Alameda, 5. 2º Izda.   Madrid   28014   Teléfono:  91 420 13 88    Fax: 91 420 20 04                                                                         Correo   

  No consiento que se hable mal de Franco en mi presencia. Juan  Carlos «El Rey»   

Semejanzas y diferencias entre Bush y Benedicto XVI
El Papa y el Emperador
Henri Tincq

La Nación (Chile) 22 de mayo de 2005 

Uno es un protestante metodista texano y otro el ex puño de hierro de Juan Pablo II para meter en cintura las disidencias del catolicismo. Uno es Presidente del país más poderoso y el otro jefe espiritual de la Iglesia con más influencia. Ambos combaten el relativismo del pensamiento moderno con el estricto canon conservador.

Nada puede parecer más falso, de entrada, que la pareja formada por George W. Bush y Benedicto XVI, es decir, el jefe de la primera potencia política del mundo y el de su principal fuerza espiritual. Por un lado, un protestante metodista surgido de una familia patricia de Estados Unidos que, antes de conquistar Washington, hizo carrera en el sur fundamentalista texano, cristiano “renacido” (o sea, convertido), alcohólico arrepentido, emblema de la derecha religiosa estadounidense, en expansión desde hace treinta años, teñida de populismo, convencida de que basta regresar a Dios para transformar a una sociedad corroída por el secularismo y la permisividad.

Por el otro lado, un hijo de familia de Baviera, modesto, tímido, alto funcionario de una Iglesia Católica a la que ha servido desde el primer día, teólogo y universitario; más que hombre de mundo, filósofo surgido -como lo fuera Juan Pablo II, de quien fuera el más cercano consejero durante un cuarto de siglo- de esa Mitteleuropa que ha dado origen a un patrimonio cultural excepcional (ideas, artes, música), pero también a las experiencias totalitarias más monstruosas del siglo XX, y que ambos hombres conocieron de cerca.

Para George W. Bush, un hombre de voz fuerte, que encarna un sueño neomesiánico, la regeneración moral de Estados Unidos será ejemplar para todo el mundo. Basada en el desempeño económico y militar del país, esta arrogancia contrasta con la aparente humildad de Josef Ratzinger, que, como allegado del Papa difunto, fue su puño de hierro cuando se trataba de meter en cintura a los disidentes de la Iglesia, de hacerles respetar la disciplina, de descartar las ideas desviadas, de advertir en contra de una modernidad que confunde libertad religiosa con relativismo, libertad con libertinaje.

Todo parece oponer, pues, a un George W. Bush con un Benedicto XVI. La reelección del primero se apoyó en la potencia de esa corriente evangélica heredera de los puritanos del siglo XVI, y de los “despertares” protestantes, cóctel de conservadurismo social y moral, de patriotismo y fervor religioso. Por su parte, el Papa alemán es un hombre sin divisiones, cuyas intenciones aún no se conocen bien, pero que busca un estilo diferente al de Juan Pablo II, aunque también diferente al del cardenal Ratzinger que él mismo fuera.

No obstante, si se mira de cerca, la reelección de George W. Bush en noviembre de 2004 y el ascenso al trono de San Padro de Benedicto XVI sí tienen puntos en común. Si bien no existe duda alguna respecto de la independencia de la decisión de los cardenales en el cónclave del 18 y 19 de abril, hay que recordar que la posibilidad de que el cardenal Ratzinger sucediera al Papa Juan Pablo II vino del continente americano, por primera vez, a fines del año pasado.

Esto no se hizo a costa de un “arreglo”, como el que algunos historiadores y periodistas atribuyen a Ronald Reagan y Juan Pablo II (apoyo de Estados Unidos a la Iglesia y al sindicato Solidaridad en Polonia, a cambio de que el Vaticano metiera en cintura a teólogos de la liberación y sacerdotes revolucionarios de América Latina). Más bien fue consecuencia de un mismo análisis pesimista sobre el declive de los valores morales de Occidente y de las derivas de la modernidad laica, contra las cuales no se hubiera tolerado ningún compromiso.

El senador demócrata y católico

John F. Kerry fue derrotado por George W. Bush entre su propio electorado católico. Sus posturas fueron consideradas demasiado liberales en materia de moral. Y fue George W. Bush, protestante intransigente, quien resultó ser el mejor defensor del Vaticano, militando contra el aborto, la eutanasia, la investigación de células de embrión, hostil a toda forma de matrimonio homosexual y que hizo suyo, en un debate televisado, el concepto de “cultura de la vida”, tan caro a Juan Pablo II.

No hubo presiones estadounidenses en el reciente cónclave. Pero fue esa estrategia de rechazar todo compromiso con la modernidad laica lo que produjo la victoria anunciada del cardenal Ratzinger. Tampoco hay compromisos en el plano moral. “Las iglesias y denominaciones religiosas cuya enseñanza está abierta a los cuatro vientos no tardan en declinar y desaparecer. Por el contrario, aquellas cuya doctrina teológica y moral es firme y clara prosperan aun sufriendo los rigores de la modernidad”. Estas palabras no son de Benedicto XVI, aunque el nuevo Papa no las rechazaría. Pertenecen a George Weigel, el intelectual católico más influyente en Estados Unidos y principal biógrafo de Juan Pablo II.

¿Habrá entonces que sorprenderse por la consternación que provocó la elección del cardenal Ratzinger en los medios eclesiásticos y laicos, para los cuales el progreso o la reforma en el catolicismo no significan necesariamente debilitar el mensaje evangélico o capitular ante la modernidad? O, a la inversa, por los gritos de victoria que se escucharon en las corrientes neoconservadoras de la Iglesia, que basan su proyecto de “nueva evangelización” del mundo en el restablecimiento de una identidad católica clara y fuerte, en el rechazo de toda conciliación con la filosofía de las Luces, la exégesis crítica de los textos sagrados y las ciencias humanas más perturbadoras para la fe cristiana. LND

© Le Monde

Página de inicio