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El Rey de los Cruzados y la monarquía prodigiosa

 

Rafael Cid

Rojo y Negro  8 de octubre de 2007

 

La ciudadanía es un ejercicio democrático que implica insumisión. Por simple dignidad, jamás se debe sacrificar la propia vida al altar de las grandes abstracciones. Sólo quienes ha sido reducidos a la condición de súbditos son reos de tamaño atavismo. No se pertenecen. Sólo ofician como peones de un ajedrez que se libra a sus espaldas. Por eso es un tremendo error la pretensión de hacer de la monarquía juancarlista un nuevo vasallaje, prietas las filas, levantando un cordón sanitario frente a quienes disienten de la más hemofílica de las formas de gobierno conocidas. No otra cosa significa esa protección jurídica sobre el honor de la corona que encierra el artículo 491 del Código Penal, la “reforma Belloch”. Un invento coercitivo del último felipismo para fidelizar a la dinastía reinante, clónico del antiguo delito de “desacato” tipificado por el franquismo, aprobado en 1995 por toda la izquierda parlamentaria sin rechistar.

Durante la dictadura se podía ir a la cárcel por cantar “Asturias patria querida” (entonces algunas patrias estaban prohibidas, hoy vamos camino) o por pertenecer a la Asamblea Democrática de Catalunya, sin que eso impidiera que el inquisidor del TOP (Tribunal de Orden Público, en el eufemismo de la época) hiciera luego carrera de ejemplar demócrata (Diego Córdoba) sin penitencia ni acto de contrición. Durante la transición uno se podía condenar al exilio interior por afirmar metafóricamente que el rey era jefe del Estado por derecho de bragueta, como le sucedió a un combativo senador socialista cántabro (Juan G. Bedoya). Y hoy lo subversivo es expresar pública y desenfadadamente la oposición a la monarquía haciendo vudú sobre la efigie de sus protagonistas. Escenificar un minot con la figura del monarca puede salirle al intrépido fallero más caro que uno de aquellos aquelarres de desacato de la dictadura. Pero el problema se complica, cuando el presunto ofendido y persona principal, como es el caso, se ha identificado con el partido fascista que controló el país durante casi 40 años, proclamando de pasada su admiración por aquél invicto Caudillo de España por la gracia de Dios.

Lo recuerda el escritor Rafael Borrás Betriu en su último libro sobre la saga borbónica (El rey de los cruzados. Juan Carlos I y la monarquía prodigiosa). Mensaje del rey a las Cortes españolas tras jurar cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino y lealtad a los principios que informan el Movimiento Nacional: “Una figura excepcional entra en la Historia. El nombre de Francisco Franco será ya un jalón del acontecer español y un hito al que será imposible dejar de referirse para entender la clave de nuestra vida contemporánea. Con respeto y gratitud quiero recordar la figura de quien durante años asumió la pesada responsabilidad de conducir la gobernación del Estado. Su recuerdo constituirá para mí una exigencia de comportamiento y lealtad para las funciones que asumo al servicio de la Patria”. Estas palabras fueron pronunciadas por Juan Carlos I, el 23 de diciembre de 1975, a dos meses escasos de los cinco fusilamientos de Hoyo de Manzanares, el fuego amigo con que el franquismo quiso bankerizar su prometida reencarnación democrática para aviso de navegantes. Es decir, amarrar el proceso de cambio político con las dosis necesarias de violencia institucional; atado y bien atado.

