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No consiento que se hable mal de Franco en mi presencia. Juan Carlos «El Rey»
Un
rey golpe a golpe, 25 años después
Amadeo Martínez Inglés *
24 de Febrero de 2006
Los golpes
militares no se inician jamás a las seis de la tarde; las fuerzas que
intervienen en un golpe militar nunca dan vivas al jefe del estado, contra el
que atentan, en el curso de su ilegal operativo; los tanques que utilizan las
Unidades rebeldes comprometidas en un golpe militar siempre llevan sus
“santabárbaras” a tope de munición y sus tripulaciones armadas hasta los
dientes; el primer objetivo en un golpe militar es siempre, siempre, el
palacio o residencia oficial del jefe de Estado; los presuntos golpistas en
una acción militar contra el Estado nunca, nunca, dejan al jefe del mismo
libre en su palacio y con todas sus comunicaciones con el exterior abiertas
para que pueda reaccionar cómodamente contra sus enemigos; los dirigentes de
un golpe militar jamás llaman por teléfono al jefe del Estado contra el que
teóricamente están actuando para tratar de explicarle sus movimientos
futuros y, menos todavía, para obedecer sin rechistar sus órdenes; los
primeros movimientos de carros de combate en un golpe militar se dan siempre
en la capital de la nación y no en la de una provincia periférica situada a
más de trescientos kilómetros de distancia; los tanques rebeldes nunca,
salvo que Gila ordene lo contrario, respetan los semáforos y las reglas de
circulación, todo lo contrario, intentan alcanzar cuanto antes sus objetivos
(palacio real o presidencial, palacio de justicia, centrales telefónicas, de
radio, de televisión, banco central etc., etc.) importándoles un comino los
accidentes o bajas entre la población civil.
Y, por último, es absolutamente improbable que en un golpe militar el
presunto jefe de los golpistas lleve en el bolsillo de su uniforme una lista
de su futuro gobierno (para hacerla pública si triunfa la asonada) formado
curiosamente no por militares o civiles golpistas de su entorno sino por políticos
pertenecientes a partidos del propio sistema contra el que se está actuando
ilegalmente.
Visto todo lo anterior, que además es de elemental sentido común, resulta
meridianamente obvio que aquí el famoso 23-F, del que ahora se acaba de
cumplir su vigésimo aniversario, no tuvo nada que ver con una verdadera y
tradicional intentona castrense; por mucho que se intente zanjar la cuestión
apoyándose en el incuestionable veredicto de los micrófonos de la radio o
las cámaras de televisión, en el carácter inestable y violento de Tejero o
en las chapuzas y traiciones de sus dos teóricos dirigentes: los generales
Armada y Milans del Bosch. Nada de eso es determinante. Además ni el antiguo
preceptor del Rey y luego secretario de su Casa, el todavía vivo marqués de
Santa Cruz de Rivadulla, ha sido nunca un tonto de capirote, un loco
visionario, un irresponsable o un traidor (más bien todo lo contrario) ni el
ex capitán general de Valencia (uno de los generales con más carisma dentro
del ejército franquista) tuvo nunca sus neuronas profesionales al nivel de
las de un pobre cabo furriel.
Si ambos montaron al alimón un complejo tinglado político-militar al margen
de la Constitución (que fue en definitiva lo que salió a la luz el 23-F)
para salvar la corona española (los dos eran fervientes monárquicos) fue
pura y simplemente porque su señor, el rey Juan Carlos, perfectamente
enterado tanto por ellos mismos como por los servicios de Inteligencia del
estado (CESID) y la cúpula militar (JUJEM) del operativo golpista (éste si
de verdad) que preparaban para principios de mayo los militares más radicales
de la extrema derecha española, les pidió con urgencia la puesta en marcha
de esa maniobra; que debería desactivar, cuanto antes y como fuese, ese
peligro real y absoluto que amenazaba en primer lugar a su propia persona, y
después a su corona, y, por último, al régimen de libertades instaurado
trabajosamente en España a partir del 20 de noviembre de 1975.
