La República como horizonte
Juan
Goytisolo
El País (14/11/04,)
Cuanto a continuación
expongo no implica una propuesta precisa. Es la mera reflexión de un ciudadano.
No mira a un futuro inmediato, como las de los políticos enfrentados a las
secuencias diarias de sus programas. Desea tan sólo favorecer un debate sereno
tocante a la emergencia futura de un régimen republicano en España, esto es,
de la República como horizonte posible y, en mi opinión, deseable.
A diferencia de Inglaterra y otros reinos del norte de Europa, en donde la
institución monárquica se funda en un consenso tradicional de honda raigambre
histórica y en una tranquila sucesión de reinados sin altibajos ni seísmos,
la Monarquía española de los dos últimos siglos ha sido una especie de tobogán
con subidas, bajadas, caídas, descarrilamientos. Desde el esperpento de las
abdicaciones de Bayona hasta la muerte de Franco -a través de golpes militares,
dictaduras e intermedios republicanos-, no alcanzó un amplio acuerdo cívico
sino en fechas muy recientes: en torno a la Constitución de 1978 y el intento
de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981.
La Monarquía como institución natural -de ordinario arbitraria y despótica-
de las sociedades del pasado, sólo puede justificar su existencia en estos
comienzos del tercer milenio cuando su alternativa más probable no sea la de un
régimen democrático, de ciudadanos con derechos y deberes claramente
establecidos, sino la de una implacable dictadura apenas recubierta con los
harapos de un discurso demagógico o la de un poder teocrático como el
propugnado por el islamismo radical. Los ejemplos de lo acaecido en países como
Libia, Afganistán, etcétera, están ahí para probarnos que el cambio no aportó
mejora alguna. Muy al contrario, la opresión aumentó.
Éste no es el caso, por fortuna, de la España actual. La Monarquía fue
aceptada por la inmensa mayoría del pueblo español como una salida razonable a
los enfrentamientos mortíferos entre la España liberal, laica y republicana, y
la conservadora, ultracatólica y militarista. Había que parar de una vez por
todas la reiteración de cuarteladas, revoluciones, guerras civiles y
caudillismos de espadones, y ese ciclo se cerró con el fracaso del Tejerazo
gracias en parte a la oportuna intervención de don Juan Carlos a favor de la
legalidad constitucional. Pero ese influjo pragmático del papel real en
aquellas horas cruciales parece haberse debilitado y perdido con los años su
fuerza e imantación. La Corona se ha ido reduciendo a un ceremonial y a un
logotipo vacíos de contenido. Las circunstancias han cambiado, y el pueblo que
aprobó la Carta Magna, también.
No cabe duda de que entre la monarquía de Juan Carlos y una república
presidida por Aznar yo habría elegido sin vacilar la primera. Al socaire de la
bonanza económica y el aumento espectacular del nivel de vida, el ex presidente
promovía el retorno a los viejos valores nacionalcatólicos, y fue esa
mentalidad, heredada de la dictadura franquista, la que propició la acumulación
de dislates, actuaciones incompetentes e increíbles mentiras que culminaron en
su protagonismo en la invasión de Irak y en la torpe ocultación de la autoría
de los atentados del 11-M. Pero la digna reacción ciudadana tres días después
probó la madurez del electorado y la ha convertido en un punto de referencia
político y ético de muchas sociedades de Europa e Iberoamérica. El rechazo
tajante de la guerra y de las falsas razones invocadas para entrar en ella se
unió al del terrorismo islamista y de ETA: no hubo capitulación alguna, sino
un arranque de energía cívica. Desde la entrada en funciones del nuevo
Gobierno, la aprobación mayoritaria de la España plural, del cambio de
prioridades sociales y de un amplio abanico de propuestas tocante al divorcio,
el aborto, la violencia machista, la ley de parejas y los derechos de los
homosexuales, prueban la emergencia de una sociedad moderna y laica y, con ella,
un retroceso del influjo secular de la Iglesia inimaginable hace sólo quince años.
El proyecto republicano de Manuel Azaña no prosperó porque la polarización
extrema de la sociedad española de la época, el atraso económico del país y
un entorno internacional claramente desfavorable no 1o permitían. La única
falta, si es que puede llamársela así, del último jefe de Estado español
democráticamente elegido en las urnas fue la de adelantarse a su tiempo y
proponer unas formas de convivencia que no podían cuajar en la Europa brutal,
desgarrada y convulsa de hace setenta años. Hoy, el panorama ha cambiado por
completo. España se ha integrado con éxito en la Unión Europea y esta
integración propicia la creación de entidades y relaciones supraestatales,
favorece la dinámica de proyectos federales, como los que defendió en
solitario Pí y Margall. Las fronteras, antes sagradas, tienden a desdibujarse:
las nuevas generaciones de españoles vuelven la espalda a las estructuras
familiares y autoritarias para enfrentarse al reto de un mundo mutante y en
perpetuo movimiento. Obviamente, los particularismos y esencialismos
identitarios resistirán, incluso con violencia, pero la tendencia al pluralismo
y la ósmosis parece irreversible.
Los diseñadores de la boda real, tres meses después del sangriento atentado de
los trenes en la estación de Atocha, perdieron una excelente ocasión de
desmarcarse de la, en verdad grotesca, de El Escorial, protagonizada por la hija
de Aznar, y de mostrar menos pomposidad y mayor modestia. La asamblea de
celebridades y testas coronadas difundida por las televisiones del mundo entero
tenía algo de irreal y anacrónico: lo único puntual y concreto fue la lluvia.
España, repito, no es Inglaterra ni los países escandinavos, en los que la
Corona se transmite sin sobresaltos desde hace siglos y ha arraigado en las
costumbres y el imaginario colectivo. Los sentimientos monárquicos o antimonárquicos
son aquí mucho más difusos y no movilizan a casi nadie. La indiferencia del
común de los ciudadanos respecto al modelo del Estado es palpable y ese
sentimiento de lejanía se acentúa entre los más jóvenes.
¿Qué papel puede desempeñar la institución monárquica en estos horizontes
abiertos a la rosa de los vientos y en unas sociedades mestizas como las que
vemos forjarse a diario en nuestras ciudades? ¿Cabe imaginarse su existencia
dentro de treinta o cincuenta años? Francamente, pienso que no. A diferencia
del pasado, nuestro tiempo corre de forma vertiginosa. ¡Quizá es que lo que
entendemos hoy por España, Cataluña o Euskadi sean también historia al cabo
de cinco siglos!
Aunque se evite hablar de ello por oportunismo, indiferencia o por razones de
corrección política -"lo que no se puede decir no se debe decir" de
Larra mantiene su vigencia en 2004-, creo que el tabú tiene que romperse, sin
demagogia y de modo civilizado. La sociedad está preparada para ello. Como
prueba la boda del príncipe, los reyes y sus familias siguen y seguirán
alimentando la curiosidad y embaimiento de las revistas del corazón,
independiente del hecho de que no hagan latir ya el de una gran mayoría de los
ciudadanos.