Con tan lamentables referentes, llama la atención la persecución jurídico-legal a que se ven sometidos quienes hacen de la contumaz reprobación de la monarquía del 18 de Julio un imperativo cívico. Sólo en el franquismo la admonición democrática fue un ejercicio de tiro al blanco. Aunque no es el único valor compartido entre promotor y promovido. Aparte de su común pedigrí ideológico, ambas figuras gozan de parecida bula. Franco sólo era responsable ante Dios y ante la Historia, burda expresión con la que se acuñaron las monedas de curso legal hasta casi la llegada del euro. Y Juan Carlos I es simple y llanamente irresponsable. O por decirlo en la ruda prosa del artículo 56.3 de la Carta Magna: “La figura del Rey es inviolable y no esta sujeta a responsabilidad”. Quiere esto decir que a la más que cuestionable legitimidad de origen de la monarquía instaurada por Franco en previsión sucesoria, se sumaría una potencial irresponsabilidad de ejercicio. El más alto representante público del país resulta un particular insolvente. Por eso se antoja aún más sangrante el estado de excepción a que se somete a esa ruidosa troupe de antimonárquicos con dolo. Porque no creemos que cuando el jefe de la patronal dice que la mejor empresa pública es la que no existe el mandamás de la CEOE esté pensando en la monarquía.

Si se persiste en hurgar en el túnel del tiempo, como demócratas in partibus infidelíum que somos, deberíamos alarmarnos igualmente de que el rey se haya autoinvestido como supremo hacedor de la estabilidad y la prosperidad de la nación. Como ha hecho en el discurso de inauguración del año académico en la universidad de Oviedo. No ha dicho como Luis XIV “el Estado soy yo”. Ha ido más lejos. Ha venido a proclamar “todo me los debéis a Nos”. Con lo que los españoles debemos sentirnos políticamente más desheredados que nunca: Franco trajo la victoria; su sucesor a titulo de rey Juan Carlos I fue “el motor del cambio”; el secretario general del Movimiento Nacional Adolfo Suárez hizo de “arquitecto de la transición” y fueron los líderes políticos quienes parieron la boyante democracia defenestrando la vieja legitimidad republicana. ¿Será esto a lo que los leguleyos denominan “lealtad constitucional”?

Desde luego algo será, pero muy leal no puede ser. A tenor de lo oído y, sobre todo, de lo callado en Oviedo. Porque en el acto de la ciudad de La Regenta faltó una mínima sensibilidad democrática, y casi piedad. Nadie evocó la figura del antiguo rector republicano de aquella universidad, Leopoldo García-Alas, cuyo asesinato hace ahora precisamente sesenta años se ha conocido al desempolvar un legajo militar guardado en el Archivo Militar de El Ferrol. “En prisión desde el 30 de julio de 1936, y tras un parodia de juicio, el 20 de febrero de 1937, a las seis de la tarde, el hijo de Clarín era fusilado por los insurgentes y rematado con un tiro de gracia, al haber errado la primera descarga”, escribe el historiador Jaume Claret Miranda (El atroz desmoche, 2006,196). Tanto empacho de “lealtad constitucional” sobrevenida ha puesto en precario la más próxima “lealtad institucional” contraída con el legado democrático de aquel claustro. De lo contrario, alguien hubiera advertido que en octubre del 36 un tal Rocasolano, Arturo de Gregorio por más señas, presidente de la temida Comisión A, era quien dirigía la siniestra purga que diezmó el cuerpo de catedráticos del campus asturiano.

¿Quién osa revisar el patio trasero? Sólo “gamberros” sin sentido de la historia, como les calificaba un articulista de postín y rojísimo currículum. Cuatro radicales que ni siquiera aprecian lo que supone conceder a Bob Dylan el Premio Príncipe de Asturias, aunque en el distinguido patronato del otorgante aflore un delincuente convicto y confeso llamado Manuel de Prado y Colón de Carvajal, otrora mano derecha del rey para lo que fuera menester. ¡Caiga, pues, sobre esos resentidos el peso de la ley y vayamos todos juntos por la senda constitucional! ¡Actívense las alarmas, tóquese a rebato para que la gente decente, las personas de bien, retornen las cosas a su ser! Unos niñatos no pueden poner en peligro la convivencia tan trabajosamente lograda ¿O no es eso lo que insinúa el editorial “Acoso real” publicado recientemente por El País? De “ensoñación republicana” que ignora que “Prescindir de la Monarquía sería prescindir del pacto en que se fundan las libertades” lo tildaba el periódico de referencia. Añadiendo a renglón seguido que “Es más que dudoso que, en las actuales circunstancias, ningún otro pacto fuera posible”. Tal cual, como si de otro “pacto del capó” se tratara. Gracias a que por fechas no era el 23-F sino el pasado 3-O.

