.
De manera que no estaría de más que los jóvenes y los desempleados, los que
soportan trabajos precarios y mal pagados empezasen a manifestarse en las cercanías
de la casita del príncipe, o en las calles de Madrid, para que la mansión
sirva de algo más que de pasto de revistuchas satinadas y asombro de rústicos
y horteras. Mientras tanto, y puesto que ya tenemos al villano en su rincón,
nada mejor que enviar nuestra protesta a las instituciones del Estado (¿conocerán
los miembros de la familia Borbón los problemas de la juventud para conseguir
un pequeño piso en cualquier gran ciudad española?), aunque sea con
escepticismo, sabiendo como sabemos que, a diferencia de lo que enseña la
comedia de Lope, no parece que Felipe de Borbón siga el consejo del dramaturgo,
que sugería humildad a los poderosos.
Porque ese palacio ostentoso, ese capricho inútil, esa burla a los ciudadanos,
revela la convicción de la familia real de que somos imbéciles o bien nos
drogamos con desinfectante de retrete, a falta de algo mejor, y no estamos para
atender otros asuntos. Porque el proceder de la familia real, su desprecio por
las necesidades populares, su prepotencia y su soberbia al mostrar al pueblo
español el despilfarro de su heredero -si la república no lo remedia- en el
preciso momento en que el empleo se vuelve más precario y el despido más fácil,
nos muestran de nuevo en manos de quién estamos, nos enseñan un país de
maravillas en el que mientras se niega la evidencia del malestar y se pretende
ocultar una huelga general, se exhibe a los ciudadanos un modelo acabado, casi
de manual, de parasitismo social.