La operación palaciega, consensuada con los principales partidos políticos y
con vocación de pasar por “constitucional”, salió mal entre otras cosas
porque su más alto valedor, el rey, víctima de un ataque de miedo
insuperable al enterarse por sus ayudantes de la barrabasada de Tejero en el
Congreso, se desmarcó inmediatamente de ella a través de un doloroso
“coitus castrensis interruptus” que dejó a sus fieles edecanes de palacio
y conseguidores reales, señores Armada y Milans, con el trasero al aire, con
el plumero de sus uniformes de gala bien visibles y, en definitiva,
perfectamente preparados psicológicamente para pasarse una larga temporada a
la sombra en alguna lóbrega prisión militar. Aunque hay que reconocer, en
honor a la verdad, que la chapuza borbónica resultó al final muy provechosa
para el sistema democrático español y para desmontar de una vez el
franquismo latente en los cuarteles.
Esto fue así, por mucho que durante veinte años a los españoles de a pie se
les haya venido contando una historieta de buenos y malos, demócratas y
fascistas, de militares y civiles, de vencedores y vencidos, de militares
golpistas nostálgicos del anterior régimen (que los había y muchos pero que
no llegaron a actuar afortunadamente ese emblemático día de febrero de 1981)
bastante chapuceros y, sobre todo, de un señor con corona, valeroso e
inteligente como pocos (aunque luego se ha sabido que su santa esposa lo pilló
llorando a moco tendido en el dormitorio después de lo de Tejero),
curiosamente vestido de general del ejército español como los presuntos
cabecillas del evento que, con un breve (aunque tardío) mensaje televisado
lograría salvar “in extremis” al Estado de una nueva dictadura militar.
Desde luego, la desfachatez de los políticos, de los que gobiernan, de los
poderes fácticos del sistema, de sus lacayos, de sus cipayos, de sus
altavoces mediáticos, de su subordinados de toda su laya… no tiene límites;
como tampoco los tiene la credulidad y la excesiva bondad de tantos confiados
ciudadanos intoxicados sin rechistar por la propaganda oficial.
Pero con ser muy grave la actuación del Rey al margen de la constitución que
acabo de señalar y que pudo degenerar en un enfrentamiento armado dentro del
ejército e, incluso, en una guerra si los sectores más ultras de las FAS
adelantan su terrible órdago de mayo al 23-F ante el alarmante vacío de
poder que se vivió durante unas horas, lo que reviste de máxima gravedad el
asunto es que el monarca se valió en esta ocasión de su condición de rey y,
sobre todo, de su cargo de jefe supremo de las Fuerzas Armadas para intentar
salvar su corona como fuera, recabando la ayuda de sus fieles, de sus
militares de palacio, de los servicios secretos del Estado, de la cúpula
militar… para luego abandonar a los más comprometidos, a los que se la habían
jugado por su señor, a su suerte. Que, como todos sabemos resultó más bien
negra ya que fueron condenados “manu militari” y sin que el Rey moviera un
solo dedo para paliar sus exageradas condenas, a la friolera de treinta años
de cárcel. Normal dirá alguien, el Rey es irresponsable, es inviolable
constitucionalmente, no puede equivocarse como cualquier mortal. Y, digo yo, y
si esta “chapuza tejerina” no hubiera terminado tan bien como terminó y
aquello hubiera degenerado en un enfrentamiento armado con miles de muertos…
¡Tampoco el monarca hubiera podido ser juzgado por sus manejos palaciegos! ¡Menudo
país y menuda Constitución!
Un esperpento tan peligroso como el 23-F (y lo dice una persona que lo ha
estudiado a fondo durante diecisiete años) no puede volver a repetirse. Con
un rey irresponsable o con el “sunsum corda” en la jefatura del Estado. Y
sería muy conveniente, para dejar de una vez las responsabilidades históricas
de todos al descubierto (esas sí que pueden pedirse al monarca ¿no?) pasados
ya nada menos que veinte años de tan preocupante evento, que el Parlamento
español como representación máxima del pueblo soberano, abriera una
exhaustiva investigación sobre el mismo. Que depurara responsabilidades (históricas
vuelvo a repetir, pero responsabilidades al fin y al cabo) en las altas
instancias de la nación donde se gestó, se planificó, se intentó ejecutar
y se abortó finalmente uno de los hechos más estrafalarios, ridículos y
peligrosos de nuestra flamante monarquía franquista.
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* Amadeo Martínez Inglés. Coronel del Ejército Español publicado en
Ardi Beltza en 2001