Preocupa en las alturas, y se comprende, que la contestación antimonárquica no tenga dueños, como en esa ejemplar transición abducida por los líderes políticos. Y la cosa tiene lógica porque la experiencia nos dice que todo lo que surge desde abajo y busca la cumbre tiene bases más firmes. Y mucho más si quienes organizan la resistencia son jóvenes sin bozal ni catequesis pero con todo el futuro ante sí. ¡Pero no nos quejábamos de una juventud pasota, abstencionista, indiferente, amorfa y no comprometida! La universidad antifranquista fue quien en realidad sentenció a la dictadura, aunque luego sus promocionados representantes tocaran poder y galones transando cambio real (ruptura democrática) por consenso (continuismo en presencia de violencia). Toda una tradición que aún asola la democracia sin demócratas que tenemos. ¿Qué sociedad civil es esta que obliga a una letrada a renunciar a la defensa jurídica de un cliente antimonárquico? ¿En qué siglo se nos ha parado el reloj moral?

Yerran quienes creen que tapiando la realidad amanecerá monárquicamente más temprano. Se equivocan los gentiles cortesanos que estimulan la teoría de la conspiración entre radicales y ultras para poder capear el temporal. Qué desfachatez: los que se enfrentaban a costa del 11-M ahora están en el mismo pesebre de la manipulación preventiva. Qué deshonestidad corporativa la de los nuevos cruzados: la caverna, el trono, el altar, el espadón, el dinero, los sindicatos y los políticos profesionales juntos (¿dónde los obreros?) Todo les vale, todo les aprovecha, de un cuerno hacen una percha (que diría Gloría Fuertes).

Hacerse perdonar

Sugerir un interés común entre la extrema derecha y los antisistema no sólo es una infamia, supone sobre todo una estupidez que dice mucho y mal de quienes torva e interesadamente la propagan. Se trata de posiciones completamente opuestas, radicalmente incompatibles. Los ultras quieren que el rey Juan Carlos I abdique en su hijo el príncipe Felipe para fortalecer la institución con savia nueva no comprometida in nuce con la dictadura franquista. De ahí que deseen hacerla vitalicia más allá de la figura de su “contaminado” pionero. Los antimonárquicos, por el contrario, buscan poner fecha de caducidad al régimen para impedir precisamente la salida sucesoria. Propiciar semejanzas entre ambas actitudes, continuismo y ruptura, es de la misma ralea que ese ejercicio de prestidigitación que pretende que la monarquía reinante fue refrendada por el pueblo español al mismo tiempo que se aprobó la Constitución en referéndum.

Tantas veces como sea preciso hay que insistir sin desfallecer en que la aprobación del paquete legal (reforma política, elecciones del 77, amnistía, Carta Magna del 78 y Pactos de la Moncloa) se consumó en un clima de violencia estructural, con una opinión pública en continua catarsis, acojonada por los atentados de incontrolados bajo control que ejecutaban una bien monitorizada estrategia de la tensión para, según el Gobierno de entonces, cargarse la negociación de la reforma democrática. Un ambiente político distorsionado que impedía actuar con independencia de criterio. Conviene decirlo ahora que se utiliza esa misma fórmula (en ausencia de violencia) para frustrar cualquier intento de salida política al “contencioso vasco”.

Seguramente para hacerse perdonar esa claudicación, el PSUC y el PCE (valedores aún de la teoría del todo o nada constitucional), sin cuya aquiescencia no habría sido posible la reinstauración monárquica, lanzan ahora manifiestos a favor de una república federal y en solidaridad con los jóvenes represaliados. Las “primeras elecciones democráticas” de junio del 77 tuvieron lugar cinco meses después de la matanza de los abogados de Atocha, en Madrid, y a sólo dos de que Santiago Carrillo y todo el Comité Central aceptaran la monarquía del 18 de Julio, anuncio que escenificaron colocando una bandera nacional en la sala de prensa donde iban a comunicar su legalización por el gobierno a cambio de repudiar a la república.

El autor de la mejor y más completa historia del PCE, Gregorio Morán, reflejó así la coronación comunista. “Al día siguiente, en el Comité Central, Santiago (Carrillo) cambió radicalmente de tono. Adolfo Suárez y él habían llegado a un acuerdo secreto que concretaba en un papel los términos explícitos que debía aprobar el PCE (…) A continuación Santiago pasó a leerlo como si se tratara de una idea suya: En lo sucesivo, en los actos del partido, al lado de la bandera de éste, figurará la bandera con los colores oficiales del Estado…Consideramos la Monarquía como un régimen constitucional y democrático. Estamos convencidos de ser a la vez enérgicos y clarividentes defensores de lo que es nuestra patria común” (Miseria y grandeza del Partido Comunista de España 1939-1985, 1986,542).

Por no hablar de esa amnistía que trataba a todos igual, vencidos y vencedores, víctimas y verdugos, mercenarios y obreros, que al ser aceptaba por PCE y PSOE convirtió lo que fue un brutal golpe de Estado militar y una cruel dictadura que se despidió matando en un lamentable “enfrentamiento entre hermanos”. Patente de corso que tanto juego iba a dar asegurando la continuidad de los cargos y haciendas de aquellos salvapatrias, hasta el punto de que incluso 30 años después les permitiría celebrar la humorada eligiendo en pública subasta al sucesor del dictador, Juan Carlos I, como la personalidad más importante de toda la historia de España. Obscenidad que está a punto de rematarse con una doble victoria pírrica de los enterradores de la primera democracia española: la próxima canonización de 10.000 mártires de la II República por el Vaticano y una ley de Memoria Histórica socialista que asimila civilmente los caos de persecución en la retaguardia contra religiosos confabulados con el levantamiento militar y la represión. El mismo país y los mismos jueces que blasonan de haber terminado con la impunidad de la dictadura de Pinochet y sus torturadores.

Ignoran los que corren actualmente a enterrar la huella reveladora de aquellos años que la cuestión monárquica no es un juego ni una bandera de conveniencia. Si lo tomáramos a chanza tendríamos que residenciarla en el negociado de los fondos de reptiles (José María Ruiz Mateos, Mario Conde o Javier de la Rosa…), la sección de contactos (Maria Gabriela de Saboya, Olghina de Robilant…) y tantas otras gabelas sometidas al secreto de un sumario que encubre las astronómicas financiaciones de yates Fortunas y veleros Bribones del tercer monarca más rico de Europa, según la prensa económica más seria. Pero trascender eso sería salirnos por la tangente y no reportaría más provecho que montar un vodevil cutre o rodar un thriller garbancero.

No hablamos de los reyes de la baraja, por más que el real envite tenga mucho de juego de tahúres y pueda desmoronarse como un castillo de naipes al primer soplo de verdad. Lo que está en cuestión es el ser mismo de nuestra deficitaria y jibarizada democracia, la única revolución pendiente. Y quienes ven la crítica como una espada de Damocles sobre sus estatus quos, deberían recordar que en 1930 los “gamberros” del Pacto de San Sebastián también se negaron a comulgar con una monarquía desacreditada por su cohabitación con el golpista Primo de Rivera, desencadenado con su gesto “una algarada” que condujo a la II República. La primera democracia que ha tenido España. Eso que sesudos oráculos que suelen contarnos cómo paso califican hoy de pura “ensoñación”.

No cabe darle más vueltas. Se mire por donde se mire, para las nuevas generaciones liberadas del fantasmagórico besamanos de la transición, esta monarquía y su corte de los milagros es una ruina. Un edificio sin cimientos, levantado con materiales de derribo por un constructor sin escrúpulos bajo la dirección técnica de un arquitecto desalmado, cuya permanencia representa una amenaza real para sus habitantes. Mantener semejante púrpura agrietada representa un peligro público. Su destino inexorable es la piqueta.

Por dios, por la patria y el rey, ¿moriremos nosotros también?

 

 

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